La ley es la ley. ¡Pero no hay derecho! Las múltiples y complejas relaciones entre el derecho, la moral y la justicia

  • David Martínez Zorrilla

     David Martínez Zorrilla

    Doctor en Derecho por la UPF. Profesor Agregado de los Estudios de Derecho y Ciencia Política de la UOC.

PID_00279264
Primera edición: febrero 2021
© de esta edición, Fundació Universitat Oberta de Catalunya (FUOC)
Av. Tibidabo, 39-43, 08035 Barcelona
Autoría: David Martínez Zorrilla
Producción: FUOC
Todos los derechos reservados
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea este eléctrico, mecánico, óptico, grabación, fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita del titular de los derechos.

Introducción

En este módulo docente se expondrán brevemente algunas de las numerosas cuestiones que plantean las relaciones entre el Derecho y la moral, especialmente por lo que respecta al concepto o idea de justicia. Incluso a primera vista, y a pesar de que el concepto de justicia es propio del ámbito de la filosofía moral y de la filosofía política, parece existir una estrecha relación entre el Derecho y la justicia que se refleja en el propio lenguaje. Así, por ejemplo, es habitual referirse al poder judicial como la «administración de justicia», o a los jueces y tribunales como «la justicia», pese a que estrictamente hablando lo que corresponde hacer a los tribunales es aplicar el Derecho o decidir conforme a Derecho, y no «impartir justicia». Pero al mismo tiempo, si se entiende que en sus decisiones el poder judicial ha vulnerado la ley, también se puede decir que su decisión ha sido «injusta» o que no ha actuado «con justicia». Por otra parte, es habitual también reaccionar ante una situación de injusticia con la expresión no hay derecho. Y el propio sistema jurídico, en muchas ocasiones, utiliza expresiones o conceptos propios del discurso moral, sobre todo en ciertos ámbitos, como el de los derechos fundamentales (estrechamente vinculados con el concepto de derechos humanos, proveniente de la filosofía moral).
Otra de las cuestiones que se plantean es la de hasta qué punto está justificado (si es que puede estarlo en alguna medida) que el Estado y el poder político utilicen la coacción propia de los sistemas jurídicos para imponer una determinada concepción moral (de lo moralmente «bueno» o «correcto») y sancionar jurídicamente comportamientos considerados inmorales, incluso en contra de la voluntad de los individuos afectados y aunque dichos comportamientos no causen daño a terceros.
Como ya se tuvo la oportunidad de ver en el módulo «El Derecho: ¿por qué y para qué?», parece innegable que se produce algún tipo de conexión entre estos dos ámbitos, pues una de las funciones básicas de todo sistema jurídico es contribuir a generar una sociedad más justa, o al menos intentar acabar con las expresiones más extremas, claras o evidentes de injusticia. Pero, aunque parece obvio que existen relaciones entre Derecho y justicia, se plantean, al menos, tres cuestiones distintas:
  • ¿Hasta qué punto existe una relación conceptual entre el Derecho y la justicia? O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto la justicia o la corrección moral del contenido de las normas pueden afectar a su carácter jurídico? ¿Puede considerarse «Derecho» una norma manifiestamente injusta, que vulnera los requisitos o las exigencias morales y de justicia más básicas y fundamentales? Esta cuestión ha recibido tradicionalmente bastante atención por parte de los filósofos del Derecho, y se puede referir como «la cuestión conceptual de la relación entre el Derecho y la moral», porque afecta al propio concepto o definición de qué es el «Derecho» o qué puede considerarse como «Derecho».

  • ¿Se pueden utilizar legítimamente los instrumentos coactivos propios del Derecho para intentar imponer una determinada concepción de lo moralmente bueno o correcto, o para castigar legalmente la inmoralidad? ¿Es una obligación del Estado la de intentar hacer ciudadanos virtuosos, o solo tiene que intervenir para evitar que se produzcan daños a terceros, o quizá también a sí mismos? Esta es una cuestión estrechamente vinculada con el debate filosófico acerca de los límites de la acción del Estado, o en otras palabras, hasta qué punto puede justificarse que los poderes públicos limiten la autonomía de los ciudadanos.

  • Aunque sea habitual hablar de «justicia», está el problema de qué se entiende por esta, esto es, qué normas, instituciones, etc. pueden considerarse «justas» o «injustas». Existen intensos debates sobre estas cuestiones en los ámbitos de la filosofía moral y política, a los que solo podremos referirnos con breves pinceladas. Además, no siempre se hace referencia al mismo tipo de cuestiones o problemas al hablar de «justicia», puesto que puede diferenciarse entre la justicia formal y la material, y dentro de esta última, entre la justicia retributiva y la distributiva.

En los siguientes apartados se tratarán las cuestiones aquí apuntadas: en primer lugar, las diferentes posiciones respecto a la relación o conexión conceptual entre el Derecho y la justicia o corrección moral; en segundo lugar, las distintas posiciones acerca de la justificación de la coerción estatal a través del Derecho para imponer o proteger concepciones morales; y por último, algunos temas relacionados con la propia noción de «justicia», diferenciando entre la justicia formal y material, y la justicia retributiva y distributiva. Por razones de espacio y por el carácter introductorio de estas páginas no se estudiarán otras interesantes cuestiones, como, por ejemplo, si existe o no un deber moral de obediencia al Derecho.

Objetivos

  1. Tomar conciencia y saber identificar las conexiones entre el derecho y los ámbitos de la moral y la política.

  2. Conocer los elementos fundamentales de algunas de las principales concepciones de la justicia.

  3. Entender las implicaciones del debate teórico sobre las vinculaciones conceptuales entre el derecho y la moral.

  4. Identificar y analizar las diferentes concepciones de la justicia subyacentes a una medida, regulación o decisión jurídica.

  5. Analizar las diferentes concepciones teóricas sobre el uso del derecho como herramienta para implementar una determinada concepción moral o de la justicia.

  6. Comprender las diferentes vías y mecanismos a través de los cuales el derecho implementa los ideales de justicia formal y de justicia material o sustantiva.

1.La relación conceptual entre el Derecho y la moral

Desde antiguo, la cuestión de la conexión conceptual (o la ausencia de esta) entre el Derecho y la moral ha reclamado la atención de muchos pensadores. En la medida en que el Derecho está conectado con el poder coactivo del Estado, para algunos autores la justificación principal o incluso la única de esta coacción o violencia institucionalizada es que contribuya a la promoción de la justicia, o que al menos no resulte manifiestamente injusta (una de las funciones básicas que se atribuyen al derecho es la legitimación del poder político), con lo que algo solo merecería la calificación de «Derecho» en la medida en que satisface unas mínimas exigencias de moralidad o justicia.
Sobre esta cuestión, a pesar de las grandes diferencias entre los distintos autores y épocas, pueden identificarse dos grandes corrientes: el iusnaturalismo, y el iuspositivismo (o positivismo jurídico).

1.1.El iusnaturalismo

El iusnaturalismo ha sido la corriente históricamente dominante en el pensamiento jurídico, ya desde la antigüedad y el medievo. Pese a las diferencias significativas entre los diversos autores y épocas, todas las teorías o concepciones de carácter iusnaturalista comparten dos tesis principales, a las que se podrán referir como el «dualismo jurídico», por una parte, y la «superioridad del derecho natural sobre el derecho positivo», por otra.
1.1.1.El dualismo jurídico
El iusnaturalismo es una concepción dualista del Derecho, ya que entiende que existen dos conjuntos de normas jurídicas: el Derecho natural y el Derecho positivo.
El Derecho positivo sería el conjunto de normas y disposiciones dictadas por las autoridades humanas (poder político), mientras que el Derecho natural haría referencia a un conjunto de normas y principios de carácter objetivo, universal e inmutable, comunes a todo ser humano con independencia del lugar y momento histórico, e independientes, por tanto, de la voluntad de las autoridades políticas de turno.
Existen grandes diferencias acerca del fundamento de estas normas universales e inmutables. Según los autores, puede situarse en la propia «naturaleza de las cosas», en la voluntad divina o en la razón humana (capacidad racional de los seres humanos, compartida y universal en cuanto a miembros de la especie humana). A grandes rasgos, estas serían las concepciones predominantes en la Antigüedad clásica, en la Edad Media y en la Modernidad. En cualquier caso, lo que tienen en común es que se trataría de normas y principios independientes de la voluntad o los caprichos de la autoridad que circunstancialmente ejerce el poder.
El pensamiento griego clásico es marcadamente teleológico (del griego télos, «finalidad» u «objetivo»). Según esta concepción, todas las cosas (incluyendo a los seres humanos) actúan de acuerdo con su naturaleza con el fin de conseguir su finalidad propia. Esta manera de ver las cosas no solo se aplicaba al conocimiento de la naturaleza, sino también a los ámbitos de la política, la moral o el Derecho. Por ejemplo, para Aristóteles (Ética a Nicómaco, siglo iv a. C.), el comportamiento moralmente correcto era el de utilizar de manera virtuosa la capacidad propiamente distintiva humana (la racionalidad) con el fin de alcanzar la finalidad propia del hombre: la felicidad (eudaimonia, entendida más bien como la armonía y la plenitud del ser, más que como la idea de «estar contento»).
Para el iusnaturalismo teológico, el Derecho natural sería un conjunto de leyes o normas ordenadas por Dios, superiores a cualquier ley humana. Tomás de Aquino, por ejemplo, en la Summa Theologiae (siglo xiii) llama «ley eterna» al orden establecido por Dios que rige todas las cosas. Esta ley eterna está compuesta, por una parte, por la ley divina (parte de la ley eterna que ha sido directamente revelada, por ejemplo, a través de las escrituras) y, por la otra, por la ley natural (parte de la ley eterna que se puede llegar a captar a través de la razón). La ley humana, por su parte, sería aquella elaborada por las autoridades humanas (poder político).
El iusnaturalismo racionalista, propio de la Modernidad y la Ilustración, fundamenta el Derecho natural en la razón humana, elemento común y distintivo de todos los seres humanos. Roto el monolitismo religioso de la Edad Media, y en el contexto de la Reforma protestante y de las guerras de religión, la teología ya no puede servir de fundamento de la ley natural, si se pretende que esta tenga validez universal. Tiene que fundamentarse, pues, en el único elemento común a todo ser humano, que es su naturaleza racional. Mediante la razón es posible descubrir los principios universales de justicia del Derecho natural. El fundamento, pues, ya no se halla en Dios. En palabras de Hugo Grocio, uno de los iusnaturalistas racionalistas más destacados, en una de sus obras principales, De iure belli ac pacis (1625), el Derecho natural es aquel dictado por la recta razón y existiría incluso si Dios no existiera.
1.1.2.Superioridad del Derecho natural sobre el Derecho positivo
La segunda (y fundamental) característica del iusnaturalismo es la prioridad o prevalencia del Derecho natural sobre el positivo, en el sentido de que este último carece de validez si resulta contrario o incompatible con los principios morales y de justicia del derecho natural.
Dicho de otro modo, una condición para que las normas de la autoridad política puedan ser consideradas como genuino «Derecho» es que no vulneren el Derecho natural. Por tanto, estrictamente hablando, la expresión ley injusta sería una contradicción en sus propios términos, ya que para ser «ley» debe ser «justa», y si no lo es, no es ley. Una de las expresiones más famosas en este sentido es la afirmación lex iniusta non est lex, es decir, «el Derecho injusto no es Derecho», que puede encontrarse, en distintas variantes, en la obra de pensadores como Aristóteles, Cicerón, Agustín de Hipona o Tomás de Aquino. En el debate contemporáneo también suele hacerse referencia a esta idea como la «fórmula de Radbruch» (en referencia al jurista alemán Gustav Radbruch, uno de los jueces de los tribunales de Núremberg que juzgaron los crímenes de la Alemania nazi), para quien las normas extremada o radicalmente injustas (como las que lesionan los derechos humanos más básicos) carecen de toda validez jurídica. Importantes juristas actuales, como el también alemán Robert Alexy, asumen la «fórmula de Radbruch».
1.1.3.Problemas de las concepciones iusnaturalistas
La concepción iusnaturalista del derecho resulta intuitivamente muy atractiva, ya que apela directamente a la justicia, que es uno de los valores o conceptos básicos de la moralidad y que ocupa un lugar muy importante en las concepciones de cómo debe ser el mundo. Sin embargo, esta posición debe afrontar al menos dos tipos de problemas o dificultades importantes, a los que se puede referir, respectivamente, como el «problema epistemológico» y el «problema conceptual».
  • Por un lado, cualquier concepción iusnaturalista debe enfrentarse a un importante problema epistemológico (es decir, de conocimiento): se sostiene que existen un conjunto de principios morales y de justicia objetivos (independientes de la voluntad y las decisiones humanas), universales (válidos para todos en cualquier tiempo y lugar) e inmutables (que no cambian con el tiempo), pero ¿cómo se pueden identificar cuáles son? ¿Cómo se puede estar seguro de que los principios que se identifican como universalmente válidos son esos y no otros? ¿Cómo se resuelve, en caso de desacuerdo, quién tiene razón?

    De hecho, una de las críticas más habituales que se hacen a la corriente de pensamiento iusnaturalista es la enorme heterogeneidad de concepciones del Derecho natural y de la justicia que se han defendido bajo estos parámetros, lo cual plantea serias dudas sobre sus pretensiones de unidad, universalidad e inmutabilidad. Así, Alf Ross afirma que «No existe ideología que no pueda ser defendida recurriendo a la ley natural», (1) mientras que Hans Kelsen pone de relieve que bajo el paraguas del derecho natural se han defendido posiciones revolucionarias, conservadoras, democráticas, totalitarias, monárquicas, republicanas, liberales, teocráticas, laicas, comunistas, fascistas, etc. (2)

En el ámbito de las ciencias naturales empíricas, las diferentes teorías cuentan en último término con un «juez imparcial y definitivo», que es la observación empírica. Los resultados de los experimentos son observables y pueden determinar quién tiene razón en caso de desacuerdo. Eso no quiere decir que toda teoría o afirmación de las ciencias empíricas sea inmediatamente observable; puede ocurrir que no se esté todavía en situación de poderla contrastar experimentalmente (por ejemplo, porque todavía no se dispone de la tecnología adecuada para hacer el experimento). Pero tiene que ser al menos verificable en principio, mediante la contrastación con hechos empíricos. La idea se puede ilustrar mediante el ejemplo siguiente: en la física cuántica, una de las controversias más destacadas de los últimos años fue la relativa al origen de la masa. Una teoría postulaba la existencia de un tipo de partículas, el llamado bosón de Higgs, para explicar el fenómeno, mientras que otros físicos eran contrarios a ello. Estas partículas, hasta tiempos muy recientes, no eran más que una simple hipótesis, ya que no se tenía el modo de hacer los experimentos necesarios para comprobar si existían realmente. Ahora bien, gracias a la puesta en funcionamiento del nuevo acelerador de partículas LHC de Ginebra, el mayor del mundo, fue finalmente posible realizar estos experimentos, y los resultados permitieron comprobar empíricamente la corrección de la teoría del bosón de Higgs. Eso quiere decir que, en una controversia entre físicos, es posible saber quién tiene razón en función de los resultados de los experimentos (que no tienen por qué ser necesariamente posibles en el momento actual). En cambio, no se cuenta con ningún recurso similar para determinar quién tiene razón (si es que alguien la tiene) en caso de discrepancias acerca de realidades metafísicas, como el contenido de un supuesto Derecho natural, ya que no contamos con nada más allá de las propias creencias de los autores sobre cuál es su contenido.
  • Por otro lado, el iusnaturalismo parece incurrir en un error conceptual al intentar abordar como una cuestión definicional (qué es o qué puede considerarse como Derecho) lo que en realidad sería una cuestión valorativa o un juicio de valor (que determinadas normas son moralmente rechazables y que no existe un deber de obedecerlas –o más aún, que existe un deber de desobedecerlas). Parece que el elemento o aspecto verdaderamente importante que quieren destacar las concepciones iusnaturalistas es que las normas positivas injustas o inmorales no deben ser obedecidas. Pero esto no es una cuestión sobre la definición de lo que es el Derecho, sino una cuestión referida al debate filosófico acerca de la existencia o no de un deber moral de obediencia al derecho positivo y a las autoridades políticas.

    Al entremezclar los dos aspectos (el conceptual y el valorativo), no solo no se obtendría ninguna ventaja práctica, sino que se incrementaría el riesgo de confusiones y malentendidos teóricos.

Desde el punto de vista práctico, poco o nada se gana con el hecho de negar la calificación de «Derecho» a una norma injusta, ya que no por ello va a desaparecer de la realidad. Como irónicamente puso de manifiesto el filósofo del derecho argentino de origen ruso Eugenio Bulygin en una conferencia en Barcelona hace unos años, si no se quiere llamar «Derecho» a unas normas que se consideran injustas, se las puede llamar «derucho», pero entonces se daría la circunstancia de que los jueces aplicarían el «derucho» y que los estudiantes irían a estudiar a las facultades de «derucho».
Y desde el punto de vista teórico, tampoco es aconsejable entremezclar aspectos conceptuales o descriptivos con aspectos valorativos. En este sentido, el iusnaturalismo sería como si un geólogo afirmara: «Solo son verdaderas rocas las rocas bellas; las rocas feas no son auténticas rocas».

1.2.El iuspositivismo

Como es fácil suponer, el iuspositivismo o positivismo jurídico se contrapone a las concepciones iusnaturalistas del Derecho. Sin embargo, es importante destacar que los positivistas solo niegan necesariamente la segunda tesis iusnaturalista (la prioridad del Derecho natural sobre el positivo), ya que no todos rechazan la idea de un conjunto de normas y principios de justicia objetivos y universales (aunque por lo general suelen mostrarse bastante escépticos al respecto). Así, un destacado iuspositivista como John Austin (1790-1869) defendía la existencia de un Derecho natural objetivo, pero concebía el Derecho positivo como un conjunto de órdenes del soberano respaldadas por amenazas del uso de la fuerza en caso de incumplimiento, para lo cual era irrelevante (para su calificación como «normas jurídicas») si estas podían considerarse justas o injustas. Es decir, no por el hecho de contravenir un supuesto Derecho natural, las normas positivas dejan de tener validez o de ser consideradas como normas jurídicas.
Por eso, un modo muy habitual de sintetizar la concepción iuspositivista es afirmar que una cosa es el Derecho que es y otra el que debería ser. O, dicho con otras palabras, una cosa es el Derecho existente y otra su mérito o demérito moral. Para el iuspositivismo existe, pues, una separación o independencia conceptual entre el Derecho y la moral (son dos ámbitos conceptualmente diferenciados).
El auge del iuspositivismo se produjo sobre todo a partir del siglo xix, cuando empezaron a configurarse las llamadas ciencias sociales (como la antropología, la economía, la sociología, la ciencia política, etc.) y empezó a manifestarse un gran interés por convertir el estudio del Derecho en una disciplina científica, es decir, como una actividad primordialmente descriptiva y neutral desde el punto de vista valorativo. Aunque ha habido desde entonces una importante evolución acerca del concepto y los presupuestos de lo que se considera una «ciencia», los autores iuspositivistas todavía conservan una pretensión de neutralidad valorativa en su tarea de descripción del Derecho y parten del presupuesto metodológico denominado las fuentes sociales del Derecho: que algo pueda ser considerado como «Derecho» depende de hechos sociales, empíricamente observables, y no de su valoración moral. Estos hechos sociales son variados y existen diferencias entre autores, pero hacen referencia a aspectos como, por ejemplo, si los miembros de una comunidad obedecen habitualmente los preceptos, cuáles son los criterios que utiliza esa comunidad o parte de ella (abogados, jueces, funcionarios, etc.) para identificar algo como «Derecho», si los preceptos han sido o no dictados o aprobados por determinadas personas o instituciones, si se ha seguido un determinado procedimiento, si existe o no incompatibilidad con otros preceptos también identificados como «Derecho», etc.
La tesis de las fuentes sociales del Derecho y de la separación conceptual respecto de la moral no implica que estos dos ámbitos no guarden estrechas relaciones. En los sistemas jurídicos actuales de los países democráticos, muchas normas jurídicas hacen referencia a conceptos y categorías propios del discurso moral (por ejemplo, la «legítima defensa», el «estado de necesidad», el «interés del menor», etc.), y en algunos casos (sobre todo los que están relacionados con los derechos fundamentales y los principios constitucionales) es casi imposible aplicarlas sin acudir a razonamientos y argumentaciones propios del discurso moral. Pero, aun así, desde el positivismo se sigue afirmando que son ámbitos conceptualmente distintos, puesto que, si los conceptos y el discurso moral son jurídicamente relevantes, es porque el Derecho positivo así lo establece, y no porque el derecho dependa necesariamente de su corrección moral.
1.2.1.Positivismo metodológico y positivismo ideológico
En muchas ocasiones, bajo la etiqueta «positivismo jurídico» se han englobado un conjunto de tesis o afirmaciones de distinto tipo y naturaleza que no tienen por qué defenderse conjuntamente. Algunos autores iusnaturalistas han criticado el positivismo jurídico basándose (erróneamente) en esta falta de distinción, asumiendo que el positivismo supone la defensa conjunta de todos estos postulados, y argumentando que, de algún modo, los autores positivistas serían «amorales» o incluso inmorales.
Para clarificar las cosas, el jurista italiano (iuspositivista) Norberto Bobbio (1909-2004) diferenció entre el positivismo metodológico, el positivismo teórico y el positivismo ideológico. Solo se hará referencia brevemente al primero (metodológico) y al tercero (ideológico). No necesariamente todo autor iuspositivista tiene que sostener las tesis o postulados de los distintos tipos de positivismo, aunque sí que al menos debe compartir las tesis del positivismo metodológico, que sería lo que realmente lo calificaría como un autor positivista.
  • El positivismo metodológico consiste en una cierta manera de aproximarse al estudio del derecho, es decir, en una cierta metodología, caracterizada por la neutralidad valorativa o axiológica y por basarse en la observación y análisis de ciertos hechos, a fin de elaborar teorías. Se trata pues de características propias de cualquier metodología que aspire a ser considerada como científica.

  • El positivismo ideológico, por su parte, consiste en la defensa de la existencia de un deber u obligación moral de obedecer al Derecho positivo, independientemente del contenido de este. No es, por tanto, una teoría sobre el concepto o la definición de Derecho, sino una teoría moral acerca de la obediencia al mismo, que sostiene, en síntesis, que el Derecho positivo, por el mero hecho de serlo, es justo. Sus defensores suelen destacar el papel que tiene el sistema jurídico en la promoción y protección de valores como el orden, la seguridad y la previsibilidad, lo que justificaría un deber incondicional de obediencia.

Como se ha apuntado, el positivismo jurídico, como concepción metodológica acerca de lo que es el Derecho, no presupone la defensa del positivismo ideológico, aunque circunstancialmente algunos positivistas metodológicos fueran también positivistas ideológicos. Desde el positivismo metodológico no existe contradicción alguna en sostener que una norma jurídica es válida y que existe una obligación legal de cumplirla, y al mismo tiempo afirmar que esa misma norma es moralmente injusta y que en consecuencia no existe un deber moral de obedecerla (o más aún, que existe un deber moral de desobedecerla), ya que derecho y moral son ámbitos conceptualmente distintos. Paradójicamente, esta distinción no puede hacerse desde una perspectiva iusnaturalista, ya que desde esta óptica solo caben dos opciones: o la norma positiva es válida y existe un deber no solo legal, sino también moral de obedecerla, o no es una norma jurídica y, por tanto, no existe un deber moral de obediencia. Es decir, el deber moral y el deber jurídico son inseparables.

2.La imposición de la moral a través del Derecho

Como se tuvo ocasión de ver en su momento, el contenido mínimo de todo sistema jurídico que pueda entenderse como tal comprende, por una parte, un conjunto de normas con el objetivo de limitar el uso de la violencia, y por otra, otro conjunto de normas con el objetivo de establecer las bases de la cooperación social y facilitar la consecución de fines y objetivos valiosos que están fuera del alcance de los individuos aisladamente considerados. Pero más allá de estos objetivos básicos, los sistemas jurídicos son instrumentos del poder político que pueden estar al servicio de los fines más diversos, como por ejemplo la promoción de la actividad y el crecimiento económico, el progreso científico, la protección y conservación del medio ambiente, etc.
Entre esos posibles fines, puede encontrarse (y existen múltiples ejemplos de ello, tanto históricos como actuales) la voluntad de los gobernantes de hacer de sus ciudadanos personas «modélicas» o virtuosas, que encarnen un determinado ideal de virtud o excelencia, de acuerdo con un cierto modelo o ideal moral, por ejemplo, haciendo de los ciudadanos «buenos patriotas», «buenos cristianos» (o musulmanes, o cualquier otra creencia), etc. En este sentido, los poderes públicos pueden considerarse a sí mismos como legitimados para utilizar los mecanismos propios de los sistemas jurídicos para imponer, incluso en contra de las preferencias, las creencias o la voluntad de sus súbditos, comportamientos que se consideran adecuados según estos ideales de virtud o excelencia, y castigar mediante sanciones legales las desviaciones respecto de tales modelos ideales (por ejemplo, castigando como delitos comportamientos que son «pecado» de acuerdo con ciertas creencias religiosas, aunque tales actos no causen daño alguno a los demás). Se trata, en síntesis, de utilizar el Derecho como un instrumento para la imposición de la moral (o más exactamente, de una determinada concepción moral).
Lo anterior enlaza con el largo debate filosófico acerca de los límites de la acción del Estado, o dicho en otros términos, hasta qué punto el Estado puede legítimamente, a través del derecho, imponer a las personas lo que pueden y no pueden hacer, incluso (o especialmente) cuando se trata de comportamientos que no dañan a terceros, ya sea porque solo afectan a uno mismo o porque todos los afectados otorgan su consentimiento.

2.1.Liberalismo, paternalismo y perfeccionismo

En relación con esta cuestión, pueden distinguirse tres concepciones o posiciones principales, que, ordenadas desde la más restrictiva con la acción del Estado a la más permisiva, son las siguientes:
1) el liberalismo (o principio del daño a terceros),
2) el paternalismo legal, y
3) el perfeccionismo legal.
2.1.1.El liberalismo
Según la concepción liberal clásica, la única razón legítima para limitar la libertad y la autonomía de las personas (siempre que se trate de individuos capaces, es decir, adultos y con plenas facultades), estableciendo obligaciones y prohibiciones, es evitar que estas provoquen un daño a otro u otros individuos.
En este sentido, pues, el Estado no puede limitar ni sancionar aquellas conductas que afectan solo a uno mismo, aunque le afecten negativamente o aunque a la mayoría de la sociedad le parezcan inmorales o reprobables, ya que lo único que justifica la intervención estatal es la evitación de daños a otras personas.
Se suele citar a John Stuart Mill (1806-1873) como al autor más representativo de esta posición, y en la que probablemente sea su obra más famosa, On Liberty (Sobre la libertad), del año 1859, se puede encontrar el pasaje siguiente:

«Tan pronto como cualquier aspecto de la conducta de una persona afecta en forma perjudicial los intereses de otros, la sociedad tiene jurisdicción sobre ella, y la cuestión de cuándo el bienestar general será o no promovido interfiriendo con esa conducta queda abierta a discusión. Pero no hay lugar para considerar ninguna cuestión de ese tipo cuando la conducta de la persona no afecta los intereses de nadie aparte de los de ella misma, o no los afectaría si ellos no lo quisieran (siendo todas las personas afectadas de edad madura y entendimiento normal). En estos casos debe haber perfecta libertad, jurídica y social, para realizar la acción y atenerse a las consecuencias. […]

Tal principio es el siguiente: el único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a interferir la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle producir un daño a otros. Su propio bien, sea físico, sea moral, no es razón suficiente. Ningún hombre puede ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más feliz, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Estas son buenas razones para discutir con él, para convencerle o para suplicarle, pero no para obligarle a causarle daño alguno si obra de modo diferente a nuestros deseos. Para que esa coacción fuese justificable, sería necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el daño a otro. Para aquello que le atañe solo a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano».

Un aspecto central de esta concepción se encuentra, por tanto, en la noción de «daño», ya que es este concepto el que determinará cuándo es posible, de manera justificada, interferir en la libertad del individuo. Si se interpreta de manera muy laxa, podría llegar a entenderse que el simple disgusto o rechazo moral que puede generar una conducta (por ejemplo, el rechazo que provocan los comportamientos homosexuales en la mayoría de una sociedad determinada, o la burla o menosprecio hacia ciertos símbolos religiosos compartidos por la mayoría) puede constituir un «daño», de modo que se desnaturalizaría la posición liberal al hacerse posible la sanción o el castigo de comportamientos considerados como inmorales o de mal gusto por la mayoría social o por las autoridades. Por ello, J. S. Mill insiste en que no puede considerarse como un «daño», a estos efectos, el mero disgusto o rechazo moral que una persona pueda sentir hacia los actos de otra. Se exige, en cambio, una noción más exigente de «daño», que suponga algún tipo de menoscabo en la persona (en la salud física y mental) o en el patrimonio (en los bienes) de otro individuo.
2.1.2.El paternalismo legal
Por su parte, el paternalismo legal sostiene que, al margen de los casos en los que puede provocarse un daño a terceros, el Estado también puede intervenir coactivamente para evitar que los individuos se causen un daño a sí mismos.
Se concibe al Estado o a los poderes públicos en general en el papel de «padre» que vela por el bienestar y la seguridad de sus «hijos», y por ello no les permite realizar determinadas conductas potencialmente peligrosas o dañinas, especialmente cuando estas pueden tener consecuencias irreversibles e impedir que los individuos puedan en un futuro llevar a cabo sus planes de vida libremente elegidos.
Algunos ejemplos de medidas paternalistas serían, entre muchas otras, la obligación de usar el cinturón de seguridad en los vehículos (o el casco en las motocicletas), con el fin de evitar en lo posible los graves daños derivados de un accidente, o la obligación de pagar las cuotas a la Seguridad Social en los supuestos de trabajo asalariado, para contar con una serie de coberturas (bajas laborales, pensiones de jubilación, etc.) cuando por determinadas circunstancias, como una enfermedad, un accidente o la propia edad, no permitan al individuo seguir trabajando.
Las medidas de tipo paternalista suponen, al menos hasta cierto punto, que los individuos sean tratados como menores de edad o incapaces que no son realmente conscientes de sus decisiones y que necesitan protección, y no como auténticas personas adultas, autónomas y responsables, por lo que no es de extrañar que no se vean con demasiadas simpatías desde la óptica liberal, salvo en casos de menores de edad o de personas con sus capacidades mentales o cognitivas limitadas. Sin embargo, esto no significa que incluso desde parámetros liberales no puedan entenderse como justificadas algunas medidas de corte paternalista (paternalismo justificado), (3) especialmente en contextos que suelen denominarse de debilidad de la voluntad y en los que existe un serio riesgo de daños irreversibles. También debe tenerse en cuenta que el objetivo es precisamente preservar la autonomía del individuo y, por tanto, la posibilidad de que en el futuro pueda seguir desarrollando su plan de vida elegido.
(3) Para un análisis detallado del paternalismo y su justificación, puede verse ALEMANY, M. (2006): El paternalismo jurídico. Madrid: Iustel. También puede verse GARZÓN VALDÉS, E. (1988): «¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?» en Doxa, núm. 5, págs. 155-173.
Por usar un ejemplo, la obligación de usar el cinturón de seguridad o el casco no se debe a que por lo general los conductores sean unos insensatos o unos ignorantes y no sean conscientes del serio riesgo que corren en caso de tener un accidente sin hacer uso de esas medidas de seguridad, sino evitar que no los utilicen por simple dejadez o para evitar la molestia que supone usarlos, y de ese modo preservar en la mayor medida posible la autonomía futura en caso de sufrir un accidente.
2.1.3.El perfeccionismo legal
Conforme a las concepciones conocidas como perfeccionistas, las autoridades públicas están legitimadas (o más aún, obligadas a ello) para imponer coactivamente, es decir, incluso en contra de la voluntad de los individuos, ciertos modelos o estándares de virtud o excelencia que se consideran objetivamente válidos o correctos.
Las medidas de corte perfeccionista suponen un fuerte intervencionismo en la esfera privada de los individuos, ya que el Estado tiene la pretensión de hacer que sus ciudadanos sean «modélicos» o virtuosos de acuerdo con ciertos parámetros que se consideran objetivamente correctos o superiores a cualquier otra forma de vida que pudiera ser libremente elegida por el individuo. Estos «modelos de virtud» pueden tener una base religiosa, moral, política, etc., o combinar elementos de cada uno de esos diversos aspectos.
Por ejemplo, una de las principales pretensiones del Estado nazi era crear «buenos alemanes» que encarnaran los ideales de lo que se consideraba como una raza y una cultura superior; pero de modo similar podrían entenderse como perfeccionistas muchas de las medidas de la antigua Unión Soviética (con el fin de que sus ciudadanos fueran «buenos comunistas»), o de la dictadura de Franco (para ser «buenos españoles» y «buenos católicos»), o de ciertos países de mayoría musulmana (para ser «buenos musulmanes»), y un largo etcétera.
Desde la óptica del perfeccionismo, no existe problema alguno en establecer obligaciones y prohibiciones que tengan que ver con aspectos personales tales como la vestimenta (prendas prohibidas o de uso obligatorio), las lecturas (libros prohibidos o de lectura obligatoria), la lengua, las actividades de ocio, etc. Y por supuesto, el Estado estaría legitimado para castigar, mediante sanciones jurídicas, aquellos comportamientos que se consideren «desviados», «viciosos», «impuros», «degenerados», «pecaminosos», o en general incompatibles con el modelo de virtud adoptado, incluso aunque no impliquen ningún daño a un tercero.
En una entrevista del año 1979 al anterior líder religioso iraní, el Ayatollah Jomeini, en la que este respondía a las críticas que desde Occidente se vertían contra los duros castigos aplicados en su régimen a comportamientos como el adulterio, la prostitución o la homosexualidad, este afirmaba lo siguiente:
«En el islam queremos implementar una política de purificación de la sociedad, y para alcanzar ese objetivo debemos castigar a quienes diseminan el mal entre nuestra juventud. ¿No hacen ustedes lo mismo? Cuando un ladrón es un ladrón, ¿no lo arrojan ustedes a la cárcel? En muchos países ¿incluso no ejecutan ustedes a los asesinos? ¿No usan este sistema porque si ellos permanecieran vivos y libres contaminarían a otros y expandirían su mancha de maldad?». (4)
Sin embargo, en lo que se equivocaba Jomeini era en pensar que la prohibición y el castigo de comportamientos como el robo y el asesinato en Occidente se basan en consideraciones perfeccionistas o de «preservar la virtud y contener la maldad», ya que el castigo se fundamenta en la provocación de un daño a un tercero.
Las medidas de corte perfeccionista son duramente criticadas desde la óptica liberal, aunque si bien puede dar la impresión de que estas son propias o exclusivas de regímenes dictatoriales, autoritarios, teocráticos, etc., (en los que tales medidas suelen abundar), también se pueden encontrar algunos ejemplos en sociedades «occidentales» (teóricamente más influidas por los principios liberales), como por ejemplo el hecho de que los domingos sean días festivos y que muchas de las festividades oficiales coincidan con festividades religiosas, o que la única modalidad de matrimonio legalmente reconocida sea la monogámica (y, en muchos casos todavía, solo la heterosexual).

2.2.El moralismo legal

Se conoce como moralismo legal a la concepción que defiende que el Estado está legitimado para utilizar los mecanismos coactivos propios del Derecho para castigar aquellos actos que atentan contra las convicciones morales de la mayoría de la sociedad.
Por consiguiente, el moralismo legal sería un tipo o una de las posibles versiones que puede adoptar el perfeccionismo, ya que justifica el uso del Derecho para castigar conductas que, sin lesionar necesariamente a un tercero, son incompatibles o contrarias al sentir mayoritario de la sociedad acerca de lo que es moralmente correcto o aceptable, y por tanto castiga legalmente la inmoralidad o la falta de virtud.
A pesar de que, en esencia, no se trata sino de un tipo de perfeccionismo, el rótulo de «moralismo legal» suele referirse a la posición defendida por el juez británico Lord Patrick Devlin (1905-1992). A mediados del pasado siglo xx, la Comisión Wolfenden elaboró un informe para la reforma del Derecho penal inglés, con el fin de modernizarlo y adaptarlo mejor al principio liberal del daño a terceros. En ese sentido, una de las propuestas del informe era eliminar la represión penal de la homosexualidad.
Devlin se manifestó contundentemente en contra de las conclusiones y propuestas de la Comisión, argumentando que la moralidad de una sociedad era uno de sus cimientos y una parte esencial de su propia identidad, y que si se permitían comportamientos que atentaran contra los aspectos fundamentales de la misma (como en su opinión lo era la homosexualidad en la sociedad británica de mediados del pasado siglo), se erosionaban los pilares básicos de la propia sociedad y se ponía en peligro su misma subsistencia. Por ello, en opinión de este autor, la sociedad tendría un «derecho ilimitado» a legislar contra la inmoralidad, como una manifestación de su derecho de autodefensa.
Frente a la posición de Devlin, uno de los principales autores que se manifestó en contra de esta posición fue el filósofo H. L. A. Hart. Entre las críticas que este último dirige contra el primero, pueden señalarse brevemente las siguientes:
  • La posición de Devlin asume que existe un amplio consenso moral entre la población, de modo que puede hablarse de la moral de la sociedad (en este caso británica), pero las sociedades modernas se caracterizan precisamente por su alto grado de pluralidad, con lo que es cuestionable que exista la homogeneidad predicada por aquel. Por el contrario, resulta habitual encontrar puntos de vista diversos sobre las distintas cuestiones con relevancia moral.

  • Aunque pueda existir una moralidad predominante o hegemónica en una sociedad, esta podría estar basada en prejuicios, o ser incluso aberrante (por ejemplo, en ciertas prácticas como la ablación del clítoris), por lo que su preservación no sería valiosa.

  • Hart también pone de manifiesto que Devlin no aporta prueba empírica alguna de que haya habido sociedades que hayan acabado autodestruyéndose o desintegrándose por el hecho de introducir cambios en sus hábitos morales. Por el contrario, lo habitual es que las sociedades vayan cambiando dinámicamente a lo largo del tiempo, de modo que es posible que la moralidad mayoritaria de una sociedad cambie sin que esta se destruya.

3.El Derecho como instrumento para promover la justicia

El concepto de justicia es uno de los más resbaladizos de todo el ámbito de la moral, la política y el Derecho, y suscita grandes debates y discusiones teóricas entre los distintos autores y corrientes de pensamiento. En el campo del Derecho, una de las definiciones más tradicionales y repetidas es la del jurista romano Ulpiano (170-228 d. C.): «Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi», que puede traducirse como «La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho» (es decir, lo que le corresponde). Aunque difícilmente se puede estar en desacuerdo con la afirmación de Ulpiano, el problema consiste en saber qué es «lo que corresponde» a cada uno, y es aquí donde entran en juego las diversas concepciones o teorías de la justicia, como el utilitarismo, el liberalismo, el socialismo, el comunitarismo, el feminismo, el republicanismo, el multiculturalismo, etc., todas ellas con múltiples versiones y variantes. (5)
(5) Algunas obras introductorias de referencia sobre este ámbito son las siguientes:
GARGARELLA, R. (1999): Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de filosofía política. Barcelona: Paidós.
KYMLICKA, W. (1995): Filosofía política contemporánea. Barcelona: Ariel.

3.1.La justicia formal y la «moral interna» del Derecho

Entrar en la descripción y el examen pormenorizado de las diversas teorías de la justicia excede los límites de estas páginas, aunque más adelante se harán algunas referencias a esta cuestión.
Pero lo que sí puede destacarse ahora es que, independientemente de la concepción sustantiva de la justicia que se defienda, existen ciertos aspectos formales o procedimentales que actuarían como condiciones necesarias (aunque no suficientes) para poder hablar de un «Derecho justo» o de un sistema jurídico que contribuye a una sociedad justa. Estos aspectos son los que conformarían un concepto «formal» de justicia, que también contribuye (aunque no basta) a que el Derecho positivo tenga valor moral.
Probablemente, el autor que mejor ha explicado cómo ciertas propiedades formales de los sistemas jurídicos hacen que el Derecho positivo tenga valor moral es Lon Fuller (1902-1978), con su noción de la «moralidad interna del Derecho». (6) La idea de Fuller de la moralidad interna del Derecho puede resumirse en que el hecho de que el sistema jurídico satisfaga ciertas condiciones de tipo formal, y que de algún modo están implícitas en el propio concepto o naturaleza de los sistemas jurídicos (al menos de los que merezcan tal nombre y que no sean un simple ejercicio despótico y arbitrario del poder), ya supone en sí un valor moral positivo.
  • La primera de estas condiciones es la de generalidad de las normas. Que las normas sean generales no significa necesariamente que se apliquen al conjunto de todos los ciudadanos o a amplios sectores de la sociedad, sino que sus destinatarios son clases definidas por propiedades (por ejemplo, «Los mayores de veinticinco años que sean propietarios de bienes inmuebles») y no individuos concretos. Por tanto, una norma puede ser general y al mismo tiempo muy específica (si se refiere a una clase de destinatarios muy determinada).

La generalidad de las normas contribuye a que el sistema jurídico pueda desempeñar adecuadamente su función de guiar el comportamiento de los destinatarios de las normas, ya que estos pueden prever cuándo les serán de aplicación, y las consecuencias que se derivan de la misma (seguridad jurídica). Si una norma se refiere, por ejemplo, a «los compradores» y establece la obligación de pagar un impuesto sobre el precio de venta cada vez que se celebra un contrato, los destinatarios sabrán a qué atenerse. Además, implica una «igualdad de trato», en el sentido de que la norma se aplicará por igual a todos los casos concretos en los que se cumplan las condiciones establecidas en su antecedente. Esto es, con independencia de la justicia del contenido de la norma, esta se aplica por igual a todos los casos iguales.
  • Otra condición es que las normas jurídicas deben tener una cierta estabilidad y no cambiar constantemente, pues esto provocaría que los destinatarios no supieran a qué atenerse y, por tanto, arruinaría también el papel del Derecho como guía de la conducta, además de comprometer la seguridad jurídica.

  • Relacionado con lo anterior, los jueces y demás autoridades que tienen entre sus funciones la aplicación de las normas jurídicas deben interpretarlas de manera similar a como lo harían sus destinatarios, pues en caso contrario, es decir, si las interpretaciones son totalmente dispares, las normas tampoco servirían como guía de la conducta de los destinatarios, porque ciudadanos y autoridades entenderían de forma totalmente distinta lo que las normas están exigiendo.

  • Las normas jurídicas, al menos en su inmensa mayoría, también deben cumplir con la exigencia de la irretroactividad, es decir, no deben aplicarse a supuestos anteriores al momento de su entrada en vigor. Si el Derecho debe ser un instrumento para guiar la conducta, debe referirse a comportamientos futuros, ya que es imposible cambiar los comportamientos pasados. Además, la retroactividad de las normas también afecta negativamente a la seguridad jurídica, ya que los destinatarios toman sus decisiones considerando las consecuencias legales previsibles de sus actos, y si resulta que después esas consecuencias son modificadas de manera sobrevenida (una vez realizado el comportamiento), la previsión realizada previamente no habrá servido de nada. Por ello, en los sistemas jurídicos actuales, las normas retroactivas son muy excepcionales y normalmente se dictan para favorecer a los afectados por ellas (usualmente para intentar corregir una situación de perjuicio o injusticia), y no para perjudicarlos.

  • Una última condición o requisito sería el de la posibilidad de las exigencias establecidas por las normas: las normas jurídicas, si han de servir para guiar la conducta, no deben implicar exigencias más allá de las capacidades o posibilidades de los destinatarios. Esto recoge una idea tradicional en filosofía moral, presente en autores como Aristóteles o Kant, y conocida como «"debe" implica "puede"» o «nadie está obligado a hacer lo imposible» (ad impossibilia nemo tenetur): no tiene ningún sentido obligar a la gente a realizar lo que es imposible o lo que es inevitable, ya que no existe control sobre ello; establecer pautas de conducta obligatoria solo tiene sentido si se trata de acciones que pueden ser realizadas o evitadas, pues solo en esos casos se puede guiar el comportamiento de los destinatarios.

El hecho de que un sistema jurídico cumpla con las condiciones previamente expuestas no garantiza que sea un sistema justo, puesto que, por poner un ejemplo, puede haber normas generales, estables, irretroactivas, etc., que establezcan discriminaciones injustificables hacia las mujeres o minorías étnicas, ideológicas, etc. También es perfectamente posible que las condiciones de justicia formal sean satisfechas en una dictadura. Ello muestra que las condiciones de justicia formal no garantizan la justicia material o sustantiva. De todos modos, parece que desde un punto de vista valorativo estas condiciones formales (como la igualdad de trato ante la ley) sí que son valiosas y que son preferibles a su ausencia (normas ad hoc, cambios constantes, interpretaciones caprichosas, retroactividad, etc.), y que, para considerar como justo un sistema jurídico, deben satisfacerse estas condiciones. Por ello, puede concluirse que la justicia formal, sin ser suficiente, sí que es necesaria para poder hablar de un Derecho justo.

3.2.La justicia retributiva

Al hablar de justicia desde un punto de vista material o sustantivo (cuáles son los principios y criterios que determinan qué es lo que le corresponde a cada uno), se suelen distinguir dos ámbitos o dimensiones: el de la justicia retributiva, y el de la justicia distributiva.
En una aproximación muy genérica, la justicia retributiva está relacionada con la restitución de un equilibrio o un orden que ha sido ilegítimamente alterado o quebrantado a causa de un comportamiento previo.
Dicho de otro modo, existiría un estado de cosas «ideal», «normal» o «legítimo», que se ve alterado a raíz de un comportamiento (acción u omisión) de alguien, y dicha alteración se considera ilegítima o injustificada, de manera que se hace responsable a alguien por ella, imponiéndole obligaciones o medidas que tienen como finalidad intentar restituir o compensar la alteración causada, para así restablecer el equilibrio u orden previo, en la medida de lo posible.
En el ámbito jurídico, el ideal de justicia retributiva se manifiesta fundamentalmente a través de dos vías: la responsabilidad civil, y la responsabilidad penal o criminal.
3.2.1.La responsabilidad civil
La responsabilidad civil está vinculada con las nociones de «daño» o «perjuicio». Se trata de un conjunto de normas que regulan cómo y quién debe compensar, reparar o indemnizar los daños y perjuicios ilegítimamente ocasionados a alguien (es decir, daños que la víctima no tiene por qué soportar).
Este último aspecto es significativo. No cualquier daño o perjuicio sufrido por una persona es ilegítimo o da derecho a que recaiga sobre alguien el deber de repararlo, y en tales casos es la propia víctima la que debe soportar o asumir el daño. Por ejemplo, si a causa de un mantenimiento deficiente (y no por un defecto de fabricación) explota un neumático mientras conduzco mi coche y a raíz de ello me salgo de la vía y tengo un accidente, destrozando mi vehículo, se trata de un daño que debo asumir yo mismo (a menos que tenga contratado un seguro a todo riesgo). Si, en cambio, los daños en mi vehículo son consecuencia de un impacto de otro vehículo que circulaba a velocidad excesiva, se trata de un perjuicio ilegítimo que no tengo por qué soportar y por ello da lugar a una obligación de reparación o indemnización del mismo.
La finalidad de la responsabilidad civil es llegar, en la medida de lo posible, a una situación similar a aquella en la que el daño no se hubiera producido.
Por ello, los daños y perjuicios a reparar o indemnizar incluyen diversos conceptos, que intentan cubrir todas las distintas dimensiones en las que los daños pueden manifestarse. En primer lugar, comprenden los daños personales (los sufridos en la propia persona del perjudicado), que incluyen a su vez los daños físicos (afectaciones a la salud y la integridad física), los daños psicológicos y los daños morales (aunque existe discusión teórica acerca de si los daños psicológicos se incluyen o no en los morales).
Por otra parte, comprenden también los daños patrimoniales, es decir, las afectaciones negativas a la economía o el patrimonio de la víctima. A su vez, estos están compuestos tanto por el daño emergente (valoración económica de los perjuicios ocasionados) como por el lucro cesante (que es una estimación de lo que se ha dejado de obtener o ingresar como consecuencia del daño sufrido y que previsiblemente se hubiera obtenido de no haberse producido el daño).
Un ejemplo permitirá entender más claramente la diferencia entre el daño emergente y el lucro cesante. Si se supone que, a raíz de unas obras de reforma en un edificio mal ejecutadas, se producen filtraciones de agua y el dueño de la tienda de la planta baja ve no solo cómo se estropea todo el material que tenía allí almacenado para su venta, sino que además le obliga a tener la tienda cerrada durante una semana mientras duran las reparaciones, en este caso, el daño emergente lo constituiría la valoración del material estropeado y los costes de reparación de la tienda, mientras que el lucro cesante sería la estimación de lo que ha dejado de ingresar por haber tenido la tienda cerrada durante una semana.
Existen dos categorías principales de responsabilidad civil: la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual.
  • La responsabilidad civil contractual es la que tiene por finalidad la reparación o indemnización de los daños y perjuicios ocasionados a raíz de un incumplimiento o de un cumplimiento defectuoso de las obligaciones contractuales, intentando llegar al cumplimiento de las mismas o, en su defecto, a una situación equiparable a la de su cumplimiento.

Si, por ejemplo, el vendedor no entrega el objeto de la venta al comprador que ya ha pagado el precio o lo que le entrega no se corresponde con lo acordado en el contrato, este será responsable por el incumplimiento, por lo que podrá ser obligado a cumplir con lo pactado o, en su defecto, si lo anterior no es posible (por ejemplo, porque el objeto se ha destruido, o porque lo vendió a una tercera persona, etc.), a devolver el precio, en ambos casos indemnizando los daños y perjuicios ocasionados al comprador (por ejemplo, al pago de unos intereses por el tiempo transcurrido desde la fecha en la que debía haberse realizado la entrega).
El anterior ejemplo de los daños causados por unas obras defectuosas también podría ser un caso de responsabilidad civil contractual, en el supuesto de que hubiese sido el propio dueño de la tienda quien hubiera contratado las obras de reforma y estas se hubieran realizado de manera defectuosa. En ese caso, el contratista no solo debería realizar a su cargo las obras de reparación correspondientes, sino además pagar los desperfectos ocasionados en el inventario del tendero y el lucro cesante por el tiempo de más que ha tenido que estar la tienda cerrada.
  • La responsabilidad civil extracontractual, como es fácil suponer, es la que se genera a raíz de unos daños y perjuicios que no responden a un incumplimiento contractual previo, y tiene como objetivo llegar a una situación lo más similar posible a aquella en la que el daño no se hubiese producido.

Uno de los supuestos más habituales de este tipo de responsabilidad es el que se genera a raíz de los daños provocados por accidentes (como los de tráfico), pero también otros casos como los daños que yo pueda provocar a un vecino por las filtraciones causadas por una avería en mi lavadora, por olvidarme el grifo abierto, por un incendio causado por un problema en la instalación eléctrica o por los daños provocados por una maceta u otro objeto que caiga desde mi casa, entre otros muchos ejemplos.
Para concluir, como ya se vio en el apartado correspondiente relativo a los conceptos jurídicos básicos (véase el módulo «El Derecho: qué es y cómo es»), la configuración legal de la responsabilidad puede adoptar distintas formas, como la responsabilidad subjetiva u objetiva (según si se exige culpabilidad en la causación del daño o meramente en la producción del mismo), o directa o indirecta (según si se hace responsable a la misma persona que ha causado el daño o a un tercero).
3.2.2.La responsabilidad penal o criminal
La responsabilidad penal o criminal es la que está asociada a la comisión de ciertos comportamientos ilícitos (los delitos). A diferencia de la responsabilidad civil, la responsabilidad penal no gira en torno al concepto de daño. Esto, por supuesto, no significa que como consecuencia de los actos delictivos no se produzcan daños o perjuicios a unas víctimas, que deben también ser indemnizados o reparados (se trata de la llamada responsabilidad civil derivada del delito). Así, si, por ejemplo, como consecuencia de un delito de lesiones, la víctima de una paliza queda con una cojera permanente, el agresor deberá indemnizar a la víctima por los daños (físicos, psicológicos, morales y patrimoniales) que le ha causado, o quien haya cometido un robo, una malversación de caudales públicos o un delito fiscal deberá devolver lo sustraído o pagar lo que le corresponda.
Sin embargo, como se ha apuntado, la responsabilidad criminal no se centra en la reparación o indemnización de los daños y perjuicios que, con toda probabilidad, la comisión de un delito provoca en sus víctimas directas, sino que se fundamenta en la noción de «ofensa» que la comisión de un delito supone para el conjunto de la sociedad, y que requiere de algún tipo de «castigo» (la pena) para restablecer el equilibrio o el orden ilegítimamente alterado o quebrantado.
Por tanto, en la responsabilidad penal, el objetivo principal no consiste propiamente en «reparar el daño», sino más bien en castigar la ofensa que supone cometer actos que se consideran especialmente graves o reprobables.
Aunque en algunos casos la gravedad o la intensidad de los daños ocasionados en la víctima son elementos o criterios que inciden en la determinación de la pena que se debe aplicar, existe una cierta independencia entre ambos. Por ejemplo, en un caso de violación en la que la víctima está inconsciente y que al recuperar la consciencia no recuerda nada de lo sucedido (incluida la propia violación), es posible que los daños sean muy leves (o en todo caso menores que en el caso de estar consciente), pero aun así se ha producido una ofensa, tanto a la propia víctima como al conjunto de la sociedad, que debe ser castigada, por lo que la pena será igualmente la que corresponde a una violación.
El Derecho penal, que es la rama del ordenamiento jurídico que regula qué comportamientos son delitos, qué penas les corresponden, y quién y cuándo es penalmente responsable, constituye la manifestación más extrema del poder coactivo del Estado. Ello hace que, a partir del pensamiento ilustrado y liberal del siglo xviii, se ponga un especial cuidado en cómo el poder público hace uso del mismo, ya que las consecuencias de su aplicación son graves (como, por ejemplo, la privación de la libertad) y deben evitarse los abusos o los usos inadecuados o injustificados de este instrumento. En este sentido, la obra Dei delitti e delle pene (De los delitos y las penas), de Cesare Beccaria, publicada en 1764, ha sido una referencia. Esta obra contiene el núcleo de lo que se conoce como el «Derecho penal liberal», en cuyos principios, al menos teóricamente, se inspira el derecho penal de los Estados liberal-democráticos.
Los principios básicos del Derecho penal liberal son los siguientes: ultima ratio, legalidad, tipicidad, irretroactividad, culpabilidad y humanidad.
  • El principio de ultima ratio, también llamado res odiosa o intervención mínima, establece que el Derecho penal debe limitarse a ser el último recurso para la defensa de los bienes jurídicos protegidos. Dicho con otras palabras, debe limitarse a proteger los bienes más importantes (vida, integridad física, libertad, etc.) de los ataques o agresiones más graves. De ese modo, si esos bienes pueden protegerse de manera adecuada por otras vías (por ejemplo, mediante sanciones administrativas) no está justificada la intervención penal.

En la práctica, en muchas ocasiones los Estados tienen tendencia a entender este principio con bastante laxitud, de modo que, movidos por la presión o la alarma social, el legislador acude a la reforma del Derecho penal para introducir nuevos delitos o establecer penas más graves, cuando en muchos casos no sería necesario y bastaría con otro tipo de medidas sancionadoras, o incluso simplemente con incrementar los controles.
  • El principio de legalidad establece que solo pueden considerarse delitos los comportamientos definidos como tales por la ley y que solo se pueden imponer las penas expresamente previstas en la ley para ese tipo de delitos. Dicho de manera negativa, no puede considerarse como delito un comportamiento que no esté tipificado como tal por la ley penal en el momento de llevarse a cabo, ni imponerse una pena distinta a la expresamente establecida en la ley para el delito correspondiente. En el ámbito penal rige un estricto principio conforme al cual todo lo que no está (penalmente) prohibido está (penalmente) permitido, sin perjuicio de que pueda estar sancionado de otro modo (por ejemplo, como infracción administrativa). Este principio también suele formularse con la expresión latina nullum crimen, nulla poena sine lege praevia («ningún delito, ninguna pena sin ley previa»). En el Derecho español, el principio se recoge en el artículo 1.1 del Código Penal: «No será castigada ninguna acción ni omisión que no esté prevista como delito por ley anterior a su perpetración»; y también en el artículo 2.1: «No será castigado ningún delito con pena que no se halle prevista por ley anterior a su perpetración».

  • El principio de tipicidad consiste en que, además de tener que estar recogidos en la ley, los comportamientos delictivos deben estar descritos de manera precisa. Esto tiene dos implicaciones fundamentales: en primer lugar, que no es admisible prohibir comportamientos genéricos o insuficientemente determinados y, en segundo lugar, que se prohíbe el uso de la analogía en el ámbito penal, salvo en caso de que beneficie al reo (la llamada analogía in bonam partem). Por tanto, no se podrá condenar a una persona por haber realizado un comportamiento que, sin coincidir exactamente con el que se describe en la norma, sea similar, o no reúna todas y cada una de las condiciones y requisitos exigidos por el tipo penal. En el Código Penal español este principio se recoge explícitamente en el artículo 4.1: «Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas».

De este modo, no puede, por ejemplo, definirse el delito de asesinato simplemente como un caso de «homicidio especialmente grave» o el delito de violación como una «actividad sexual no consentida por la víctima». En lugar de ello, los preceptos legales indican específicamente los casos y condiciones que determinan la comisión de esos delitos. Por ejemplo, el artículo 139.1 del Código Penal regula el asesinato de la siguiente forma:
«Será castigado con la pena de prisión de quince a veinticinco años, como reo de asesinato, el que matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes:
1.ª Con alevosía.
2.ª Por precio, recompensa o promesa.
3.ª Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido».
Y el delito de violación, por el artículo 179:
«Cuando la agresión sexual consista en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías, el responsable será castigado como reo de violación con la pena de prisión de seis a doce años».
  • El principio de irretroactividad, como ya se ha visto, supone que una norma jurídica no puede aplicarse a ningún supuesto de hecho ocurrido con anterioridad a la entrada en vigor de aquella. Esto afecta tanto a los delitos como a las penas: si una reforma legal establece una sanción más grave para un delito previamente existente (por ejemplo, modificando la pena de prisión de veinticinco años por la prisión permanente revisable), dicho cambio no afectará a los hechos acontecidos antes de la entrada en vigor de la reforma. Este principio puede concebirse como el reverso del principio de legalidad (no hay delito ni pena sin ley previa), pero existe una importante excepción: las normas penales sí que se aplicarán retroactivamente cuando beneficien al condenado (por ejemplo, si un comportamiento antes delictivo deja de serlo o cuando se establezca una sanción más baja). Como establece el artículo 2.2 del Código Penal: «No obstante, tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena».

  • El principio de culpabilidad es la exigencia de que la responsabilidad criminal responda a un modelo de responsabilidad directa y subjetiva. Como ya se sabe, esto supone que la persona responsable debe ser la misma que ha cometido el acto ilícito (no puede responderse penalmente por hechos delictivos cometidos por otra persona, aunque sí que puede haber responsabilidad civil indirecta derivada del delito –usualmente de manera subsidiaria, en caso de que no pueda responder el reo por insolvencia), así como que no basta con haber realizado el comportamiento descrito en la norma, sino que debe acreditarse la existencia de dolo (realización consciente y voluntaria del comportamiento ilícito) o imprudencia. Además, usualmente, en caso de imprudencia, la sanción penal es también más leve. Este principio tiene su expresión legal en el artículo 5 del Código Penal: «No hay pena sin dolo o imprudencia».

  • El principio de humanidad está relacionado con el tipo de sanciones que pueden imponerse como penas. A pesar de que estas pueden comportar severas limitaciones de derechos (como la libertad) durante largos períodos de tiempo, no pueden consistir en tratos crueles, inhumanos o degradantes, como podrían ser la tortura o la amputación de miembros, por ejemplo. Este principio está relacionado con el de la dignidad humana, que impone límites y exigencias a la forma en cómo ha de tratarse a los seres humanos, aunque sean delincuentes. De hecho, es tan importante que aparece recogido en la Constitución, cuyo artículo 15 establece: «Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte [...]».

    En cuanto a la pena de muerte, la mayoría de Estados democráticos no la contemplan por considerarla como un tipo de pena cruel e inhumana. Pero aun en aquellos pocos países democráticos en los que todavía está vigente (como, por ejemplo, en algunos estados de Estados Unidos), la forma en la que esta se aplica tiene en cuenta ciertas consideraciones de humanidad para aliviar el sufrimiento de los condenados (por ejemplo, mediante la inyección letal se administran en primer lugar fármacos que provocan inconsciencia y pérdida de sensibilidad).

3.2.3.Las teorías de justificación de la pena
En la medida en que la imposición de penas supone un importante uso de la violencia y la coacción y una privación de derechos fundamentales, se plantean evidentes cuestiones morales relativas a su justificación: ¿qué tipo de medidas coactivas puede legítimamente imponer el Estado?, ¿bajo qué condiciones?, ¿con qué límites?, ¿cuál o cuáles han de ser las principales finalidades perseguidas con la imposición de penas? Todos estos temas han sido y continúan siendo objeto de debate filosófico, pero tan solo se centrará brevemente la atención en dos de las principales teorías acerca de los fines justificatorios de la pena, que tienen consecuencias directas también en la duración o intensidad de las mismas y en la forma de imponerlas. Dichas teorías o concepciones son la retribucionista y la utilitarista (o de la prevención).
  • Para la concepción retribucionista, las penas se imponen como justa respuesta o retribución por la ofensa cometida; se trata por tanto de un castigo merecido por el mal causado con la comisión del delito. La finalidad principal de la pena es castigar, es decir, mandar un mensaje tanto al delincuente como al conjunto de la sociedad reprochándole que haya actuado de manera incorrecta y que procede responder por ello. Ahora bien, en la medida en que se trata de justicia y no de venganza, es extremadamente importante seguir un estricto criterio de proporcionalidad: la gravedad, la intensidad y la duración de la pena deben ser proporcionales a la ofensa cometida y a la culpabilidad del sujeto. Por ello, a los delitos (ofensas) más graves les corresponden sanciones más graves, mientras que a los más leves les corresponden también penas más leves, pues lo contrario sería cometer una injusticia.

    Una de las consecuencias que se derivan de la exigencia de proporcionalidad en las penas es que estas deben ser también determinadas: si la pena es proporcional a la ofensa, dos ofensas iguales no pueden tener penas de distinta intensidad o duración. Por ello, desde una concepción retribucionista, una pena como la cadena perpetua no estaría justificada, ya que su duración es indeterminada y distinta para cada individuo, aunque se le condene por los mismos hechos (no es lo mismo un sujeto de veinte años que otro de sesenta, por ejemplo). En cambio, sí que podría estar justificada una condena muy larga (de cientos de años de prisión, por ejemplo) si esta resulta de la suma de penas determinadas por cada una de las ofensas cometidas (por ejemplo, en una condena por un acto terrorista en el que fallecen treinta personas, se puede imponer una pena de X años por cada víctima asesinada, dando lugar a una condena que en la práctica sería como la prisión perpetua, pero aun así habría una diferencia simbólica importante, en la medida en que esta condena sería la «justa y merecida»).

Bastante a menudo se suele confundir el retribucionismo con una versión o manifestación de la «ley del Talión» (ojo por ojo), en el sentido de que la pena debe consistir en un mal equivalente o equiparable al mal cometido. En realidad, esta «equivalencia de males» no forma parte de la concepción retribucionista de la pena, ya que esta lo que establece es que la pena debe ser proporcional a la ofensa, es decir, más grave aquella cuanto mayor haya sido esta, pero en ningún momento se exige que sean equiparables. Un buen ejemplo de ello lo proporciona la obra de Andrew von Hirsch, uno de los principales representantes actuales de la «teoría del justo merecimiento», quien propone penas máximas de cinco años de prisión para los delitos más graves. (7)
  • La otra gran teoría de la justificación y los fines de la pena es la utilitarista o de la prevención. El utilitarismo es una concepción moral general conforme a la cual los comportamientos moralmente correctos son los que proporcionan la máxima felicidad o bienestar para el mayor número de personas. Es, por tanto, una concepción «consecuencialista», ya que toma en cuenta las consecuencias de los actos y no los tipos de actos en sí (un acto no es moralmente bueno o correcto porque se ajuste a ciertos principios morales –como cumplir las promesas, no dañar a inocentes, etc.–, sino en función de si sus consecuencias maximizan algo que se considera bueno, como el bienestar, la felicidad, las preferencias personales, etc.). Aplicado al ámbito penal, el utilitarismo parte del presupuesto de que lo que mayor bienestar o felicidad proporciona al mayor número es la reducción de la criminalidad (que haya menos delitos), por lo que las penas deben ir orientadas hacia ese fin. Es decir, la finalidad primordial no es «materializar un ideal de justicia», sino utilizar el poder coactivo propio del Derecho penal para desincentivar la comisión de delitos y reducir la criminalidad, que es lo que proporciona mayor satisfacción al mayor número.

    Por tanto, la función de la pena es la prevención, que se lleva a cabo asociando una consecuencia negativa a aquellos comportamientos que se quieren evitar, de tal manera que se desincentive su realización. De ahí se sigue que las penas no han de seguir un criterio de proporcionalidad a la gravedad de la ofensa y la culpabilidad del sujeto, sino un criterio de eficacia: aquellos comportamientos que más se desee evitar son los que deberán estar castigados con penas más severas. En consecuencia, no existiría incoherencia alguna en castigar de manera más severa comportamientos que en principio parecen menos graves, pero cuyo índice de comisión se quiere reducir. El Derecho penal pasa, pues, a ser un instrumento más de la política para intentar combatir la delincuencia.

    Dentro de la teoría de la prevención, suele diferenciarse entre dos versiones, conocidas como la prevención general y la prevención especial. La primera se basa en el tipo de comportamientos delictivos, estableciendo sanciones más elevadas para aquellos delitos que más se quieren evitar, mientras que la prevención especial toma en consideración no solo los comportamientos en sí, sino al sujeto que los realiza, de manera que por unos mismos hechos pueden imponerse sanciones distintas, en función de circunstancias como la peligrosidad estimada del delincuente, el riesgo de reincidencia, etc.

Las teorías de la prevención especial han tenido una notable repercusión en países como Estados Unidos, hasta el punto de que, en algunos Estados y por distintos períodos, llegaron a establecerse penas indeterminadas (por ejemplo, una privación de libertad por el tiempo necesario hasta que los exámenes pertinentes mostraran que el riesgo de criminalidad del sujeto se había reducido lo suficiente). En la actualidad, en algunos estados, como Wisconsin, se usan algoritmos informáticos para determinar el grado de peligrosidad y de probable reincidencia de los acusados (como el programa COMPAS –Correctional Offender Management Profiling for Alternative Sanctions), que tuvo eco mediático en 2017 por el hecho de que un juez se basó en los datos proporcionados por el algoritmo para condenar a una persona a seis años de prisión por el delito de huir en coche de la policía.
Sin embargo, las dos concepciones aquí presentadas (retribucionista y utilitarista) serían versiones «puras» a las que los sistemas penales reales de los distintos países no suelen ajustarse. Lo más habitual es que opten por algún tipo de esquema mixto, que combine aspectos de retribución con aspectos de prevención. Así, por ejemplo, es habitual (como en el sistema español) que en lugar de establecerse una pena específica y completamente determinada para cada delito, se establezca un marco o margen (por ejemplo, el artículo 138 del Código Penal establece que «El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años»), de modo que, siendo cierto que los delitos considerados como más graves tienen asignadas penas más altas, los jueces pueden tomar en cuenta otras circunstancias del caso y del acusado para concretar la sanción que van a imponer.

3.3.La justicia distributiva. Teorías de la justicia

Ya se comentó en su momento que el ser humano es un animal social y que la cooperación social es indispensable para obtener ciertos fines, recursos y objetivos que serían muy difíciles o imposibles de alcanzar u obtener mediante el esfuerzo puramente individual. La vida en sociedad, pues, comporta una serie de beneficios, tanto materiales (para la subsistencia y el bienestar) como inmateriales (seguridad, conocimiento, etc.). Pero para poder obtener estos beneficios, son necesarios también esfuerzos, trabajos, obligaciones, sacrificios y recursos. Por tanto, la vida en sociedad comporta beneficios, pero también cargas. La distribución entre estos beneficios y cargas también se puede analizar en términos de justicia. Intuitivamente, se consideraría injusto que una persona o un grupo privilegiado gozara sistemáticamente de todos o gran parte de los beneficios de la vida en sociedad sin asumir ninguna o casi ninguna de las cargas, ya que se concibiría como un caso de explotación.
La justicia distributiva consistiría en el conjunto de principios y criterios que determinan la distribución justa o moralmente aceptable de los beneficios y las cargas sociales o, dicho de otro modo, de los derechos y deberes relacionados con el acceso y reparto de los recursos materiales e inmateriales de la vida en sociedad.
Las distintas propuestas teóricas formuladas en el ámbito de la filosofía moral y política acerca de qué principios básicos deberían ordenar una sociedad justa se denominan teorías de la justicia. Existen prácticamente tantas teorías como autores, aunque se pueden agrupar en grandes familias (utilitarismo, liberalismo, marxismo, comunitarismo, multiculturalismo, republicanismo, feminismo, etc.), con muchas variantes dentro de cada una de ellas. Como no es posible abordarlas todas aquí, ni siquiera de manera breve, se tratarán únicamente algunas de ellas, especialmente la propuesta del filósofo estadounidense John Rawls (1921-2002), quien publicó en 1971 la obra Teoría de la justicia, que se enmarca dentro de la corriente conocida como «liberalismo político igualitario» y que ha tenido un enorme impacto en la discusión filosófica de las últimas décadas. Además, se comentarán brevemente algunos de los aspectos centrales de la concepción utilitarista clásica y de algunas de las más recientes teorías que critican la postura de Rawls: el comunitarismo y el multiculturalismo.
3.3.1.El utilitarismo
Concepto y tipos de utilitarismo
El utilitarismo ético es una concepción o teoría moral (aunque sus principios pueden también aplicarse al ámbito de la política, es decir, a la legislación y a las decisiones de los poderes públicos) con una larga tradición, que se remonta a finales del siglo xviii y principios del xix, con autores de referencia como Jeremy Bentham (Introduction to the Principles of Morals and Legislation, 1789) o John Stuart Mill (Utilitarianism, 1863), y que ha tenido un enorme impacto, principalmente en los países anglosajones, y especialmente en los Estados Unidos. En realidad, como suele ocurrir en este ámbito, se trata más bien de un conjunto de teorías (casi tantas como autores), en ocasiones con diferencias muy destacables, pero que conservarían algunos elementos o aspectos centrales en común.
Como ya se tuvo ocasión de ver al hacer referencia a las teorías de justificación de la pena, la posición utilitarista se caracteriza por ser una concepción de tipo consecuencialista o teleológica (de télos, «finalidad»), como algo opuesto a una concepción deontológica (de déon, «deber ser»). Para las teorías consecuencialistas, la corrección moral de una acción o comportamiento no depende de las características de la acción misma, sino del modo o la medida en la que esta contribuye a alcanzar o maximizar un fin u objetivo que se considera bueno o valioso. Por ejemplo, el hecho de cumplir una promesa no sería algo moralmente bueno o correcto en sí mismo, sino en la medida en que cumplir promesas tiene consecuencias positivas y contribuye a alcanzar o maximizar un fin valioso, como por ejemplo la felicidad (cumplir promesas incrementa la felicidad general de la gente, al contrario que su incumplimiento). Por tanto, cumplir una promesa (o cualquier otro tipo de comportamiento que se considere «bueno» en términos morales) es una acción instrumentalmente buena, pero no intrínsecamente correcta (no es que cumplir promesas sea «bueno en sí mismo»), puesto que lo único intrínsecamente bueno es el fin u objetivo al que nuestras acciones deben estar orientadas. Aunque se trata de una burda simplificación, encajaría con el dicho de que «el fin justifica los medios».
En contraposición con las concepciones teleológicas, las teorías deontológicas fundamentan la corrección moral de nuestros comportamientos en el hecho de que supongan la satisfacción o aplicación de algún principio o deber moral. Así, por ejemplo, cumplir una promesa es moralmente correcto porque es nuestro deber cumplir las promesas (es un principio moral, y esa acción concreta supone cumplir o satisfacer dicho principio), independientemente de las consecuencias. De hecho, en una concepción deontológica estricta o extrema (suele ponerse a Kant como el ejemplo más claro), cumplir las promesas sería moralmente obligatorio incluso aunque se sepa a ciencia cierta que las consecuencias de hacerlo son negativas.
En su versión más tradicional o «estándar», el fin intrínsecamente bueno que otorga valor moral a nuestras acciones es el de la felicidad o bienestar general. En este sentido, podría decirse que la concepción utilitarista es la que prescribe que, de todas las alternativas de acción posibles, debe actuarse de tal modo que se produzca o alcance la mayor felicidad para el mayor número.
Para dar cabida a las distintas versiones de la concepción utilitarista, habría que interpretar el concepto de felicidad en un sentido muy amplio. Algunos autores, sobre todo los más antiguos, suelen vincularlo a una visión hedonista de buscar el placer y evitar el dolor, por lo que se trataría de «maximizar el placer» y «minimizar el dolor» (si bien, como algún autor ha apuntado, el modo más efectivo de minimizar el sufrimiento sería exterminando de manera indolora a toda la humanidad). Pero incluso aunque la felicidad se entienda en términos hedonistas, eso no significa que se contemplen únicamente los placeres más «primarios», como la comida o el sexo, sino que también se incluirían otros más «elevados» o espirituales, como disfrutar de la música o de una buena novela, o contemplar la belleza de un atardecer, o la adquisición de conocimiento, etc. En épocas más recientes, sobre todo por la influencia de la teoría económica, suele hablarse más de satisfacción de preferencias que de felicidad o placer, al tratarse de un concepto más amplio, imparcial e inclusivo, que no prejuzga ni valora la «calidad» de los objetivos o prioridades de cada uno. En ese sentido, se habla de un utilitarismo de las preferencias (como contrapuesto al estricto utilitarismo hedonista), para el que el mejor comportamiento en términos morales es el que en mayor medida satisface las preferencias del mayor número.
Una distinción clásica que suele realizarse entre las concepciones utilitaristas es la que diferencia entre el utilitarismo del acto y el utilitarismo de las reglas.
Para el utilitarismo del acto, la corrección o valor moral de cada comportamiento debe valorarse en relación con las consecuencias previsibles de dicho comportamiento concreto en cuestión.
De ese modo, cumplir una promesa determinada, por ejemplo, será o no moralmente bueno en función de las consecuencias positivas o negativas a las que dicho cumplimiento pueda dar lugar, y no puede decirse con carácter general que «cumplir las promesas» sea algo moralmente bueno, ya que dependerá de cada caso.
Para el utilitarismo de las reglas, por el contrario, la corrección o el valor moral de un comportamiento está en función de que se ajuste a una determinada regla moral, si bien tales reglas se fundamentan en consideraciones de utilidad (son reglas que, en términos generales, contribuyen a la mayor felicidad del mayor número).
Bajo esta perspectiva, cumplir una promesa es moralmente correcto porque se ajusta a la regla moral de que hay que cumplir las promesas, pero esta regla se basa en que, con carácter general, cumplir las promesas contribuye a la mayor felicidad del mayor número.
Una crítica bastante habitual a esta distinción es que, si se quiere mantener una postura utilitarista coherente, el utilitarismo de las reglas acaba colapsando en el de actos, por lo que la distinción es solo aparente. Aunque normalmente, siguiendo con el ejemplo anterior, cumplir las promesas tiene efectos positivos en la contribución a la felicidad, si en un caso concreto cumplir una promesa tuviera consecuencias negativas (o peores que su cumplimiento), todo utilitarista debería inclinarse por incumplir la promesa en tal caso, pues de lo contrario, se actuaría por motivaciones deontológicas (cumplir con la regla o el principio moral) y no consecuencialistas (procurar la mayor felicidad).
Los principios del utilitarismo, como es fácil observar, son perfectamente aplicables al campo de la política y el Derecho, más allá del estricto ámbito de la moral. En este sentido, una concepción utilitarista de la justicia tomaría como principio fundamental que tanto la legislación como, en general, las decisiones y actuaciones de los poderes públicos deben estar guiadas por el objetivo de procurar la mayor felicidad, bienestar, satisfacción de preferencias, etc., para el mayor número. De hecho, el principio de la mayoría, como criterio de toma de decisiones en los sistemas democráticos (por el que se decide aquello que cuenta con el respaldo del mayor número de representantes), puede verse como una traslación al ámbito de la política del principio utilitarista de la mayor felicidad para el mayor número.
Críticas al utilitarismo
Es innegable que la concepción utilitarista tiene, al menos a primera vista, un gran atractivo, y sin duda tiene aspectos en los que difícilmente se podría estar en desacuerdo, como, por ejemplo, en el hecho de que es preferible una situación en la que haya más personas con un mayor grado de felicidad o bienestar a otra en la que la felicidad sea menor o no esté tan extendida. También resulta atractivo su carácter igualitario e imparcial, en el sentido de que todos los individuos cuentan por igual, sin importar sus circunstancias (riqueza o posición social, nivel de conocimientos, etc.) y todas sus preferencias cuentan, sean cuales sean, sin importar su «calidad» (por ejemplo, si una mayoría de personas prefiere que los poderes públicos destinen unos recursos para pagar por la emisión de los partidos de fútbol en abierto, en lugar de destinar esos mismos recursos para subvencionar la ópera, que tan solo aprecia una minoría, lo correcto sería la primera opción, a pesar de que la segunda pueda considerarse más «elevada»). Y como se ha puesto de manifiesto anteriormente, el propio principio de la mayoría en los sistemas democráticos puede considerarse como una expresión del principio de utilidad.
Pero, como no puede ser de otro modo tratándose de cuestiones filosóficas, el utilitarismo también debe hacer frente a una serie de críticas y problemas, a los que, por motivos de extensión, solo se hará una breve referencia a algunos de los principales.
  • Un problema bastante evidente, pero no por ello menos importante, es que resulta extremadamente difícil prever las posibles consecuencias de nuestros actos, las cuales, además, al menos en su mayoría, están fuera de nuestro control y se extienden indefinidamente. Así pues, puede ocurrir que se actúe de determinada manera pensando que de ese modo se obtendrán mejores consecuencias en términos de felicidad general o satisfacción de preferencias, pero que ocurra precisamente lo contrario. (8) En cambio, bajo un esquema deontológico, se actúa correctamente cuando las personas se comportan de acuerdo con ciertas reglas y principios morales, sin que las consecuencias (que en gran medida están fuera de nuestro control) sean relevantes para la calificación moral de la conducta.

(8) Un ejemplo de ello sería el de la llamada ley seca norteamericana, vigente entre los años 1920 y 1933, que con la pretensión de servir para combatir el alcoholismo y mejorar la salud de la población, en la práctica fomentó un gran aumento de la delincuencia organizada y la violencia.
  • Por otra parte, también son innumerables los ejemplos (reales o hipotéticos) en los que una aplicación consistente de los criterios utilitaristas da lugar a situaciones que resultan contrarias a algunas intuiciones básicas en materia moral de la mayor parte de la población.

    Por ejemplo, de acuerdo con parámetros utilitaristas, estaría justificado sacrificar a indigentes sin familia (no son personas productivas y tampoco nadie les echaría en falta) para utilizar sus órganos para trasplantes y así salvar muchas otras vidas, o que un juez en casos de gran alarma social condenara al acusado, aun siendo una persona inocente o no habiendo pruebas suficientes de su culpabilidad, para así evitar disturbios y actos violentos que previsiblemente se producirán si no hay una condena. Poniendo un caso extremo, sería acorde con los principios utilitaristas esclavizar a una parte de la población para que así el resto (la mayoría) pudiera vivir sin trabajar. Es dudoso que incluso muchos de los autores que se consideran a sí mismos como utilitaristas aceptaran sin más estos resultados, lo que sería un indicio de que algo no acaba de encajar bien en esta teoría.

Un ejemplo usado de modo habitual (aunque con diversas variantes) es el de un tranvía (trolley) al que se le han averiado los frenos y no puede detenerse, y en un momento dado, de seguir su trayectoria, impactará contra un grupo de personas, causándoles previsiblemente la muerte o lesiones muy graves. Sin embargo, existe la posibilidad de tomar un desvío justo antes que le conduce a otra vía en la que tan solo hay una persona (que será también atropellada en ese caso). Conforme a la doctrina utilitarista, la «mejor» opción (obviamente no para la persona atropellada) sería la de tomar el desvío y «sacrificar» a una persona para así poder salvar a más. Esta es una conclusión que, aunque desagradable (pues hay una víctima), a muchas personas les parecería asumible o incluso razonable, y de hecho diversos experimentos empíricos en el ámbito de la psicología muestran que muchos tomarían la misma decisión cuando se trata de elegir entre un número mayor o menor de víctimas. Las cosas cambian de manera significativa, no obstante, si en el ejemplo se sustituye esa única víctima al azar por un hijo u otra persona cercana, o incluso por uno mismo (autosacrificio). Conforme a los parámetros utilitaristas, no solo estaría justificado, sino que sería incluso moralmente obligatorio sacrificar a un hijo para salvar a varios desconocidos, o si estoy circulando con mi vehículo y el único modo de evitar atropellar gravemente a varias personas es dando un golpe de volante y despeñarme por un precipicio que con toda probabilidad me causará la muerte, mi deber sería sacrificarme. Estos últimos resultados difícilmente resultan asumibles, lo que pone en cuestión la plausibilidad que inicialmente parece tener el principio de utilidad. (9)
(9) Los experimentos de la llamada moral machine (https://www.moralmachine.net) del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), en los cuales los participantes asumen el rol de pasajeros de un vehículo autónomo y se enfrentan a situaciones de dilema en las que un accidente es inevitable, muestran que mayoritariamente, cuando se trata de víctimas externas, la gente sigue el criterio utilitarista del mal menor (menor número de víctimas o menor entidad del daño), pero cuando se trata de elegir entre que las víctimas sean los propios ocupantes del vehículo o los peatones, los resultados cambian significativamente. Otros estudios empíricos reflejan que la gran mayoría de individuos no compraría un vehículo autónomo programado para «sacrificar» a sus ocupantes provocando su propio accidente para así evitar atropellos a terceros.
Otro ejemplo que en ocasiones se propone como muestra de la aplicación de los criterios utilitaristas es el del derribo de un avión repleto de pasajeros que ha sido secuestrado por terroristas con el propósito de estrellarlo contra un determinado objetivo, causando muchas más víctimas. Esta posibilidad se estableció, de hecho, en la ley de seguridad aérea alemana de 2005, aunque posteriormente fue anulada por el Tribunal Constitucional alemán. La idea es que resulta preferible «sacrificar» a los pasajeros y a la tripulación de un avión si de ese modo se evita un mal mayor (más víctimas por la colisión). Pero en realidad, se trata de un ejemplo algo tramposo, ya que aquí no se trata de la elección entre la vida o la muerte de los pasajeros, ya que, si el secuestro se ha producido, el resultado inevitable es que estos morirán, ya sea por la colisión o por el derribo. Por tanto, se trata en realidad de elegir entre evitar la muerte de otras personas o no hacerlo (o, a lo sumo, entre adelantar la muerte de los pasajeros unos minutos y evitar así otras muchas víctimas, o que vivan unos minutos más y que haya muchas más muertes).
  • Pero la que sería probablemente la crítica más importante es la planteada por el filósofo norteamericano John Rawls (1921-2002), cuando sostiene que el utilitarismo no tiene en cuenta la separabilidad o independencia de los individuos. Para esta concepción moral, el único criterio relevante en último término es la suma o cantidad global de felicidad o bienestar, pero no tiene en cuenta el modo como estos se distribuyen entre los miembros de la sociedad. En la medida en que se trata de favorecer o satisfacer al mayor número posible de personas, puede ocurrir que sistemáticamente todas las ventajas o beneficios recaigan siempre sobre los mismos (aunque sean la mayoría), a costa de perjudicar o discriminar sistemáticamente a otros (la minoría). La idea de una sociedad justa requiere que exista una distribución más o menos equitativa o equilibrada de los beneficios y cargas sociales, y el utilitarismo implica el sacrificio de las minorías por el mero hecho de serlo (la suma de su felicidad y sus intereses siempre será menor a la de la mayoría). En algunos de los ejemplos anteriores se ilustra claramente esta idea: en el caso de que esté en juego la vida de dos grupos de personas, uno más numeroso que el otro, la balanza siempre se inclinará a favor de salvar al grupo más numeroso, a pesar de que no exista ninguna razón ni circunstancia por la que los individuos del grupo más numeroso merezcan un mejor trato, aparte del hecho puramente azaroso y arbitrario de formar parte de la mayoría. Quien tenga la mala suerte de formar parte en ese momento de una minoría será siempre discriminado y sacrificado en beneficio de otros.

    Además, la teoría utilitarista es incapaz de proporcionar un fundamento teórico sólido para el reconocimiento y protección de los derechos humanos o fundamentales. Estos derechos no dependen de cuestiones numéricas, puesto que se reconocen a todos los individuos por igual, y, como señala Dworkin, constituyen «cartas de triunfo» (trump cards) frente a la mayoría: ninguna mayoría, por amplia que esta sea, puede privar de sus derechos fundamentales a un individuo o minoría. Por el contrario, las consideraciones utilitaristas servirían de base para lesionar y sacrificar los derechos de las minorías si con ello se consiguen ciertos fines sociales considerados valiosos por la mayoría.

Si se supone, por ejemplo, que los miembros de una determinada comunidad profesan mayoritariamente una determinada religión, y resuelven por mayoría que el Estado adopte una religión oficial, y que en los actos de los poderes públicos haya simbología religiosa de esa creencia, o que haya financiación pública de dicho credo religioso y no de otros, o que la legislación se ajuste a los elementos o creencias de dicho credo (por ejemplo, prohibiendo trabajar en los días considerados sagrados según esa religión, o castigando legalmente determinadas conductas consideradas como «pecado»), partiendo de consideraciones utilitaristas, estaría plenamente justificado hacerlo, en la medida en que ello incrementa el nivel de felicidad/bienestar/preferencias de la mayoría, aunque sea en perjuicio de los que profesan otras religiones o simplemente no sean creyentes (que en conjunto serían una minoría). Sin embargo, esto sería incompatible con el reconocimiento de un derecho fundamental a la libertad religiosa, que prevalecería sobre la voluntad de la mayoría.
3.3.2.La teoría liberal de John Rawls
El profesor de Harvard John Rawls obtuvo reconocimiento y prestigio mundiales después de la publicación de su obra A Theory of Justice (1971), (10) que pronto se convirtió, por su interés, rigor y calidad, en un referente ineludible tanto en su ámbito «propio» (la filosofía política) como en otros campos más o menos afines, como la filosofía moral, la ciencia política, la economía o el Derecho.
Existe un consenso prácticamente unánime en considerarla como una de las obras de referencia de su ámbito del siglo xx, y su influencia ha sido tan grande que no puede entenderse la discusión en filosofía política de las últimas décadas sin tenerla en cuenta, ya que puede afirmarse sin exageración que todo el debate, directa o indirectamente, gira en torno a la obra de este autor, ya sea defendiéndolo, criticándolo, matizándolo o interpretándolo.
Se trata de una obra con un alto nivel de complejidad y sofisticación, razón por la cual aquí solo se señalarán de manera breve y muy simplificada algunos de sus rasgos principales.
La posición originaria y el velo de la ignorancia
A diferencia del utilitarismo, la concepción de la justicia de Rawls tiene un marcado carácter deontológico, lo que significa que la corrección moral depende de la adecuación de las acciones y decisiones a unos determinados principios. De hecho, uno de los objetivos fundamentales del autor era ofrecer una alternativa sólida a la concepción utilitarista, que era la predominante en el momento en el que Rawls desarrolla su teoría.
Puede considerarse que la teoría de la justicia de Rawls entronca con la tradición contractualista clásica de los siglos xvii y xviii (de filósofos como Thomas Hobbes, John Locke, Jean-Jacques Rousseau o Immanuel Kant), ya que el autor se sirve del instrumento teórico del contrato social (un hipotético acuerdo entre los miembros de la sociedad para crear una comunidad política o estado), especialmente en su versión kantiana, como uno de los principales apoyos de su teoría, si bien con un nivel de desarrollo y precisión muy superior al que se encuentra en los contractualistas clásicos. Además, su concepción del contrato social es puramente teórica, en el sentido de que viene a ser una especie de experimento mental que no se da ni puede darse en la práctica (lo que, por otra parte, no le priva en absoluto de validez justificatoria).
En síntesis, sostiene que los principios de justicia (aquellos que rigen en una sociedad justa) son los que serían elegidos por personas libres e iguales (que comparten una cierta antropología) en la situación que él denomina como posición originaria, en la cual las personas se hallan bajo el velo de la ignorancia.
Es importante destacar que Rawls parte de ciertas asunciones antropológicas, es decir, de ciertas ideas básicas sobre cómo son los seres humanos. Su teoría, por lo tanto, podría no funcionar bajo presupuestos distintos.
Rawls parte, en primer lugar, de la idea de que los seres humanos son racionales y autointeresados. La racionalidad se entiende aquí en un sentido puramente instrumental o aristotélico, es decir, como la capacidad de seleccionar el medio más adecuado o eficaz para alcanzar la finalidad propuesta.
La racionalidad es, por lo tanto, independiente de la «bondad» o «maldad» en términos morales de la finalidad perseguida, de manera que si, por ejemplo, el objetivo de una persona es acabar con la vida de otra, será más racional clavarle un cuchillo en el corazón que golpearlo con un plumero.
El autointerés, por otra parte, significa que la finalidad primordial de los individuos es la satisfacción de sus propios intereses o propósitos. Rawls insiste en que el hecho de que los individuos sean autointeresados no implica ni que sean egoístas ni que sean envidiosos: no son necesariamente egoístas porque entre sus propios intereses puede estar el de ayudar a los demás, y no son (necesariamente, al menos) envidiosos porque solo están interesados en la consecución de sus propios fines, sin tener en cuenta el grado de éxito de los demás en la satisfacción de sus intereses.
Por ejemplo, yo puedo tener como fin la obtención de unos ingresos de 50.000 euros anuales, y considerarme satisfecho si consigo mi objetivo, independientemente de si otros tienen unos ingresos de 100.000 o de 500.000 euros.
Otro rasgo antropológico destacable es el de una cierta aversión al riesgo. Eso significa que, en situaciones de incertidumbre sobre el resultado final, los individuos tienden a optar por aquella alternativa que les asegure el mejor resultado posible (o el menos malo) en caso de que las cosas salgan mal.
Supongamos que se debe elegir entre dos apuestas del tipo «cara o cruz». En una de ellas, el resultado puede ser que se ganen 100 euros o que se pierdan 5, mientras que en la otra el resultado puede ser que se ganen 1.000 euros o que se tengan que pagar 1.000 euros. La aversión al riesgo implica que se elegiría la primera alternativa, ya que el resultado final en el peor de los casos es mejor que el resultado final que se obtendría en el peor de los casos bajo la segunda alternativa.
Por esta razón, como se verá, Rawls utilizará el criterio maximin (maximización de los mínimos), en lugar del criterio maximax (maximización de los máximos).
Otro de los presupuestos teóricos de Rawls (que en realidad es común a cualquier teoría de la justicia) es el del contexto de «escasez moderada». En un contexto de extrema abundancia (como, por ejemplo, el que había ideado Karl Marx respecto de la sociedad comunista), no tiene sentido hablar de justicia distributiva, ya que cualquier miembro puede proveerse de los recursos necesarios para desarrollar su plan de vida. Tampoco puede hablarse de justicia distributiva en un contexto de extrema escasez, ya que no hay nada para distribuir.
Los individuos que participan en la deliberación y elección de los principios de justicia, y que comparten estas características antropológicas, se encuentran en lo que Rawls denomina posición originaria. Tal situación es ideal y no real (no se da ni puede darse en la práctica porque es una construcción teórica), y se caracteriza porque en ella los participantes se encuentran bajo el velo de la ignorancia. Eso significa que, si bien tienen información general sobre la sociedad de la que formarán parte, no tienen ningún conocimiento relativo a sí mismos ni a la posición que ocuparán en la referida sociedad, de modo que, entre otros extremos, no saben si serán hombres o mujeres, qué lengua hablarán, si pertenecerán o no a un grupo étnico o religioso minoritario, si disfrutarán de buena o mala salud, si tendrán mayores o menores talentos o capacidades intelectuales, cuáles serán sus intereses y aficiones, etc. (todos estos aspectos forman parte de la llamada lotería natural, ya que no pueden ser elegidos libremente, pues cada uno es tal y como la naturaleza ha determinado que sea). Se trata de un requisito indispensable para que el debate y la discusión en la posición originaria no se vean afectados y sesgados por los intereses individuales derivados de las circunstancias concretas de cada individuo, de manera que la reflexión se mantenga lo más neutral posible.
Bajo estas circunstancias, y teniendo en cuenta que los individuos son racionales, autointeresados y con aversión al riesgo, se guiarán por el criterio maximin y escogerán aquellos principios de justicia que les aseguren la mejor situación posible para el caso en el que les corresponda ocupar las situaciones más desfavorecidas (por ejemplo, ser un anciano con mala salud y de una minoría étnica y religiosa). En consecuencia, según Rawls, como resultado de la deliberación se llegará a los dos siguientes principios básicos de la justicia:
Primer principio (Derechos y libertades básicas)
Toda persona debe tener un derecho igual al sistema total más extenso de libertades básicas (vida, integridad, conciencia, expresión, sufragio, libertad frente a detenciones arbitrarias, etc.), que sea compatible con un sistema de libertades similar para todos.
Segundo principio (principio de la diferencia)
Las desigualdades socioeconómicas solo están justificadas si satisfacen las dos condiciones siguientes: deben mejorar la situación de los que están peor y se tienen que vincular a funciones o posiciones accesibles a todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades.
Un aspecto muy destacable de la teoría rawlsiana consiste en que entre estos dos principios se establece un orden de prioridad lexicográfico, lo que significa que no puede iniciarse la satisfacción del segundo principio hasta que el primero (derechos y libertades) esté totalmente satisfecho. De este modo, se asegura que lo más importante es que el poder político garantice un conjunto de derechos básicos (los que habitualmente se conocen como «derechos liberales» o «libertades civiles»), protegiendo así, por un lado, el principio liberal de autonomía (la posibilidad de perseguir el propio plan de vida sin injerencias externas ilegítimas) y, por otro lado, evitando que se pueda discriminar u oprimir a cualquier persona por cualesquiera que sean sus circunstancias personales (como, por ejemplo, el hecho de pertenecer a algún grupo minoritario), ya sea por razones étnicas, religiosas, sexuales o de otra índole, asegurando así el principio liberal de dignidad, por el cual los individuos deben hacerse responsables (tanto a los efectos favorables como desfavorables) por lo que hacen y no por lo que son.
El segundo principio, denominado principio de la diferencia, establece ciertos requisitos para que las diferencias de renta y de riqueza puedan considerarse justas:
  • La primera exigencia es que como resultado de ellas se mejore la situación de los que están peor. Eso supone que si, por ejemplo, se parte de una situación en la que tanto A como B tienen 10, y se llega a una situación en la que A tiene 20 y B tiene 5, este enriquecimiento sería ilegítimo, pero en cambio, si el resultado es que A tiene 20 y B tiene 11, no podría objetarse nada, aunque en realidad haya aumentado la desigualdad (y siempre que también se satisfaga la segunda condición que después se verá). Es destacable que el principio de la diferencia, al menos en la interpretación más común que se hace de Rawls, no exige que la sociedad sea cada vez más igualitaria en términos socioeconómicos, ya que, de hecho, las diferencias pueden aumentar, pero el resultado solo será justo si el enriquecimiento está vinculado al crecimiento económico de la sociedad y la situación de los más desfavorecidos mejora. Lo que en ningún caso sería justo es que el enriquecimiento de algunos se realice a costa del empobrecimiento de los que están peor situados. Esta exigencia permite justificar teóricamente la existencia de un sistema impositivo que implique cierta redistribución de los ingresos para así mejorar la situación de los menos favorecidos (en forma de subsidios, ayudas, pensiones, etc.).

  • La segunda exigencia del principio de la diferencia es la igualdad de oportunidades. No existe inconveniente en que ciertos tipos de cargos, funciones u ocupaciones estén mejor remunerados que otros, incluso aunque ello suponga el incremento de las diferencias socioeconómicas, pero el acceso a estas posiciones socialmente ventajosas tiene que estar abierto a todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades. De esta manera se prohíbe cualquier tipo de privilegio o discriminación que facilite o dificulte el acceso a estas posiciones (como ocurriría, por ejemplo, si para acceder a ciertos cargos se necesitara cierto tipo de formación que está reservado solo a cierta clase de personas –por ejemplo, a los hombres y no a las mujeres, o a los miembros de una etnia y no a los del resto–, o a cierta clase social). Esta condición, por lo tanto, justifica la existencia de ciertas figuras o instituciones propias de lo que se suele conocer como «estado del bienestar», como son, por ejemplo, la educación y la asistencia sanitaria universales, con el fin de intentar colocar a todo el mundo en la medida de lo posible en la misma posición de salida.

El principio de la diferencia, en síntesis, muestra que Rawls defiende un cierto nivel de redistribución de la riqueza y, por lo tanto, un cierto grado de intervencionismo estatal en la economía, poniendo así límites a ciertas consecuencias del libre mercado. De este modo, ofrece un fundamento teórico para los llamados derechos económicos y sociales, y permite calificar a Rawls como liberal progresista o igualitario (lo cual, en términos más familiares, sería aquí calificado como centro-izquierda). Pero en ningún caso se trataría de un igualitario radical, ya que el núcleo liberal de su teoría tiene prioridad sobre los aspectos socioeconómicos.
Partiendo de estos principios de justicia, Rawls propone su plasmación a través de los instrumentos propios del Derecho para así asegurar su eficacia en fases sucesivas: primero en la Constitución, que debe reconocer y proteger los derechos y libertades básicas (primer principio de justicia), y más adelante en la legislación, que debe desarrollar las medidas pertinentes para asegurar la satisfacción del segundo principio (mejora de la situación de los más desfavorecidos e igualdad de oportunidades).
3.3.3.Comunitarismo y multiculturalismo
El discurso de los derechos humanos está estrechamente relacionado con el pensamiento liberal, y en este sentido, como producto histórico, es una creación de la Modernidad e Ilustración occidentales. Es decir, desde el punto de vista estrictamente descriptivo es algo que se genera en el contexto de la cultura occidental, en sentido amplio, y que de algún modo se ha exportado al resto del mundo, no siempre de manera pacífica, sino a veces acompañado de procesos de conquista y colonización, o de dominio económico, o más recientemente por la llamada globalización.
Los contactos entre culturas generan lo que los antropólogos suelen denominar como procesos de aculturación (pérdida de elementos o rasgos característicos de la propia cultura por la adopción o asimilación de los de otra cultura dominante) y de etnocidio cultural (desaparición de una cultura como tal –no necesariamente por la desaparición o aniquilación física de sus miembros). Pero al mismo tiempo, en muchas ocasiones, estos procesos generan reacciones de resistencia o autoafirmación en lo que se considera que constituye la identidad cultural propia (lengua, costumbres, tradiciones, creencias, etc.) y de rechazo a lo que se considera como una imposición, que pueden llegar incluso a niveles extremos de radicalismo (nacionalismos excluyentes, integrismo religioso, etc.).
El tema de las identidades culturales también ha llegado al ámbito de la filosofía política, usualmente relacionado con posturas contrarias o críticas con el liberalismo político. Se ha tenido ocasión de ver que existe una estrecha relación entre la tesis del reconocimiento y protección universal y preferente de un conjunto de derechos y libertades individuales básicas con las teorías de la justicia de orientación liberal, como la de Rawls. Pero ni mucho menos faltan voces que defienden la necesidad (o la justicia, en definitiva) de proteger los rasgos culturales o las expresiones de la identidad cultural propia, incluso de manera preferente a los derechos individuales de sus miembros: los fines sociales prevalecen sobre cualquier otro fin, decisión o proyecto vital individual, y el Estado no debe permanecer neutral respecto a los planes de vida libremente elegidos por sus ciudadanos, sino que tiene la potestad, o incluso la obligación, de proteger y promover ciertos ideales de vida buena vinculados a aspectos culturales identitarios (tradiciones, lenguas, creencias religiosas, concepción moral o social, etc.). Se trataría, en síntesis, de una modalidad de perfeccionismo moral.
En este contexto, podría hacerse una distinción entre aquellas posturas o teorías más radicales y que suponen un cuestionamiento más directo y claro de los principios de las teorías liberales, que se suelen englobar bajo el rótulo de «comunitarismo», y aquellas otras de carácter más moderado o que no suponen un rechazo frontal a la concepción liberal, sino más bien una reforma o adaptación de la misma, y que se conocen como «multiculturalismo».
El comunitarismo
Bajo este rótulo se suele hacer referencia al pensamiento de autores como Alasdair McIntyre, Charles Taylor, Michael Sandel o Bhikhu Parekh, (11) entre otros, que a partir de la década de los ochenta del pasado siglo publicaron importantes obras que cuestionaban la concepción liberal de la sociedad justa (de autores como Rawls o Dworkin) y criticaban abiertamente la idea liberal de neutralidad en cuestiones culturales e identitarias. A pesar de las importantes diferencias entre los autores, podría decirse que todos sostendrían dos tesis centrales: una de tipo descriptivo (la idea del yo vinculado o contextualizado) y otra de tipo normativo (rechazo de la neutralidad estatal y concepción perfeccionista de la política).
(11) Pueden verse, entre otros: MACINTYRE, A. (1981): After Virtue. A Study in Moral Theory. Notre Dame (Indiana): University of Notre Dame Press; TAYLOR, Ch. (1989): Sources of the Self. Harvard (Mass.): Harvard University Press; SANDEL, M. (1998): Liberalism and the Limits of Justice. Nueva York: Cambridge University Press; PAREKH, B. (2002). Rethinking Multiculturalism: Cultural Diversity and Political Theory. Harvard (Mass.): Harvard University Press.
  • Los comunitaristas afirman que los liberales tienen una concepción errónea de los individuos, ya que para estos (según dicen) los individuos serían seres «atomizados», totalmente desvinculados de los demás y de cualquier condicionamiento social y cultural; casi como los seres abstractos e incorpóreos imaginados por Rawls en la posición original, que elegirían de manera totalmente libre, autónoma e incondicionada sus proyectos vitales. Pero la realidad sería muy diferente. El liberalismo obviaría la importancia y el impacto de las relaciones sociales y culturales: la familia, el entorno social, la cultura, las creencias religiosas, la lengua, las tradiciones, etc., son lo que determinan en gran medida la forma de ver y entender el mundo de las personas, y delimitan las elecciones vitales que realmente tienen sentido. El individuo solo puede florecer y realizarse de forma plena dentro de los límites y el contexto predeterminado por el contexto cultural, dentro de las prácticas propias de la comunidad. Los comunitaristas oponen el yo vinculado al yo abstracto y desvinculado de los liberales.

  • La segunda tesis central, de carácter plenamente normativo, es que los vínculos culturales (tradiciones, creencias, moralidad, lengua, etc., en definitiva, su visión de una sociedad ordenada y armónica) son valiosos y merecen preservarse. Se sustituye, pues, la neutralidad de las teorías liberales acerca de los planes de vida por una concepción perfeccionista del Estado y la política. El Estado debería no solo proteger, sino promover activamente esos vínculos y elementos culturales que conformarían la idea de una vida buena, que se asocia a una visión cultural tradicional y que es moralmente superior a otras posibles que no se ajusten a ese modelo, aunque sea a costa de discriminar o no reconocer ciertos derechos a quienes no se adapten a esa visión o ideal. Toda concepción perfeccionista hace prevalecer ciertos fines colectivos sobre los individuales, lo que implica que los derechos humanos o libertades básicas individuales pueden no tener prioridad sobre consideraciones culturales o colectivas. Esto también sirve de base para algunas reivindicaciones colectivas de cierta autonomía normativa en el ámbito jurídico (por ejemplo, permitir a ciertas comunidades religiosas guiarse por la sharia o la torah, o a ciertos grupos étnicos por sus leyes tradicionales, con prevalencia o exclusión sobre la legislación estatal).

Desde la concepción liberal se ha dado respuesta a estas posiciones comunitaristas, y entre las múltiples críticas a las dos tesis anteriores pueden comentarse brevemente las siguientes:
  • La tesis del yo vinculado no serviría para atacar la teoría liberal porque se basaría en una confusión: la de tomar por una tesis descriptiva lo que en realidad sería una tesis normativa. Los autores liberales no niegan en ningún momento el impacto que, de hecho (desde un punto de vista descriptivo), tiene el contexto cultural. Pero lo que están defendiendo es una tesis normativa: la de que todos los individuos deben ser tratados con la misma consideración y respeto, y por ello deben respetarse sus elecciones autónomas relativas a los planes de vida que elijan, conservando además siempre la posibilidad de reconsiderarlos y cambiarlos. El Estado debe mantenerse neutral y no discriminar en función de los planes de vida elegidos, siempre que no dañen a terceros. Para hacer eso posible, los derechos y libertades básicos son instrumentalmente imprescindibles, razón por la que esos derechos siempre tienen un estatus privilegiado sobre cualquier decisión o finalidad colectiva (por ejemplo, la mayoría no puede decidir privar a una minoría de sus derechos básicos).

  • En cuanto a la tesis normativa del valor cultural, se estaría incurriendo en lo que se conoce como «falacia naturalista». Del hecho de que las cosas sean o hayan sido de un determinado modo no se sigue que sea bueno, justo o valioso que sean así.

El salto lógico del «ser» al «deber ser» se suele conocer con el nombre de «falacia naturalista», y se atribuye al filósofo escocés David Hume (1711-1776) su primera formulación. (12) Un ejemplo muy simple puede ilustrarlo: a partir de la norma «Está prohibido cometer homicidio» no se puede deducir la conclusión empírica (descriptiva) de que «Nadie comete homicidio», del mismo modo que de la afirmación empírica de que hay personas que cometen homicidio no se deduce que el homicidio esté permitido.
(12) Concretamente, en su Tratado de la naturaleza humana (1739), donde afirma: «No puedo dejar de añadir a estos razonamientos una observación que puede resultar de alguna importancia. En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que esta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes».
La tradición por sí misma no es lo que otorga valor moral a una práctica, incluso en los casos en los que esas prácticas sean idénticas. Por ejemplo, la decisión de una mujer de ajustarse a una visión católica tradicional según la cual su principal objetivo vital es ser ama de casa, cuidar y obedecer al marido y la procreación, no sería valiosa por el hecho de ser una concepción tradicional, sino en todo caso por el hecho de haber sido libremente elegida por esa persona, y dándole siempre la posibilidad de reflexionar y decidir sobre su proyecto vital, abandonándolo eventualmente a favor de otro, lo cual exige el reconocimiento y la protección privilegiada de un conjunto de derechos y libertades básicas.
El multiculturalismo
Las concepciones multiculturalistas, cuyo más destacado representante es el filósofo canadiense Will Kymlicka, (13) compartirían con el comunitarismo la crítica a las visiones liberales tradicionales por su falta de sensibilidad hacia los temas culturales e identitarios, pero desde presupuestos muy distintos, que las alejan de las concepciones anteriormente vistas.
Aunque pueda parecer paradójico, los argumentos del multiculturalismo irían en la línea de que es necesario reconocer y proteger en alguna medida en el ámbito público (político) elementos culturales e identitarios para que exista un auténtico respeto a los derechos de las personas y para que todas ellas puedan ser efectivamente consideradas como participantes plenos e iguales en la esfera pública.
Es decir, no se trata de una oposición frontal a las teorías liberales, sino más bien de una propuesta de ampliación de derechos para que las sociedades acaben siendo realmente fieles a los principios liberales en los que dicen basarse. Cuestión distinta es si las propuestas que se realizan desde el multiculturalismo serían realmente compatibles con los principios liberales.
Para entender la posición del multiculturalismo, debe partirse de la crítica que se realiza a las sociedades occidentales actuales, supuestamente basadas en los principios liberales. El discurso «oficial» de igualdad, imparcialidad y neutralidad sería en la práctica solo una fachada o una apariencia que esconde serias discriminaciones para todos aquellos individuos y colectivos que no se ajustan o encajan con la cultura dominante. Por ejemplo, incluso en sociedades occidentales actuales en las que no existe formalmente una religión oficial y se respeta la libertad religiosa, aparecen muchos elementos vinculados culturalmente a la tradición cristiana, como el hecho de que los días festivos sean los domingos o que en su gran mayoría coincidan con festividades religiosas cristianas, o que una determinada confesión tenga un estatus legal privilegiado frente a las demás y reciba financiación pública, o que exista presencia de simbología religiosa en centros públicos o actos institucionales con contenido religioso (como hacer una misa en un funeral de estado, jurar el cargo ante la Biblia, crucifijos en las escuelas públicas, etc.), o que la única modalidad legalmente reconocida de matrimonio sea la monogámica (y, aún en la mayoría de países, solo la heterosexual), aunque individuos adultos, libres e informados consientan en una unión poligámica, entre muchos otros ejemplos. Todo esto, que a simple vista puede parecer poco relevante o cuestiones menores, puede generar discriminaciones a quienes son miembros de grupos minoritarios (mujeres, minorías étnicas, religiosas, sexuales, personas dependientes o con discapacidad, etc.) y reflejar que no son realmente reconocidos como participantes en pie de igualdad en los asuntos públicos.
Pueden plantearse múltiples ejemplos, como el caso de un inmigrante que forma parte de un grupo cultural y religioso minoritario. Es posible que para esta persona suponga un problema muy importante para su conciencia tener que trabajar durante un día que para su cultura sea sagrado, mientras que no tendría impedimento alguno para trabajar los domingos. Sería mucho más respetuoso para con la libertad religiosa y de conciencia establecer un sistema por el cual haya un determinado número total de días festivos que fueran concretados por acuerdo entre el empresario y el trabajador, o simplemente a decisión de este último (o un sistema mixto). Si este inmigrante proviene de un país donde se habla otra lengua distinta, tendrá mayores dificultades para comprender y expresarse en el país de acogida, y si solo puede dirigirse a las instituciones del Estado en la lengua oficial y no en la propia, eso le coloca en una situación de desventaja para la defensa de sus derechos e intereses. Una alternativa podría ser la constitución de un servicio oficial y gratuito de traducciones, y permitir a todos los individuos que se dirijan a los poderes públicos en la lengua que les resulte más cómoda o accesible. Si este inmigrante está casado en un matrimonio poligámico, en la mayoría de los países occidentales solo reconocerán el estatuto legal de esposa a una de ellas, con las consecuencias que esto conlleva para cuestiones como las prestaciones de viudedad, alimentos, sucesión hereditaria, etc. Y como la mayoría de los inmigrantes tienen la consideración legal de extranjeros y no de ciudadanos, no disponen de derechos básicos de participación política para hacer visibles sus intereses y reivindicaciones, a pesar de estar sujetos a las mismas cargas.
El multiculturalismo propone la atribución de derechos específicos a determinados colectivos (sobre todo culturales) como medida para neutralizar las discriminaciones que de hecho se producen por no pertenecer al grupo mayoritario. Kymlicka presta especial atención a las comunidades indígenas y a las minorías lingüísticas (como la de los francófonos en Canadá), defendiendo derechos lingüísticos para proteger y promover las lenguas minoritarias propias (enseñanza en las escuelas, uso prioritario en las relaciones con la administración, etc.). Otra medida especialmente destacada es la del establecimiento de cuotas para grupos desaventajados (mujeres, minorías étnicas, lingüísticas o religiosas, etc.) en las instituciones representativas, como mecanismo para asegurar que se tomen en cuenta sus intereses en el debate público.
A pesar de que la propuesta de las cuotas resulta interesante, tampoco está exenta de problemas. Por ejemplo, como pone de manifiesto Roberto Gargarella, (14) resulta extremadamente difícil configurar los grupos relevantes, debido al carácter multidimensional de la identidad. Por ejemplo, si una persona es una mujer, negra, discapacitada y perteneciente a una minoría religiosa, ¿cuál sería el grupo al que debería adscribirse en términos de representación, el de las mujeres, el de una minoría étnica, el de los discapacitados...? Además, los detractores de las políticas de cuotas (incluyendo a muchas personas que serían incluidas en ellas) han alertado del riesgo de estigmatización que estas pueden conllevar, dando lugar a un resultado opuesto al pretendido, que es su consideración efectiva como ciudadanos de pleno derecho y en pie de igualdad con el resto. Se trata de una cuestión muy compleja a la que los partidarios de este tipo de medidas todavía no han conseguido ofrecer una respuesta satisfactoria.

Resumen

El ámbito del Derecho está indisolublemente ligado a los conceptos de justicia y moralidad, con los que guarda estrechas relaciones. En este último módulo se han visto brevemente algunas de estas conexiones, centrando la atención en tres aspectos:
  • El análisis de la existencia o no de un vínculo conceptual entre el Derecho y la moral (si la justicia es o no una exigencia para poder considerar o calificar algo como «Derecho»).

  • El debate sobre la justificación de la utilización de los mecanismos e instrumentos coactivos propios del Derecho para la imposición de la moral.

  • El papel del Derecho en la promoción de la justicia.

En cuanto al primer aspecto, existen dos tradiciones teóricas principales: el iusnaturalismo (para el que existe una conexión necesaria o conceptual entre el Derecho y la moral) y el iuspositivismo o positivismo jurídico, para el que esta conexión necesaria no existe, sin que ello implique que la justicia o la moralidad sean irrelevantes para el Derecho. Se han podido examinar las principales características de cada posición y sus principales problemas.
En relación con la discusión sobre la justificación del uso del Derecho para imponer o proteger cierta concepción moral, se han expuesto de manera breve los aspectos centrales de las principales posiciones al respecto: la liberal o del principio del daño, la paternalista y la perfeccionista, las cuales, respectivamente, van desde la posición más restrictiva a la más intervencionista. Así, mientras que para la concepción liberal solo está justificada la intervención en la autonomía personal con el fin de evitar un daño efectivo a un tercero, el paternalismo permitiría la intervención para evitar que un agente se provoque un daño a sí mismo, y el perfeccionismo legitimaría la imposición de un determinado modelo de virtud moral y el castigo jurídico de la inmoralidad. Dentro de esta última concepción, merece una especial mención la posición de Patrick Devlin, conocida como moralismo legal.
Por lo que respecta al papel del sistema jurídico como promotor de una sociedad más justa, es posible diferenciar, en primer lugar, el papel del Derecho como garantizador de la justicia formal. Siguiendo a Fuller, se trata de ciertas características formales que deberían satisfacer los sistemas jurídicos (generalidad, igualdad de trato, estabilidad, irretroactividad, etc.) y que, sin ser suficientes para garantizar la justicia sustantiva, sí que aportan un valor moral positivo en términos de justicia, en la medida en que limitan la arbitrariedad y promueven la seguridad jurídica.
En cuanto a la justicia material o de los contenidos del sistema jurídico, se puede diferenciar entre la justicia retributiva y la justicia distributiva. La primera persigue restablecer un orden o equilibrio que se considera que ha sido alterado o quebrantado de manera ilegítima, y se manifiesta principalmente en dos ámbitos: la responsabilidad civil y la responsabilidad criminal. La responsabilidad civil está basada en el concepto de daño y persigue la reparación o la indemnización de este. Por su parte, la responsabilidad criminal se basa en el concepto de ofensa y tiene como propósito sancionar o castigar la agresión cometida. Tanto uno como otro tipo de responsabilidad está sujeto a una serie de principios configuradores y limitadores.
La justicia distributiva, por otro lado, está vinculada a la distribución justa, adecuada o aceptable de los beneficios y cargas derivados de la vida en sociedad. Existen múltiples concepciones o teorías de la justicia, de las cuales se han expuesto brevemente algunas de ellas. En primer lugar, en la concepción utilitarista, basada en la maximización del bienestar de la mayoría. En segundo lugar, en una de las propuestas más relevantes de las últimas décadas, que es la teoría de la justicia de John Rawls, basada en los ideales de libertad, igualdad e imparcialidad. De acuerdo con la misma, el propósito principal de toda estructura político-jurídica es el reconocimiento y protección de un conjunto de derechos y libertades fundamentales e iguales para todos los miembros de la sociedad, y una vez garantizado este punto, establece una serie de criterios para determinar cómo y cuándo las desigualdades socioeconómicas están justificadas, y cómo debe intervenir el Estado (a través del Derecho) para corregir las desigualdades injustas, llevando a cabo actividades redistributivas. Por último, se ha hecho referencia a una de las posiciones contemporáneas críticas con la concepción de Rawls, conocida como multiculturalismo, para la cual resulta necesario el reconocimiento de derechos colectivos de tipo cultural como mecanismo para satisfacer precisamente algunas de las exigencias de las concepciones liberales.