La ley es la ley. ¡Pero no hay derecho! Las múltiples y complejas relaciones entre el derecho, la moral y la justicia
© de esta edición, Fundació Universitat Oberta de Catalunya (FUOC)
Av. Tibidabo, 39-43, 08035 Barcelona
Autoría: David Martínez Zorrilla
Producción: FUOC
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Índice
- Introducción
- Objetivos
- 1.La relación conceptual entre el Derecho y la moral
- 2.La imposición de la moral a través del Derecho
- 2.1.Liberalismo, paternalismo y perfeccionismo
- 2.1.1.El liberalismo
- 2.1.2.El paternalismo legal
- 2.1.3.El perfeccionismo legal
- 2.2.El moralismo legal
- 2.1.Liberalismo, paternalismo y perfeccionismo
- 3.El Derecho como instrumento para promover la justicia
- Resumen
Introducción
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¿Hasta qué punto existe una relación conceptual entre el Derecho y la justicia? O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto la justicia o la corrección moral del contenido de las normas pueden afectar a su carácter jurídico? ¿Puede considerarse «Derecho» una norma manifiestamente injusta, que vulnera los requisitos o las exigencias morales y de justicia más básicas y fundamentales? Esta cuestión ha recibido tradicionalmente bastante atención por parte de los filósofos del Derecho, y se puede referir como «la cuestión conceptual de la relación entre el Derecho y la moral», porque afecta al propio concepto o definición de qué es el «Derecho» o qué puede considerarse como «Derecho».
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¿Se pueden utilizar legítimamente los instrumentos coactivos propios del Derecho para intentar imponer una determinada concepción de lo moralmente bueno o correcto, o para castigar legalmente la inmoralidad? ¿Es una obligación del Estado la de intentar hacer ciudadanos virtuosos, o solo tiene que intervenir para evitar que se produzcan daños a terceros, o quizá también a sí mismos? Esta es una cuestión estrechamente vinculada con el debate filosófico acerca de los límites de la acción del Estado, o en otras palabras, hasta qué punto puede justificarse que los poderes públicos limiten la autonomía de los ciudadanos.
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Aunque sea habitual hablar de «justicia», está el problema de qué se entiende por esta, esto es, qué normas, instituciones, etc. pueden considerarse «justas» o «injustas». Existen intensos debates sobre estas cuestiones en los ámbitos de la filosofía moral y política, a los que solo podremos referirnos con breves pinceladas. Además, no siempre se hace referencia al mismo tipo de cuestiones o problemas al hablar de «justicia», puesto que puede diferenciarse entre la justicia formal y la material, y dentro de esta última, entre la justicia retributiva y la distributiva.
Objetivos
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Tomar conciencia y saber identificar las conexiones entre el derecho y los ámbitos de la moral y la política.
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Conocer los elementos fundamentales de algunas de las principales concepciones de la justicia.
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Entender las implicaciones del debate teórico sobre las vinculaciones conceptuales entre el derecho y la moral.
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Identificar y analizar las diferentes concepciones de la justicia subyacentes a una medida, regulación o decisión jurídica.
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Analizar las diferentes concepciones teóricas sobre el uso del derecho como herramienta para implementar una determinada concepción moral o de la justicia.
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Comprender las diferentes vías y mecanismos a través de los cuales el derecho implementa los ideales de justicia formal y de justicia material o sustantiva.
1.La relación conceptual entre el Derecho y la moral
1.1.El iusnaturalismo
1.1.1.El dualismo jurídico
1.1.2.Superioridad del Derecho natural sobre el Derecho positivo
1.1.3.Problemas de las concepciones iusnaturalistas
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Por un lado, cualquier concepción iusnaturalista debe enfrentarse a un importante problema epistemológico (es decir, de conocimiento): se sostiene que existen un conjunto de principios morales y de justicia objetivos (independientes de la voluntad y las decisiones humanas), universales (válidos para todos en cualquier tiempo y lugar) e inmutables (que no cambian con el tiempo), pero ¿cómo se pueden identificar cuáles son? ¿Cómo se puede estar seguro de que los principios que se identifican como universalmente válidos son esos y no otros? ¿Cómo se resuelve, en caso de desacuerdo, quién tiene razón?
De hecho, una de las críticas más habituales que se hacen a la corriente de pensamiento iusnaturalista es la enorme heterogeneidad de concepciones del Derecho natural y de la justicia que se han defendido bajo estos parámetros, lo cual plantea serias dudas sobre sus pretensiones de unidad, universalidad e inmutabilidad. Así, Alf Ross afirma que «No existe ideología que no pueda ser defendida recurriendo a la ley natural», (1) mientras que Hans Kelsen pone de relieve que bajo el paraguas del derecho natural se han defendido posiciones revolucionarias, conservadoras, democráticas, totalitarias, monárquicas, republicanas, liberales, teocráticas, laicas, comunistas, fascistas, etc. (2)
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Por otro lado, el iusnaturalismo parece incurrir en un error conceptual al intentar abordar como una cuestión definicional (qué es o qué puede considerarse como Derecho) lo que en realidad sería una cuestión valorativa o un juicio de valor (que determinadas normas son moralmente rechazables y que no existe un deber de obedecerlas –o más aún, que existe un deber de desobedecerlas). Parece que el elemento o aspecto verdaderamente importante que quieren destacar las concepciones iusnaturalistas es que las normas positivas injustas o inmorales no deben ser obedecidas. Pero esto no es una cuestión sobre la definición de lo que es el Derecho, sino una cuestión referida al debate filosófico acerca de la existencia o no de un deber moral de obediencia al derecho positivo y a las autoridades políticas.
Al entremezclar los dos aspectos (el conceptual y el valorativo), no solo no se obtendría ninguna ventaja práctica, sino que se incrementaría el riesgo de confusiones y malentendidos teóricos.
1.2.El iuspositivismo
1.2.1.Positivismo metodológico y positivismo ideológico
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El positivismo metodológico consiste en una cierta manera de aproximarse al estudio del derecho, es decir, en una cierta metodología, caracterizada por la neutralidad valorativa o axiológica y por basarse en la observación y análisis de ciertos hechos, a fin de elaborar teorías. Se trata pues de características propias de cualquier metodología que aspire a ser considerada como científica.
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El positivismo ideológico, por su parte, consiste en la defensa de la existencia de un deber u obligación moral de obedecer al Derecho positivo, independientemente del contenido de este. No es, por tanto, una teoría sobre el concepto o la definición de Derecho, sino una teoría moral acerca de la obediencia al mismo, que sostiene, en síntesis, que el Derecho positivo, por el mero hecho de serlo, es justo. Sus defensores suelen destacar el papel que tiene el sistema jurídico en la promoción y protección de valores como el orden, la seguridad y la previsibilidad, lo que justificaría un deber incondicional de obediencia.
2.La imposición de la moral a través del Derecho
2.1.Liberalismo, paternalismo y perfeccionismo
2) el paternalismo legal, y
3) el perfeccionismo legal.
2.1.1.El liberalismo
«Tan pronto como cualquier aspecto de la conducta de una persona afecta en forma perjudicial los intereses de otros, la sociedad tiene jurisdicción sobre ella, y la cuestión de cuándo el bienestar general será o no promovido interfiriendo con esa conducta queda abierta a discusión. Pero no hay lugar para considerar ninguna cuestión de ese tipo cuando la conducta de la persona no afecta los intereses de nadie aparte de los de ella misma, o no los afectaría si ellos no lo quisieran (siendo todas las personas afectadas de edad madura y entendimiento normal). En estos casos debe haber perfecta libertad, jurídica y social, para realizar la acción y atenerse a las consecuencias. […]
Tal principio es el siguiente: el único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a interferir la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle producir un daño a otros. Su propio bien, sea físico, sea moral, no es razón suficiente. Ningún hombre puede ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más feliz, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Estas son buenas razones para discutir con él, para convencerle o para suplicarle, pero no para obligarle a causarle daño alguno si obra de modo diferente a nuestros deseos. Para que esa coacción fuese justificable, sería necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el daño a otro. Para aquello que le atañe solo a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano».
2.1.2.El paternalismo legal
2.1.3.El perfeccionismo legal
2.2.El moralismo legal
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La posición de Devlin asume que existe un amplio consenso moral entre la población, de modo que puede hablarse de la moral de la sociedad (en este caso británica), pero las sociedades modernas se caracterizan precisamente por su alto grado de pluralidad, con lo que es cuestionable que exista la homogeneidad predicada por aquel. Por el contrario, resulta habitual encontrar puntos de vista diversos sobre las distintas cuestiones con relevancia moral.
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Aunque pueda existir una moralidad predominante o hegemónica en una sociedad, esta podría estar basada en prejuicios, o ser incluso aberrante (por ejemplo, en ciertas prácticas como la ablación del clítoris), por lo que su preservación no sería valiosa.
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Hart también pone de manifiesto que Devlin no aporta prueba empírica alguna de que haya habido sociedades que hayan acabado autodestruyéndose o desintegrándose por el hecho de introducir cambios en sus hábitos morales. Por el contrario, lo habitual es que las sociedades vayan cambiando dinámicamente a lo largo del tiempo, de modo que es posible que la moralidad mayoritaria de una sociedad cambie sin que esta se destruya.
3.El Derecho como instrumento para promover la justicia
GARGARELLA, R. (1999): Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de filosofía política. Barcelona: Paidós.
KYMLICKA, W. (1995): Filosofía política contemporánea. Barcelona: Ariel.
3.1.La justicia formal y la «moral interna» del Derecho
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La primera de estas condiciones es la de generalidad de las normas. Que las normas sean generales no significa necesariamente que se apliquen al conjunto de todos los ciudadanos o a amplios sectores de la sociedad, sino que sus destinatarios son clases definidas por propiedades (por ejemplo, «Los mayores de veinticinco años que sean propietarios de bienes inmuebles») y no individuos concretos. Por tanto, una norma puede ser general y al mismo tiempo muy específica (si se refiere a una clase de destinatarios muy determinada).
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Otra condición es que las normas jurídicas deben tener una cierta estabilidad y no cambiar constantemente, pues esto provocaría que los destinatarios no supieran a qué atenerse y, por tanto, arruinaría también el papel del Derecho como guía de la conducta, además de comprometer la seguridad jurídica.
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Relacionado con lo anterior, los jueces y demás autoridades que tienen entre sus funciones la aplicación de las normas jurídicas deben interpretarlas de manera similar a como lo harían sus destinatarios, pues en caso contrario, es decir, si las interpretaciones son totalmente dispares, las normas tampoco servirían como guía de la conducta de los destinatarios, porque ciudadanos y autoridades entenderían de forma totalmente distinta lo que las normas están exigiendo.
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Las normas jurídicas, al menos en su inmensa mayoría, también deben cumplir con la exigencia de la irretroactividad, es decir, no deben aplicarse a supuestos anteriores al momento de su entrada en vigor. Si el Derecho debe ser un instrumento para guiar la conducta, debe referirse a comportamientos futuros, ya que es imposible cambiar los comportamientos pasados. Además, la retroactividad de las normas también afecta negativamente a la seguridad jurídica, ya que los destinatarios toman sus decisiones considerando las consecuencias legales previsibles de sus actos, y si resulta que después esas consecuencias son modificadas de manera sobrevenida (una vez realizado el comportamiento), la previsión realizada previamente no habrá servido de nada. Por ello, en los sistemas jurídicos actuales, las normas retroactivas son muy excepcionales y normalmente se dictan para favorecer a los afectados por ellas (usualmente para intentar corregir una situación de perjuicio o injusticia), y no para perjudicarlos.
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Una última condición o requisito sería el de la posibilidad de las exigencias establecidas por las normas: las normas jurídicas, si han de servir para guiar la conducta, no deben implicar exigencias más allá de las capacidades o posibilidades de los destinatarios. Esto recoge una idea tradicional en filosofía moral, presente en autores como Aristóteles o Kant, y conocida como «"debe" implica "puede"» o «nadie está obligado a hacer lo imposible» (ad impossibilia nemo tenetur): no tiene ningún sentido obligar a la gente a realizar lo que es imposible o lo que es inevitable, ya que no existe control sobre ello; establecer pautas de conducta obligatoria solo tiene sentido si se trata de acciones que pueden ser realizadas o evitadas, pues solo en esos casos se puede guiar el comportamiento de los destinatarios.
3.2.La justicia retributiva
3.2.1.La responsabilidad civil
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La responsabilidad civil contractual es la que tiene por finalidad la reparación o indemnización de los daños y perjuicios ocasionados a raíz de un incumplimiento o de un cumplimiento defectuoso de las obligaciones contractuales, intentando llegar al cumplimiento de las mismas o, en su defecto, a una situación equiparable a la de su cumplimiento.
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La responsabilidad civil extracontractual, como es fácil suponer, es la que se genera a raíz de unos daños y perjuicios que no responden a un incumplimiento contractual previo, y tiene como objetivo llegar a una situación lo más similar posible a aquella en la que el daño no se hubiese producido.
3.2.2.La responsabilidad penal o criminal
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El principio de ultima ratio, también llamado res odiosa o intervención mínima, establece que el Derecho penal debe limitarse a ser el último recurso para la defensa de los bienes jurídicos protegidos. Dicho con otras palabras, debe limitarse a proteger los bienes más importantes (vida, integridad física, libertad, etc.) de los ataques o agresiones más graves. De ese modo, si esos bienes pueden protegerse de manera adecuada por otras vías (por ejemplo, mediante sanciones administrativas) no está justificada la intervención penal.
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El principio de legalidad establece que solo pueden considerarse delitos los comportamientos definidos como tales por la ley y que solo se pueden imponer las penas expresamente previstas en la ley para ese tipo de delitos. Dicho de manera negativa, no puede considerarse como delito un comportamiento que no esté tipificado como tal por la ley penal en el momento de llevarse a cabo, ni imponerse una pena distinta a la expresamente establecida en la ley para el delito correspondiente. En el ámbito penal rige un estricto principio conforme al cual todo lo que no está (penalmente) prohibido está (penalmente) permitido, sin perjuicio de que pueda estar sancionado de otro modo (por ejemplo, como infracción administrativa). Este principio también suele formularse con la expresión latina nullum crimen, nulla poena sine lege praevia («ningún delito, ninguna pena sin ley previa»). En el Derecho español, el principio se recoge en el artículo 1.1 del Código Penal: «No será castigada ninguna acción ni omisión que no esté prevista como delito por ley anterior a su perpetración»; y también en el artículo 2.1: «No será castigado ningún delito con pena que no se halle prevista por ley anterior a su perpetración».
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El principio de tipicidad consiste en que, además de tener que estar recogidos en la ley, los comportamientos delictivos deben estar descritos de manera precisa. Esto tiene dos implicaciones fundamentales: en primer lugar, que no es admisible prohibir comportamientos genéricos o insuficientemente determinados y, en segundo lugar, que se prohíbe el uso de la analogía en el ámbito penal, salvo en caso de que beneficie al reo (la llamada analogía in bonam partem). Por tanto, no se podrá condenar a una persona por haber realizado un comportamiento que, sin coincidir exactamente con el que se describe en la norma, sea similar, o no reúna todas y cada una de las condiciones y requisitos exigidos por el tipo penal. En el Código Penal español este principio se recoge explícitamente en el artículo 4.1: «Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas».
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El principio de irretroactividad, como ya se ha visto, supone que una norma jurídica no puede aplicarse a ningún supuesto de hecho ocurrido con anterioridad a la entrada en vigor de aquella. Esto afecta tanto a los delitos como a las penas: si una reforma legal establece una sanción más grave para un delito previamente existente (por ejemplo, modificando la pena de prisión de veinticinco años por la prisión permanente revisable), dicho cambio no afectará a los hechos acontecidos antes de la entrada en vigor de la reforma. Este principio puede concebirse como el reverso del principio de legalidad (no hay delito ni pena sin ley previa), pero existe una importante excepción: las normas penales sí que se aplicarán retroactivamente cuando beneficien al condenado (por ejemplo, si un comportamiento antes delictivo deja de serlo o cuando se establezca una sanción más baja). Como establece el artículo 2.2 del Código Penal: «No obstante, tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena».
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El principio de culpabilidad es la exigencia de que la responsabilidad criminal responda a un modelo de responsabilidad directa y subjetiva. Como ya se sabe, esto supone que la persona responsable debe ser la misma que ha cometido el acto ilícito (no puede responderse penalmente por hechos delictivos cometidos por otra persona, aunque sí que puede haber responsabilidad civil indirecta derivada del delito –usualmente de manera subsidiaria, en caso de que no pueda responder el reo por insolvencia), así como que no basta con haber realizado el comportamiento descrito en la norma, sino que debe acreditarse la existencia de dolo (realización consciente y voluntaria del comportamiento ilícito) o imprudencia. Además, usualmente, en caso de imprudencia, la sanción penal es también más leve. Este principio tiene su expresión legal en el artículo 5 del Código Penal: «No hay pena sin dolo o imprudencia».
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El principio de humanidad está relacionado con el tipo de sanciones que pueden imponerse como penas. A pesar de que estas pueden comportar severas limitaciones de derechos (como la libertad) durante largos períodos de tiempo, no pueden consistir en tratos crueles, inhumanos o degradantes, como podrían ser la tortura o la amputación de miembros, por ejemplo. Este principio está relacionado con el de la dignidad humana, que impone límites y exigencias a la forma en cómo ha de tratarse a los seres humanos, aunque sean delincuentes. De hecho, es tan importante que aparece recogido en la Constitución, cuyo artículo 15 establece: «Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte [...]».
En cuanto a la pena de muerte, la mayoría de Estados democráticos no la contemplan por considerarla como un tipo de pena cruel e inhumana. Pero aun en aquellos pocos países democráticos en los que todavía está vigente (como, por ejemplo, en algunos estados de Estados Unidos), la forma en la que esta se aplica tiene en cuenta ciertas consideraciones de humanidad para aliviar el sufrimiento de los condenados (por ejemplo, mediante la inyección letal se administran en primer lugar fármacos que provocan inconsciencia y pérdida de sensibilidad).
3.2.3.Las teorías de justificación de la pena
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Para la concepción retribucionista, las penas se imponen como justa respuesta o retribución por la ofensa cometida; se trata por tanto de un castigo merecido por el mal causado con la comisión del delito. La finalidad principal de la pena es castigar, es decir, mandar un mensaje tanto al delincuente como al conjunto de la sociedad reprochándole que haya actuado de manera incorrecta y que procede responder por ello. Ahora bien, en la medida en que se trata de justicia y no de venganza, es extremadamente importante seguir un estricto criterio de proporcionalidad: la gravedad, la intensidad y la duración de la pena deben ser proporcionales a la ofensa cometida y a la culpabilidad del sujeto. Por ello, a los delitos (ofensas) más graves les corresponden sanciones más graves, mientras que a los más leves les corresponden también penas más leves, pues lo contrario sería cometer una injusticia.
Una de las consecuencias que se derivan de la exigencia de proporcionalidad en las penas es que estas deben ser también determinadas: si la pena es proporcional a la ofensa, dos ofensas iguales no pueden tener penas de distinta intensidad o duración. Por ello, desde una concepción retribucionista, una pena como la cadena perpetua no estaría justificada, ya que su duración es indeterminada y distinta para cada individuo, aunque se le condene por los mismos hechos (no es lo mismo un sujeto de veinte años que otro de sesenta, por ejemplo). En cambio, sí que podría estar justificada una condena muy larga (de cientos de años de prisión, por ejemplo) si esta resulta de la suma de penas determinadas por cada una de las ofensas cometidas (por ejemplo, en una condena por un acto terrorista en el que fallecen treinta personas, se puede imponer una pena de X años por cada víctima asesinada, dando lugar a una condena que en la práctica sería como la prisión perpetua, pero aun así habría una diferencia simbólica importante, en la medida en que esta condena sería la «justa y merecida»).
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La otra gran teoría de la justificación y los fines de la pena es la utilitarista o de la prevención. El utilitarismo es una concepción moral general conforme a la cual los comportamientos moralmente correctos son los que proporcionan la máxima felicidad o bienestar para el mayor número de personas. Es, por tanto, una concepción «consecuencialista», ya que toma en cuenta las consecuencias de los actos y no los tipos de actos en sí (un acto no es moralmente bueno o correcto porque se ajuste a ciertos principios morales –como cumplir las promesas, no dañar a inocentes, etc.–, sino en función de si sus consecuencias maximizan algo que se considera bueno, como el bienestar, la felicidad, las preferencias personales, etc.). Aplicado al ámbito penal, el utilitarismo parte del presupuesto de que lo que mayor bienestar o felicidad proporciona al mayor número es la reducción de la criminalidad (que haya menos delitos), por lo que las penas deben ir orientadas hacia ese fin. Es decir, la finalidad primordial no es «materializar un ideal de justicia», sino utilizar el poder coactivo propio del Derecho penal para desincentivar la comisión de delitos y reducir la criminalidad, que es lo que proporciona mayor satisfacción al mayor número.
Por tanto, la función de la pena es la prevención, que se lleva a cabo asociando una consecuencia negativa a aquellos comportamientos que se quieren evitar, de tal manera que se desincentive su realización. De ahí se sigue que las penas no han de seguir un criterio de proporcionalidad a la gravedad de la ofensa y la culpabilidad del sujeto, sino un criterio de eficacia: aquellos comportamientos que más se desee evitar son los que deberán estar castigados con penas más severas. En consecuencia, no existiría incoherencia alguna en castigar de manera más severa comportamientos que en principio parecen menos graves, pero cuyo índice de comisión se quiere reducir. El Derecho penal pasa, pues, a ser un instrumento más de la política para intentar combatir la delincuencia.
Dentro de la teoría de la prevención, suele diferenciarse entre dos versiones, conocidas como la prevención general y la prevención especial. La primera se basa en el tipo de comportamientos delictivos, estableciendo sanciones más elevadas para aquellos delitos que más se quieren evitar, mientras que la prevención especial toma en consideración no solo los comportamientos en sí, sino al sujeto que los realiza, de manera que por unos mismos hechos pueden imponerse sanciones distintas, en función de circunstancias como la peligrosidad estimada del delincuente, el riesgo de reincidencia, etc.
3.3.La justicia distributiva. Teorías de la justicia
3.3.1.El utilitarismo
Concepto y tipos de utilitarismo
Críticas al utilitarismo
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Un problema bastante evidente, pero no por ello menos importante, es que resulta extremadamente difícil prever las posibles consecuencias de nuestros actos, las cuales, además, al menos en su mayoría, están fuera de nuestro control y se extienden indefinidamente. Así pues, puede ocurrir que se actúe de determinada manera pensando que de ese modo se obtendrán mejores consecuencias en términos de felicidad general o satisfacción de preferencias, pero que ocurra precisamente lo contrario. (8) En cambio, bajo un esquema deontológico, se actúa correctamente cuando las personas se comportan de acuerdo con ciertas reglas y principios morales, sin que las consecuencias (que en gran medida están fuera de nuestro control) sean relevantes para la calificación moral de la conducta.
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Por otra parte, también son innumerables los ejemplos (reales o hipotéticos) en los que una aplicación consistente de los criterios utilitaristas da lugar a situaciones que resultan contrarias a algunas intuiciones básicas en materia moral de la mayor parte de la población.
Por ejemplo, de acuerdo con parámetros utilitaristas, estaría justificado sacrificar a indigentes sin familia (no son personas productivas y tampoco nadie les echaría en falta) para utilizar sus órganos para trasplantes y así salvar muchas otras vidas, o que un juez en casos de gran alarma social condenara al acusado, aun siendo una persona inocente o no habiendo pruebas suficientes de su culpabilidad, para así evitar disturbios y actos violentos que previsiblemente se producirán si no hay una condena. Poniendo un caso extremo, sería acorde con los principios utilitaristas esclavizar a una parte de la población para que así el resto (la mayoría) pudiera vivir sin trabajar. Es dudoso que incluso muchos de los autores que se consideran a sí mismos como utilitaristas aceptaran sin más estos resultados, lo que sería un indicio de que algo no acaba de encajar bien en esta teoría.
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Pero la que sería probablemente la crítica más importante es la planteada por el filósofo norteamericano John Rawls (1921-2002), cuando sostiene que el utilitarismo no tiene en cuenta la separabilidad o independencia de los individuos. Para esta concepción moral, el único criterio relevante en último término es la suma o cantidad global de felicidad o bienestar, pero no tiene en cuenta el modo como estos se distribuyen entre los miembros de la sociedad. En la medida en que se trata de favorecer o satisfacer al mayor número posible de personas, puede ocurrir que sistemáticamente todas las ventajas o beneficios recaigan siempre sobre los mismos (aunque sean la mayoría), a costa de perjudicar o discriminar sistemáticamente a otros (la minoría). La idea de una sociedad justa requiere que exista una distribución más o menos equitativa o equilibrada de los beneficios y cargas sociales, y el utilitarismo implica el sacrificio de las minorías por el mero hecho de serlo (la suma de su felicidad y sus intereses siempre será menor a la de la mayoría). En algunos de los ejemplos anteriores se ilustra claramente esta idea: en el caso de que esté en juego la vida de dos grupos de personas, uno más numeroso que el otro, la balanza siempre se inclinará a favor de salvar al grupo más numeroso, a pesar de que no exista ninguna razón ni circunstancia por la que los individuos del grupo más numeroso merezcan un mejor trato, aparte del hecho puramente azaroso y arbitrario de formar parte de la mayoría. Quien tenga la mala suerte de formar parte en ese momento de una minoría será siempre discriminado y sacrificado en beneficio de otros.
Además, la teoría utilitarista es incapaz de proporcionar un fundamento teórico sólido para el reconocimiento y protección de los derechos humanos o fundamentales. Estos derechos no dependen de cuestiones numéricas, puesto que se reconocen a todos los individuos por igual, y, como señala Dworkin, constituyen «cartas de triunfo» (trump cards) frente a la mayoría: ninguna mayoría, por amplia que esta sea, puede privar de sus derechos fundamentales a un individuo o minoría. Por el contrario, las consideraciones utilitaristas servirían de base para lesionar y sacrificar los derechos de las minorías si con ello se consiguen ciertos fines sociales considerados valiosos por la mayoría.
3.3.2.La teoría liberal de John Rawls
La posición originaria y el velo de la ignorancia
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La primera exigencia es que como resultado de ellas se mejore la situación de los que están peor. Eso supone que si, por ejemplo, se parte de una situación en la que tanto A como B tienen 10, y se llega a una situación en la que A tiene 20 y B tiene 5, este enriquecimiento sería ilegítimo, pero en cambio, si el resultado es que A tiene 20 y B tiene 11, no podría objetarse nada, aunque en realidad haya aumentado la desigualdad (y siempre que también se satisfaga la segunda condición que después se verá). Es destacable que el principio de la diferencia, al menos en la interpretación más común que se hace de Rawls, no exige que la sociedad sea cada vez más igualitaria en términos socioeconómicos, ya que, de hecho, las diferencias pueden aumentar, pero el resultado solo será justo si el enriquecimiento está vinculado al crecimiento económico de la sociedad y la situación de los más desfavorecidos mejora. Lo que en ningún caso sería justo es que el enriquecimiento de algunos se realice a costa del empobrecimiento de los que están peor situados. Esta exigencia permite justificar teóricamente la existencia de un sistema impositivo que implique cierta redistribución de los ingresos para así mejorar la situación de los menos favorecidos (en forma de subsidios, ayudas, pensiones, etc.).
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La segunda exigencia del principio de la diferencia es la igualdad de oportunidades. No existe inconveniente en que ciertos tipos de cargos, funciones u ocupaciones estén mejor remunerados que otros, incluso aunque ello suponga el incremento de las diferencias socioeconómicas, pero el acceso a estas posiciones socialmente ventajosas tiene que estar abierto a todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades. De esta manera se prohíbe cualquier tipo de privilegio o discriminación que facilite o dificulte el acceso a estas posiciones (como ocurriría, por ejemplo, si para acceder a ciertos cargos se necesitara cierto tipo de formación que está reservado solo a cierta clase de personas –por ejemplo, a los hombres y no a las mujeres, o a los miembros de una etnia y no a los del resto–, o a cierta clase social). Esta condición, por lo tanto, justifica la existencia de ciertas figuras o instituciones propias de lo que se suele conocer como «estado del bienestar», como son, por ejemplo, la educación y la asistencia sanitaria universales, con el fin de intentar colocar a todo el mundo en la medida de lo posible en la misma posición de salida.
3.3.3.Comunitarismo y multiculturalismo
El comunitarismo
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Los comunitaristas afirman que los liberales tienen una concepción errónea de los individuos, ya que para estos (según dicen) los individuos serían seres «atomizados», totalmente desvinculados de los demás y de cualquier condicionamiento social y cultural; casi como los seres abstractos e incorpóreos imaginados por Rawls en la posición original, que elegirían de manera totalmente libre, autónoma e incondicionada sus proyectos vitales. Pero la realidad sería muy diferente. El liberalismo obviaría la importancia y el impacto de las relaciones sociales y culturales: la familia, el entorno social, la cultura, las creencias religiosas, la lengua, las tradiciones, etc., son lo que determinan en gran medida la forma de ver y entender el mundo de las personas, y delimitan las elecciones vitales que realmente tienen sentido. El individuo solo puede florecer y realizarse de forma plena dentro de los límites y el contexto predeterminado por el contexto cultural, dentro de las prácticas propias de la comunidad. Los comunitaristas oponen el yo vinculado al yo abstracto y desvinculado de los liberales.
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La segunda tesis central, de carácter plenamente normativo, es que los vínculos culturales (tradiciones, creencias, moralidad, lengua, etc., en definitiva, su visión de una sociedad ordenada y armónica) son valiosos y merecen preservarse. Se sustituye, pues, la neutralidad de las teorías liberales acerca de los planes de vida por una concepción perfeccionista del Estado y la política. El Estado debería no solo proteger, sino promover activamente esos vínculos y elementos culturales que conformarían la idea de una vida buena, que se asocia a una visión cultural tradicional y que es moralmente superior a otras posibles que no se ajusten a ese modelo, aunque sea a costa de discriminar o no reconocer ciertos derechos a quienes no se adapten a esa visión o ideal. Toda concepción perfeccionista hace prevalecer ciertos fines colectivos sobre los individuales, lo que implica que los derechos humanos o libertades básicas individuales pueden no tener prioridad sobre consideraciones culturales o colectivas. Esto también sirve de base para algunas reivindicaciones colectivas de cierta autonomía normativa en el ámbito jurídico (por ejemplo, permitir a ciertas comunidades religiosas guiarse por la sharia o la torah, o a ciertos grupos étnicos por sus leyes tradicionales, con prevalencia o exclusión sobre la legislación estatal).
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La tesis del yo vinculado no serviría para atacar la teoría liberal porque se basaría en una confusión: la de tomar por una tesis descriptiva lo que en realidad sería una tesis normativa. Los autores liberales no niegan en ningún momento el impacto que, de hecho (desde un punto de vista descriptivo), tiene el contexto cultural. Pero lo que están defendiendo es una tesis normativa: la de que todos los individuos deben ser tratados con la misma consideración y respeto, y por ello deben respetarse sus elecciones autónomas relativas a los planes de vida que elijan, conservando además siempre la posibilidad de reconsiderarlos y cambiarlos. El Estado debe mantenerse neutral y no discriminar en función de los planes de vida elegidos, siempre que no dañen a terceros. Para hacer eso posible, los derechos y libertades básicos son instrumentalmente imprescindibles, razón por la que esos derechos siempre tienen un estatus privilegiado sobre cualquier decisión o finalidad colectiva (por ejemplo, la mayoría no puede decidir privar a una minoría de sus derechos básicos).
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En cuanto a la tesis normativa del valor cultural, se estaría incurriendo en lo que se conoce como «falacia naturalista». Del hecho de que las cosas sean o hayan sido de un determinado modo no se sigue que sea bueno, justo o valioso que sean así.
El multiculturalismo
Resumen
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El análisis de la existencia o no de un vínculo conceptual entre el Derecho y la moral (si la justicia es o no una exigencia para poder considerar o calificar algo como «Derecho»).
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El debate sobre la justificación de la utilización de los mecanismos e instrumentos coactivos propios del Derecho para la imposición de la moral.
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El papel del Derecho en la promoción de la justicia.