El mundo del siglo XIX. Introducción

Historia contemporánea I
  • Jordi Roca Vernet

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Índice

Introducción

En las dos últimas décadas se ha producido una renovación de la producción historiográfica dedicada a la historia universal del siglo XIX, ofreciendo un enfoque de carácter global que se corresponde con las nuevas sensibilidades del siglo XXI. La necesidad de conocer cómo los procesos de modernización tomaron nuevas formulaciones fuera de Europa y qué relación tuvo Europa en dichos procesos obliga a replantearse la historia del mundo.
Dos obras se han erigido en referentes para interpretar el siglo XIX: El nacimiento del mundo moderno 1780-1914 de C. A. Bayly (edición en inglés del 2004) y La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX, de Jürgen Osterhammel (edición en alemán del 2013). Ambas han sido traducidas rápidamente al castellano respectivamente en 2007 y en 2015. Los dos libros son extensísimos y durante centenares de páginas recorren la historia del mundo del siglo XIX para ofrecernos unas nuevas síntesis con el fin de interpretar las grandes tendencias de cada momento. Los dos historiadores se formaron en el estudio de realidades asiáticas: Bayly lo hizo sobre la India y Osterhammel sobre China, y esto condiciona, sin duda, sus historias. Bayly rehuye constantemente del eurocentrismo y se afana en poner de relieve la poligénesis del nacionalismo o el renacimiento religioso en varios espacios del mundo. Su enfoque, desde la historia cultural, ha revitalizado la historia intelectual enfatizando la reformulación de ideas en contextos distintos al europeo y, a la vez, observa cómo se produce la construcción cultural de las ideas y del conocimiento. Por su parte, Osterhammel plantea la centralidad de la historia europea a partir de un triple argumentario: en primer lugar, porque los europeos ostentaron un poder que ejercieron violentamente hacia el resto de los territorios; en segundo lugar, porque con los múltiples canales de influencia se aseguraron la expansión capitalista y, en último lugar, porque se convirtieron en el modelo en el cual se mirarían el resto de los territorios del mundo, a pesar de haber sido sus víctimas. La perspectiva de J. Osterhammel, como él mismo apunta, es muy deudora de la sociología histórica, y esto determina sus principales campos de interés, como son el fenómeno de la industrialización, la urbanización, la política internacional y la ciencia. Incluso a la hora de escribir, Bayly y Osterhammel plantean dos opciones muy diferentes. Bayly tiene una mirada capaz de encontrar relaciones y líneas de confluencia de varios procesos simultáneamente y en espacios divergentes y descentralizados, hecho que potencia la clave interpretativa en un sentido global. Ello hace que resulte difícil comprender los procesos de forma aislada y, a menudo, la temporalidad es imprecisa. Osterhammel, por el contrario, tiende a centrarse en el análisis de un proceso, buscando siempre cuáles son los aspectos que convergen, enfatizando el marco temporal. El autor escoge unas temáticas que analiza minuciosamente, otorgando a cada uno de los temas unidad, coherencia y autonomía. Ahora bien, este planteamiento es menos creativo a la hora de afrontar una síntesis global que potencie las relaciones entre los diversos ejes temáticos.
Ambos autores afrontan lo que se ha denominado la gran divergencia del siglo XIX entre ricos y pobres y, a la vez, se preguntan sobre la excepcionalidad europea en relación con otras civilizaciones, concluyendo que entre la una y las otras prevalecen más diferencias que similitudes. Antes del siglo XIX, en la época moderna, las diferencias sociales y económicas entre Europa y el resto del mundo eran menores, como lo demuestra el hecho de que en 1800 el PIB de China todavía era superior al europeo, junto con el de las colonias americanas. Aquella divergencia durante el siglo XIX ha sido observada por Osterhammel por medio de las distancias cambiantes entre el Oeste y el resto del mundo en cada uno de los ámbitos parciales, mientras que Bayly ha ofrecido una interpretación global de la divergencia que aumenta la percepción de distancia entre el Oeste y el resto del mundo.
Esta introducción a la asignatura ha sido construida a partir de estos dos autores, pero no exclusivamente. El objetivo es construir un relato desde la perspectiva global que integre varias líneas interpretativas, pero que dé preeminencia a las dos expuestas anteriormente. Se ha preferido sintetizar las miradas más originales y capitales para la interpretación de los principales procesos históricos del siglo XIX, en lugar de confrontarlas constantemente, cosa que podría resultar confusa para el lector.
Esta introducción pretende abrir la mirada sobre el siglo XIX para integrar el análisis de los procesos sociales y económicos que convergen en un mismo tiempo y, a la vez, los procesos culturales e ideológicos que confluyen en espacios divergentes. Los textos están concebidos desde una perspectiva abierta que estimule al lector a recurrir a otras fuentes (o incluso sencillamente a Wikipedia) para conocer el detalle de un determinado personaje o hecho. Los textos ofrecen una síntesis de las principales hipótesis interpretativas sobre los procesos capitales del siglo XIX. Resulta evidente que la selección es parcial, pero es complementaria con las lecturas sugeridas en las actividades. Las ocho unidades son las siguientes:
1) El mundo del Antiguo Régimen
2) La transición hacia la modernidad
3) La eclosión del mundo moderno por medio de las revoluciones
4) Naciones e imperios
5) La urbanización
6) La industrialización
7) Nuevas y viejas jerarquías sociales
8) La multiplicidad de orígenes de las ideas de la modernidad.

1.El mundo del Antiguo Régimen

1.1.Jerarquías sociales

Los imperios agrícolas eran estados grandes, de etnias diversas, que subsistían básicamente aprovechando el excedente de la producción de los campesinos. Culturalmente, el señor, el artesano y el campesino estaban vinculados los unos a los otros y compartían los mismos valores. Los imperios agrícolas en la China de la dinastía Qing, la India mogol, el Japón Tokugawa, el Irán safávida, el Imperio Otomano, el Imperio Ruso y la monarquía Habsburgo reunían un 70% de la población mundial. En términos generales, los campesinos representaban el 80% de la población, a pesar de que en algunas zonas la aparición de núcleos de comercio capitalista elevó el total de la población urbana hasta el 20%, reduciendo sensiblemente el porcentaje de población campesina. Este fue el caso del noroeste de Europa, de las zonas marítimas y fluviales de China y de la costa de Japón.
La mayoría de las sociedades asiáticas y africanas, y muchas de las europeas, sufrían escasez o hambrunas cada veinte años. Estas últimas se vieron complicadas por guerras e invasiones extranjeras, tanto de nómadas que provenían de la estepa o del desierto como de los nuevos ejércitos europeos. Las instituciones religiosas y las pautas de organización de las élites políticas dictaban las complejas leyes que establecían la ocupación de la tierra y la subordinación que comportaba. Además, a tiempo parcial los campesinos eran artesanos, porteadores o soldados. A finales del siglo XVIII se produjeron levantamientos violentos de campesinos, y estas rebeliones reflejaban su desesperación frente al cúmulo de abusos e injusticias que recaían sobre la población rural. Las comunidades campesinas tenían un fuerte sentido de la moralidad, que se reflejaba en sus costumbres y se proyectaba en todos los ámbitos, como por ejemplo en la economía. Por otro lado, las jerarquías sociales del viejo orden parece que eran mucho más flexibles de lo que hasta ahora se pensaba. En la mayoría de sociedades, la gente de clase media y a veces los campesinos ricos podían llegar a ocupar cargos importantes y obtener tierras y privilegios en el transcurso de una o dos generaciones.

1.2.La política en los estados

Los viejos centros imperiales y burocráticos solo intervenían en el funcionamiento de la sociedad y de la economía en casos específicos y en áreas geográficas limitadas. No es que los antiguos estados fueran todos débiles, sino que más bien ahorraban su autoridad moral y física para tareas específicas. Era habitual separar las áreas en las que existían muchos privilegios y derechos reales, pasando a ser patrimonio de príncipes o nobles. A los reyes y a los emperadores les resultaba más beneficioso ceder sus derechos al mejor postor, a cambio de dinero, que ejercerlos. En Francia, el Estado establecía contratos para la recaudación de impuestos con los notables, quienes aprovechaban la situación para exprimir a los campesinos con sus imposiciones. Allí, como en el resto de Europa, serían las desavenencias respecto a las imposiciones establecidas por estos «emprendedores», y no los impuestos reales, las que solían provocar revueltas rurales. El poder del Estado era fuerte y se concentraba en ciertas zonas, incluso hacía falta una vigilancia permanente para que no se lo quedaran magnates o comunidades locales. En otras partes, ese poder de los estados se diluía y era contingente. Había extensas zonas en las cuales no se imponía deliberadamente. A los gobernantes se les hacía difícil movilizar a las fuerzas militares con rapidez. De manera general, los gobernantes solo estaban empezando a saber qué y cuántos eran sus súbditos, en qué parte de sus dominios vivían, qué idioma hablaban y qué religiones practicaban. Los reyes tenían que aprovechar y aceptar los sistemas políticos, las religiones locales y dejar hacer.
Las grandes dinastías militares y controladoras de los territorios eran básicamente señores de sus tierras, siempre que rindieran homenaje al líder supremo y proporcionaran recursos y hombres para las guerras de conquista o defensivas.
Por su parte, en China había jerarquías de magistrados civiles formados en la escuela confucionista clásica por medio del linaje y de los colegios imperiales, y que después eran destinados a los confines del imperio para establecer el orden y conseguir una abundante producción en las zonas agrarias. En cuanto a Francia, había la nobleza de espada, escogida entre las familias que habían luchado por la corona desde san Luís, y la de toga, una nobleza civil y burocrática, escogida entre los comerciantes y abogados de clase media.
Incluso los emperadores agrarios más poderosos tenían que tratar con una mezcla de derechos, privilegios, autonomías locales y círculos familiares, heredados de tiempos atrás o creados a raíz de la consolidación del poder político real o imperial. Esto comportaba una realidad confusa en la cual se superponían poderes y competencias desiguales y en la que el rey, en lugar de imponer su autoridad irresistible, se veía obligado a negociar con sus súbditos a muchos niveles. A finales del siglo XVIII, la autoridad de los reyes supuestamente absolutistas de Francia seguía limitada por cortes regionales o parlamentos con jurisdicción apelativa y por estados dotados de derechos recaudatorios. A veces los monarcas podían emplear estratégicamente los recursos de estos poderes y jurisdicciones para obtener sus fines políticos.
Una característica de los antiguos regímenes era la tendencia a pasar por ciclos de desarrollo en los que los periodos de centralización venían seguidos de descentralización y después de intentos de recentralización.
Así, hacia el año 1700 los gobernantes otomanos de Estambul habían cedido virtualmente el mando a poderosos ayan o señores regionales en Egipto, Siria, la provincia de Monte Líbano y el norte de África, a pesar de que seguían siendo fuertes en el centro del imperio. Por su parte, en la India de 1720 el emperador mogol solo podía disponer de la recaudación y del tributo de sus súbditos hindúes, sikhs y musulmanes, pero decrecía en los reinos alejados de Delhi.
La fragmentación y mezcla ideológica era habitual: así, China no era un estado meramente budista, confucionista o taoista, sino que ha sido definido como un imperio de espíritu cósmico. Hay que decir que las grandes dinastías a menudo promovieron las diferencias, como sucedió durante los reinados de los últimos emperadores Qing, que gobernaron fomentando la separación étnica bajo caudillos que eran también líderes de sus cultos religiosos. El sultán de la dinastía otomana no podía, como musulmán, liderar otros cultos, pero patrocinaba las instituciones judías, drusas y cristianas. En ciertos casos, también queda claro que las comunidades religiosas y étnicas locales eran bastante poderosas para rechazar la ideología y la política imperiales. En las tierras austríacas y alemanas, la tolerancia hacia las diversas creencias había quedado regulada por la paz de Westfalia (1648), y los monarcas Habsburgo tenían que mantener un territorio con católicos, protestantes, cristianos ortodoxos y uniatos, judíos e incluso algunos colectivos musulmanes.

1.3.Modelos de estado patrióticos, tribales o clánicos

Si muchas sociedades europeas y no europeas vieron emerger un sentimiento patriótico, fue en parte porque sus gobernantes eran extranjeros. La mayoría de los grandes imperios vivían en una pugna simbiótica con varias ciudades comerciales, asociaciones de comercio marítimo o estados marítimos que controlaban el comercio exterior o, simplemente, sacaban provecho, como era el caso de los caballeros de San Juan de Malta, de la República de Venecia o de los beis de Argel. Algunos historiadores han descubierto que, incluso en los imperios agrarios, poderosas organizaciones de comerciantes y la aristocracia local controlaban —de hecho— las ciudades portuarias que formalmente dominaban soldados y administraciones imperiales.
En gran parte de África, al igual que en la América indígena y el Pacífico, el aparato del estado no existía como entidad. Estas sociedades se regulaban internamente mediante jefes de familia que representaban los intereses de varios segmentos de la sociedad, organizados en clanes familiares reales. Más que controlar los recursos, su poder era ritual y de mediación con el mundo espiritual. La vida social y religiosa no era previsible ni estaba regularizada.
Incluso los grandes reinos agrarios de Eurasia limitaban o contenían estos tipos de sociedades y mantenían simbiosis con ellas, en ocasiones interrumpidas por guerras o invasiones. En los márgenes de los estados europeos del oeste de Eurasia, los pastores de renos lapones o los pastores de ovejas kazajas ofrecían recursos, a pesar de que también eran fuente de problemas para reinos consolidados como el Imperio Ruso. Los campesinos colonos y los soldados cosacos formaban un poderoso grupo de intereses en los márgenes del Imperio Ruso. Cuando en la década de 1770 algunos cosacos se rebelaron contra la emperatriz, los ejércitos de campesinos del autoproclamado pretendiente a la corona, el cosaco Pugachov, recorrieron el Imperio Ruso durante años hasta ser derrotados.
Las sociedades de los bosques que vivían de los animales y de la madera o de su trabajo y experiencia laboral, como zapateros, mineros y expertos forestales, representaban otro sistema de gobierno para los reyes y administradores de los pueblos colonizados.

1.4.Hacia una historia global del siglo XIX

A lo largo del extenso siglo XIX observamos el crecimiento de una sociedad internacional más integrada.
Este siglo fue, sobre todo, un periodo de internacionalización del nacionalismo, en el cual las ideas y las prácticas del estado-nación arraigaron entre las élites de las culturas principales del mundo.
Ahora bien, existieron unos procesos globalizadores anteriores. La globalización arcaica describe las viejas redes y los dominios creados por la expansión geográfica de las ideas y de las fuerzas sociales desde un nivel local y regional hacia uno interregional e intercontinental. En el siglo XVII, el nuevo sistema cultural y económico del tráfico de esclavos y de plata del Nuevo Mundo establecía el primer periodo de globalización capitalista en una parte de la región atlántica. Tres principios fundamentales eran subyacentes en la globalización arcaica:
  • la universalidad de la realeza,

  • el deseo expansivo de la religión,

  • las interpretaciones morales o aceptadas de la salud.

Estas serían las tres fuerzas que crearon tendencias subyacentes en el intercambio global de ideas, personas y materias primas. En primer lugar, la noción de derecho universal de los reyes les llevó, junto con los soldados y sus gestores, a recorrer grandes distancias en busca de honor individual o familiar, ya fuera en nombre del católico Imperio Español o de la supremacía manchú. Las grandes cortes, incluso sus pequeñas imitaciones, eran grandes imanes para las prestigiosas materias primas que llegaban de lejos: chales de Cachemira, sedas chinas, caballos árabes, etc. Incluso en las zonas más aisladas del mundo, como el Pacífico, los grandes reyes buscaban comidas exóticas y objetos carismáticos para simbolizar su grandeza. La intelectualidad del mundo arcaico transmitía mitologías y sistemas éticos que complementaban las ideologías políticas.
En segundo lugar, incluso después del crecimiento del tráfico de esclavos, algunos de los mayores movimientos globales de humanos eran peregrinaciones o grupos que acompañaban a los visionarios que buscaban a Dios. Jerusalén o Roma retuvieron magnetismo para los cristianos de la Ilustración. La diáspora de los franciscanos y los jesuitas, la expansión de los mormones o los viajes habituales de los cuáqueros cruzando el Atlántico en el siglo XVIII son otros ejemplos.
En tercer lugar, la transmisión de ideas promocionó el intercambio de bienes materiales y esto, a su vez, generó la difusión de nuevas ideas. Los sistemas biomédicos del mundo —griegos, hindúes, islámicos, taoistas y confucionistas— se solapaban. Los especialistas se leían los unos a los otros. El cacao llegó a Europa y el tabaco a China como productos medicinales.
El comercio interregional de té, tabaco y opio representa el segundo nivel de la fase de transición hacia el surgimiento de un orden moderno internacional. Esta fase se asoció al tráfico de esclavos y fue un periodo de auge de las compañías colegiadas europeas —brazos mercantiles del estado— y de las reales sociedades de comercio creadas en Asia para controlar el negocio creciente. La globalización protocapitalista se desarrolló parasitando los vínculos anteriormente creados por la globalización arcaica. La primera etapa del auténtico imperialismo global (1760-1830) se materializó mediante estas relaciones económicas, pero los instrumentos de gobierno internacional y las ideologías que los informaban mantuvieron características arcaicas.
La tendencia globalizadora no afectó excesivamente a las relaciones entre los individuos, puesto que hubo una gran diversidad de medios para fortalecer y proteger su posición social. Todavía no dominaba el concepto de raza ni de nacionalidad, y prevalecía un sistema de castas definidas por el honor, la pureza y el linaje. La pureza de sangre de la aristocracia europea era un polo del estatus, así como los descendientes de esclavos eran otro. De forma algo similar, los musulmanes podían identificar el sistema de castas europeo con su propia manera de entender el estatus, que se basaba en los principios humorales y en la proximidad histórica con la familia del profeta. La sociedad china también estableció un sistema por el cual se asignaba más valor a la raza amarilla que a la blanca, asociada a la falta de destreza mental, o a la negra, vinculada a las pasiones descontroladas. La casta como medida global de estatus fue la clave discriminatoria en la interacción entre personas durante estas etapas iniciales de la globalización.

2.La transición hacia la modernidad

Para analizar los procesos de cambio que caracterizan el siglo XIX, algunos historiadores, como C. A. Bayly, han apuntado la existencia de varias ventajas competitivas por parte de Europa respecto al resto del mundo:
  • En primer lugar, Europa disponía de una gran fuente de recursos infrautilizados en comparación con China o la India y, a la vez, recogió mano de obra y recursos gracias a la expansión del sistema esclavista de plantaciones, cosa que proporcionó una enorme producción agraria a cambio. Europa exportó su excedente de población a América, reduciendo de este modo su problema de densidad de población, que en el siglo XIX cada vez afectaba a más zonas de Asia.

  • En segundo lugar, la productividad agrícola probablemente era más grande en la India y en China, pero tanto los nuevos tipos de cultivo como una producción más intensiva permitieron a varias partes de Europa dar un salto adelante en el siglo XVIII. Así, Europa era capaz de alimentar a una creciente población urbana que aumentó más rápidamente que en China, India o Próximo Oriente.

  • En tercer lugar, el noroeste de Europa avanzó de forma rápida y eficiente para explotar el uso del carbón mineral. Este producto se transportaba fácilmente a largas distancias para usarlo como combustible en las revoluciones industriosas y, posteriormente, en las revoluciones industriales. En China, los combustibles fósiles estaban aislados y no se podían explotar eficazmente.

  • En cuarto lugar, unas instituciones legales relativamente estables garantizaban que los adelantos técnicos y económicos rindieran sus correspondientes beneficios. Los inventores y los innovadores podían ganar mucho dinero. La estabilidad geográfica de los grupos dominantes incentivó la inversión progresiva en los pequeños adelantos. La herencia de las guerras ideológicas europeas del siglo XVII implicó un acuerdo tácito entre los gobiernos y la élite para no poner en cuestión los derechos de propiedad. En las sociedades del este de Europa, Próximo Oriente, Asia y África, la propiedad era más vulnerable a la intervención del Estado.

  • En quinto lugar, se desarrollan instituciones financieras independientes respecto de las fortunas de los mercaderes que se habían convertido en banqueros. Los holandeses fueron pioneros con la figura de la sociedad por acciones, con la cual evitaban los riesgos de los largos viajes mercantiles. En Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra actuaba como controlador de la economía independiente del Estado. La aparición de la noción de deuda nacional, avalada por la clase mercantil y terrateniente, permitió un grado de transparencia en las cuentas públicas que en otros países no se logró. El papel moneda y la aparición de bancos regionales en Norteamérica y Gran Bretaña facilitaron los préstamos.

  • En sexto lugar, el marco legal y la organización corporativa con la que podían operar las grandes empresas permitió a las compañías de Europa occidental tomar ventaja.

  • Finalmente, las guerras europeas del siglo XVII habían creado un vínculo entre la guerra, las finanzas y la innovación comercial que benefició simultáneamente a las tres actividades. La maquinaria bélica europea era especialmente cara y complicada porque era anfibia. La producción agrícola de las plantaciones negreras caribeñas era tan valiosa que se invirtieron grandes cantidades de dinero para crear sistemas para mantener y proveer las naves que protegían las islas. Los conflictos mutuos entre Estados europeos incentivaron la innovación de nuevos métodos de combate por tierra, el desarrollo de nuevas armas más mortíferas y también de sistemas de financiación para mantener el creciente número de soldados profesionales. Esto dio una gran ventaja al comercio internacional europeo y las naves y las empresas europeas se beneficiaron del valor añadido de la expansión comercial global del siglo XVIII.

2.1.Estados patrióticos

Con la aparición de grandes mercados regionales integrados, la gente empezó a conocerse y se estableció una solidaridad regional que trascendía los intereses de la clase social local. Las redes de especialización agrícola y protoindustrial llevaban comida y otros productos a la capital o los distribuían desde ella. Este largo proceso de integración económica se sustentaba en un sentido creciente de patriotismo entre la nobleza y la clase comercial. Cada vez más compartían formas de educación y sistemas legales similares, y las mismas tendencias se producían en los ámbitos del consumo y el ocio.
La religión y la guerra fueron otras dos fuerzas que aceleraron la progresiva construcción de la patria. Las identidades se forjaron ante la amenaza de los peligrosos «otros»: gente con creencias, idiomas y valores diferentes. La combinación de un patriotismo feroz con la convicción de que Francia defendía una misión espiritual universal tomó rápidamente un matiz laico durante las guerras revolucionarias. En la extensa área germánica, los novelistas y dramaturgos elogiaban los antiguos héroes y reforzaban el sentimiento nacional germánico frente al francés. Esto sucedía incluso cuando el orden político alemán todavía estaba fragmentado en un centenar de estados. Un síntoma de este creciente sentido de la identidad francesa fue el uso generalizado del francés para las oraciones y el sermón después de la misa en latín en las iglesias durante el siglo XVIII. En el siglo XVIII, en los Estados europeos y sus colonias era común encontrar un sentido cohesionador de la identidad patriótica asociada a la guerra, al menos entre los grupos dominantes. Después del año 1793, Europa se ve inmersa en cambios ideológicos mucho más generalizados y en conflictos armados entre Estados que arrastraron a millones de jóvenes a luchar por las autoproclamadas naciones. Los ideólogos promovieron el concepto más unitario y sólido de nación soberana, con fronteras más nítidas y políticas más vigorosas de supresión o exclusión de religiones y etnias ajenas.
Cuando los historiadores destacan el patrón irregular, contradictorio y cambiante de la aparición de identidades patrióticas en la Europa moderna, lo que realmente hacen es reducir la diferencia entre Europa y el resto del mundo. No cabe duda de que los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, Holanda y España y EE.UU. crearon, respectivamente, la India, Argelia y Vietnam, Indonesia y Filipinas como espacios nacionales claramente delimitados. En Asia y África, antes de la expansión europea o en su inicio, ya se formaban, disolvían y se volvían a formar identidades centradas y territorios patrióticos que eran fieles a valores más amplios que una sencilla lealtad dinástica.
La proliferación de ideas vinculadas a sentimientos nacionales previos o a la exaltación de la etnicidad significó un reforzamiento del poder del Estado. A menudo, en varios reinos asiáticos la promoción de la idea de nacionalidad y de etnicidad provenía de los mismos gobernantes. El emperador chino Qianlong celebraba las gestas de los soldados chinos han, liderados por su dinastía manchú pero, a la hora de hacerlo, se diría que perpetuó la idea de una identidad china han que se contradecía con la solidaridad manchú. En estos casos, un sentimiento nacional preexistente en Asia sirvió como base para la aparición irregular de sistemas políticos nacionales. Por otro lado, la identidad a menudo era más fuerte en zonas periféricas y en los territorios más pequeños, vulnerables debido a su distancia y a la amenaza de los enemigos extranjeros. Los jefes y nobles de Sri Lanka llevaban mucho tiempo incubando un sentimiento de orgullo local contra los tamiles del sur de la India y contra los saqueos portugueses. Los birmanos, coreanos y vietnamitas también mostraban un sentimiento de identidad nacido de los ritos religiosos específicos, de un idioma común y de largas guerras contra vecinos agresivos, todo ello antes del siglo XIX.
Los Estados basados en el linaje y con limitados poderes centrales seguían predominando en la mayor parte de África subsahariana, a pesar de que se produjeron algunos cambios a mediados del siglo XVIII. Los gobiernos del este y el centro de África habían empezado a crear Estados en los cuales se recaudaban impuestos y se movilizaban los hombres para la guerra, un proceso que incrementó la identidad grupal. La existencia de sistemas políticos más centralizados y beligerantes ayudó a algunos pueblos africanos a resistir la invasión europea, aunque solo temporalmente. Otros, como Benin o el Congo, colaboraron con los europeos y en algunos momentos se hicieron más fuertes. Sin embargo, a menudo las condiciones de vida eran, en muchos sentidos, mejores en las sociedades descentralizadas extraestatales, donde era más fácil acceder a los bienes y al honor.
Por lo tanto, aquello diferente del ejemplo europeo occidental no siempre fue la existencia de Estados fuertes y definidos, ni de identidades patrióticas heredadas.
Lo que hay que destacar es que en Europa coincidieron con el dinamismo económico un aparato militar muy preparado y una rivalidad feroz entre sistemas políticos de tamaño medio. Europa fue excepcional temporalmente no debido a un solo factor, sino a raíz de la imprevisible acumulación de muchas características que se dieron por separado en otras regiones del mundo.
Si solo nos centramos en contingencias económicas, identidades patrióticas y poder estatal, nos falta un elemento importante: el tejido social, desarrollado con celeridad en Europa y Norteamérica en el siglo XVIIII, que permitirá a los individuos reunirse y debatir y, de esta forma, adaptar sus instituciones, convirtiéndolas en herramientas más eficientes para acumular dinero, poder y conocimiento.

2.2.La sociabilidad y el público crítico: Europa

A mediados del siglo XVIII aparece una sociedad civil como nexo entre Estado y sociedad. Muy pronto los historiadores empezaron a considerar al público crítico como el principal espacio disolvente del Antiguo Régimen. Esta valorización historiográfica de la sociabilidad y la eclosión del público crítico se produjo a raíz del llamado giro lingüístico de las décadas de los ochenta y noventa del siglo XX, en el cual el intercambio de ideas, la creación de vínculos culturales y la invención de ceremonias se interpretaron como acontecimientos sociales tan relevantes como lo habían sido los flujos de capital y la integración de los mercados.
En Inglaterra, el mecenazgo de la aristocracia y de la realeza seguía siendo relevante, pero la plebe y las familias de mercaderes tomaron parte en la fundación de un gran número de nuevos clubes que se dedicaron a la enseñanza, el comercio, el intercambio de opiniones o el deporte durante los siglos XVII y XVIII. A pesar de los recelos de la Iglesia, no todas las asociaciones eran de libre pensadores ni de deistas. En lugares como Alemania, había asociaciones de cristianos pietistas que ampliaron su organización entre los años 1770 y 1820. La expansión de las asociaciones con sus suscripciones, actas y boletines, tuvo un papel importante en el establecimiento de una base para una clase política más amplia y un público más crítico. Pero de estas asociaciones quedaron excluidas las mujeres y las clases trabajadoras: mientras las primeras solo se organizaron en salones dirigidos por mujeres aristócratas, las segundas se articularon en sociedades de socorro mutuo para preservar sus condiciones de vida. Ahora bien, todo intento de asociación contra los líderes para mejorar sus condiciones fue reprimido con hostilidad.
Las asociaciones ofrecieron a la sociedad occidental fuerza, solidez y cohesión, tanto interna como externa, frente a cualquier agresión. La proliferación de formas de sociabilidad facilitó la posterior expansión del capitalismo por medio de asociaciones amistosas, de bolsas de valores y de agentes de seguros. La esfera pública reclamaba una opinión experta que evaluara críticamente los actos del Estado, del rey y de los nobles, y esto ayudó a hacer que las instituciones funcionaran de manera más eficaz y dinámica. El vínculo entre la formación del capital, la sociabilidad, la cultura impresa, la guerra y la organización de las finanzas estatales en la Europa occidental y las trece colonias sugiere que tenían una ventaja estructural y no simplemente una situación relativa favorable respecto a Asia y África, como ha apuntando el historiador David Landes. Ahora bien, C. A. Bayly prefiere hablar de adaptaciones al cambio diferentes o más lentas en Asia y África, puesto que no se produce un estancamiento.

2.3.Sociabilidad y público crítico: Asia y África

Irónicamente, el éxito de los grandes reinos de Asia y el norte de África durante los siglos XVI y XVII hizo más difícil llevar a cabo los cambios para adaptarse a los nuevos tiempos. Sus reyes mantuvieron su autoridad carismática, pero los regímenes eran menos intervencionistas. El Estado, en las tierras africanas y asiáticas, se ocupaba más de proteger a los campesinos que de garantizar la riqueza comercial. Tampoco se centró en acumular más y más armamento para las guerras de agresión contra sus vecinos pequeños. Los Estados africanos y asiáticos evitaron el equivalente de las guerras de religión europeas. Pero sus problemas eran de dimensión y de distribución de los recursos puesto que, a diferencia de los europeos, no habían aprendido a dominar nuevas herramientas de agresión y organización social en el curso de las guerras.
A finales del siglo XVII y a principios del XVIII, los movimientos de sociabilidad y los medios de pensamiento crítico siguieron desarrollándose en África y Asia. Las críticas al orden político establecido se expresaban en términos religiosos, pero ello no significaba que los críticos miraran solo hacia atrás. En el mundo islámico, el fin del primer milenio desde la revelación del profeta condujo a una poderosa reevaluación del Estado y la sociedad, acompañada de movimientos de purificación y ataques contra la laxitud moral de los gobernantes mundiales. Incluso antes del siglo XIX, la intelectualidad otomana se dio cuenta de que estaban en declive frente a un Occidente rejuvenecido.
La esfera pública islámica siempre tuvo como centro los debates de los hombres piadosos en la plaza de la mezquita, la medina, y se incentivaron a raíz de los problemas que sufrieron los musulmanes en el siglo XVIII. Los mahometanos fundaron nuevas asociaciones que se dedicaron a la enseñanza y a la alfabetización, y elogiaron la disciplina moral y social. Estos movimientos representaban una respuesta al cambio global que se estaba produciendo, tan profundo pero más prolongado de como en Europa lo fueron el auge del nacionalismo y la centralización del Estado.
La sociedad india se renovaba periódicamente debido a los movimientos que proclamaban el advenimiento del reino justo, el Dharma. Estos movimientos acostumbraban a predicar la insignificancia de las jerarquías mundanas, incluidas las severas restricciones que el sistema de castas imponía a la sociabilidad. También crearon nuevos tipos de congregación y asociación que permitieron establecer conexiones y contactos entre las comunidades comerciales del sur y el sudeste.
Dos generaciones de estudiosos modernos han trabajado para demostrar que el Japón del siglo XVIII se mantuvo adaptable a pesar de la descentralización política que ha sido estigmatizada como feudalismo. Su economía era fuerte y los conocimientos holandeses —medicina y botánica tradicionales de Europa occidental— penetraron por medio de las escuelas de samurais de los diferentes dominios. La cultura japonesa del honor aristocrático aseguraba el estatus a los eruditos, que se mantenían al día de las últimas ideas de China o de los problemas de occidente. Los samurais y el pueblo criticaban el gobierno Tokugawa, comparándolo con los reinos idealizados del pasado japonés y chino. Sin embargo, las críticas se centraban en los males, abusos e ineficiencias del presente.
Todos estos ejemplos demuestran que las culturas no occidentales respondían a los cambios políticos y económicos globales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Detrás del renacimiento de la sabiduría confucionista y las controversias doctrinales islámicas podemos discernir los esfuerzos de los gobiernos y de los intelectuales para afrontar los problemas de organización de la sociedad y la experiencia humanas.
En Asia y África, los eruditos se veían limitados por los comités de rituales chinos o las escuelas islámicas o equivalentes.Por el contrario, los europeos y americanos podían hacerse famosos y ricos con polémicas públicas sobre astronomía, mecánica y medicina. Las universidades europeas fueron mucho más activas e innovadoras en el siglo XVIII de lo que nos imaginamos. La importancia, pues, radica en el estímulo intelectual por el adelanto del conocimiento y las recompensas materiales que se podían obtener, más allá de la aplicación práctica de la tecnología específica. Por otro lado, con las innovaciones que se producían en las emergentes ciencias sociales aparecieron nuevas formas de pensamiento.

3.La eclosión del mundo moderno por medio de las revoluciones

3.1.Revoluciones mundiales (1780-1820)

La crisis mundial de 1780 a 1820 se había desencadenado a raíz del desequilibrio militar y financiero, puesto que desde la revolución militar (definida así por G. Parker) de finales del siglo XVII, cada vez se requerían más impuestos para sufragar las guerras. Esta tensión primero afectó a los imperios agrarios pluriétnicos del sur y el oeste asiáticos y, después, se extendió por Europa y las colonias americanas hasta que acabó hundiendo o debilitando a las monarquías europeas. Ahora bien, la crisis era más profunda y, desde la segunda mitad del siglo XVIII, se había producido la proliferación de espacios de sociabilidad y de prensa en Europa y América. Para entender esta situación, C. A. Bayly se ha centrado en el estudio de las diversas culturas de oposición que convirtieron los conflictos económicos en graves crisis sociales.
La historiografía ha mostrado cómo la incompetencia financiera de la monarquía francesa se convirtió en una cuestión moral, centrando la responsabilidad en una corte representada como lujosa, degenerada y pervertida sexualmente. Robert Darnton puso de relieve que los libros que leían los franceses en su mayoría estaban prohibidos y recogían rumores o debates. Todo esto erosionó la legitimidad moral de la aristocracia, la monarquía y el clero. El blanco de las críticas fue la reina María Antonieta, tanto por su condición de mujer como de extranjera, que se erigía en la responsable de la corrupción y de haber abocado al rey a traicionar su patriotismo francés. La estricta doctrina de la soberanía popular, fomentada por los intelectuales radicales, llenó el vacío de autoridad y generó toda una simbología nueva para sustentar la legitimidad de las nuevas fuentes de poder. La resistencia católica y de los leales a la monarquía desencadenó un contraataque que provocó más terror que las medidas revolucionarias, sin que se pudiera imponer ningún discurso moderador basado en la legalidad, la religión o la política. En Inglaterra, los historiadores han mostrado cómo la antigua tradición de revueltas y protestas radicales fue domesticada en la segunda mitad del siglo XVIII. La extensión de la guerra contra la Francia revolucionaria generó miedo hacia el catolicismo y el jacobinismo entre una burguesía asustada por una posible subversión del orden social, a pesar de sentirse distantes de la corte inglesa y de Londres. La lealtad a la corona pasó a ser un elemento capital de la cohesión política, pese a la impopularidad de la familia real, y la deuda nacional se interpretó como una prueba de la vinculación contractual entre los británicos y no del derroche de recursos de la aristocracia. Las dudas sobre la iglesia de los reformistas evangelistas y de los filósofos populares no suscitaron un enfrentamiento radical contra ella, como sucedió en Francia, sino que muchos de ellos formularon opiniones conservadoras, queriendo aplicar la racionalidad ilustrada a la resolución de problemas como la pobreza o la ignorancia. Nada que ver con aquello que había sucedido veinte años antes, al otro lado del Atlántico, donde se oponían a la administración real, percibían al monarca como un tirano y apelaban a un gobierno recto.
El análisis y el estudio de la Francia revolucionaria por medio de la cultura popular, las creencias y la representación política han generado un modelo de revolución para explicar cómo se pasa de la tensión social al derrumbamiento de un régimen político. Interpretaciones parecidas aparecieron en las crisis que se produjeron en los grandes reinos de Asia y África. China se mantuvo creciente durante el siglo XVIII, pero durante el último tercio del siglo se incrementaron las disidencias internas que exacerbaron los problemas económicos. Se extendieron los rumores del advenimiento del apocalipsis y los monjes extendieron el budismo, que ofrecía confort para asegurar la salvación de la Tierra y la desaparición de los poderes terrenales. Esto corrompió la legitimidad de los sabios eruditos confucionistas y, a la vez, instigaba el enfrentamiento entre lo manchú y lo han, entre la clase dirigente y el budismo popular. La muerte del emperador Qianlong en 1799 provocó el estallido de un enfrentamiento entre nobles manchúes para tomar posesión de espacios en la administración real y para incidir sobre el nuevo emperador. Durante dos décadas estallaron revueltas en el norte y el sur de China, en las cuales la legitimidad se fundamentaba en el budismo milenario, el taoísmo popular, el espiritismo o el milenarismo cristiano. Todas aquellas revueltas denunciaban la corrupción de los burócratas y el mal gobierno de las autoridades locales, quedando en un segundo plano la figura del monarca.
Japón no fue inmune a la situación y sufrió una guerra civil y varios ataques extranjeros. El decrecimiento de la expansión económica provocó quejas sobre la incompetencia y la legitimidad de la dinastía Tokugawa. En Japón la población creció más lentamente que en China y sus economías locales siguieron interconectadas a pesar de la descentralización política. Los intelectuales y administradores del régimen Tokugawa supieron contrarrestar los movimientos de disidencia y heterodoxia mejor que en China. De este modo, el gobierno de los samurais y de los comerciantes ricos pudo controlar la disidencia por medio de los programas educativos y de un movimiento de reforma religiosa, incluso durante la restauración Meiji de 1867-1868.
El Imperio Otomano, que había perdido el control sobre sus provincias más lejanas, adoptó un modelo de reformas basado en el Tanzimat, que pretendía garantizar la supervivencia del sultanato y proteger la religión. Aún así, los elementos radicales de la comunidad islámica siguieron amenazando al gobierno y a las autoridades religiosas. De este modo, el wahhabismo, movimiento purista de Arabia, se había erigido en una amenaza para el Imperio Otomano y su líder, Ibn Abd-al-Wahhab, había condenado las modificaciones religiosas y la corrupción de las ciudades árabes, enriquecidas con la expansión comercial. Su mensaje tenía un contenido político porque se dirigía a los pobres, tanto de las urbes como los nómadas. A pesar del componente conservador, el movimiento wahhabita se difundió como símbolo de la modernidad hasta que fue detenido por los ejércitos otomanos.
En todos y cada uno de los casos examinados, la legitimidad del gobernando dependía de su habilidad para aparentar equidad en la toma de decisiones.

3.2.El éxito del Estado moderno

La soberanía popular, el deseo de igualdad y la exigencia de libertad en todos los campos parecía que tenían que poner fin a la corrupción y a los monopolios. Las ideologías libertarias se vincularon a exigencias laborales y a demandas de liberalización que afectaban a la mayoría de sociedades comerciales.
Mientras que en los Estados Unidos triunfaba una noción amplia de la ciudadanía, en Europa se sucedían las revoluciones liberales: España (1820), Nápoles y Sicilia (1820), Portugal (1820), Piamonte (1821) y Francia (1830). Todas ellas eran el legado de la oleada revolucionaria que se había extendido desde el año 1789. Ideas similares arraigaron en la India o en América Latina con el objetivo de poner fin a los privilegios de la Iglesia, de la aristocracia y de las castas. También se expresó en movimientos antiesclavistas en Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos.
Se globalizó la idea según la cual el pueblo tenía derechos y podía actuar como una fuerza política.
Los esclavos caribeños, los activistas de las castas bajas de la India y los artesanos de Génova podían reclamar los derechos del pueblo y ser escuchados y temidos. Los postulados radicales e igualitarios generaron una respuesta, a su vez, entre aquellos que querían preservar sus privilegios vinculados al Antiguo Régimen y entre aquellos que veían amenazada su supervivencia y exigían el regreso a un sistema corporativo basado en la protección y la justicia. En algunas ocasiones, estas alternativas alimentaron opciones refractarias a la modernidad y, en otras, desarrollaron propuestas utópicas de carácter socialista. Fuera de Europa, la racionalización legislativa y los cambios económicos abocaron a los intelectuales nativos a reclamar medidas proteccionistas, como sucedió en la India, mientras que en Egipto los artesanos optaban por alternativas antioccidentales, como era el puritanismo religioso, para evitar la destrucción de su sistema de vida.
El Estado se consolidó después de la etapa revolucionaria, puesto que se fundamentaba en unas ideas basadas en los derechos de los hombres y en su capacidad de participar en los gobiernos.
Todo ello les había permitido templar la relevancia de la ortodoxia religiosa de los regímenes antiguos, en los cuales el monarca era el máximo defensor de la fe. Napoleón instituyó un nuevo modelo basado en los principios de la razón revolucionaria, que tenían que conducir a la modernización de los países. Un conjunto de déspotas ilustrados lo imitaron en América, Egipto o Europa en las primeras décadas del siglo XIX. Gradualmente, la diversidad religiosa emergió en los regímenes europeos y se acabaron las persecuciones y discriminaciones hacia judíos en Italia y los estados alemanes o, incluso, hacia los católicos en Gran Bretaña. Los disidentes de la India o las nuevas colonias británicas como Canadá, Australia o Suráfrica consiguieron una mayor influencia social y política. Las tropas napoleónicas, en sus expediciones a Italia o Egipto, se afanaron en difundir un modelo de estado moderno y racional que tenía que poner fin a sociedades que consideraban corruptas o menos desarrolladas porque no disfrutaban de una sociedad civil y sus instituciones, tanto económicas como políticas, mantenían un sistema de privilegios de origen feudal. Esta ideología fue la misma que se impuso en la India cuando Lord Cornwallis expulsó a los mestizos y a los indios de los cargos administrativos por considerar que las décadas de tiranía les habían corrompido.
El Estado se reafirmó en la medida en que consolidó un grupo de notables a quienes les garantizaba la propiedad de sus tierras y, a la vez, asumían responsabilidades de la administración estatal en el ámbito local. El Estado se convertía en garante de las propiedades de los terratenientes y, a cambio, imponía a los terratenientes un nuevo sistema de recaudación fiscal y de administración más moderno. Esto se produjo tanto en el centro de Europa como en América o la India.
Por otro lado, algunos grupos de élites indígenas participaron en la organización y codificación del nuevo orden social en los territorios conquistados por los imperios, hecho que supuso el resurgimiento del Estado. Algunos intelectuales nativos adaptaron los conceptos de civilización y barbarie que les habían impuesto sus conquistadores.
Las guerras revolucionarias y la ocupación napoleónica condujeron los patriotismos del siglo XVIII hacia los nuevos Estados nación. Estas corrientes fueron más intensas en Europa, pero también emergieron en América del Sur. En Rusia, Alemania o España se produjeron movilizaciones masivas con connotaciones nacionales, algo que hasta entonces no habían podido hacer ni las monarquías ni la Iglesia, a pesar de que estas dos instituciones eran capitales para la consolidación de estas naciones en estados, implicándose plenamente para garantizar su supervivencia. Los pueblos subordinados de Europa, que habían visto cómo se sometían sus patriotismos a lealtades imperiales, apelaron a la religiosidad profética para instituir sus futuras naciones, como sucedió en Polonia o en Irlanda. Este fenómeno también se produjo en el norte de África, en India o en Ceilán, donde las guerras revolucionarias y el imperialismo reforzaron las identidades patrióticas otorgándoles un renacido sentimiento religioso. En Marruecos y Argelia, los musulmanes vieron en Napoleón y sus sucesores a unos nuevos cruzados que les llevaron a identificar su fe con su patria. Frente la conquista británica de la India, los líderes regionales apelaron a un sentimiento de patriotismo regional implícito, basado en la costumbre y el hogar, para oponerse a los invasores. Al igual que sucedió en Europa, la apertura del mundo, la expansión de la comunicación y las conquistas forjaron nuevas identidades. El rajá Ram Mohan Roy lideró a los bengalíes de la ciudad de Calcuta para descubrir una cultura hindú que tenía derechos y requería de representación, y lo hacía mirando su pasado hindú en relación con el prisma europeo. La prensa india popularizó las luchas posrevolucionarias de europeos como irlandeses y genoveses, en las cuales se inspiró la reivindicación de los derechos de los indios.
Durante todo el siglo XIX, las ideologías vinculadas a la nación se afanaron en unirse al poder estatal por medio del liderazgo de movimientos nacionalistas que reivindicaban una proyección institucional en la organización del poder, pero a menudo estas demandas desencadenaron conflictos destructivos.

4.Naciones e imperios

4.1.El surgimiento de las naciones

Actualmente los historiadores, a diferencia de sus predecesores del siglo XIX, no consideran que las naciones surgieran de una manera natural y se argumenta que fueron construidas por las fuerzas políticas y sociales. El debate ha girado en torno a cuáles fueron las condiciones que permitieron articular las naciones.
En la década de los ochenta, el politólogo E. Gellner estableció que la eclosión del nacionalismo estaba vinculada a la industrialización y urbanización. Así, en la Europa del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y en Asia y África a partir del año 1930, la población reunida en espacios urbanos fue la más propicia a definirse como nación y reclamar un Estado. En paralelo, otros científicos sociales establecieron que el nacionalismo era una creación del Estado que, a finales del siglo XIX, como apunta E. Hobsbawm, estaba en manos de unas élites burguesas. Los estados promovían la enseñanza popular, defendían la ciudadanía y sus obligaciones, y ejercían un control institucionalizado sobre la población que tuvo como expresión icónica el pasaporte. Desde una perspectiva más antropológica, B. Anderson sostiene que fue el sentimiento compartido el elemento clave del nacionalismo, y no tanto las relaciones de poder en el Estado. Define las naciones como comunidades imaginadas generadas por libros y prensa que emanan de las élites, y se interpretan como la expresión impresa de los sectores preponderantes del sistema capitalista. La ventaja de la tesis de Anderson es que permite explicar cómo aquellos colectivos que no estaban sometidos al capitalismo, a la urbanización, la industrialización o incluso a un Estado central fuerte se incorporaron a las naciones. Su obra se basaba en el estudio de la Indonesia holandesa y la Indochina francesa.
La aparición de las naciones se produjo con las revoluciones constitucionales, durante la primera oleada revolucionaria del siglo. Los nuevos regímenes políticos se fundamentaron en el ejercicio de la soberanía nacional, que no siempre se identificaba con la participación de todos los ciudadanos. La nación se había convertido en la principal fuente de legitimidad de un Estado. Las guerras globales durante el siglo agudizaron y ampliaron el sentimiento de nacionalidad y la transformación de los medios de comunicación y transporte facilitaron la circulación, el intercambio y la adaptación de esta ideología.
A finales del siglo XIX, las naciones europeas más cohesionadas nacionalmente se proyectaron hacia el exterior y formularon un nuevo imperialismo que se hizo patente con el reparto de África. Mientras se intensificaba el nacionalismo europeo en su dimensión imperial, surgían organizaciones nacionalistas en los territorios imperiales que reivindicaban un sentimiento nacional que evocaba una «comunidad imaginada» autóctona que se distinguía del imperio. Cuando Gran Bretaña ocupó Egipto en 1882, tuvo que luchar contra una coalición de militares, clérigos y terratenientes que eran la expresión de una identidad nueva de aquello que había sido una provincia al sur del Imperio Otomano.
Hay que tener cuidado a la hora de interpretar las diversas formulaciones del nacionalismo del siglo XIX y no caer en anacronismos, identificándolas retrospectivamente con el nacionalismo del siglo XX. Los líderes de las colonias blancas británicas fueron leales a Gran Bretaña, a pesar de que la integración socioeconómica empezaba a generar unos nacionalismos regionales en Australasia, Canadá o Suráfrica. Ahora bien, sería útil esclarecer la diversidad de nacionalismos. En primer lugar, aquellos que procedían de los viejos patriotismos que se establecieron en comunidades relativamente homogéneas en cuanto a religión y lengua, y que se habían consolidado a raíz de una larga tradición de Estado centralizado y de buen gobierno (Inglaterra, Francia, Japón o Sri Lanka y Maharashtra India). En estos nacionalismos, la construcción nacional es llevada a cabo tanto por las élites como por sus grupos subordinados. Esta categoría de nacionalismo ha sido definida por D. Smith o Adrian Hastings, quienes son más escépticos respecto a la idea de que el nacionalismo es una construcción reciente. En segundo lugar, están los nacionalismos creados por los Estados. El nacionalismo belga surgió a raíz del nacimiento del reino de los belgas en 1831, y el latinoamericano después de la creación de los Estados independientes en los años veinte y treinta del siglo XIX.
La memoria, las tradiciones, la enseñanza y la aparición de la política nacional consiguieron que el sentimiento de nacionalidad se agudizara de generación en generación. Los lugares de la memoria crearon un paisaje sagrado del nacionalismo. La insistencia del Estado en el servicio militar, producto de las guerras de unificación, imprimió un sentimiento de destino nacional en la mente de las generaciones futuras. Los libros escolares, las novelas románticas, los atlas, los entrenamientos públicos y los desfiles militares sirvieron para mantener vivo el sentimiento nacional. La lucha por la democratización de los regímenes liberales o la abolición de la esclavitud suscitaron también el auge del nacionalismo popular que, en ocasiones, generó regímenes de carácter autocrático de base popular, como el de Napoleón III después de la revolución parisina del año 1848 o el fraude electoral sistemático en algunos estados norteamericanos. En otros territorios el nacionalismo no estuvo acompañado de la democracia, como en el caso de Italia y Alemania, puesto que el conde de Cavour y O. von Bismarck desconfiaban de la ampliación de la participación en los gobiernos representativos porque creían que se podían transmutar en regímenes autoritarios.
A pesar de que la soberanía popular tuvo poca relevancia en el desarrollo de los nacionalismos, a partir del año 1860 se da un momento en el cual surgirán los partidos políticos nacionales. A pesar de no poder votar, el pueblo se convertirá, gracias a los partidos y a los grupos de presión, en una fuente de legitimidad de la política nacional para apoderarse del control del Estado. Esta situación se pondrá de relieve cuando aparezcan organizaciones que agrupen individuos en función de sus intereses económicos, culturales, religiosos o políticos, y actúen en el ámbito nacional.
La nacionalización de estas formas de sociabilidad se producirá mediante la reivindicación nacional de las demandas de estas asociaciones sectoriales. En las colonias, el electorado era poco numeroso; sin embargo, surgieron grupos de presión y partidos nacionales a finales del siglo XIX en los imperios coloniales británico y holandés.
La expansión de los medios de comunicación fue clave para fomentar la adhesión de los partidos políticos nacionales. La prensa creció exponencialmente y abandonó el ámbito provincial para dedicarse al mercado nacional. La revolución de las comunicaciones tuvo efecto en los países asiáticos, como fue la revolución constitucional de Persia en 1909, en la cual el telégrafo fue clave para fomentar un sentimiento de esfuerzo nacional compartido. Los efectos fueron ambivalentes, se fortalecieron a la vez la sociedad civil y los gobiernos nacionales. Los medios sirvieron para desarrollar los anhelos de la libertad de expresión, pero se vieron coartados por la voluntad de control de los gobiernos y las élites. Esta tendencia a controlar la prensa se consolidó a medida que se extendía un nacionalismo combativo en las páginas de los diarios que inflamaba la opinión pública. Antes de la Guerra de Cuba de 1898, la prensa de los Estados Unidos creó una oleada de antipatía hacia España.
Los imperios cuya economía era esencialmente agrícola vieron surgir los nacionalismos. Mientras que en Europa y Asia Central el Imperio Ruso y el Imperio Austrohúngaro negociaban con el auge de un nacionalismo ruso ortodoxo o húngaro, respectivamente, en otros territorios del imperio afloraban nacionalismos alejados del Estado, como eran el polaco o el lituano en Rusia, o el checo, eslovaco o rumano en Austria-Hungría. En las zonas europeas del Imperio Otomano, desde la independencia de Grecia (1822) progresaron los nacionalismos en las zonas cristianas —Serbia, Rumanía y Bulgaria— que fueron incentivados por las potencias europeas. Detrás de los intelectuales nacionalistas surgió un nacionalismo campesino que percibía la independencia del imperio como la mejor garantía de asegurarse la propiedad de sus tierras. En la mayor parte de sus territorios, el Imperio Otomano se debatió entre la idea de gobernar la diferencia y la de imponer un Estado fuerte, tendencia que se agudizó con la revolución de los Jóvenes Turcos de 1908, que no tuvo una correspondencia con la extensión de un sentimiento panturco. Los jóvenes militares se hicieron con el control del país y restauraron la primera Constitución de 1876, pero revisada. Ahora bien, no desarrollaron un modelo nacional occidental, sino que el panturquismo se disolvió en el patriotismo imperial otomano en el que participaban armenios y árabes. La extensión de la lengua turca a las provincias árabes, que fue una primera iniciativa, se abandonó rápidamente. En el norte de África se extendió la idea de una guerra santa contra Occidente a raíz de la presencia occidental, los franceses en Egipto con Napoleón (1798) o la invasión francesa de Argelia (1830), generando una oleada de solidaridad árabe y provocando numerosas revueltas durante toda la ocupación francesa.
A partir de la década de 1830, los reformadores indios y los conservadores reclamaron una política propia para Bengala y el oeste de la India. Esta era una respuesta ante la importación británica de la primera industrialización de la India y las presiones que ejercían los europeos para abrir la península al libre comercio. Las élites comerciales indias negaron que el Gran Alzamiento de 1857 tuviera un componente patriótico, pero la acción de los expatriados británicos como respuesta generó la necesidad de crear un resurgimiento político de la India por medio de una comunidad nacional. Varias asociaciones y élites indias participaron en la fundación del primer Congreso Nacional Indio, celebrado en Bombay en 1885, y articularon las protestas ante las expresiones de ocupación británica, las desventajas económicas y raciales y, a la vez, se expresaron herederos de los viejos patriotismos regionales, enaltecieron las virtudes de la producción manufacturera india y denunciaron la necesidad de liberar la tierra de la contaminación que comportaba matar vacas y consumir alcohol.
La dinastía manchú Qing había institucionalizado las diferencias entre los han y los manchúes como parte de su ideología imperial. Hacia 1900 se había extendido un movimiento nacionalista chino, reforzado con la idea de su diferencia racial, que convivía con el patriotismo imperial Qing. Las derrotas a las Guerras del Opio y los tratados comerciales con los occidentales de la década de 1860 se percibieron como una injusticia. La presencia de occidentales, tanto misioneros cristianos como comerciantes, significó el surgimiento de un movimiento nacionalista popular, tanto entre las élites como entre el pueblo. Esta fue la situación que se produjo en 1900 cuando el movimiento nacionalista liderado por la milicia rigorista de Yihétuán, que los occidentales denominaron Bóxers, se sublevó contra misioneros y comerciantes extranjeros, y declararon su lealtad a la emperatriz china. La respuesta occidental fue una invasión europea, japonesa y norteamericana. Entretanto, un nacionalismo más moderno y anti-Qing surgía entre la clase media y comercial de las zonas costeras, educada por misioneros, y entre la diáspora china del sudeste asiático.

4.2.Los imperialismos

Los historiadores europeos estudian los Estados nación y los grupos excluidos de estos, mientras que los historiadores no europeos analizan los efectos del imperialismo y proponen teorías de nacionalismo no europeo que se basan en cómo se representaba la nación con símbolos genéricos, ceremonias y temas literarios.
La experiencia de la expansión imperial definió identidades patrióticas tanto entre los conquistadores como entre los conquistados.
La ocupación británica de Ceilán en 1818 o la represión holandesa de la revuelta de Java entre los años 1825-1830 definió una genealogía de la resistencia patriótica contra las potencias colonizadoras que será utilizada por generaciones posteriores de nacionalistas.
Sería en los años del nuevo imperialismo cuando Europa se anexionó el África subsahariana. Al final de la década de 1870, Francia consolidó su posición en la costa oeste de África y envió a sus ejércitos coloniales hacia Sudán. En 1882, Gran Bretaña ocupó Egipto y a finales de siglo consolidó su control sobre el sur, centro y este de África, alrededor de las pequeñas repúblicas afrikáners del Estado Libre de Orange y el Transvaal. Durante la intervención occidental y japonesa para sofocar la revuelta de los Bóxers (1900), solo la rivalidad entre las potencias impidió que se dividieran China del mismo modo que se había hecho con África. También fue un tiempo en el cual las potencias imperiales ocuparon los territorios anexos: Holanda ocupa el archipiélago indonesio, Brasil la Amazonia, y Rusia el centro de Asia. Alemania, después de imponerse militarmente en Europa, se apropió de Tanganika, el oeste de África y una colonia en Nueva Guinea. Los británicos consolidaron su influencia informal sobre el Golfo Pérsico, en Afganistán, el Tíbet y el norte de Birmania. El Imperio Otomano se proyectó hacia los valles de los ríos Tigris y Éufrates y el sur de Arabia.
Varias teorías han querido explicar el nuevo imperialismo de finales del siglo XIX. La marxista apeló a argumentos económicos para los cuales las élites capitalistas de los países europeos, después de proveerse de los recursos de su entorno, emplearon las fuerzas militares para apropiarse de los recursos mundiales. Otras explicaciones economicistas afirman que el mercado financiero quiso extenderse mundialmente y, para hacerlo, les hacía falta que el mundo fuera un lugar más seguro para hacer inversiones; por lo tanto, había que garantizar el control europeo sobre el resto del mundo. Otros historiadores de la economía apuntan que los comerciantes del algodón, los del aceite de palma y los propietarios de minas presionaron a los gobiernos con el fin de crear áreas seguras para la explotación de recursos y mano de obra indígena. En contraposición, otros teóricos ponen de relieve la importancia de las crisis periféricas que afectaron a Egipto y Suráfrica en los años setenta del siglo. Estas debilitaron a los colaboradores económicos autóctonos de los europeos y, por lo tanto, convencieron a los Estados respectivos de la necesidad de asumir el control directo. Últimamente, algunos historiadores apuntan que el origen del nuevo imperialismo está en el constitucionalismo de las revoluciones que se dieron entre el siglo XVIII y el XIX que, mientras establecía un marco de igualdad entre ciudadanos, también instituía, a través de una vía jurisdiccional, la formación de gobiernos específicos o de la especialidad en los territorios imperiales, que preservaban formas de desigualdad legal. Esto permitía que los territorios coloniales contaran con leyes particulares que determinaban el funcionamiento de las instituciones gubernamentales. Otros historiadores todavía mantienen que la división fue causada por decisiones diplomáticas de las viejas potencias europeas, siguiendo la premisa de «divide y gobernarás». Para acabar, otros destacan que sería más útil saber los efectos del reparto colonial sobre la población nativa y no los objetivos de los europeos blancos.
Resulta difícil encontrar una teoría que abarque todos los casos y conviene enfatizar la continuidad entre el nuevo imperialismo y el nacionalismo que se había expresado militarmente en los enfrentamientos europeos. Esto hizo que los nacionalismos europeos fueran más recelosos con sus competidores extranjeros y que optaran por una defensa de sus propios connacionales y de sus derechos.
El reparto de África fue un ejercicio preventivo de los gobiernos nacionales para avanzarse a sus rivales, ocupando tierras que darían unos beneficios económicos o estratégicos en el futuro. Respecto a las etapas precedentes, los occidentales disfrutaban de mejores condiciones, especialmente militares, pero también tecnológicas, para imponerse a los pueblos indígenas.
La vieja Europa se reunió en varios congresos para llevar a cabo el reparto de África y obtener las concesiones para Persia y el Pacífico. El dominio británico estaba en decadencia y las nuevas potencias se afanaban por establecerse como tales. El prestigio nacional y un deseo de conseguir una posición ventajosa respecto a los adversarios motivó a políticos y militares. De este modo, la intervención francesa en el oeste de África y en Sudán hay que entenderla como una búsqueda de gloria internacional y exaltación nacional interna después de la derrota contra Prusia de 1871. La Alemania del canciller Bismarck actuó como árbitro europeo en el Congreso de Berlín de 1884 para resolver las diferencias entre británicos y franceses y, así, consiguió proyectarse imperialmente. Las concesiones para los intereses nacionales en África y el Pacífico se convirtieron en incentivos para la ocupación física de los europeos.
La presencia europea garantizó la seguridad y fue más sencillo establecer formas de coacción y control sobre la mano de obra indígena que se empleaba para las explotaciones económicas de los cultivos comerciales. Las deudas de los países ocupantes se pagaban más rápido, como sucedió con Egipto después de la ocupación británica. La diversificación de los productores de materias primas permitió que los países occidentales no fueran tan dependientes y vulnerables frente a las crisis derivadas de estos productos, como había sucedido en la década de 1870. A pesar de estas consideraciones, los beneficios económicos de este periodo de nuevos imperialismos fueron menores, como apunta C. A. Bayly, que los desarrollados entre 1780 y 1820. Los grandes artífices del nuevo imperialismo fueron los gobiernos nacionales, que se dedicaron exclusivamente a fomentar los intereses comerciales de los conciudadanos propios que poseían minas, fábricas o explotaciones comerciales, favoreciéndoles así frente a sus rivales extranjeros.
La excesiva atención a las motivaciones económicas ha pasado por alto la relevancia de los aspectos nacionales, que fueron las razones subyacentes de la expansión territorial. Los beneficios de las conquistas italianas fueron más bien escasos en el norte de África, pero los gobiernos nacionalistas italianos soñaron con su proyección imperial. Por otro lado, Bismarck también aprovechó la proyección imperial para apaciguar las tensiones sociales que estaban surgiendo en Alemania a raíz de la rápida industrialización y, a la vez, consiguió una cohesión interna en un momento de construcción estatal. El nacionalismo imperialista se proyectó hacia unos territorios en los cuales, en algunos casos, crecía un movimiento nacionalista, como es el caso de Egipto, donde antes de la invasión de 1882 ya se había dejado sentir el nacionalismo egipcio. Desde el comienzo del siglo XIX, se había forjado el estado patriótico de Mehmet Alí, a pesar de estar bajo el Imperio Otomano, y desde la construcción del canal de Suez y el incremento de la explotación europea a partir de 1876 había surgido un movimiento nacionalista egipcio. Los europeos establecidos en el territorio convencieron al gobierno británico de que los nacionalistas representaban una amenaza para las inversiones de Londres y para la ruta comercial hacia la India. Aquel nuevo imperialismo liberal transformó el control imperial precedente para proyectarse de una manera más intervencionista en los territorios propios, cosa que suscitó una respuesta contraria por medio de los incipientes nacionalismos. El gobernador general de la Indochina francesa, A. Sarraut, y los procónsules y administradores británicos (el conde de Cromer en Egipto, el vizconde de Milner en Suráfrica y el marqués Curzon de Kedleston en la India) gobernaron aquellos territorios en la última década del siglo XIX y las primeras del siglo XX con el fin de impedir, desviar o suprimir las demandas que hacían los intelectuales locales, que requerían de más libertad y mayor representatividad política. Simultáneamente, los tres abocaron a los líderes locales a una oposición armada. Por todo ello, la expansión imperial no solamente coincidió con el auge de los Estados nación de Europa, los Estados Unidos y Japón, sino también con el surgimiento de los movimientos nacionales en todo el mundo.

4.3.Nacionalización internacional

La transformación de las redes globales en redes internacionales reforzaron los Estados nación.
Los Estados europeos exportaron a los territorios de Asia y África las ideas de derecho sobre la tierra y de ciudadanía. Los nacionalistas europeos afirmaron sus derechos como individuos o representantes de una cultura. La derrota de China en las Guerras del Opio obligó al Reino del Medio a abandonar una supuesta superioridad y a exigir una igualdad territorial y económica bajo las leyes internacionales, puesto que en el mundo internacional moderno se observaban las relaciones entre entidades políticas iguales y con derechos equiparables. La tendencia universalizadora de las teorías de los derechos individuales y grupales empezó a crear vínculos transnacionales.
Las religiones mantuvieron sus aspiraciones universales a pesar de que adaptaron sus actividades, su burocracia y su poder de atracción a los marcos del Estado nación. Las misiones cristianas eran misiones nacionales. La religión católica y la musulmana soñaban con una proyección universal, pero llevaron a cabo una política que potenció la acción de las naciones musulmanas o católicas sepultadas como eran Polonia, Irlanda o Indonesia. Gradualmente, los Estados establecieron medidas para regular la migración; si primero los gobiernos francés y británico adoptaron medidas antiesclavistas que determinaron un nuevo sistema de tratados y controles en las aguas internacionales, después los gobiernos coloniales incrementaron el control del flujo de trabajadores contratados, tanto dentro como fuera de sus dominios. A partir de finales de siglo, el miedo a la decadencia racial y a la llegada de supuestos criminales y a agentes exteriores significó un incremento de la vigilancia estatal, que se materializó en el control más estricto sobre los inmigrantes, tanto asiáticos como judíos. En segundo lugar, el crecimiento de la economía mundial comportó un sistema financiero cosmopolita que despertó la necesidad de los Estados de controlar el flujo de capitales. Esto comportó que los controles nacionales sobre los movimientos de capitales se fortalecieran con el desarrollo de la patente nacional y con la idea de la casa matriz con sede nacional. En tercer lugar, los hábitos físicos y la vestimenta crearon un vínculo entre lo ideológico y lo material mediante el consumo y la transformación de materias primas. En las décadas de 1920 y 1930, los nacionalistas hindúes montaron campañas para expulsar de sus casas a los criados musulmanes y para que las mujeres dejaran de visitar a los curanderos y sabios musulmanes, pero a la vez, en la escena internacional, los hombres se veían obligados a vestir con una levita y un sombrero de copa inglés y a hablar francés.
La historia del pasaporte
La historia del pasaporte demuestra cómo se produjo una transición entre las redes globales de emigración y el internacionalismo del Estado nación. En el siglo XVIII, la élite comercial y la aristocracia se movían libremente por Europa y eran los campesinos y pobres los que necesitaban llevar como pasaporte una carta del rey o bien obsequios para aristócratas y clérigos a fin de disfrutar de su protección cuando viajaban de un reino a otro. A lo largo del siglo XIX, el miedo a las revoluciones impulsará la creación de oficinas y agencias de pasaportes y, después de las revoluciones de 1848 y la Comuna de París de 1871, los gobiernos intentaron extender el sistema a toda la población. Durante la primera mitad del siglo XIX, se había producido una relajación de los controles tanto de la inmigración interna como de la emigración, y será a finales de siglo, a raíz de los movimientos de los trabajadores, cuando se institucionalizaron controles más rígidos. En los territorios asiáticos, los pasaportes se emplearon en la segunda mitad del siglo XVIII, como consecuencia del monopolio de las empresas europeas que querían evitar de este modo que los comerciantes y viajeros de naciones rivales se establecieran en un determinado territorio y, paralelamente, los Estados asiáticos limitaron el acceso de los comerciantes y de otros extranjeros a algunas zonas del país para controlar las relaciones de sus súbditos con ellos. A partir de las primeras décadas del siglo XIX, la expedición de pasaportes dejó de relacionarse con los celos comerciales para vincularse al miedo político. Las autoridades del sur de la India paraban a los comerciantes sin pasaporte para evitar que algunos emisarios religiosos difundieran propaganda antibritánica en las inestables ciudades portuarias. La extensión del pasaporte abrió un debate sobre quién era ciudadano angloindio y quién no, puesto que las autoridades imperiales europeas se habían impuesto el derecho de proteger y controlar a los connacionales en el extranjero. Declararon a los comerciantes indios de ultramar súbditos de la India británica, y otros comerciantes árabes y chinos pudieron adquirir la nacionalidad europea mediante los enclaves europeos para evitar pagar impuestos y someterse a las leyes de los territorios otomanos y chinos. En este último caso, el pasaporte no servía para reforzar el elemento nacional sino, por el contrario, para debilitarlo mediante el elemento internacional.
Mientras los estadistas concibieron la nación como monolítica y autoritaria, el pueblo vio en la nación una garantía de derechos, privilegios y recursos. Si el Estado no cumplía con estos deberes o si estaba en manos de extranjeros, el pueblo reclamaría con más agresividad. Así fue como la aparición del Estado nación estuvo acompañada de la aparición de numerosas asociaciones de voluntarios, sociedades de reformistas y cruzadas nacionales, organizadas tanto a nivel nacional como internacional.

5.La urbanización

5.1.La modernización de la ciudad en el siglo XIX

La segunda mitad del siglo XIX fue una etapa de urbanización intensa en la que el crecimiento de la población urbana se fue acelerando. Por primera vez, la forma de vida urbana fue dominante en varios países, tanto desde la perspectiva económica como cultural.
Una parte del crecimiento se produjo en aquellas ciudades situadas fuera de los viejos sistemas, y las regiones más prolíficas fueron aquellas en las cuales no había ciudades antiguas, como por ejemplo el Oeste Medio y la costa del Pacífico de los Estados Unidos o de Australia. En otros lugares, la evolución de las ciudades fue más continuada y se entendió que la esencia de las grandes ciudades era la circulación (el movimiento de personas, animales, vehículos y bienes dentro de la ciudad y sus alrededores, más o menos distantes). Si, por un lado, los críticos se lamentaban de la aceleración del ritmo de vida, por la otra los reformistas urbanos querían adaptar la realidad física de la ciudad a las nuevas demandas; en relación al tránsito, se ampliaban avenidas y la vía del tren; en cuanto al agua corriente, se creaban canalizaciones y alcantarillado; respecto al aire, se reducía la densidad de población de los suburbios y se alejaban las fábricas. Detrás de este impulso de transformación había varias propuestas de reforma urbana, tanto de higienistas como Pere Felip Monlau, como de urbanistas como Ildefonso Cerdà o el barón Haussmann, artífice del París moderno. Las ciudades europeas dejaron de ser homogéneas estéticamente y en la Inglaterra victoriana se extendieron varias propuestas urbanas, pero cada vez se construyeron con materiales más sólidos con la generalización del uso del hierro. Eran ciudades que querían eternizarse y que levantaron grandes estaciones de tren y ayuntamientos que alcanzaron proporciones extraordinarias, convirtiéndose de alguna manera en las nuevas catedrales.
Podemos caracterizar los procesos de modernización vinculados a la urbanización de la siguiente manera:
  • Los ritmos de transformación social eran diferentes según las regiones.

  • La especialización de la ciudad se multiplicó y, a la vez, se incrementó la diversidad de funciones en su seno, como eran los nudos ferroviarios y los espacios dedicados al ocio de las burguesías.

  • Nace un sistema urbano mundial que vinculaba las diversas ciudades y redefinía el peso de estas en su entorno.

  • Las ciudades reclamaron infraestructuras más grandes que las hicieron más limpias, con vías más anchas y construcciones en altura, pero también surgió un mundo sórdido y lúgubre asociado a todo tipo de misterios.

  • La propiedad urbana se convirtió en objeto de inversión y especulación, puesto que el suelo incrementó su valor en función de su ubicación y lo hizo con una rapidez inimaginable, hecho que alimentó nuevas figuras económicas como el especulador, el intermediario inmobiliario, el arrendador, etc., y vinculó el negocio de las hipotecas a la economía financiera.

  • La planificación municipal fue la principal actividad de la política y administración urbana, que se afanó en evitar la expansión incontrolada.

  • Las nuevas ideas de la política representativa y la vida pública se extendieron a la ciudad. La ampliación de la representación, los medios, la proliferación del asociacionismo de clubes, sociedades y comunidades parroquiales cambiaron la política local.

  • Las ciudades se erigieron en el espacio preferente para interpretar el mundo, y los relatos históricos del siglo XIX las convirtieron en pioneras del progreso y de la creatividad cultural y política. Esto también reflejó una pérdida de importancia de los campesinos, que protagonizaron pocas revueltas, a pesar de destacar algunas como la de los Bóxers en China o el inicio de la Revolución Mexicana, en 1910. El gran levantamiento de la India de 1857 o la rebelión Taiping de China no pueden ser interpretadas como conflictos rurales, puesto que tenían una base social más amplia.

La modernidad urbana se ha intentado comprender como la unión de la planificación racional y el pluralismo cultural, como orden en la comprensión o como espacio de experimentación y «subjetividad fracturada».

5.2.La industrialización y la ciudad

Si bien inicialmente la urbanización se entendía como un crecimiento acelerado en las ciudades vinculado a la industrialización, hoy en día el proceso de urbanización se entiende como un proceso de aceleración, densificación y reorganización que puede producirse en circunstancias muy diversas. Así, se ha convertido en capital la expansión de los espacios de interacción humana en los cuales se intercambia información con rapidez, dándole un uso adecuado y en condiciones institucionales favorables para crear nuevos conocimientos.
Las grandes concentraciones industriales de Inglaterra hicieron crecer extraordinariamente a Manchester, Birmingham o Liverpool, pero en la segunda mitad del siglo crecieron con más rapidez aquellas ciudades que tenían una mayor oferta de servicios y más capacidad de producir información en un entorno presencial. En toda Europa hubo una urbanización rápida allí donde la industria local era débil, como es el caso de Budapest, donde la combinación entre modernización agraria y actividad comercial y financiera se volvió determinante. Tampoco podríamos considerar Viena, París o Londres como ciudades industriales, y más si tenemos en cuenta que se defendieron de la industrialización porque consideraban que destruiría su cultura de gran ciudad. La urbanización se erigió en un proceso global, mientras que la industrialización es un proceso esporádico de formación de un centro desigual, como apunta J. Osterhammel.

5.3.La urbanización en Asia y en Europa

A principios de 1800, las culturas urbanas dominantes eran China, la India y Japón, puesto que en estos territorios se encontraban la mayoría de las ciudades más pobladas del planeta. En la Europa del siglo XVIII, según Jan de Vries, había una jerarquía de ciudades escalonada y muy representada que, dada su regularidad, distribución y medida, le permitió definir un modelo de urbanización característico de Europa. A finales del siglo XIX, de Vries constata otra particularidad como es que, en algunos países, el motor de la urbanización no fue la inmigración procedente de las zonas rurales, sino el crecimiento vegetativo de la población de las ciudades.
La experiencia de la urbanización del siglo XIX en China y Japón fue claramente diferente. En Japón la modernización comportó una desurbanización temporal a raíz de la abolición del feudalismo, lo que suscitó la pérdida de los privilegios de las ciudades con castillo, el fin de la obligación de que los samurais residieran allí o en la corte del shōgun , y el aumento de la movilidad horizontal de las zonas rurales hacia las ciudades medianas. Así, en el proceso de transición de la era Tokugawa a la Meiji, Tokio pasó de más de un millón de habitantes a ochocientos sesenta mil en 1875. En China, el escaso incremento de la urbanización tiene relación con el efecto de la modernidad, es decir, la incorporación de las regiones costeras a la economía mundial y el crecimiento rápido de algunas ciudades portuarias como Shanghái. Los crecimientos se produjeron por debajo del río Yangtsé y la región del Cantón y Hong Kong. Europa no logró nunca las cifras absolutas de población urbana de China y Japón juntos y, a la vez, Asia poseía ciudades muy grandes. Japón tenía un sistema urbano casi continuo y China lo conseguió tardíamente, puesto que durante el siglo XIX le faltaban ciudades pequeñas (entre diez mil y veinte mil habitantes) y el crecimiento de las grandes urbes se limitaba a la zona costera china. En China, más allá de las metrópolis costeras, crecieron las ciudades de medida mediana que no eran la sede de la administración, y se pudo desarrollar un comercio con menos reglamentación estatal. Por lo tanto, una jerarquía menos escalonada también podía tener su propio sentido.
El crecimiento de las ciudades, por muy rápido que fuera, no puede ser por sí solo una evidencia de la modernización. Tampoco la desurbanización puede interpretarse siempre como consecuencia de las crisis y el estancamiento. La reducción de la vida urbana en el sur de Europa a finales del siglo XVII y en el siglo XVIII reflejó una tendencia general al desplazamiento del centro de gravedad de la cultura urbana europea hacia el norte y a través del Atlántico hacia América. A partir del año 1840, se subvertió aquella vieja tendencia en toda Europa con el crecimiento de la urbanización.
El dominio colonial en ocasiones podía acelerar o frenar la urbanización. En la India, casi todas las grandes ciudades del periodo prebritánico perdieron habitantes: Agra, Delhi, Benarés o Patna. En la conquista británica se destruyeron elementos de la infraestructura urbana y de conexión interurbana como las redes de carreteras. Los británicos introdujeron nuevos impuestos y monopolios que dificultaron el comercio autóctono, obligando a muchos comerciantes a tener que abandonar las ciudades. También se desarmaron las tropas, se redujeron las industrias urbanas y se suprimió la administración principesca. Todo ello contribuyó a la desurbanización. A partir de la década de 1870, la tendencia se invirtió lentamente.
El crecimiento urbano más acelerado se produjo en Australia y en los Estados Unidos. Australia poseía un pequeño grupo de ciudades grandes y medianas de desarrollo débil que no fueron obstáculo para una evolución y una dinámica que la convirtieron en una de las regiones más urbanizadas del mundo. La Norteamérica colonial era un mundo rural, pero a partir de 1830 se produjo un gran impulso de la urbanización que se prolongó durante casi cien años. En los Estados Unidos la urbanización se orientó hacia los nuevos medios de transporte: el barco fluvial y el ferrocarril. Solo el tren convirtió a ciudades aisladas en sistemas urbanos interconectados y así se establecieron ciudades en el Medio Oeste que surgieron como ejes comerciales antes de que se rompieran por la actividad agrícola. En Europa se produjeron pocos casos de una multiplicación tan acelerada. Durante el siglo XIX, Berlín, Leipzig, Glasgow, Budapest y Munich estuvieron entre las ciudades que crecieron más rápidamente, a un ritmo anual entre el ocho y el once por ciento. Pero las tasas de crecimiento de América, incluso en las ciudades más antiguas, no se dieron en ninguna parte de Europa: Nueva York, 47%, y Boston, 19%.
El crecimiento de las ciudades estuvo marcado por las fuerzas del mercado y por la iniciativa privada. Así, las ciudades crecieron, no tanto para ser centros de poder, sino para ser centros comerciales que competían con ciudades de superior condición política.
Ejemplo de ello fueron Chicago, Osaka, Moscú o Barcelona. Las ciudades con mejor organización social de la división del trabajo, mejor disponibilidad de servicios, mecanismos de mercado más complejos y comunicaciones más rápidas tomaron ventaja sobre las otras.

5.4.Sistemas urbanos

Los sistemas urbanos se pueden concebir como verticales, entre una diversidad de pueblos en la base y un punto central que extiende una jerarquía más o menos escalonada de asentamientos de varias dimensiones: pequeñas ciudades con mercados periódicos, ciudades con mercado permanente, ciudades medianas con funciones administrativas y de servicios, etc. Pero también se puede concebir desde una perspectiva horizontal en la que las relaciones interurbanas forman redes en las cuales se integran y participan las ciudades. Muchas ciudades, sobre todo las grandes, establecen tanto redes verticales como horizontales. Así, las ciudades textiles de Lancashire poseían una relación tan fructífera con los puertos rusos del mar Negro (de donde se abastecían de cereales) o de los latifundios de Egipto como con los vecinos del condado de Suffolk. De este modo, para un ciudadano de Manchester tuvo mayor efecto la guerra civil norteamericana que las revoluciones más cercanas de 1848-1849 del continente europeo. Aun así, estas ciudades continuaban dependiendo mucho de las decisiones políticas y financieras de Londres.
Los gobiernos centrales favorecieron la creación de sistemas urbanos mediante la creación de condiciones bastante uniformes en zonas extensas: amplios espacios monetarios y legales, la estandarización de las normas de comunicación e intercambio y la planificación de infraestructuras orientadas hacia un beneficio comunitario mutuo. Sin embargo, incluso en la era de los Estados nacionales, no siempre estos eran más fuertes que las grandes ciudades, que actuaron como centros de concentración y distribución de un capital nacional, pero también transnacional. Por lo tanto, el desarrollo de las ciudades no fue una consecuencia directa de la formación de los Estados. Durante el siglo XIX, la geografía del crecimiento urbano colonial obedecía más a las leyes de mercado que a las decisiones políticas.
Las ciudades que tenían una posición dominante en ambos modelos (redes horizontales y jerarquías verticales) se denominaron metrópolis.
Una metrópolis se define por ser una gran ciudad que se reconoce con una cultura determinada, que ejerce un control sobre una extensa zona interior o hinterland y que atrae a mucha gente de otros lugares. Si, además, forma parte de una red global, entonces se denomina ciudad mundial.
La ciudad hegemónica del siglo XIX a escala mundial fue Londres. Ahora bien, todavía carecemos de estudios sobre la forma y la frecuencia de los contactos entre las grandes ciudades del mundo en aquellos tiempos. Esto nos permitiría explicar si se produjo una interconexión global y una jerarquía urbana universal que se constituyó a finales del siglo XIX por medio de las corporaciones transnacionales, las sedes de organizaciones internacionales o la integración de redes mediáticas mundiales.

5.5.Ciudades especializadas

Ciudades monofuncionales:
1) Destinadas a las peregrinaciones religiosas que tenían una población móvil y fluctuante (La Meca, Benarés, Lourdes, etc.).
2) Ciudad vinculada a los nudos ferroviarios (Kansas City, Nairobi, etc.) y, en algunos casos, cercanas a canales fluviales (Cincinnati o Memphis).
3) Ciudad dedicada al turismo de costa en la que las clases altas tomaban «baños de mar», que no tendríamos que confundir con los balnearios de aguas termales. La democratización de las vacaciones cerca del mar hizo crecer ciudades alrededor de la playa, como por ejemplo Blackpool en Inglaterra, y proliferaron ciudades similares en el Mediterráneo, en las costas e islas del Pacífico, en el litoral del Báltico, en Crimea o en Suráfrica.
4) Ciudad minera. La minería del carbón se convirtió en la fuente energética de la industrialización y esto generó la proliferación de ciudades alrededor de los lugares de extracción, como por ejemplo los núcleos de la cuenca del Ruhr en las midlands de Inglaterra, la cuenca del Donetsk en Ucrania o los Montes Apalaches en los Estados Unidos. El desarrollo de la industrialización también suscitó la demanda de otros minerales, como el cobre en Chile o la fiebre del oro en California y la plata en Colorado.
Las ciudades plurifuncionales son las metrópolis que desarrollaban funciones centrales de las ciudades:
1) administración civil y religiosa,
2) comercio internacional,
3) producción industrial,
4) prestación de servicios.
Más allá de los servicios, se pueden diferenciar las ciudades en función de si son capitales, ciudades industriales o ciudades portuarias. Puede ser que una ciudad forme parte de las tres categorías, como por ejemplo Londres y Tokio. La capital es el seno de la corte y de una burocracia central. El mercado laboral se orienta más claramente hacia los sectores servicios que en otras ciudades, puesto que tiene que cubrir el aparato estatal hasta el ramo de la construcción. Los gobernantes tenían que entender la singularidad de la población, puesto que la capital se convierte en un espacio de la política de masas, hecho que hizo de ella un territorio simbólico de la concepción del orden político. A pesar de que las capitales, con la excepción de Roma, no eran centros religiosos, las monarquías sacralizadas las convirtieron en escenarios de sus rituales religiosos. El sultán de Estambul, por su condición de califa, estaba al frente de los fieles suníes.
El dualismo entre metrópolis fue una característica del siglo XIX. Surgía cuando se separaba la centralidad económica y las funciones como capital. Así, Washington D.C., Canberra u Ottawa eran ciudades de provincias en comparación con otros centros industriales o comerciales como Nueva York, Melbourne, Sydney, Montreal o Toronto. En otras ocasiones, las segundas ciudades impulsadas por la burguesía pasaron al frente de las capitales.
El dualismo de la geografía urbana colonial no siempre respondió a una planificación política y, así, los centros económicos como Johannesburgo, Rabat o Surabaya desgastaron el prestigio de las capitales como Ciudad del Cabo, Fez y Yakarta. Por otro lado, en los Estados nación como Italia o España se desarrolló la misma tensión entre dos ciudades: Roma-Milán y Madrid-Barcelona. Por lo tanto, solo una minoría de ciudades del mundo siguieron el modelo de Londres y París, siendo capaces de reunir las funciones generales de todo tipo.
La modernidad económica de las ciudades a lo largo del siglo radicó en la capacidad de propiciar la innovación y, a menudo, esto facilitaba la diversidad de sectores industriales en una misma ciudad. Londres devino el paradigma y Nueva York también desarrolló una pequeña y mediana industria que combinaba con el sector servicios. Ambas ciudades encontraron un gran dinamismo en sus propias necesidades internas.
Las ciudades industriales, como Manchester, impactaban a los contemporáneos por su suciedad, ruido y mal olor, pero también porque su crecimiento no tenía parangón con el de las instituciones y las características distintivas de las ciudades. La función económica generó espacios propios que determinaban la existencia de la vida urbana, como quedó patente en la arquitectura. La planificación urbana tenía que resolver los problemas locales y no generó estructuras globales, puesto que las fábricas provocaban efectos centrífugos. Un caso similar fue el valle del Ruhr, en el cual no había casi estructuras urbanas. Ahora bien, allí vivían cien mil trabajadores dedicados a la extracción del carbón y al ferrocarril, convirtiéndose en una conurbación, que era un espacio de agregación urbana multipolar. Las ciudades industriales como Leeds o Birmingham pudieron consolidarse por su compromiso con los ciudadanos y mejoraron sus condiciones fundando museos, universidades, desarrollando el centro y construyendo un teatro y un ayuntamiento magníficos.
Las ciudades portuarias eran las que podían cubrir la demanda de transbordos que requería un comercio mundial en expansión. En la costa occidental de los Estados Unidos, a partir de 1820, Nueva York se convirtió en el puerto por donde salía la principal exportación: el algodón. Si bien inicialmente los barcos cargados de algodón salían de Charleston o Nueva Orleans hacia Liverpool, de donde volvían a Nueva York cargados de inmigrantes, posteriormente el algodón de las plantaciones del sur se enviaba directamente a Nueva York. Los agentes navieros, las aseguradoras y los banqueros neoyorquinos, hasta la guerra civil norteamericana, dominaron el comercio internacional de los estados del sur. A finales del siglo XIX, solo Shanghái y la colonia de Hong Kong habían crecido suficientemente como para poder atender las exigencias del comercio transoceánico y, en menor medida, de los puertos de Tianjin y Dalian. Los nuevos puertos para los barcos de vapor se concibieron como una unidad técnica, con administración propia y separada de la ciudad. Los primeros fueron los docklands de Londres o Liverpool. A diferencia de los muelles abiertos del Támesis, los West India Docks estaban rodeados por un muro de ladrillos altos. Eran lagos artificiales profundos rodeados por grandes edificios en los cuales se llevaban a cabo todo tipo de actividades, y bien pronto se convirtieron en un atractivo turístico. El moderno puerto de Marsella superó al de Londres con una dársena que posibilitaba la entrada de grandes barcos. Su construcción fue posible gracias a la tecnología del hierro y el acero, y disponía de unas enormes grúas hidráulicas y a vapor.
La sustitución del barco a vela por el de vapor fue la segunda gran transformación que permitió aumentar la capacidad de transporte, rebajar los precios del flete y de los pasajes, una mayor velocidad, más independencia respecto al tiempo, y la posibilidad de mantener líneas con horarios regulares. El vapor permitió a los barcos remontar el curso de los ríos, pudiendo llegar a puertos hasta entonces inaccesibles como es el caso de Wuhan, la gran ciudad del centro de China. La construcción del ferrocarril también tuvo una gran influencia en el funcionamiento de las ciudades portuarias. Un ejemplo de esto fueron Hong Kong y Singapur, que no habrían podido seguir funcionando sin la conexión ferroviaria con el interior. A menudo los grandes puertos eran también centros de construcción naval. En China, la industrialización se inició con los grandes astilleros de Shanghái, Hong Kong y Fuzhou, inaugurados bajo el control estatal. El comercio transoceánico pasa a ser el motor más destacado del proceso de urbanización, tanto en las colonias como en Europa. Hacia 1850, el 40% de las ciudades de más de cien mil habitantes eran puertos. Habrá que esperar unos cien años más para que las concentraciones industriales se conviertan en los principales centros urbanos.
En cuanto a la ciudad colonial, estaba orientada hacia el exterior de las fronteras políticas. Ha sido caracterizada de la manera siguiente:
1) El ejercicio de dominio político, militar y policial estaba en manos de gobernantes extranjeros legitimados por la conquista (en Varsovia, cuando formaba parte del imperio zarista a finales del siglo XIX, había destacados cuarenta mil soldados concentrados en una ciudadela que vigilaba la ciudad, los cosacos hacían la ronda por la ciudad y el jefe de policía era ruso).
2) La exclusión de la población autóctona de las decisiones de las autoridades que regulaban la vida en la ciudad.
3) La relevancia de la arquitectura representativa europea, orientada hacia el estilo que en la metrópoli se consideraba nacional. Calcuta reproducía soportales y columnatas dóricas de las ciudades inglesas con el fin de transmitir un paisaje de poder. A diferencia de los británicos en Calcuta, que levantaron una ciudad colonial junto a la ciudad antigua, los franceses destruyeron la antigua Hanoi para construir la nueva ciudad colonial con edificios monumentales del colonialismo, como el palacio del gobernador, la ópera o la catedral, y la estandarización de viviendas para el personal francés.
4) El dualismo espacial entre barrios de extranjeros y los de la ciudad nativa, que se modernizaba poco. El establecimiento de puertos en Asia y África, en virtud de los tratados mediante los cuales los soberanos limitaban las actividades comerciales a los extranjeros, convirtieron a ciudades como Shanghái o Tianjin en grandes espacios de transmisión de las ideas urbanas europeas.
5) La ausencia de una sociedad urbana homogénea, que hacía que hubiera estratos rígidos establecidos con criterios de raza.
Ejemplo de ciudades segregadas étnicamente
Existen pocos ejemplos de ciudades segregadas étnicamente a raíz de una imposición gubernamental de un régimen extranjero. Es el caso de Delhi, que estableció un barrio británico solo después del Gran Alzamiento Indio de 1857, a pesar de que se produjeron segregaciones sin connotaciones étnicas ni coloniales, como en Edo durante el periodo Tokugawa, cuando se separaba a los combatientes de la gente común.
6) El punto de partida para la apertura, la reforma y la explotación del interior del país en función de los intereses extranjeros y las exigencias de los mercados internacionales.

5.6.Transformaciones en el interior de las ciudades

La ciudad antes del siglo XIX era un espacio amurallado y su destrucción no fue un proceso lineal. Esto hace que no pueda contemplarse como un rasgo distintivo de la modernidad. En la década de 1860, ciudades como Barcelona o Hamburgo aún contaban con murallas cuya destrucción significó una transformación del mercado del suelo y generó todo tipo de conflictos de intereses. La administración urbana tenía que valorar el coste del desmontaje y el desarrollo de las infraestructuras en el terreno que se había ganado. También, a menudo, obligaba a incorporar poblaciones que habitaban alrededor, lo cual generaba conflictos y tensiones.
La irrupción del tren hizo que el crecimiento de las ciudades no estuviera determinado por la proximidad al río o al mar. En Gran Bretaña, primero se desarrolló el transporte de viajeros en líneas de larga distancia; después, fue el turno de las mercancías y, finalmente, a partir de 1880 se inició el desplazamiento de trabajadores en el ámbito local, cosa que no interesaba mucho a las sociedades ferroviarias, razón por la cual a menudo contaban con subvenciones de las ciudades.
El tranvía eléctrico comportó la primera gran revolución en el transporte del interior de las ciudades puesto que, a diferencia del tiro animal, era el doble de rápido y de barato y, por lo tanto, permitía vivir lejos del puesto de trabajo. En 1897, Nueva York canceló todos los omnibuses de caballos y París hizo lo mismo en 1913. Sin embargo, el precio del tranvía para los más pobres era inalcanzable, pero sí se lo podían permitir las personas con un trabajo regular.
La construcción del metro de Londres, un proyecto que combinaba la tecnología ferroviaria con la excavación de túneles, fue una iniciativa privada que buscaba obtener beneficios. Tampoco fue una decisión de la planificación urbana, sino de un empresario, Charles Pearson. La línea empezó a construirse en 1860, pero no fue hasta los años noventa cuando mejoró la técnica de perforación a mayor profundidad y, al mismo tiempo, se electrificó la tracción. La progresiva extensión de la red facilitó la integración de la metrópoli y la incorporación de pequeños núcleos municipales. Los primeros metros que siguieron el modelo de Londres fueron los de Budapest (1896), París (1900), Nueva York (1904) o Buenos Aires (1913).
El proceso de suburbanización, o urbanización extraurbana, que comportó el crecimiento rápido de las zonas periféricas de los cascos urbanos se inició en Gran Bretaña, pero se desarrolló en Australia y Estados Unidos, mientras que en Europa esta forma de descentralización no se llegó a consolidar nunca. Con la extensión del automóvil en la década de los veinte, se consolidó esta tendencia en los Estados Unidos. Para poder vivir en el extrarradio, las clases medias debían tener ingresos elevados, medios de transporte cómodos, disponer de tiempo suficiente para los traslados y oferta de casas. La industrialización hizo que en el centro se concentraran las viviendas de nivel más bajo.
El alumbrado de gas se instaló en Londres en 1807 y se generalizó a mediados de siglo, llegando a las casas de los particulares en la década de los ochenta, cuando los ciudadanos lo empleaban para cocinar. El alumbrado eléctrico llegó a finales de siglo, pero le resultó difícil penetrar en el mercado del gas. Alumbrar las ciudades tuvo unas consecuencias relevantes, puesto que democratizó la noche y dejó de estar reservada a aquellos que se podían permitir carruajes y, a la vez, los estados pudieron controlar mejor la acción nocturna de los súbditos y los ciudadanos.
En cuanto a la planificación urbana, conviene distinguir entre dos tipos: por un lado, la del desarrollo que construye la planta y la imagen estética de la ciudad y, por otro, la de la regulación, que comprende la ciudad como una tarea permanente de gestión político-social y técnica. Mientras que la primera es anterior al siglo XIX y tuvo continuidad durante dicho siglo, la segunda se desarrolló durante la década de los ochenta, cuando las élites urbanas vieron la necesidad de tomar medidas para intervenir en el entorno urbano, incentivadas por las propuestas de reforma sanitaria e higiénica, adoptando un punto de vista donde prevalecerán los aspectos técnicos y político-sociales en detrimento de los intereses económicos personales. La planificación urbana del desarrollo tuvo como modelo paradigmático en este siglo XIX la que llevó a cabo el barón de Haussmann en París, cuando intervino como un cirujano sobre el centro urbano, con el fin de ofrecer una visión estética de gran alcance. Pocas ciudades fueron capaces de emprender un proceso de planificación a una escalera tan grande: la primera de ellas fue Barcelona, pero a menudo las ciudades adoptaron elementos aislados del modelo haussmanniano, como los bulevares en Buenos Aires o Budapest.

6.La industrialización

En los estudios sobre la industrialización hay un consenso para considerar que los cambios socioeconómicos de origen industrial que se constataron a comienzos del siglo XX en todo los continentes se remontaban a las innovaciones que se produjeron en Inglaterra a partir de 1760.
Nadie pone en entredicho que la industrialización fue un fenómeno regional asociado a la explotación de recursos locales y que no siempre se proyectó a nivel nacional.
En los años veinte del siglo XX, solo unos pocos países eran sociedades industriales.
Los principales debates sobre de la industrialización giran en torno a los siguientes temas:
1) Los datos estadísticos demuestran que el crecimiento de la economía inglesa en el último cuarto del siglo XVIII y el primero del XIX fue más lento e irregular de lo que se creía. No se produce una aceleración del crecimiento económico, ni siquiera en los sectores punteros de la industrialización, como la industria textil del algodón. Por lo tanto, para algunos historiadores hay una continuidad en el proceso de innovación en el cual se enmarca el inicio de la industrialización.
2) Hay un montón de testigos contemporáneos que vieron en la revolución industrial y en sus consecuencias un momento de ruptura y el inicio de una nueva etapa. La gran industria creó nuevos modelos de trabajo y se formaron nuevas jerarquías sociales.
3) La industrialización ha sido considerada como un aspecto particular de la historia de Europa. A finales del siglo XIX eran evidentes las diferencias en cuanto a bienestar y nivel de vida entre Europa y el resto, y esto ha provocado que en algunas sociedades se consolidara la transformación social e industrial, y en otras no. Ello ha llevado a varios historiadores a buscar las causas de la excepción europea en las ventajas naturales, geográficas, económicas y culturales, mientras que otros se preguntan porqué no se produjo en otros territorios como, por ejemplo, China.
4) El modelo clásico de industrialización, basado en el logro por parte de la economía nacional de un impulso para llevar a cabo el despegue (take-off) y mantener una trayectoria estable y sostenida de crecimiento, ya no es ampliamente aceptado. Este modelo formulado por Walt W. Rostow no pudo convertirse en un modelo por cuanto no se repitió en ninguna parte. Fuera de Inglaterra, no se produjo ningún proceso de industrialización sin una transferencia de tecnología por medio de las relaciones transnacionales. Por otro lado, en muchos casos (como en China, India, el Imperio Otomano o México) la carencia de industrialización se explica por la ausencia de unas condiciones políticas y culturales que hicieran exitosa una importación de la tecnología. Los procesos de industrialización regional se caracterizan por su grado de autonomía; así, mientras en unos casos eran implantaciones de modos de producción industrial impulsados por capital extranjero que no se extendían a los pequeños enclaves, en otros los procesos de industrialización se extendieron con éxito en toda una economía nacional, fruto de la iniciativa estatal y sin intervención «colonial», como sucedió en Japón. De este modo, ninguna teoría en los últimos cien años ha conseguido ofrecer una respuesta frente a porqué y qué condiciones hicieron posible la industrialización en Europa y no en otros territorios.

6.1.La Revolución Industrial

La revolución industrial se produjo solo en Inglaterra y los principales factores que determinaron el cambio fueron:
  • La existencia de un gran espacio económico nacional sin distinciones arancelarias.

  • La paz interior que disfrutó durante el siglo XVIII.

  • Una geografía favorable para los costes del transporte, sobre todo la navegación.

  • Una tradición desarrollada de innovación mecánica.

  • Un comercio colonial extenso que proporcionaba materias primas y ofrecía un mercado para la exportación. Las trece colonias norteamericanas fueron compradoras de los bienes industriales que no absorbía el mercado interior, mientras que el comercio internacional aseguraba el acceso al algodón, que era la materia prima esencial y que, en un primer momento, procedía de las Indias Occidentales y, más tarde, de las plantaciones esclavistas del sur de los Estados Unidos.

  • Una agricultura inusualmente productiva que podía liberar mano de obra.

  • Un afán de mejora de buena parte de la élite social y de círculos netamente emprendedores.

  • Un crecimiento económico sostenido durante el siglo XVIII que provocó una demanda interna inusualmente alta de productos apreciados por parte de las clases medias.

  • La normalización de la innovación técnica que no se interrumpía, a diferencia de épocas pasadas, sino que surgía como parte de un proceso lento y progresivo de reflexión y mejora. A comienzos del siglo XVIII, se logró un nivel de competencia técnica muy alto que se estabilizó con la revolución industrial.

En la primera parte del siglo XVIII, se produjo en varias regiones del mundo (noroeste de Europa, Japón y Norteamérica) un cambio en el consumo cuando los consumidores incrementaron la demanda de productos de lujo y se dispusieron a trabajar más para satisfacerla. Se producía más para consumir más, proceso que ha sido definido por el historiador Jan De Vries como revoluciones industriosas. Inglaterra aprovechó aquel cambio en la demanda para impulsar la revolución industrial. Esto significaría que la carga de los obreros manuales aumentaba antes de que se iniciara la industrialización y, por lo tanto, no sucedió de golpe, cuando la mano de obra sobrante del campo se transfirió a las fábricas.
La protoindustrialización fue un aspecto particular de las revoluciones industriosas que significó una expansión de la producción de bienes en los hogares de los campesinos, destinada a los mercados translocales. Esta producción se desarrollaba fuera de las antiguas organizaciones gremiales artesanas, pero la organizaban empresarios urbanos con la mano de obra sobrante del campo y con la participación de las familias campesinas que estaban dispuestas a trabajar en su tiempo libre. Estas formas de protoindustrialización se llevaron a cabo en varios países: Japón, India, China o Rusia. Ahora bien, la idea de que se trataba de un estadio previo a la industrialización no se ha confirmado.
La revolución industrial no creció de forma regular y lineal a partir de la protoindustrialización. En Escocia e Inglaterra, durante los dos primeros tercios del siglo XVIII, se produjo un desarrollo productivo tan relevante que las primeras máquinas de vapor dedicadas a la producción no se entendieron como una novedad rupturista, sino como una continuidad de las tendencias precedentes. Lo que fue nuevo en la revolución industrial y en los procesos de industrialización nacional y regional fueron las tendencias ascendentes y estables a largo plazo en los niveles de productividad y bienestar. En la década de los cincuenta del siglo XIX, el Reino Unido hizo la transición de la revolución industrial hacia la industrialización. Solo a partir de entonces crecieron los ingresos per cápita, las máquinas de vapor se convirtieron en el medio energético más importante de las fábricas, de los barcos y los raíles, y una tendencia descendente de los precios de los alimentos hizo tambalear el poder de la aristocracia terrateniente.
Las singularidades británicas fueron tantas, que era imposible que se produjera una imitación directa. Pero en el último tercio del siglo se puede reconocer una diversidad de vías nacionales que definieron una red de industrialización paneuropea. La industrialización obtuvo por todas partes el apoyo de los gobiernos, mientras que el tráfico comercial y los convenios internacionales contribuyeron a la integración de un mercado paneuropeo y la homogeneidad cultural del continente facilitó gradualmente el intercambio científico y técnico. Se puso de relieve que eran necesarias algunas condiciones para lograr una industrialización exitosa:
  • Reforma agraria que liberara a los campesinos de las obligaciones extraeconómicas.

  • Inversiones en el sistema educativo, desde la alfabetización hasta los centros estatales de investigación.

Hacía falta una mano de obra muy formada que compensara la carencia de tierra y de recursos naturales. La producción industrial no tenía que eliminar las formas de producción precedentes y convivió con gran diversidad de ellas, e incluso subordinó modos de producción no industriales, sin tenerlos que destruir. La gran industria, con la concentración de miles de trabajadores en un único complejo fabril, fue una excepción en todas partes y no la norma, pero la producción en masa había sido una innovación china en la producción de la cerámica y en la de elementos de madera para la arquitectura. Esta forma de producción se había popularizado en varios ámbitos, pero sin que se produjera una concentración en un solo espacio.

6.2.Segunda revolución económica

A finales del siglo XIX, los sectores punteros fueron el acero, la química y la electricidad, que sustituyeron al algodón y al hierro. Esta transformación se asoció a los cambios tecnológicos que se habían producido en el desarrollo industrial en Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos. Algunos autores han hablado de segunda revolución económica, enfatizando los cambios vinculados al surgimiento de las corporaciones empresariales modernas que dominarían el siglo XX. Este impulso transformador se produjo en las décadas de 1880 y 1890 y, a diferencia de la revolución industrial, tuvo un efecto global inmediato. En este momento de ruptura se añadieron varios elementos:
  • La plena mecanización de la producción en las economías avanzadas.

  • La transición del empresario como propietario individual a administrador asalariado como forma social y modelo cultural preponderante.

  • El ascenso de las sociedades mercantiles anónimas financiadas por medio de la bolsa.

  • La burocratización de la gestión económica privada y la aparición del trabajador de cuello blanco.

  • La concentración económica y la formación de carteles que hicieron retroceder los mecanismos clásicos de la competencia.

  • La aparición de corporaciones multinacionales que asumieron el control mundial de la venta de mercancías y fundaron redes de marketing global. Este último aspecto se ha convertido en central para entender porqué la transformación del modo de producción tuvo un efecto global. La aparición de las multinacionales norteamericanas (Standard Oil of New Jersey) y europeas (British American Tobacco Corporation) significó la irrupción en el mercado de los bienes de consumo como el chino, mediante el control de las fuentes de las materias primas, la elaboración y la venta de productos.

Las investigaciones sobre las etapas precontemporáneas en Asia han puesto de relieve la multitud de parecidos entre la realidad asiática y la europea, hecho que ha despertado interés para comprender porqué se produjo un desarrollo tan divergente en el siglo XIX. La historiografía ha intentado dar todo tipo de respuestas, tanto geográficas como ecológicas o culturales, para explicar la situación ventajosa que adquirió Europa durante el siglo XIX respecto a Asia. Pero a la vez, también se constata, como apunta J. Osterhammel, que la actualidad y urgencia de la temática se produce en un momento en el cual la brecha socioeconómica entre Europa y Asia se empieza a cerrar en las primeras décadas del siglo XXI. La India y China han llevado a cabo auténticas revoluciones industriales que recuperan, sin repetirla, la experiencia de la Europa del siglo XIX, devolviendo contemporaneidad a la convergencia anterior.

6.3.Las energías

La industrialización comportó el desarrollo de nuevas fuentes de energía, primero el carbón, después el petróleo y también la energía hidráulica a partir de presas y turbinas. La pluralidad de formas de energía fue una herencia de la industrialización y, antes de esta, los principales combustibles eran la madera y la energía animal.
Inicialmente, el gas del alumbrado de las ciudades se obtenía del carbón y no será hasta el siglo XX cuando se generalice el gas natural. El petróleo se conoció en la década de los sesenta del siglo XIX y, en 1880, la Standard Oil Company, fundada por John D. Rockefeller en 1865, controlaba el mercado petrolífero mundial. Ahora bien, el petróleo no adquirió un verdadero peso hasta la difusión del automóvil a partir de 1920. La civilización industrial del siglo XIX se basaba en aprovechar los combustibles fósiles y en convertir la energía obtenida, cada vez con mayor eficacia, para finalidades técnicas y mecánicas. La introducción de la máquina de vapor de James Watt se produjo inicialmente en una mina de estaño de Cornualles. En 1785 se aplicó por primera vez la máquina de vapor a la hilatura, pero todavía tardaría varias décadas en devenir la principal fuente de energía de la industria algodonera. En muchos lugares, el vapor solo era rentable con una conexión ferroviaria o marítima que permitiera la llegada del carbón a bajo precio. La producción carbonera mundial vivió un punto de inflexión a mediados del siglo XIX: entre los años 1850 y 1914 pasó de ochenta toneladas anuales a mil trescientas. Si inicialmente el mayor productor era Gran Bretaña, con un 65% de la extracción mundial, justo antes de la Primera Guerra Mundial, los mayores productores fueron los Estados Unidos (43%), seguidos por Gran Bretaña (25%) y Alemania (15%). China, principal productora en el siglo XXI, tuvo una producción escasa durante el siglo XIX, puesto que los yacimientos del noroeste estaban alejados de los centros comerciales que se habían formado cercanos a la costa, después de la apertura de 1842 como puertos de tratados. Inglaterra disfrutaba de distancias cortas y buenas vías fluviales para transportar el carbón a bajo precio, pero nada de esto sucedía en China. Por consiguiente, no fue hasta 1895 cuando las grandes compañías, con la ayuda de las máquinas, abrieron los nuevos pozos mineros que quedaron bajo control de las empresas japonesas, exportando la producción directamente hacia Japón o bien hacia las fábricas de acero y hierro, que también eran japonesas. Si bien China disponía de una gran cantidad de fuentes de energía, durante la primera etapa de la industrialización no pudo emplearlas puesto que no tenía un gobierno centralizado, como el japonés, que diera prioridad al abastecimiento de energía en la política económica y en la expansión industrial.
A finales del siglo XVIII, todas las sociedades del planeta dependían de la energía de la biomasa, mientras que hacia 1910 o 1920 el mundo se dividía entre una minoría que tenía acceso a las fuentes de la energía fósil y las infraestructuras necesarias para su uso, y una mayoría que tenía que hacer lo posible con las energías tradicionales. Si la máquina de vapor empezó siendo una fuente de energía más eficiente que la de la rueda hidráulica, esta situación se invirtió con las nuevas tecnologías hidroeléctricas, con el desarrollo de la turbina durante la segunda mitad del siglo XIX. A partir de la década de 1880, la técnica de las turbinas y los pantanos ofreció, en países como Suiza, Noruega o algunas regiones de Francia, la oportunidad de compensar la escasez de carbón. Fuera de Europa, solo Japón consiguió aprovechar las nuevas posibilidades. El paso a una industria de energía fósil no se produjo en todo el mundo hasta el siglo XX, después de que Rusia, los Estados Unidos, México, Irán y Arabia explotaran sus yacimientos de petróleo y este se utilizara, junto con el carbón, como nueva fuente de energía para las economías industriales.

6.4.Desarrollo industrial más allá de Europa

La economía de América Latina se dedicó a la exportación de minerales, como el magnesio de Brasil, el cobre y el nitrato de Chile, el cobre de Perú, el estaño de Bolivia o la plata de México, que a menudo eran explotados desde un enclave y con capital extranjero. También producían materias primas agrarias de uso industrial, como el aceite de palma o el caucho, o destinadas a la comercialización, como el azúcar, el café o las bananas. Esto hacía que los países productores fueran muy dependientes de las oscilaciones de los precios de los mercados mundiales. En 1914, solo Argentina había conseguido diversificar las exportaciones con objeto de reducir el riesgo. Las empresas exportadoras podían ser o bien de carácter familiar, con mucha mano de obra, con lo que los ingresos se quedaban en el país y se distribuían de forma relativamente igualitaria, o bien empresas extranjeras que explotaban plantaciones o minas, con jornaleros mal pagados, y que se llevaban los ingresos fuera del país. Los beneficios de la exportación no se trasladaron a las industrias que servían al mercado interior hasta la década de los setenta. A pesar de que la industrialización inicial redujo la importación de bienes de consumo frente a las máquinas (vías férreas y material ferroviario), y la demanda de productos de lujo solo podía satisfacerse desde Europa, esto no implicó que ninguno de los países de América del Sur desarrollara una estructura industrial compleja. Ahora bien, todavía no se ha podido dar ninguna respuesta a porqué estos países no consiguieron sumarse a la dinámica de industrialización de la Europa occidental.
En China, con la gran tradición de producción premecánica y una protoindustrialización difundida, no se produjo un paso hacia las formas tradicionales de tecnología y la organización de la producción fabril moderna. Hasta 1895, el gobierno no permitió que los extranjeros establecieran empresas industriales y en una primera fase de la industrialización hizo poco. Sin embargo, los gobernadores de las provincias decidieron impulsar la industrialización con una serie de proyectos que recurrían a la tecnología y al asesoramiento de extranjeros: fábricas de armamento y astilleros; en 1878, una gran explotación de carbón al norte de China; después, hilatura de algodón y, en 1889, la fundición de hierro de Hanyang, en la provincia de Hubei. En 1913, un 60% de los husos instalados en fábricas pertenecían a empresarios chinos, un 27% a europeos y el 13% a japoneses. Durante la Primera Guerra Mundial, el número de husos se multiplicó por cinco, alcanzando los 3,6 millones. Entre los años 1912 y 1920, la industria china moderna consiguió las cuotas de crecimiento más altas del mundo, pero a partir de 1920 se paró a raíz del caos interior que vivió el país fruto de la ausencia de gobierno, la política imperialista japonesa y una era dominada por los caudillos militares.
A raíz de la industrialización europea, se produjo una sustitución de los tejidos producidos en Asia, fruto de las ventajas competitivas a nivel tecnológico de Gran Bretaña. Esto comportó una expulsión de los mercados de exportación de chinos e indios y tuvo consecuencias desastrosas para las regiones asiáticas especializadas en la exportación de tejidos. Sin embargo, no se produjo una difusión de los productos europeos entre los mercados locales y regionales, estableciéndose diferencias regionales significativas entre áreas productoras. Así, mientras Bengala se vio muy afectada por la crisis exportadora, el sur de la India, que producía para el mercado interior, pudo sobrevivir más tiempo. Los tejidos británicos no lograron el nivel de calidad de las teles exquisitas indias y, por lo tanto, el mercado del lujo permaneció en manos de los productores nacionales. A pesar de que el hilo de máquina, más barato, se impuso en China e India, lo que arruinó a las familias de hiladores que trabajaban en regímenes de semiexplotación, la producción de tejidos artesanales sobrevivió a raíz de la segmentación de los mercados, hecho que marcó una diferenciación entre los mercados de telas importadas y los de producción propia. En la India, la industria del algodón, que surgió a partir de 1856 en Bombay y otros lugares, no dispuso de capital extranjero. Los fundadores de estas industrias eran comerciantes indios que invertían en la producción. El estado colonial y la industria británica no recibieron de buen grado esta situación, pero no pusieron excesivos impedimentos. La caída del precio de la plata, que hizo perder un tercio del valor de la rupia, permitió a las hilaturas indias hacer retroceder al hilo británico en los mercados asiáticos. Las exportaciones indias de hilo de algodón en China y Japón pasaron de un 4% en 1877 a un 36% en 1892. La industria india moderna no fue consecuencia de la importación de capital y de tecnología colonial, sino que las grandes fortunas mercantiles derivadas de un proceso de comercialización general durante el siglo XVIII se combinaron con la mano de obra barata y, a la vez, esta situación no limitó los estímulos para la mejora tecnológica. Esta industria se concentró geográficamente y tenía un papel marginal en la producción mundial, pero había surgido sin ningún tipo de intervención estatal.
La industria del hierro y el acero en la India fue responsabilidad del empresario Jamsetji Tata (1839-1904) quien, después de hacer fortuna en la industria textil, contrató a ingenieros norteamericanos para encontrar la mejor localización junto a las minas de carbón y hierro para crear una gran siderurgia. Desde un inicio se publicitó como una gran industria patriótica y consiguió muchos pequeños inversores privados. La calidad del producto y los encargos gubernamentales posibilitaron el éxito de la Tata Iron and Steel Company, pero no fueron suficientes para desarrollar toda una industria pesada, del mismo modo que había sucedido en China. Las decisiones empresariales —no estatales— de la India hacían que, entre los años 1910 y 1920, dispusiera de una producción fabril diversificada y que, de igual modo, el proletariado empezara a defender sus intereses. La industrialización y el resto de procesos vinculados a la modernización ya estaban en marcha en la India urbana.
A mediados del siglo XIX, la población japonesa era muy urbana y comercial. Había una clara tendencia a la integración del mercado nacional. Tenía unas fronteras muy definidas por su realidad insular y disfrutaba de paz interior. El país estaba bien gestionado en los niveles inferiores del ámbito local y se había producido un desarrollo cultural inusitadamente alto, si tomamos como índice las personas que sabían leer y escribir. Aún así, estas condiciones de partida no eran sustancialmente diferentes de las de regiones de China o la India. En Japón fue decisivo el carácter político de la industrialización, realizado como un proyecto nacional común del Estado y los empresarios. La caída del shogunato Tokugawa, sustituido por la orden Meiji en 1868, no fue a consecuencia de las transformaciones económicas y sociales del país, sino fruto de la reacción ante el impacto repentino del país frente a occidente. La industrialización de Japón formó parte de un proyecto de renovación nacional cuando la élite japonesa, que había conocido los proyectes industrializadores de occidente, lo asumió como clave para la fortaleza nacional, a diferencia de la Rusia zarista —que tuvo que buscar capitales en los mercados occidentales— o de China y el Imperio Otomano —a los que se les impusieron créditos con condiciones poco ventajosas—. Japón evitó depender de los acreedores extranjeros porque disponía de capitales movilizables, hecho que implicó que a partir de 1879 se estableciera un sistema bancario moderno que ofreció ayuda en la financiación de los proyectos industriales. El sector agrario fue la fuente principal de los capitales dedicados a la primera industrialización.
Japón disfrutaba de varias ventajas:
  • Una agricultura que producía excedentes.

  • Un gobierno eficiente en la recaudación de impuestos que invertía en infraestructuras e industria.

  • Una población populosa que generaba una demanda interior.

  • Exportaciones a los mercados extranjeros, en particular de seda, sin que esto le comportara orientar su modelo de crecimiento hacia la exportación.

  • Pervivencia de una producción protoindustrial de bienes de algodón que convivió con las máquinas de vapor.

Después de los primeros impulsos, el estado Meiji se retiró gradualmente de la mayoría de proyectos industriales para aligerar el presupuesto nacional. Los pioneros de la iniciativa privada también percibieron la industrialización como un proyecto patriótico para todo Japón y esto fue una motivación mayor que los beneficios individuales que podían obtener. Así, gobierno y empresarios anhelaban una estructura industrial diversificada que diera a Japón la máxima independencia respecto de las importaciones, lo cual obedecía a las necesidades de seguridad nacional y, a la vez, a la voluntad de las élites Meiji de consolidar un apoyo popular basado en el progreso material.
En el norte de los Estados Unidos, no esclavista, la industrialización se desarrolló en base a una revolución industriosa y un crecimiento manifiesto de los ingresos per cápita entre los años 1815 y 1850, periodo en el que el comercio internacional tuvo un peso muy relevante. La industrialización norteamericana se llevó a cabo por la acción de las fuerzas privadas del mercado, pero entre los años 1861 y 1913 el gobierno federal, en manos de republicanos con la excepción de dos etapas demócratas, buscó la industrialización como proyecto político y consideró que tenía que favorecer la formación de un mercado nacional mediante su integración y protección arancelaria.

7.Las jerarquías sociales

El siglo XIX se interpreta como un momento de transición de una sociedad estamental a una sociedad de clases o burguesa. Esta oposición antitética derivaba de una polémica de la Ilustración contra el orden monárquico-feudal, y el siglo XIX fue uno de los modelos a partir de los cuales las sociedades se definieron a sí mismas.
Este modelo estableció que, hasta el final de la Edad Moderna, el principio organizativo fundamental de las sociedades europeas no fue modificado y pasó de una estratificación inamovible, en la cual los grupos se definían por derechos, deberes e indicadores simbólicos particulares, a una sociedad en la que las perspectivas vitales y la ubicación en la jerarquía de clases y trabajo determinaba la posesión de la propiedad privada y la situación en el mercado. En comparación con el orden estamental, era más sencillo que se produjeran ascensos y descensos sociales, pero para que se diera esta movilidad social hacía falta una igualdad legal.
Las diversas situaciones de cada una de las regiones dificultan encontrar un modelo de paso del estamento a la clase para describir la transformación social de Europa. A principios del siglo XIX, fuera de Europa las sociedades no se dividían por criterios estamentales. En el resto del mundo era poco habitual encontrar sociedades estamentales. El concepto puede aplicarse sobre todo al Japón Tokugawa, con una profunda escisión simbólica y legal entre la nobleza, los samurais y la gente común, pero donde los estamentos no tenían una función representativa como sí sucedía en varios territorios europeos. En Asia, los criterios estamentales de jerarquización estaban menos marcados que en Centroeuropa. En China, la retórica estatal había difundido una propaganda según la cual la sociedad se dividía en cuatro grupos: eruditos, campesinos, artesanos y comerciantes; pero esto no cristalizó en una división estricta en categorías legales y en un sistema de privilegios y, en el siglo XVIII, se solapaban las jerarquías. En las sociedades tribales de África, Asia central, Oceanía y la Norteamérica india, los principios organizativos eran muy distintos respecto de los estamentos. Otro sistema de diferenciación fue el de castas en las sociedades hinduistas,en las cuales las jerarquías se formaban por reglas endogámicas, la comensalía y los tabúes de la pureza. Estas normas se reforzaron cuando los británicos se extendieron en determinados territorios, como la isla de Ceilán, que hasta entonces no lo habían tenido.
La sociedad estamental europea no se trasladó a las colonias de ultramar. En Norteamérica, las diferencias derivadas de los privilegios estamentales no arraigaron y prevaleció el igualitarismo protestante. En todos los asentamientos de colonos en América, la inclusión y la exclusión étnicas jugaron un rol que en Europa no tuvieron nunca y, por lo tanto, el principio de igualdad en América solo se estableció entre los blancos. Gradualmente, la división estamental en la América hispana quedó superada por este nuevo principio de jerarquización. En la segunda mitad del siglo XIX, la sociedad mexicana todavía definía su lugar en la sociedad en función del color de la piel y de la pureza de sangre, y solo secundariamente por la profesión o la clase social. Durante aquel siglo XIX, las migraciones de las sociedades europeas a ultramar en ningún caso exportaron las estructuras sociales europeas. Más allá de personas de los estratos inferiores, la migración transatlántica también trajo a las colonias neoeuropeas (Australia, Nueva Zelanda, los Estados Unidos, Canadá o Argentina) las clases medias de las sociedades europeas, junto con nobles desclasados o menos privilegiados que sus familiares. Los inmigrantes europeos construyeron nuevas sociedades sin tener en cuenta el orden estamental de la vieja Europa y esto se convierte en uno de los procesos más relevantes de la historia universal del siglo XIX, en el que coexistieron sociedades en todo el mundo con una diversidad de reglas de jerarquización. Las sociedades se diferenciaban entre ellas, entre otras cosas, por las relaciones de propiedad y por los ideales dominantes de ascenso social.

7.1.La aristocracia

La nobleza es un fenómeno universal que se encuentra en casi todo el mundo: una pequeña minoría de la población concentra el poder, puede acceder con gran facilidad a los recursos económicos (tierras y mano de obra), rechaza el trabajo manual (con la excepción de la guerra y de la caza), practica un estilo de vida selecto con honor y distinción, y lega sus privilegios a sus herederos de generación en generación. A menudo, los nobles se consolidaron convirtiéndose en aristocracias.
Junto con algunas élites transnacionales muy poco numerosas, como por ejemplo el clero católico o los altos financieros judíos, la aristocracia fue el segmento de mayor orientación internacional de las sociedades europeas del siglo XIX. Compartían todo un conjunto de normas de conducta y de ideales culturales, hablaban francés cuando la situación lo exigía, podían hacer una valoración mutua de su posición y contraían matrimonio en un mercado transnacional. La nobleza tenía una vinculación con el mundo local y menos movilidad porque estaba estrechamente vinculada a la propiedad, a la agricultura y a la vida rural. En un nivel intermedio se situaba la jerarquía nobiliaria de alcance nacional, que fue reforzada por los vínculos de solidaridad y de formación de identidad durante el siglo XIX. A raíz de las nuevas técnicas de comunicación, se consolidó la internacionalización de la aristocracia, pero también se intensificó la nacionalización de nobleza y aristocracia, que se proyectaron hacia formas de nacionalismo conservador.

7.2.La nobleza europea

La Revolución Francesa abolió los títulos y privilegios de la nobleza. Al final de la revolución no se restauraron los antiguos derechos, en particular los de aquellos nobles emigrados, dejando muchos de aquellos títulos vacantes. Durante la etapa napoleónica se estableció una nueva aristocracia, a menudo de origen militar, a la cual se otorgaron derechos de amortización de la tierra que vinculaba las propiedades entre sí, impidiendo su venta y garantizando la transmisión testamentaria, y así formaron una nueva élite hereditaria. Durante el siglo XIX, este modelo napoleónico se extenderá a toda Europa gracias al patrocinio estatal. Napoleón también creó la Legión de Honor, que era una forma de recompensa pública a los servidores públicos, convertidos en un cuerpo de élite sin derechos hereditarios. A partir de 1830, no había en Francia ninguna institución alrededor de la cual pudiera reunirse la nobleza, como sí sucedía en Inglaterra con el parlamento o en otros países alrededor de la corte real o imperial. Ni el rey burgués Luís Felipe ni el dictador imperial Napoleón III crearon una estructura cortesana, como tampoco se sustentaron en el prestigio de una aristocracia de corte. A partir de 1880, los notables, propietarios ricos que habían cultivado cierta influencia en las ciudades de provincias, también quedaron relegados, reduciendo sustancialmente la presencia de la nobleza en la Francia de finales de siglo.
En el otro extremo europeo se encontraba la nobleza rusa, de composición muy heterogénea, que dependía de la corona más que otros grandes imperios europeos. La casa imperial y el Estado siguieron siendo los principales terratenientes del país pero, al final del siglo XIX, se practicó un ennoblecimiento a gran escala de grandes propietarios. También existía una pequeña nobleza, pero la idea de una clase superior latifundista antiquísima no se correspondía en Rusia. Aquella diversidad hizo que la abolición de la servidumbre, en 1861, no perjudicara gravemente a la riqueza o a la posición social de los grandes terratenientes y no fue comparable a la abolición de la esclavitud en el sur de los Estados Unidos, en 1865.
La nobleza de Inglaterra era la más rica de Europa. Comparativamente no tenía tantos privilegios legales, aunque incidía en los espacios de poder sociales y políticos. La nobleza desarrolló un ideal social, el gentleman, que tuvo un efecto integrador extraordinario y generalizó un estilo de vida y una cultura en las islas y en el imperio. Si bien los requisitos para ser noble eran hereditarios, también podía ser un gentleman quien, a partir de un bienestar económico, practicara un estilo de vida, unos valores y una conducta asociados a dichos ideales. En Gran Bretaña era donde se tenía más claro que la nobleza no era una condición legal, sino una disposición mental.
Las diversas estrategias de la nobleza europea para sobrevivir fueron el aburguesamiento, mediante la vinculación de sus actividades económicas al mundo de las inversiones o por medio de la unión con la burguesía acomodada, la vinculación con otras familias nobiliarias que impidiera la dispersión de sus propiedades y, finalmente, la asunción de un liderazgo nacional. A pesar de estas estrategias, la nobleza europea a finales de siglo había perdido su liderazgo cultural. El aburguesamiento del mundo avanzaba sin descanso y la aristocracia europea desaparecería a partir del año 1917, mientras que en otras regiones ya se había hundido: en Norteamérica después de la guerra civil, en México con la revolución de 1910 y en las tres grandes sociedades de Asia.

7.3.Las noblezas del mundo asiático

En la India, los príncipes y cortejos feudales perdieron sus funciones, pero el Gran Alzamiento de 1857 acabó con el sueño de una sociedad antiprincipesca. A partir de entonces, los británicos se esforzaron en feudalizar su dominio. Establecieron una nueva nobleza propia de la India en cuya cima estaba la emperatriz. Los británicos buscaban un homólogo indio de la nobleza terrateniente que les permitiera apuntalar la propiedad privada de la tierra, en unos lugares en los cuales estaba sometida, en última instancia, al monarca. En Asia, a diferencia de Europa, la propiedad y la nobleza estaban menos vinculadas y, a menudo, sus ingresos no dependían tanto de la propiedad directa de la tierra como de la feudalización o de la recaudación delegada de los tributos locales. A comienzos del siglo XX, en algunas regiones de la India no fueron aquellas viejas aristocracias sino los campesinos con tierras quienes se erigieron como clase dominante del campo, hecho que hizo que el pensamiento señorial fuera tan residual en la India como en Europa.
En Japón, los samurais tenían una larga lista de derechos y privilegios que les asimilaban a la nobleza europea. Sin embargo, representaban un porcentaje de la población más alto: a principios del siglo XIX eran un 5 o 6%. En cuanto a Europa, solo España y Polonia tenían cifras similares, mientras que el resto de países eran inferiores al 1%. La diferencia fundamental con la nobleza europea era su lejanía respecto de la tierra y ni tan solo tenían títulos de propiedad reconocidos. Era habitual que se les pagara con estipendios, calculados con arroz o con otras especies. No se controlaba ninguno de los factores de producción: ni la tierra ni el trabajo ni el capital. Cuando se agravaron los problemas de Japón a raíz del enfrentamiento con Occidente a partir de 1853 y la iniciativa de transformación nacional significó el derribo del shogunato (1867-1868), hubo que construir un nuevo orden, el Meiji, en el cual los samurais abandonaron su condición definida por sus privilegios. Esto suscitó algunas protestas, las últimas de las cuales se produjeron en 1877 y en 1880. El estamento había desaparecido como grupo social reconocible, a pesar de que los valores y mitos de los samurais pervivieron. A finales de siglo ya había aparecido una nueva alta nobleza, producto del estado Meiji que acogió a antiguas familias cortesanas de Kyoto y a oligarcas a quienes se les premiaba su tarea de servicio al estado desde el cambio de poder.
China disfrutaba de unas circunstancias similares a las de Europa. Apenas quedaban cargas feudales, pero costó establecer un marco legal por el cual una familia pudiera controlar de forma permanente la propiedad de la tierra; aún así, los títulos de propiedad, como en Europa, una vez adquiridos solían quedar al margen de la intervención estatal. Los funcionarios eruditos tenían el control efectivo sobre la mayoría de las tierras cultivadas y formaban una clase culturalmente dominante. La principal diferencia es que se podía comprar y vender la propiedad de la tierra, pero no era heredable, haciendo que el estatus y la propiedad estuvieran completamente separados. El acceso a la clase que en chino se denominaba shenshi, y que representaba un 1,5% de la población, se obtenía aprobando unos exámenes estatales que se celebraban regularmente. Durante el siglo XIX, la inmovilidad china obedeció a varios factores: el desinterés por el mundo exterior, el equilibrio entre un aparato estatal formado por los dignatarios manchúes y los funcionarios han, la carencia de un liderazgo imperial fuerte y la percepción de que la experiencia frente a las agresiones externas contra potencias extranjeras todavía les era útil con los occidentales. Con la guerra de los Bóxers, en 1900, con la invasión de las Ocho Naciones, un sector del aparato estatal —para garantizarse la supervivencia del estado— emprendió unas reformas radicales como, por ejemplo, la abolición del sistema de exámenes. La reforma fue menos sistemática que la adoptada en Japón treinta años antes. La dinastía cayó en 1911 y, con ella, desapareció el estatus de nobleza de miles de familias que trabajaban para el Estado, sustituidas por una clase de terratenientes poco avezada a la actividad económica. Los funcionarios eruditos fueron el blanco tanto de los intelectuales y políticos como de los campesinos, y fueron abandonados por el Estado, convirtiéndose en uno de los elementos más vulnerables de la sociedad china. Los shenshi también fueron una élite terrateniente en decadencia, la más numerosa del mundo. Su final se produjo en 1905 y es comparable al de la nobleza francesa en 1790, la de los samurais en 1873 y la de la aristocracia alemana en 1919.
Los imperios coloniales europeos ampliaron el alcance geográfico de la nobleza europea pero, a pesar de una cierta solidaridad transcultural entre los nobles, la aristocracia no europea no adoptó la concepción del mundo y los roles de la europea. En las colonias de África y del sudeste asiático, a partir del año 1875, predominó el modelo del funcionario burgués, incluso en la India la nueva nobleza solo disimulaba el carácter burocrático del Estado colonial. La formación de los Estados redujo la presencia de los aristócratas en los órganos centrales del Estado y un noble cada vez tenía más dificultados para controlar sus propios recursos locales de poder. Se redujeron las antiguas fuentes agrarias de ingresos, de poder y de prestigio. Ahora bien, la nobleza no se hundió del todo y pudo establecer alianzas sociales y políticas con otros grupos allí donde todavía era considerada parte de la élite.

7.4.Los burgueses

La dificultad de definir esta categoría social mediante criterios objetivables, como por ejemplo sus ingresos, profesión u orígenes familiares, ha hecho que se les identificara con aquellos que se sentían parte de ella y expresaban su convicción con su práctica vital. Los burgueses aspiraban a ascender socialmente, a conseguir mayor bienestar y a defender sus intereses. Su ambición también se proyectaba hacia la vida social, apelando a su responsabilidad para organizarla.
La cultura burguesa se convertirá en un sistema de valores con tendencia a universalizarse más allá del colectivo social donde surge. Las sociedades más burguesas serán aquellas en las cuales los burgueses determinan las normas de mutua competencia en todos los ámbitos. Mientras que en el siglo XX esta fue la situación más extendida, en el siglo XIX fue más bien una excepción en el mundo, como eran Suiza, los Países Bajos y Francia a partir de 1870, o la costa oriental de los Estados Unidos.
El afán de respetabilidad entre los propios burgueses, pero también entre las clases altas y sus inferiores sociales económicamente, se expresa con su solvencia y, socialmente, con el cumplimiento de las leyes y las normas morales. La mujer burguesa rehúye la ociosidad y, a la vez, el trabajo físico fuera de casa. La respetabilidad era un ideal móvil que se podía aprender y a la cual tanto podían aspirar los europeos como los no europeos. El hábitat burgués no tiene porqué estar siempre asociado a supuestos culturales occidentales, como demuestra su extensión a la India, China o Turquía en el último tercio del siglo XX. Hacia el año 1900, la burguesía representaba una excepción en el mundo, Europa no era burguesa en su conjunto y, fuera de ella y de los Estados Unidos, casi no había desarrollo burgués.

7.5.La pequeña burguesía o las clases medias

Durante la segunda mitad del siglo XIX, en muchos países de Europa los burgueses con más propiedades y formación cultural se distinguieron política y culturalmente de la pequeña burguesía, que luchaba por hacer lo mismo respecto a los obreros. La pequeña burguesía todavía no ha sido definida con suficiente solvencia, a pesar de que parece evidente que durante el siglo XIX su vida se desarrollaba casi exclusivamente en el espacio local y poco internacionalizado. Por otro lado, a menudo se ha empleado este término de forma despectiva o, simplemente, resulta difícil incluir a las culturas artesanales locales que apoyaban sus propios valores, basados en la seguridad de su oficio. Estas culturas artesanales existieron en todo el mundo y, con frecuencia, disfrutaron del apoyo del mundo comercial. Este saber tradicional se podía poner en entredicho con la llegada de los procesos de mecanización, pero no devino superfluo en la medida en que el pequeño productor era perseverante en la lucha contra el miedo a la proletarización. La pequeña burguesía no necesariamente observa con devoción los rangos superiores de la jerarquía social; no se mueve por la ambición de generar y transmitir una cultura más elevada. Tiene capacidad de actuar colectivamente en política y, cuando controla los canales de circulación social, sus acciones serán muy eficaces. Las huelgas de los vendedores de los bazares o los boicots de los pequeños comerciantes de las ciudades portuarias chinas siempre han representado una presión política intensa. Su presencia en los ejércitos europeos reflejará la posición social intermedia como suboficiales, y a menudo se ha visto su voluntad de ascender en el escalafón militar como una voluntad de proyectarse socialmente. Probablemente porque era bastante más sencillo hacerlo en el ejército que en la sociedad.
En el siglo XIX, el peso relativo de las clases medias aumentó en todo el mundo fruto del crecimiento demográfico, que favoreció la diferenciación social y la expansión del comercio y de la actividad empresarial. También la formación de los Estados demandaba servidores públicos formados. Por lo tanto, en aquellos tiempos eran burgueses aquellos que se situaban entre las diversas jerarquías sociales. Esta evaluación del estrato intermedio no implicaba convertirlo directamente en burguesía. La tendencia universal respecto de las épocas precedentes fue que adquirieron más importancia las actividades, los estilos de vida y las ortodoxias culturales. Estos sujetos, los casi burgueses, definían su propia identidad social en función de los valores de la competencia y de los hitos personales, más que por la adaptación a una jerarquía dada. Así, entre estas clases medias encontraremos profesionales liberales (abogados, periodistas, médicos o farmacéuticos) que tendrán capacidad de intervenir políticamente, pero no siempre se identificarán con los intereses de las burguesías. En Asia, los grupos casi burgueses no ostentaron nunca el poder, pero fueron influyentes y modernizaron sus sociedades por medio de la introducción de avances técnicos de producción y organización empresarial, invirtiendo en sectores en crecimiento y utilizando procedimientos de movilización de capitales que iban más allá de sus tradiciones autóctonas. Aún así, casi nunca actuaron como representantes del liberalismo económico o político. Su liberalismo no era antiestatal, puesto que mantenía una relación ambivalente con el Estado. Por un lado, se querían organizar con las menores trabas posibles y controlar el mercado y, por otro, mantenían una vinculación simbiótica porque eran grandes contribuyentes y, a la vez, disfrutaban de su amparo. A menudo la proximidad con el Estado era superior que en Europa. Lo que se vuelve más característico, tanto en las colonias como en Asia y Europa oriental, es lo que se ha denominado una sociedad dual, en la cual se producía una coexistencia asimétrica de las nuevas élites (burguesas) y las antiguas. Cada vez tenían más peso económico las nuevas, pero las viejas disfrutaban de una preponderancia política y un liderazgo cultural, a pesar de que las clases medias las consideraran decadentes e ineficientes.
Los grupo de casi burgueses apenas se expresaron políticamente ni influyeron socialmente. Cuando eran minorías reconocibles, como los griegos en el Imperio Otomano o los chinos en el sudeste asiático, a menudo tuvieron poca voluntad de integrarse en su entorno social. Pero lo que les generalizaba fue más su voluntad de establecer una hegemonía cultural autónoma que su ambición política. En Asia y África, a finales del siglo XIX, al igual que un poco antes en Europa, ser burgués comportaba adoptar formas y costumbres que pretendían ser civilizadoras. En todo el mundo los miembros de las clases medias se reconocían mutuamente por su voluntad de ser modernos. La modernidad era menos trascendente y se divisaban múltiples formas de acceso a la modernidad, que resultaba atractiva culturalmente por su neutralidad y condición transnacional, mostrándose como una fuente de autoridad. Precisamente, fueron estas clases medias asiáticas y africanas las que, con su afán modernizador, se convirtieron en enemigas del colonialismo cuando se les negó el reconocimiento de sus derechos como burgueses. Aquellas clases medias se nacionalizaron hasta el inicio del siglo XX y, después de la Primera Guerra Mundial, se produjo una gran oleada de protestas que sacudieron el mundo imperial tanto en Egipto y Siria como en la India o Rusia.

7.6.Las burguesías coloniales y las burguesías cosmopolitas

Los perfiles sociales de las diversas colonias fueron diferentes entre sí. En la India, los británicos que adoptaban las formas de vida burguesas se dedicaron preferiblemente a trabajar para el aparato del Estado colonial y no a la economía privada. Los europeos no eran colonos, sino residentes temporales, puesto que desde el Gran Alzamiento de 1857 los británicos se habían ido aislando y no se asimilaron a los indios ni se mezclaron con ellos, garantizando que los epicentros de las familias permanecieran en Inglaterra. El caso del sur de África es un poco diferente a raíz del descubrimiento de oro, que hizo que apareciera una burguesía económica que explotaba aquellos yacimientos, como era el caso de Cecil Rhodes, Barney Barnato o Alfred Beit. Esta burguesía no se relacionaba con las burguesías blancas establecidas desde hacía tiempo en Ciudad del Cabo, y a menudo mantenía vínculos directamente con la metrópolis. En Argelia, la fragmentación de la propiedad de las tierras de cultivo favoreció que surgiera una sociedad de colonos campesinos y pequeño burgueses, convirtiéndose en una colonia donde, a pesar de la discriminación latente, apareció una clase media autóctona, formada por comerciantes, propietarios de tierras y funcionarios del Estado.
Las burguesías adoptaron costumbres en la esfera doméstica, separándola de la pública y convirtiéndola en un refugio. Las burguesías de todo el mundo miraron hacia Europa y copiaron sus conductas y formas de vida, a pesar de conservar particularidades en función de los territorios, como por ejemplo los cubiertos en China o la silla en Japón. De todas maneras, se acabó imponiendo la manera de vestir de la burguesía europea en la esfera pública, mientras que en la privada se solía mantener la vestimenta tradicional. En el siglo XIX nace una nueva burguesía cosmopolita que vivía de sus beneficios derivados del capital, invertidos en la economía mundial tanto en Asia como en África. Su carácter cosmopolita radicaba en cómo los réditos de sus inversiones en todo el mundo revertían en la metrópolis donde residían. También existió un intento poco exitoso de burguesía cosmopolita que impulsaba un liberalismo comercial a escala global, basado en un libre tráfico de mercancías sin intervención estatal ni obstáculos en las fronteras nacionales. Pero tuvo una incidencia menor en la medida en que afloró el nacionalismo y el colonialismo a finales del siglo XIX. Estas burguesías no llegaron a integrarse en una formación social real ni adquirieron conciencia comunitaria. Desde bien pronto, la proliferación de los nacionalismos y la desigualdad en el desarrollo mundial impidieron su expansión. El siglo XIX fue testigo del ascenso de las formas de vida burguesas que en Europa toparon con el crecimiento de la clase obrera. A pesar del aburguesamiento de una parte de esta, ello no reforzó la burguesía, aunque estuvieran muy cercanos a sus formas de vida. La cultura burguesa adoptó aspectos de la cultura de masas incluso antes de que la Primera Guerra Mundial arraigara la industria del ocio. Esta cultura convivirá con la de la alta burguesía y la eclosión de una vanguardia cultural que se extenderá en el cambio de siglo.
Una historia social universal debería analizar qué sucedió con grupos sociales como el de los intelectuales y también cómo estos se extendieron, con particularidades, por diferentes partes del mundo, proceso que se aceleró a comienzos del siglo XX. También sería necesario analizar cómo se desarrollaron los diversos roles de género, las formas de la familia y las relaciones de parentesco, y de qué manera se transformaron durante el siglo XIX. Es evidente que el ideal de familia europeo no se difundió por todas partes actuando como modelo. Hay que conocer cuál es el alcance y de qué manera viajaron las prácticas sociales entre varios colectivos.

8.La multiplicidad de orígenes de las ideas de la modernidad

8.1.El pueblo virtuoso frente a la corrupción del gobernante: el mundo Atlántico

Los historiadores J. G. A. Pocock y C. A. Baylyn mantienen que los pensadores británicos y norteamericanos del siglo XVII y XVIII de la república cívica o humanismo cívico fundamentaban la virtud en el deber del ciudadano respecto a la república. En la tradición cívica republicana, los enemigos de la virtud eran el lujo y la corrupción, sobre todo las corruptelas y los vicios de la corte real y de sus mercenarios. El odio al gobierno corrupto, a la burocracia desmesurada y a la falsedad seguiría siendo una constante del pensamiento político norteamericano del siglo XIX, incluso cuando el individualismo liberal del libre mercado se había convertido en la ideología dominante tanto entre los republicanos como entre los demócratas.
La historiografía de la Revolución Francesa continúa debatiendo sobre los orígenes modernos o no de la revolución. Un análisis de las fiestas y los festivales populares que acompañan los brotes revolucionarios hizo evidente que la gente de la calle profesaba ideologías igualitarias y comunitarias que se remontaban al siglo XVII. Las virtudes de la comunidad, más que el Estado o el mercado, fueron componentes importantes de la ideología de otros muchos revolucionarios europeos y sus discípulos en las colonias europeas. La cultura y mentalidad popular de aquellos tiempos eran una mezcla de ideas comunitarias y simples dogmas cristianos. Esto proporcionaba a las élites y a la gente corriente un lenguaje político común.
Los radicales cartistas ingleses, que exigían la representatividad popular desde las primeras décadas del siglo XIX, conocieron las doctrinas de la revolución más inmediata divulgadas por los republicanos europeos. Pero el radicalismo también seguía mirando hacia las raíces comunitarias, provinciales, del cristianismo inconformista. Los historiadores de los dominios británicos han demostrado que las ideas de los reformistas cartistas de la década de 1830 sobre las tierras, la comunidad y la justicia influyeron en las primeras asociaciones de mineros y pequeños granjeros, y en sus luchas contra los dominios de las minas y contra el gobierno colonial de Australia en la década de 1860.

8.2.El pueblo virtuoso frente a la corrupción del gobernante: Asia y África

La revisión de la teoría política y de sus representaciones en Europa ha suscitado la disminución de la distancia entre las ideas occidentales y las principales ramas del pensamiento político extraeuropeo. Los líderes intelectuales de estos movimientos asiáticos y del Próximo Oriente también mezclaron elementos del moderno radicalismo occidental y de las teorías sobre los derechos humanos con proclamas a favor de las antiguas tradiciones de la comunidad y de la defensa del honor de la tierra contra el auge de la comercialización global, más manifiesta en las economías atlánticas.
Ogyu Sorai, el intelectual más influyente de Japón en el siglo XVIII, atacó la corrupción de los samurais y las violaciones mercantiles de la economía moral. Pensaba que era una forma de proteger el régimen. Más adelante, a finales del XVIII y principios del XIX, la disidencia contra la dinastía Tokugawa se concentró gradualmente en estos temas. Las cuestiones derivadas de Occidente, como la modernización, la ciencia o la eficiencia sirvieron para fortalecer la legitimidad de los líderes de la restauración Meiji de 1868. La revolución y el renacimiento japonés tuvieron sus raíces en ideas antiguas, sobre todo en el mito étnico de la monarquía divina y del buen gobierno.
En la India hindú, e incluso en la musulmana, el concepto de corrupción, tanto de la élite como del pueblo, tenía un sentido más inmediato y físico, fruto de las ideas de pureza y contaminación. La contaminación de la tierra y del dominio del buen propietario por parte de los británicos y de sus viles costumbres sería un tema constante del patriotismo colonial y del posterior nacionalismo.
Los rebeldes y la resistencia en el gobierno europeo siempre tenían a mano la doctrina de la guerra santa, la jihad. El primer pensamiento nacionalista musulmán y panislamista se remonta a los esfuerzos de los moralistas árabes y persas medievales para reconciliar la moralidad cívica de Aristóteles con las normas del profeta sobre la vida piadosa.
Algunos estudios recientes de historiadores y sociólogos parecen indicar que la diferencia real entre el pensamiento político europeo y el extraeuropeo residía en la religión. El hecho de que las tradiciones extraeuropeas del pensamiento político estuvieran envueltas de ideología religiosa no significa que fueran meras manifestaciones de una mentalidad religiosa inamovible. Eran el reflejo del concepto según el cual gobernar bien las pasiones y el hogar llevaría inexorablemente a un buen gobierno. Por eso, algunos liberales islámicos egipcios del siglo XIX apelaban a la primera época del reinado del Profeta en Medina, que presentaban como un tipo de gobierno representativo.

8.3.El liberalismo fuera de Europa

Lo que necesitamos es acercarnos a la historia intelectual global de forma que admita la innovación en el pensamiento político pero que, a la vez, resalte que las viejas ideas sobre el buen gobierno y el comportamiento perduraron en los movimientos sociales y políticos. Las nuevas ideas emergían del Antiguo Régimen y, cuando se aplicaron a la explotación de la tierra, a la dirección del comercio, a la representación política y a la práctica científica, fueron modificadas e incluso anuladas por las viejas ideologías y por los discursos locales.
La continua diferencia de la tradición liberal occidental residía no solamente en su naturaleza intelectual revolucionaria, sino en el contexto filosófico y en los procesos sociales de los que surgió. Mientras que los debates públicos confucionista, indio e islámico eran conocidos por su carácter contencioso y mordaz, los filósofos europeos y norteamericanos del siglo XVIII mostraron una predilección por derrumbar y contradecir sistemáticamente a las autoridades anteriores por motivos de orgullo y para poder empezar desde cero. Los pensadores de las tradiciones sánscrita y confucionista generalmente trataban de reconciliar sus argumentos con las antiguas autoridades, en lugar de rechazarlas completamente, como sucedía en Europa. Sin embargo, ya había un cuerpo de ideas y sentimientos independientes que competían con la antigua tradición de analizar los deseos y propósitos de Dios.
A medida que llegaban las ideologías europeas, el resto del mundo se fue transformando. El reformador indio, el rajá Ram Mohan Roy, se convirtió en el primer liberal de la India. Sus ideas presentaban algunas facetas de la vieja tradición musulmana-aristotélica. Insistía en la importancia de que los británicos tuvieran buenos consejeros políticos y judiciales, y que consultaran a los indios. También heredó y adaptó la tradición religiosa hindú, sobre todo porque reformuló viejas ideas teístas del hinduismo para crear un mundo del viejo monoteísmo indio al cual el pueblo debía volver antes de poder conseguir la autonomía política. Estaba a favor del libre comercio, al igual que los liberales británicos contemporáneos, porque creía que así se acabaría con la corrupción de la Compañía de las Indias Orientales. También desarrolló la primera teoría constitucional de la resistencia en la historia moderna de la India. Todos los pueblos, pensaba, tenían que tener formas de representación política local adecuadas a su carácter nacional.

8.4.Las ideas liberales: la propiedad de la tierra

Lo que fortaleció las ideologías políticas que crecieron alrededor de las ideas del liberalismo y el progreso fue la manera como se podían aplicar a problemas contemporáneos.
También profundizaban en los antiguos discursos sobre el buen gobierno. A nivel global, el ideal más importante era el escepticismo de los liberales respecto a la jerarquía del clero, la aristocracia y los reyes y, sobre todo, su hostilidad hacia el control de la tierra y del trabajo de los campesinos por parte de estas autoridades. Pero estos pensadores, cuando atacaban a estas jerarquías establecidas, estaban pensando en una nueva jerarquía basada en razas y culturas diferenciadas por su grado de ilustración, por la perfección del comercio y de la libertad de sus mercados, tanto en tierra como en trabajo.
Mientras muchos pensadores anteriores y de muchas tradiciones diversas creían que una clase poderosa de terratenientes honorables ayudaba a mantener la estabilidad social, muchos pensadores liberales posteriores mantenían que los grandes terratenientes privilegiados eran un apoyo a la tiranía y una carga onerosa para la producción agrícola. Durante el siglo XIX y hasta la revolución mexicana de 1911, los políticos radicales de México y Latinoamérica trataron de legislar contra la concentración de grandes extensiones de tierra en manos de la iglesia de los grandes potentados.
A nivel práctico, los gobiernos centralistas e intervencionistas que se desarrollaron de forma desigual durante el siglo XIX vivían en un dilema. Los burócratas reformadores de San Petersburgo, Berlín y Calcuta querían presionar a los «terratenientes» de las zonas que impedían sus intentos de cobrar impuestos, levantar ejércitos e imponer sus derechos jurídicos a los ciudadanos. Aun así, ninguno de estos gobiernos era bastante fuerte como para recaudar impuestos, levantar ejércitos y controlar los estallidos de disidencia local sin la ayuda de los terratenientes y de los jefes locales.
El resultado habitual de estas luchas ideológicas y prácticas era un pacto entre los funcionarios liberales de los Estados y los más astutos terratenientes regionales. Estos trataron de maximizar los beneficios convirtiéndose en grandes empresarios agrícolas locales o en eficaces recaudadores de impuestos. Esto sucedió con los terratenientes prusianos, los hacendados mexicanos y los de Java. Para los intereses empresariales de los terratenientes, hacía falta que el gobierno construyera carreteras, ferrocarriles y canales y, a su vez, la Administración necesitaba el apoyo de los terratenientes para evitar las rebeliones de campesinos y la plebe urbana.
La mayoría de liberales estaban convencidos de que la sociedad solo podía progresar si se cumplían las leyes, tanto por parte de los ciudadanos como del Estado y el gobierno. La seguridad de la propiedad privada era la premisa que más podía ayudar a mejorar, pero también despertaba consenso la oposición a las grandes concentraciones de propiedad. Los pensadores del siglo XIX, con la excepción de los socialistas, eran muy reacios a confiscar propiedades, puesto que el derecho a la propiedad se consideraba el primero y principal de los derechos humanos, porque la teoría política liberal se basaba en la idea de que los derechos humanos, sobre todo el derecho a la tierra, era previo a los gobiernos y, en cierta medida, era la base de la sociedad. Estas teorías sobre los derechos sufrían ataques tanto desde la izquierda como desde los sectores conservadores, pero seguían siendo una parte importante de los programas de reforma de los gobiernos europeos.
En el mundo colonial, los argumentos filosóficos a favor de la propiedad privada tuvieron apoyo gracias a la concepción de los administradores de que los pueblos indígenas respondían mejor a un gobierno y a una organización social despótica. Por lo tanto, los grandes terratenientes (reyes en algunas regiones) eran la garantía principal del mantenimiento del orden social. Dado que en África y Asia los primeros liberales provenían de las familias de los pequeños terratenientes, a menudo mantenían que los propietarios de tierra representaban a la clase respetable de la nueva nación. Hasta 1914, en el Congreso Nacional de la India no se habló de reforma agraria.
La idea según la cual la propiedad privada era la base del gobierno civil se aplicaba solo a las propiedades que parecían comprobables y útiles a ojos de los gobiernos del siglo XIX. Los nómadas, pastores, cazadores-recolectores o incluso los campesinos que se trasladaban a menudo o practicaban cultivo de tierra quemada se volvieron molestos para los Estados coloniales y para las otras autoridades políticas emergentes que querían recaudar impuestos de forma regular. En estos casos, se podía invocar la dimensión excluyente de la teoría política liberal para legitimar la expropiación o la supresión de estos tipos de pueblos, como ya se había hecho antes con la propiedad de las tierras de la Iglesia Católica en los países de Europa occidental. A aquellos pueblos se les aplicó el concepto de tierra nullis o ‘tierra de nadie’ que se aplicó a los indígenas, en muchos casos porque consideraban que no se merecían las tierras o, simplemente, que las administraban mal. Los colonos australianos emplearon este argumento contra los aborígenes, los norteamericanos contra los amerindios, y los rusos contra los cazadores-recolectores y pescadores de Siberia. La idea se mezcló con la teoría general de la historia a principios del siglo XIX, que se fundamentaba en que el desarrollo humano iba por etapas y que, sin propiedad privada ni cultivos asentados, los pueblos humanos eran apenas humanos.

8.5.Ideas liberales: la representación de los pueblos

La noción de voluntad popular despertaba el recelo de liberales como Alexis de Tocqueville, que admiraba el gobierno representativo norteamericano, pero pensaba que las divisiones sociales y religiosas europeas dificultaban el sufragio universal a corto plazo. Durante las revoluciones vividas en Europa entre los años 1789-1799, 1820-1830 y 1848-1852, los ideólogos y políticos radicales reclamaban que la soberanía popular comportara el ejercicio del sufragio universal.
Los grandes estadistas de los nacionalismos emergentes europeos, como el conde de Cavour y O. von Bismark, eran bastante reacios a esta idea, puesto que creían que ayudaría a sus oponentes socialistas y católicos clericales. Los liberales moderados creían que la participación en el comercio o en la propiedad privada era una calificación básica para ejercer el derecho político. Según esto, la gente tenía que ser económicamente independiente para tener una opinión propia. En Gran Bretaña, la propuesta de crear un sufragio masculino se atrasó hasta 1884 por miedo a que esto desencadenara una dictadura, como había sucedido en Francia en 1848. Ahora bien, la Cámara de los Lores, que representaba los intereses de los terratenientes, mantuvo el derecho de vetar las leyes hasta 1911.
Incluso los liberales progresistas como J. Stuart Mill negaban, en términos generales, la capacidad de los indios, chinos o africanos de autogobernarse, argumentando que su vida doméstica era defectuosa y que los siglos de despotismo oriental les habían acostumbrado a gobiernos autocráticos. Esta opinión estaba muy ligada a los escritores ilustrados del siglo XVIII. El autogobierno indígena solo sería posible después de un proyecto de instrucción pública prolongada. Allí donde los blancos establecieron pequeños electorados no europeos, como la India, Egipto o el Caribe, los consideraban como un apoyo al sistema tributario, o concesiones para apaciguar el nacionalismo, nunca como escuelas de autogobierno. De manera general, se estableció un sistema rígido de representación de los intereses de los nativos, y solo los aristócratas o terratenientes podían ejercer los muy limitados derechos concedidos. En algunas regiones coloniales francesas o británicas se incorporó un elemento de representación religiosa al electorado con el fin de asegurar que los diferentes intereses estuvieran representados. Los políticos locales protestaron porque percibieron esta decisión como la voluntad de dividirlos.
La aceptación de la idea de soberanía popular fuera del mundo occidental fue ambigua. La mayoría de sociedades africanas, asiáticas o del Pacífico tenían tradiciones de consejeros que presentaban el «sentimiento del pueblo» a los consejeros y burócratas. Estos intelectuales autóctonos recelaban tanto de la representación popular mediante el voto individual como de sus equivalentes europeos. El intelectual japonés Nakae Chōmin odiaba los aspectos autoritarios de la constitución Meiji pero, en el momento de proponer una asamblea representativa y popular en 1887, mezcló a J. J. Rousseau, Confucio y la veneración del emperador. Chōmin consideró que los derechos individuales en sí mismos nunca serían suficientes para garantizar el buen gobierno de Japón. La mayoría de liberales de Asia y del Próximo Oriente eran reformadores cautos. A pesar de que la primera generación de nacionalistas (1870-1914), influidos por J. Stuart Mill, T. Paine y Voltaire, reclamaba un amplio electorado y un política representativa, mucha gente recelaba de sus consecuencias. Los coptos y los musulmanes de la India temían el dominio de los musulmanes en el Próximo Oriente y el de los hindúes respectivamente. El líder musulmán de la India, Sir Sayyid Ahmad-Khan, adujo que cualquier extensión del sufragio al gobierno local perjudicaría a los musulmanes porque crearía una mayoría hindú institucionalizada.
Los reformadores británicos de 1867 se hicieron atrás ante la idea de implantar el sufragio femenino, especialmente porque podía provocar rupturas políticas familiares entre los cónyuges. Algunos de los primeros sufragios femeninos se crearon en espacios fronterizos como Wyoming (1869), Utah (1870), Nueva Zelanda (1893) y Australia (1894), donde parece que se optó por esta opción no por las teorías liberales clásicas, sino porque las mujeres podían gobernar a los hombres semicivilizados en beneficio de la familia.

8.6.La recepción de las ideas socialistas

Muchas de las ideas denominadas socialistas durante el siglo XIX eran más milenaristas que devotas de nuevas ideas científicas. Seguían una tradición apocalíptica y visionaria que habitaba en los márgenes de la noción de buena sociedad. Gran parte de la primera generación socialista era cristiana y pensaba en Cristo como el primer filósofo comunitario y compartidor. La fuerza y la vitalidad de las antiguas tradiciones de las diferentes sociedades ayudan a explicar porqué y dónde arraigaron las ideologías más ortodoxas del socialismo y del comunismo entre los intelectuales y la plebe. Pero, a la vez, también las visiones milenaristas de la llegada de la sociedad justa eran peligrosas para el marxismo, porque no tenían en cuenta las reglas de la historia y parecían proponer que la revolución podría llegar antes de que se cumplieran las condiciones materiales adecuadas.
En Francia, el socialismo se volvió insurreccional y quedó vinculado al jacobinismo y a la ideología de los communards. La tradición insurreccional se asoció a Louis Auguste Blanqui, que creía en la eficacia de los golpes revolucionarios y en la redistribución inmediata de las propiedades entre los pobres. Las ideas de Blanqui eran similares a las de Mijaíl Bakunin, más que a las de los socialistas científicos. Estas ideas parecían adecuadas para la Francia y la Rusia del siglo XIX, donde las leyes eran hostiles hacia las sociedades de trabajadores. También se sostenían en las tradiciones locales del romanticismo y la religión.
Fuera del núcleo centroeuropeo, la aceptación de las doctrinas socialistas más amplias dependía de las creencias preexistentes entre los intelectuales y el pueblo sobre la posibilidad de una vida mejor. En Rusia, los socialistas que lideraron la revolución de 1905 apelaron tanto a la tradición de la comunidad campesina como al proletariado moderno de las fábricas. El socialismo ruso presentaba incluso similitudes con los Viejos Creyentes, una secta cristiana ortodoxa que nunca había asimilado las ideologías modernizadoras de los intelectuales rusos occidentalizados. El partido socialista ruso más grande era el Partido de los Socialistas Revolucionarios no marxistas, que provenía de una antigua tradición de disidentes intelectuales románticos. En Japón, la rápida industrialización de tipo socialista atraía a los intelectuales porque denunciaba la distorsión ética y moral de una sociedad en la cual parecía que cada vez los trabajadores eran más pobres. La retórica socialista japonesa era muy parecida a la de los agraristas, críticos con la modernización y que añoraban la aldea ideal con sus patrones de trabajo comunal en los arrozales.

8.7.La globalización de la ciencia

Fue durante la segunda mitad del siglo XIX cuando la ciencia se convirtió en un conjunto de conocimientos claramente diferenciados de las humanidades, el derecho y la teología. Entonces, la ciencia había desarrollado una coherencia intelectual interna y una serie de principios causativos aceptados por los grandes grupos de profesionales. Estos profesionales influían en la política de los gobiernos en materia de salud, planificación militar o medioambiental. Los gobiernos coloniales y los grupos dominantes extraeuropeos empezaron a justificarse cada vez más, apelando a los conocimientos científicos para reforzar sus argumentos tradicionales sobre el derecho a mantener la justicia y el orden público.
Para autores como C. A. Bayly, la construcción del conocimiento se puede sistematizar en tres fases:
  • Acumulación rápida de datos. El biólogo sueco Carolus Linneaus, Carl von Linné, clasificó las plantas y los animales en un enorme esquema de seres vivos.

  • La investigación de los principios evolutivos y los patrones de cambio histórico subyacentes en los sistemas, tanto si se trataba de epidemiología, del reino animal o del ser humano.

  • Crítica de las categorías de los naturalistas. Algunos científicos empezaron a plantear incertidumbres sobre algunos procesos naturales.

En la primera fase, la acumulación masiva y la catalogación de datos del mundo natural había empezado en la Edad Moderna y se había acelerado en el siglo XVIII. Esta oleada de descripciones histórico-naturales fue impulsada por hombres considerados héroes de la ciencia, gigantes del mundo romántico, como por ejemplo J. W. von Goethe. Los gobiernos no tardaron mucho en involucrarse y el zenit de esta actividad fue la expedición científica de catedráticos de la Academia Francesa, enviada a Egipto por Napoleón en 1798, para recoger reliquias de las antiguas civilizaciones. Sin embargo, el Estado y la clase política no tenían el monopolio de la recopilación de datos y conocimientos científicos. Muchos políticos radicales y movimientos antijerárquicos evangelistas colaboraron mucho en esta tarea con unas finalidades ideológicas. La ciencia no solamente justificaba a la clase dirigente, sino que también la emplearon sus enemigos. Las teorías científicas como la frenologia, el positivismo y las ideas liberales del conde de Saint-Simon se invocaban para justificar el radicalismo político en Gran Bretaña y en Europa.
En la segunda fase, la ciencia se convirtió en el motor del perfeccionamiento humano, el motor de la historia. A partir de entonces, los gobiernos apelarán a la ciencia del mismo modo que lo hacían a Dios. Las convulsiones intelectuales empezaron a transformar unas ciencias que hasta entonces eran estáticas. La primera de aquellas transformaciones fue la teoría de la selección natural de Charles Darwin, la supervivencia de quien mejor se adaptaba. La teoría se aplicó a muchos campos, como por ejemplo la antropología, y así se consideró el desarrollo histórico y no la intervención divina como causa de todos los cambios. Darwin entró en la conciencia popular británica. Era difícil compatibilizar la naturaleza amoral del darwinismo con una versión ética del mundo natural y humano, como profesaban las religiones cristianas. Los historiadores de mediados del siglo XX vincularon la historia al triunfo del racionalismo occidental con el dominio económico de Occidente en el mundo. Esta postura fue atacada por intelectuales radicales occidentales e incluso por eruditos de todo el mundo, puesto que aducían que algunos pueblos africanos y asiáticos habían anticipado en su mayor parte el conocimiento científico supuestamente occidental. Los reformadores religiosos de la India afirmaron que los escritos hindúes hacían referencia a la artillería y a motores mecánicos, mientras que los modernizadores islámicos señalaban la dependencia occidental de las ideas de los astrónomos árabes.
La tercera fase hay que ubicarla en las décadas finales del siglo XX, cuando la excepcionalidad científica occidental fue objeto de un ataque corrosivo, que interpretó las categorías y los modelos establecidos por el conocimiento científico durante el siglo XIX como una expresión de la construcción cultural occidental del conocimiento científico. Algunos historiadores y teóricos han argumentado que gran parte del canon científico europeo no era más que una muestra de poder, sin más capacidad de predecir los acontecimientos físicos que la astrología persa o el budismo zen. La ciencia era una mera construcción social. Algunos autoproclamados movimientos científicos de finales del siglo XIX —la teoría racial, medida del cráneo y de la nariz o incluso la teosofía— entraban en esta categoría. Por otro lado, las grandes sociedades extraeuropeas habían desarrollado sistemas de observación empírica y de clasificación del conocimiento antes de que las ciencias europeas les influyeran.

8.8.La confluencia de conocimientos científicos

Las sociedades humanas complejas de todo el mundo habían desarrollado sistemas racionales de pensamiento y formas de aplicar la tecnología a la producción. La expansión temprana de la industrialización y la profesionalización de técnicos y científicos en Europa y Norteamérica concedió el liderazgo a la hora de crear sistemas generales de pensamiento científico que se justificaban internamente sin recurrir a argumentos teleológicos o culturales. La expansión económica de Europa y Norteamérica permitió que los descubrimientos biológicos, físicos y químicos se pudieran aplicar con mayor celeridad a la producción.
Queda clara la importancia de la intelectualidad local y de los sistemas existentes de conocimiento para la adopción de ideas médicas occidentales en Japón y en China. Las teorías y prácticas médicas resultantes solían ser híbridas, reflejo de su doble origen. Se investigó el viejo sistema indio de medicina ayurvédica, que se basaba en el uso de minerales y hierbas, complementados con ritos de meditación, purgación ceremonial y oraciones. Este sistema de conocimiento fue atacado por los médicos británicos. Sin embargo, la medicina occidental fracasó a la hora de detener el cólera y la peste bubónica en la India. Esto dio como resultado un sistema científico dual. Por un lado, la clase intelectual india adaptó la ciencia occidental y, por otro, muchos sistemas tradicionales de medicina se asociaban a la pureza corporal, sin contaminarse de las dudosas prácticas médicas occidentales. Con el tiempo, el renacimiento de la sabiduría y la práctica médica tradicional se asociaron al renacer político y cultural. Como había sucedido con las ideas y la práctica religiosa, la medicina indígena sobrevivió y creció en importancia pero, a la vez, asumió la impronta de los modelos occidentales.

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