Naturaleza y organización de las actitudes

  • Cristina Pallí Monguilod

     Cristina Pallí Monguilod

    Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Barcelona. Magíster en Psicología Social. Ha trabajado principalmente en psicología comunitaria, interculturalidad y etnografía. Actualmente trabaja en ciencia y tecnología, con métodos etnográficos.

  • Luz M. Martínez Martínez

     Luz M. Martínez Martínez

    Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus intereses de investigación se han centrado en los ámbitos de la subjetividad y los estudios de género. En el ámbito profesional se especializa en trabajo e intervención comunitaria.

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Introducción

Presentación
En este módulo nos aproximaremos a un concepto que ha sido clave para la psicología social, el concepto de actitudes. Aunque todos tenemos una idea de sentido común sobre qué son las actitudes en nuestra vida cotidiana, no siempre coincide con el sentido más técnico que se les ha dado en psicología social, y es a este último sentido al que nos aproximaremos en este módulo. A menudo las actitudes han sido conceptualizadas como una predisposición a actuar hacia un objeto de una determinada manera. Entendidas así, como veremos, han permitido partir del supuesto de cierta coherencia entre el pensamiento, las emociones y la acción de las personas. En otras palabras, las actitudes han posibilitado a la psicología social conceptualizar teóricamente la relación entre lo que la gente piensa, siente, dice y hace.
De todos modos, y como quedará claro a lo largo del módulo, no hay una única manera homogénea de entender las actitudes, sino que este concepto ha cambiado a lo largo de la historia de la psicología social, según las diferentes tendencias teóricas y preocupaciones dominantes del momento. Pese a los desacuerdos, sin embargo, existe cierto consenso sobre algunas de sus características básicas, como su carácter mediador, la importancia de los aspectos afectivos y su vinculación con el comportamiento.
Otra característica clave será su poder de vinculación del mundo personal con el mundo social: las actitudes pueden ser vistas como una concretización del pensamiento grupal en la persona. Serían, pues, un punto de encuentro entre la psicología y la sociología, un concepto plenamente psicosocial. Por este motivo, uno de los objetivos del módulo será recontextualizar las actitudes vinculadas a los grupos y a las relaciones de poder entre grupos, presentarlas como una producción colectiva, que variará según los valores culturales, y mostrar cuál ha sido el papel que han tenido en la disciplina y en los procesos de reproducción social.
Introducción
En el módulo anterior hemos visto que considerar la identidad desde una perspectiva psicosocial –a diferencia de una psicologista o sociologista– nos proporciona una buena ocasión para entender cómo el individuo y la sociedad se conforman mutuamente en un proceso constitutivo en el que las categorías grupales son clave. Sin embargo, el hecho de aceptar esta constitución mutua plantea preguntas: si nuestra identidad y manera de ser están constituidas por el grupo, ¿cómo llegamos a tener sensaciones, pensamientos y acciones individuales? En este módulo nos aproximaremos a un concepto que precisamente permite esta articulación entre lo individual y lo grupal en psicología social: el concepto de actitud.
Las actitudes han sido un tema estrella en la psicología social presente casi a lo largo de toda su historia –incluso han recibido la denominación de "la joya de la corona". Del latín aptus –preparado para la acción–, la actitud se ha relacionado con la acción, con la posición y posturas corporales siempre observables. A mediados del siglo XVII, por ejemplo, actitud era un término técnico en pintura y escultura que hacía referencia a la postura del cuerpo. No obstante, hoy día ha tomado un significado diferente, y se refiere más a la posición de alguien respecto a algo, una especie de disposición mental o de ánimo, no directamente observable, sino que se tiene que inferir de la observación del comportamiento. No obstante, conserva el vínculo con la acción: ciertas actitudes harán más plausible que nos comportemos de una manera y no de otra.
Es precisamente esta relación entre una manera de sentir, pensar y actuar, lo que intentará expresar el concepto de actitud tal como se entiende en psicología social. De momento, pues, podríamos decir que una actitud es una predisposición a comportarnos de una determinada manera ante una situación u objeto social. Precisamente, la conexión que tiene con la conducta es uno de los factores que explica el éxito como concepto teórico. En tanto que permiten teorizar la relación entre cómo piensa la gente, siente y actúa, las actitudes significaron la promesa de poder explicar el comportamiento humano como racional, a partir de principios científicos. Así pues, fueron uno de los elementos que permitieron a la psicología social constituirse como científica.
La actitud, en la versión predominante en la disciplina, se ha entendido como una predisposición interna del individuo. Como veremos, la manera de concebir esta disposición ha variado: a menudo se le ha dado un carácter afectivo, pero también cognitivo y conductual. Sin embargo, en todo caso, las actitudes se han mantenido como concepto claramente individual, no arraigado en una dimensión social. Esto se ve claramente en las aportaciones de Festinger, uno de los autores que más ha contribuido no sólo en el campo de las actitudes, sino en la psicología social en general (tanto es así que algunos denominan la "era Festinger" a los años cincuenta y sesenta, época en que tuvo más influencia).
Festinger es el autor de la teoría de la comparación social y de la disonancia cognitiva, que veremos más extensamente a lo largo del módulo. Los puntos de contacto de las dos teorías, sin embargo, consisten en que la persona necesita coherencia y estabilidad en sus relaciones, y para asegurar este equilibrio, utilizará procesos comparativos. Por ejemplo, en el caso de que queramos saber si nuestras actitudes son correctas, comparamos las nuestras con las de los otros (comparación social). Si queremos saber si somos coherentes, comparamos qué decimos, qué pensamos y qué hacemos, para ver si hay coincidencia. Si las comparaciones muestran discrepancias (disonancia cognitiva), el estado psicológico de malestar originado llevará a la persona a hacer cambios en su sistema cognitivo, para corregir la discrepancia.
Como se ve en esta breve explicación, el origen de las actitudes se encuentra en el sistema cognitivo individual, mientras que los grupos –o mejor dicho, nuestra pertenencia a distintos grupos– se considerarán simplemente como recurso para comparar y alterar nuestras acciones. En el fondo, esta idea se basa en la metáfora de lo social como capa de pintura: el contexto social y grupal es una simple influencia moduladora de la acción humana, que "sólo" altera un proceso de naturaleza intrínsecamente individual y mental.
Sin embargo, desde orientaciones próximas a las de Festinger, se llevaron a cabo otros estudios que mostraban que el papel de los grupos era más importante que una "simple influencia". El grupo tenía un papel constitutivo de las actitudes. Así, Newcomb, otro psicólogo social clásico, mostrará cómo las actitudes no se generan y mantienen en el vacío social, sino que están vinculadas a los grupos de pertenencia y referencia, como ya veremos. Las actitudes ahora no aparecerán como individuales, sino radicalmente sociales.
La tensión entre el carácter individual o social de las actitudes se encuentra a lo largo de la historia de este concepto. Como dice Edward Sampson, un psicólogo social crítico con las concepciones individuales dominantes, una tradición ha entendido las actitudes como localizadas dentro de la cabeza del individuo, con propiedades específicas que pueden ser descubiertas y descritas, aunque no se pueden ver directamente, sino que se tienen que inferir. La otra tradición las considera invenciones arraigadas históricamente, sin realidad en la mente independientemente de la sociedad que las crea para sus propósitos particulares.
Desde esta perspectiva social nos podemos volver a plantear por qué las actitudes han sido tan importantes para la psicología social. Decíamos que representaron la oportunidad de entender de manera científica el comportamiento de las personas. Sin embargo, bien podría ser que la promesa de cientificidad no fuera la única que llevaban implícitas las actitudes... Efectivamente, uno de los grandes atractivos del concepto es la perspectiva de influencia y control de conductas individuales y colectivas que comportaban: si las actitudes influyen en las acciones... ¡mediante las actitudes se podría controlar, predecir y cambiar la conducta! Y esto plantea preguntas respecto a cuáles son las actitudes que merece la pena cambiar. Si hemos dicho que las actitudes están vinculadas al grupo, ¿cuáles son los grupos que deciden qué actitudes se modifican, y cuáles los grupos que son objeto de modificación? Estos tipos de preguntas indican que las actitudes se pueden entender mejor si su análisis se lleva a término en el ámbito de los conflictos de poder entre grupos, más que en el ámbito de los conflictos cognitivos personales.
Efectivamente, con la posibilidad de modificar actitudes y conductas, se abrían posibilidades de lo que se ha denominado "ingeniería social": ante la apariencia de cambios para "mejorar la sociedad", los cambios de actitud se podían dirigir hacia aquellos grupos que se consideraban diferentes, molestos o bien improductivos para el orden social; la manea de ver el mundo (o ideología) que se privilegiaba era, naturalmente, la de aquellos grupos sociales que están en posiciones de poder, con los consiguientes efectos de reproducción social. Probablemente, por esta razón, el concepto ha sido tan popular, incluso más allá de la psicología social, hasta convertirse en un verdadero negocio: pensad en la industria de la publicidad, en las comunicaciones persuasivas de los partidos políticos y sus campañas electorales, las campañas de información y educación, etc.
Sin embargo, como apuntaba Sampson, existen otros modos de concebir las actitudes, como considerarlas sociales, históricas, arraigadas en los grupos y procesos ideológicos –y, por tanto, inevitablemente vinculadas al orden social. Una de estas maneras la proporcionan las perspectivas discursivas, que acompañarán su noción de actitud con un concepto diferente de persona. Así, mientras la visión tradicional reposaba implícitamente en una idea de sujeto pasivo, la persona aparecerá ahora como un agente activo, que otorga sentido a su vida a partir de la interacción y relación con los otros.
Las orientaciones discursivas no considerarán las actitudes como algo interno, mental, individual, sino como maneras de hablar evaluativas, que pretenden mostrar a los otros la posición de quien habla respecto a temáticas controvertidas. Básicamente, las actitudes se verán como fruto de interacciones y argumentación entre personas, estrechamente vinculadas a relaciones de poder entre grupos. Su estudio se aproximará a entender el significado que la gente da a estas expresiones evaluativas y cómo éste varía según el contexto, más que a una supuesta coherencia entre sí. Sin embargo, las actitudes se consideran especialmente, vinculadas al poder constructor del lenguaje y, por tanto, a los valores culturales y a la visión del mundo que se negocian y comparten mediante éste.

Objetivos

Los objetivos básicos del módulo son, pues, que consigáis:
  1. Entender la naturaleza y características de las actitudes.

  2. Ver la diferencia entre visiones individualistas y psicologizantes de actitud, y visiones más sociales, y reflexionar sobre los efectos y consecuencias sociales de cada una de estas concepciones.

  3. Comprender los mecanismos de génesis y las funciones de las actitudes, e identificar los procesos fundamentales del cambio de actitudes; cuáles son las principales variables que influyen en las mismas, y las principales dificultades para conseguir una predicción de la conducta a partir de las actitudes.

  4. Entender el componente ideológico que las actitudes comportan, y las posibilidades de control social.

  5. Concebir el lenguaje como proceso constructor, vinculado a valores sociales.

1.Naturaleza de las actitudes

1.1.Concepto

Si pretendiéramos comenzar a explicar qué son las actitudes y seleccionar una definición de las mismas, probablemente no sería un intento muy afortunado, ya que en la literatura sobre el tema se dice que se pueden encontrar más de doscientas definiciones diferentes –y, de hecho, algunos autores ascienden la suma hasta quinientas. Ahora bien, esta diversidad no se encuentra simplemente en el ámbito de las definiciones, sino que cada una comporta no sólo una idea muy diferente de lo que es una actitud, sino también un concepto implícito diferente de conocimiento, de persona, del mundo social. Por este motivo, la mejor manera de aproximarnos a las actitudes es intentar entender cuál es su naturaleza como concepto teórico que es, y también cuál ha sido su historia –teniendo siempre presente que ésta es más bien una historia de desacuerdo que de consenso.
1.1.1.Breve historia
Parece que fueron William I. Thomas y Florian Znaniecki, con su voluminoso estudio, llevado a término entre 1918 y 1920, sobre las diferencias en conductas en la vida cotidiana de campesinos poloneses que vivían en Polonia y en Estados Unidos, los cuales introdujeron y elaboraron el concepto en la psicología social. Para estos autores, las actitudes tienen una dimensión mental y subjetiva, en tanto que son "un proceso de conciencia individual"; no obstante, no dejan de tener un origen social, ya que son vistas como la plasmación en las personas de los valores definidos por la sociedad hacia un objeto social. Así pues, cuando Thomas y Znaniecki plantean las actitudes como una forma de relación o vínculo entre un sujeto y un objeto, queda claro que lo que para ellos dará sentido a esta relación es el contexto más amplio de la relación entre los individuos y la colectividad. Al mismo tiempo que dan importancia al carácter social, también resaltan el afectivo: las actitudes comportan relaciones favorables o desfavorables hacia ciertos objetos sociales.
En los años veinte, el concepto de actitud ya dominaba la psicología social. Pese a ser concebidas de forma mentalista, la dimensión cognitiva –es decir, el grado en que las actitudes influyen en los procesos de percepción, pensamiento y memoria– será ignorada. De hecho, como causa de la hegemonía conductista, durante bastantes años las actitudes serán entendidas como una noción conductual, vinculadas al comportamiento, conceptualizadas bajo la noción de hábito, y sin tener muy en cuenta la dimensión afectiva, que sí aparecía en sus introductores. No será hasta la vuelta de la psicología cognitiva cuando se volverá a pensar la relación entre las actitudes y los procesos cognitivos (como percepción, memoria, aprendizaje, juicios sociales, reconocimiento de objetos, etc.). Ahora bien, su componente afectivo no será nunca plenamente recuperado.
La consolidación del concepto en psicología social vendrá de la mano de Louis Leon Thurstone, con su publicación en 1928 de su artículo optimista "Las actitudes se pueden medir", y la construcción en 1929 de una escala para medir actitudes. Su contribución disipó las dudas sobre la existencia de las actitudes, ya que la posibilidad de medirlas provocó que fueran un concepto más tangente. ¡El mensaje estaba muy claro: si las actitudes se pueden medir, quiere decir que existen! Otra escala que también permitía medir actitudes de manera más fácil, creada por Rensis Likert, en 1932, acabó de ayudar a la consolidación de las actitudes.
A partir de este momento, y durante los años treinta, el estudio de las actitudes se centrará en aspectos metodológicos y de medida de las actitudes. Será también el momento en el que Gordon W. Allport (1935), uno de los teóricos que más ha trabajado las actitudes, reformulará el concepto. Como resultado de esta nueva formulación, y en el contexto fuertemente psicologizante que dominaba la disciplina en la época, perderá el arraigo social con el que había entrado en la disciplina (la mediación de la sociedad en la relación entre la persona y el objeto), y se le dará una dimensión individual. De hecho, de manera significativa, las actitudes pasan a considerarse patrones internos, una predisposición mental y neurológica.
No obstante, a partir de la Segunda Guerra Mundial, las urgencias sociales dirigirán los estudios de actitudes hacia temas diferentes, más relacionados con las necesidades de la nueva situación. Los estudios sobre medidas de las actitudes darán lugar al estudio de los factores implicados en el cambio de actitudes, fase que durará prácticamente hasta los años sesenta. Encontraremos, por ejemplo, las contribuciones importantes de Leon Festinger y Theodor Newcomb. Será también el momento álgido de los estudios sobre comunicación y persuasión. De este modo, proliferarán estudios sobre cómo mantener la moral de las tropas o cómo crear actitudes favorables a la guerra... Hasta el punto de que la contribución de la psicología social a los esfuerzos de la guerra servirá para consolidarla como disciplina útil en términos de aplicaciones sociales.
Un ejemplo de las investigaciones de esta época lo encontramos en los estudios de Kurt Lewin, un psicólogo alemán de orientación gestáltica, emigrado a Estados Unidos en los años treinta. Lewin, conocido sobre todo por sus aportaciones a la dinámica de grupo y a la investigación-acción, estaba muy interesado en los procesos de cambio de conducta. Durante la época de escasez a causa de la guerra, estudió la eficacia de formas diferentes de modificar la actitud de la gente hacia ciertos alimentos, para conseguir que la gente quisiera consumir margarina o vísceras de animales, productos poco frecuentes hasta entonces.
A finales de los años sesenta y setenta, los estudios de las actitudes se vieron afectados por la crisis de la psicología social. En el ámbito general de la disciplina, esta crisis comportó lo siguiente:
a) un fuerte planteamiento acerca de la utilidad social de la investigación en psicología social (problemas de relevancia);
b) se hizo evidente una serie de problemas éticos que el tipo de investigaciones realizadas hasta el momento despertaba (problemas éticos); había un descontento general con los procedimientos y técnicas que se utilizaban para investigar, porque se daba más importancia a llevar a cabo experimentos sofisticados que a preguntarse cuestiones sustanciales (crisis metodológica);
c) se comienzan a cuestionar los mismos fundamentos de la disciplina y el tipo de conocimiento que se producía, y a poner de manifiesto la imposibilidad de elaborar, tal como se había pretendido hasta ahora, un conocimiento que imitase el conocimiento producido en las ciencias naturales (crisis epistemológica).
El hecho de cuestionarse las cosas, la duda y el pesimismo de aquella época llegan también al estudio de las actitudes: se considera que el estatus teórico de las actitudes es complejo y confuso y que la relación entre actitud y conducta es poco evidente y no lineal. A pesar de esta fase de pesimismo, otros autores –entre los cuales destacan Fishbein y Ajzen– las recuperan desde una perspectiva cognitiva y llegan a dar dinamismo a su estudio; de esta manera, hay un resurgimiento en los años ochenta y noventa, bastante centrado en la estructura y funciones de los sistemas de actitudes, que sigue los postulados de los modelos de procesamiento de la información. El estudio de las actitudes pasa del énfasis en sus dimensiones conductuales al énfasis en su dimensión cognitiva como estructura básica de conocimiento.
Definición

"Categorización de un objeto-estímulo a lo largo de una dimensión evaluativa, basada o generada a partir de tres tipos de información: 1) cognitiva, 2) información afectiva/emocional, y/o 3) información sobre las conductas pasadas o la intención conductual."

Zanna y Rempel (1988)

Después de esta breve trayectoria histórica, queda claro que no sólo ha tenido lugar una transformación a lo largo de la historia de la psicología social en la manera de entender las actitudes (1) , sino también que este concepto se ha modificado según el paradigma teórico dominante del momento, y permanece, eso sí, como concepto clave en la psicología social desde su inicio como disciplina. Por este motivo, se podría decir, hasta cierto punto, que el hecho de seguir la historia de las actitudes es también seguir la historia de la psicología social.
(1) Actitudes: tema clave
Las actitudes han sido un tema tan relevante en psicología social que algunos autores las han considerado coextensivas con la misma definición de la psicología. Según Allport, el concepto de actitud era imprescindible en la psicología social norteamericana.
De todos modos, y a pesar de la variedad de concepciones, existen ciertas características definitorias de las actitudes. Lo primero que se debe tener claro es que el concepto de actitud es un constructo teórico. Es decir, no se refiere a nada que pueda ser observado directamente, sino que es una variable intermediaria o estructura hipotética que se infiere a partir de conductas observables. Un ejemplo nos ayudará a entenderlo mejor. Si observamos a una persona que habla mal del sistema electoral, o que participa en una manifestación de rechazo del mismo sistema, podemos deducir de estas dos acciones que no está muy predispuesta hacia una sociedad organizada en el sistema de partidos políticos. Inferimos, pues, que tiene una actitud negativa hacia un sistema político concreto. Normalmente, además, esperaremos a que la persona tenga tanto una concepción negativa como sentimientos negativos hacia el sistema político.
No tenemos ninguna prueba de todas estas conclusiones, ya que son deducciones que hemos hecho a partir de la observación de sus actos. Por esta razón, decimos que la actitud es una variable intermediaria, estructura hipotética, sólo observable en sus consecuencias. Su utilidad es que nos permite explicar el vínculo existente entre ciertos objetos sociales y el comportamiento que la gente tiene hacia éstos; es decir, tienen un carácter mediador. En otras palabras, una actitud no es una cosa, sino una relación.
Las actitudes tienen, además, un carácter dinámico u orientador de la conducta: esperamos que la gente sea congruente con sus actitudes a la hora de actuar. En el ejemplo que utilizamos, esperaríamos que la persona mostrase su desacuerdo con el sistema político con el hecho de no ir a votar en las elecciones generales. Es más, incluso nos arriesgaremos a suponer que tampoco participará en otras situaciones e, incluso, que quizá participa en movimientos libertarios. Así pues, las actitudes nos permiten presuponer una coherencia entre lo que decimos, pensamos y sentimos y la manera como nos comportamos.
1.1.2.Componentes de las actitudes
Como era de esperar, la falta de consenso sobre qué es una actitud se refleja también en una divergencia respecto a cuáles son los componentes que la configuran. ¿Son las actitudes ideas? ¿Son creencias? ¿Son sentimientos? ¿Son simples repeticiones de actos habituales, tendencias? Obviamente, el hecho de elegir entre una manera de entenderlas u otra tiene repercusiones no sólo en cómo se conceptualizan las actitudes en sí, sino también en cómo se ve la relación entre las actitudes y otros constructos psicológicos, cómo se pueden medir las actitudes y cómo se puede entender o planificar su modificación.
El modelo que ha tenido más impacto es el denominado modelo tridimensional, que considera que las actitudes están formadas por tres componentes: 1) el cognitivo, 2) el evaluativo, y 3) el conductual. Por componente cognitivo se entiende el conjunto de ideas o conocimientos sobre el objeto; el evaluativo lo constituirían los sentimientos positivos o negativos hacia el objeto en cuestión; el conductual o conativo se trataría de la predisposición a actuar de determinada manera ante el objeto.
Así pues, según los modelos tridimensionales, las actitudes englobarían: 1) un conjunto organizado de convicciones o ideas, 2) que predispone favorable o desfavorablemente 3) a actuar respecto de un objeto social.
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No obstante, otros autores han cuestionado el modelo, y han propuesto uno unidimensional. Priorizan el carácter evaluativo como constitutivo de las actitudes –igualan las actitudes a la evaluación, positiva o negativa, emocional del objeto. Estos autores preferirían considerar los aspectos cognitivos y conductuales como constructos diferentes –creencias e intención conductual respectivamente– que, pese a que se relacionen con las actitudes, no serían parte de éstas. Es decir, una cosa serían las actitudes, otra las creencias (opiniones, información, conocimiento sobre el objeto), y otra la intención conductual (predisposición hacia algún tipo de acción respecto al objeto que no comporta una conducta segura). En medio de ambas posturas, hay algunas que defienden el modelo bidimensional y dan importancia a los componentes cognitivo y afectivo.
Para entender el concepto de actitud, sin embargo, no resulta tan esencial optar por un modelo y saber cuáles son los componentes esenciales, cómo tener presente que los tres aspectos –cognitivo, conductual y afectivo– son importantes en relación con las actitudes. En este sentido, e independientemente de qué modelo elijamos, sí que parece claro que sólo podemos hablar de actitud cuando el objeto sobre el cual opinamos, sentimos o reaccionamos nos afecta, cuando hay un compromiso o implicación personal; es decir, hablamos de actitud cuando nos posicionamos a favor o en contra de un objeto con sentimientos positivos o negativos.
Por este motivo, muchos autores, entre los cuales destaca Ignacio Martín-Baró (1983), están de acuerdo en dar a las actitudes un carácter eminentemente afectivo: es necesaria una vinculación afectiva entre la persona y el objeto. Como dijo William J. McGuire (1985), cuando la gente expresa actitudes, da respuestas que sitúan "objetos de pensamiento" en "dimensiones evaluativas". En cierto modo, habría una vuelta a la idea inicial, introducida por Thomas y Znanecki, que enfatizaba la parte más afectiva, parte que fue olvidada en el desarrollo posterior. Así pues, la actitud es uno de los pocos conceptos en psicología social que tiene el potencial (2) de teorizar sobre componentes afectivos.
(2) Decimos 'potencial' porque no creemos que en la mayoría de los trabajos se haya sabido desarrollar bien el carácter afectivo. La dominancia cognitiva ha hecho olvidar todo lo vinculado con la afectividad. Además, las exigencias metodológicas de operacionalización y las obsesiones cientifistas han provocado que el mismo carácter afectivo se perdiera en las investigaciones. En general, el tema de los afectos y de las emociones ha sido muy desatendido en la psicología social más tradicional.
1.1.3.Diferencias respecto a otros constructos
Otra tarea que los autores que estudian las actitudes han tenido que afrontar es su diferenciación respecto a otros conceptos psicológicos. Ésta es una tarea que, en particular, han tenido que afrontar los defensores de un modelo tridimensional. Estos autores piensan que, aparte del componente afectivo, las actitudes tienen un componente cognitivo y conductual. Pero entonces tienen la tarea añadida de especificar qué las diferencia de las creencias, de las opiniones, de los valores, por una parte, y de las conductas o de los hábitos, por la otra. Este problema, en cambio, no afectará tanto a los autores que apuestan por un modelo unidimensional. Puesto que para ellos las actitudes son sólo afectivas, no se pueden confundir con otros constructos psicológicos de carácter cognitivo o conductual.
La diferencia entre actitud y creencia se basaría en el hecho de que, en principio, la creencia no tendría un componente evaluativo y conductual. No obstante, incluso esto es cuestionable: ¿es realmente tan fácil separar creencias de valores implícitos en las creencias? O, dicho de otro modo, ¿existen creencias "neutras", que no comportan ningún juicio de valor? Si se pone esta posibilidad en cuestión, las anteriores diferenciaciones resultan más confusas.
Las opiniones, término que a menudo se ha utilizado para referirse a actitud en el campo de la información, se pueden distinguir considerándolas una manifestación más específica de la actitud –a menudo la expresión verbal de ésta. El concepto de valor ha sido considerado más amplio que el de actitud, porque es una estructura más compleja, compuesta de un conjunto de actitudes estructuradas de forma jerárquica.
Otra manera de distinguir las actitudes fue el hecho de decir que las opiniones y creencias no implican ninguna predisposición hacia la acción, a diferencia de la función dinamizadora de las actitudes. No obstante, cuando se comenzó a ver que las actitudes no siempre desembocaban en una conducta, y que tampoco se podría predecir qué comportamiento en concreto se llevaría a término, se relativizó la importancia del componente conductual como medio de distinguir las actitudes. Este componente también aproxima el concepto de actitud al de hábito, aunque el componente evaluativo de las actitudes permite diferenciarlos.
Hay que distinguir también las actitudes de otro concepto muy utilizado en la psicología social europea, el de representaciones sociales. Como las actitudes, también este concepto se refiere a una estructura cognitiva con información sobre la naturaleza de un objeto social. Más en concreto, las representaciones serían el conocimiento de sentido común que las personas tenemos y ponemos en funcionamiento en situaciones cotidianas para entenderlas y dar sentido al mundo. Las representaciones sociales configuran el sentido común que nos ayuda a orientarnos, y constituyen nuestro sistema simbólico. Las representaciones, en definitiva, nos permitirían dar coherencia a nuestro mundo.
El concepto de representación social

Creado por Moscovici a raíz de los trabajos de Émile Durkheim sobre representaciones colectivas, este concepto se entiende como "un conjunto de conceptos, afirmaciones y explicaciones originadas en la vida cotidiana en el curso de nuestras comunicaciones interindividuales. Son equivalentes en nuestra sociedad a los mitos y a los sistemas de valores de las sociedades tradicionales; se puede, incluso, decir que son la versión contemporánea del sentido común".

Moscovici (1981, p. 181)

Moscovici, en uno de los estudios clásicos de esta teoría, plantea cómo las ideas del psicoanálisis han pasado de ser un conocimiento especializado a ser parte del sentido común popular, y a formar una noción compartida y simplificada a la cual podemos recurrir para explicar comportamientos y maneras de ser de la gente en situaciones de cada día. Seguro que muchos de vosotros habéis escuchado a conocidos explicar reacciones inesperadas de la gente que dice que "están reprimidos y no expresan sus verdaderos sentimientos internos" o "tienen un complejo de inferioridad", o "que no son conscientes de sus conflictos", etc. Todas estas personas no sólo no transmiten una imagen esmerada de los principios teóricos del psicoanálisis, sino que probablemente ni tan sólo saben de dónde provienen estas expresiones.
Pese a tratarse de un conjunto de nociones homogéneo, las representaciones sociales tienen un carácter dinámico; los elementos que la componen y sus relaciones están continuamente en movimiento y construcción. En concreto, las representaciones sociales son generadas a partir de las conversaciones entre la gente, circulan mediante los medios de comunicación y son compartidas por grupos. Aquí radica la diferencia principal entre las actitudes y las representaciones sociales, ya que los teóricos de estas últimas ponen mucho énfasis en el origen social, y no cognitivo, de las representaciones. De todos modos, y a pesar de la insistencia en su naturaleza socialmente generada y compartida, todavía están ancladas en el sistema cognitivo del individuo, en tanto que las representaciones se refieren todavía a un conjunto de conceptos, afirmaciones y explicaciones –característica que las aproxima a las actitudes.
Ahora bien, según la teoría de las representaciones sociales, éstas serían conceptos de orden superior a las actitudes, ya que condicionan las actitudes que la gente tiene hacia un objeto y sus expresiones. Las actitudes que la gente mantiene sobre el psicoanálisis dependen fuertemente de la representación social que tienen. Así pues, mientras que según las teorías tradicionales de las actitudes éstas interceden entre un mundo objetivo y la persona (persona→actitud→psicoanálisis), para la teoría de las representaciones sociales éstas intercederían entre el objeto y la actitud (persona→representación social del psicoanálisis→actitud→psicoanálisis). En estos casos, la representación social es el filtro desde el cual se entiende el objeto. En otras palabras, la teoría de las representaciones sociales tendrá un carácter constructivista: la persona no se relaciona directamente con un mundo objetivo, sino con las representaciones de este mundo –de manera que para entender las actitudes necesitaremos primero entender su representación social.
1.1.4.Organización de las actitudes
Diferentes aproximaciones cognitivas, la mayoría desde el paradigma del procesamiento de la información, han intentado ver, ya no cómo se relacionan los elementos de las actitudes entre sí, sino cómo las mismas actitudes se relacionan entre sí. Básicamente, propondrán que las actitudes están estructuradas jerárquicamente (3) , configuran sistemas cognitivos superiores, y determinan el sistema cognitivo del sujeto. Además, se relacionarían también con el sistema de valores de las personas, y construirían configuraciones cognitivas complejas. Intuitivamente, en nuestra vida cotidiana todos asumimos que esto es así; por ejemplo, si sabemos que una persona tiene actitudes políticas conservadoras, esperaremos que también elija opciones conservadoras en otros ámbitos, como el aborto o la pena de muerte, o su opinión respecto al movimiento okupa.
(3) La descripción de las actitudes como estructuras cognitivas organizadas de forma jerárquica las acerca a la noción de representación social. Las representaciones sociales también están compuestas por un núcleo central –ideas esenciales para la representación– y elementos periféricos que lo complementan. Ahora bien, la teoría de las representaciones sociales ofrece una manera más sofisticada de entender cómo las actitudes son sociales, se organizan alrededor de grupos, y cómo relacionan las actitudes entre éstas.
Dentro de este sistema, las actitudes se pueden caracterizar por su posición en distintas dimensiones. La primera sería la dimensión centroperiférica: cuanto más interconectada está con otras actitudes, más central es una actitud. También encontramos la dimensión independiente-dependiente: cuanto más central es, más independiente se la supone. Estas dos dimensiones (centroperiférica e independiente-dependiente) guardan una estrecha relación con una tercera dimensión estable-modificable: cuanto más central es una actitud, más estable permanecerá. El vínculo de las actitudes entre éstas y con otros factores cognitivos (valores, creencias...) quiere decir que un cambio en las actitudes implica a menudo una reestructuración global cognitiva de la persona, y por esto suele ser tan costoso, como veremos. De todos modos, estas dimensiones no carecen de un cierto carácter tautológico o circular, ya que las dimensiones se definen por referencia unas a otras, y de manera independiente.
Medida de actitudes
El carácter mediador y relacional de las actitudes no permite que las podamos observar y medir directamente. Por este motivo, como apuntábamos en la breve revisión histórica del concepto, la aportación de un instrumento de medida por parte de Thurstone fue tan revolucionaria. Si él consiguió medirlas fue porque consideró que las opiniones de una persona hacia un objeto podían ser buenos indicadores de sus actitudes. Y las opiniones, ahora sí, eran susceptibles de ser medidas, en concreto, a partir de escalas.
De entre todas las escalas utilizadas, se destaca la escala de intervalos aparentemente iguales de Thurstone, la escala de Likert y el diferencial semántico de Osgood. Aquí explicaremos las dos primeras. El proceso de construcción de una escala Thurstone sigue los pasos siguientes:
Construcción de ítems: redacción de una serie de frases (alrededor de cien) relacionadas con el objeto de actitud. Estas frases deben representar todas las posiciones posibles respecto a este objeto, desde las más favorables a las más desfavorables. Un conjunto de personas que actúan como jueces, y que son entrenadas como tales, deben determinar, de la manera más objetiva posible, en qué medida estas afirmaciones son favorables o desfavorables, y las deben situar en una escala de entre cero y once puntos.
Cálculo del valor escalar: a cada frase (ítem) se le asigna un valor teniendo en cuenta las puntuaciones que le han dado los jueces. Este valor es la media de sus puntuaciones.
Selección de los ítems: se seleccionan entre veinte y treinta ítems y se siguen estos criterios: a) deben cubrir el continuo de la actitud; b) se seleccionan los ítems que han reunido más acuerdo por parte de los jueces, y se evitan los ítems ambiguos; c) se eliminan los ítems irrelevantes o que son incapaces de distinguir entre las posiciones diferentes de la gente.
Una vez determinados los ítems que componen la escala, ésta se puede utilizar para medir las actitudes de la gente. Las personas recibirán la puntuación correspondiente a la suma de los valores escalares de los ítems con los cuales han estado de acuerdo.
La otra escala más utilizada, un poco más fácil de aplicar, es la escala de Likert, que, de hecho, surgió como un intento de simplificar la complejidad de los pasos necesarios para construir una escala Thurstone. En lugar de necesitar las valoraciones de los jueces (es decir, personas que no responden según su opinión personal, sino según un entrenamiento previo que supuestamente las cualifica para distribuir las frases en un continuo de manera objetiva), se valida simplemente a partir de las opiniones personales de los sujetos. Finalmente, la escala se constituye y se eligen aquellos ítems que diferencian mejor los diferentes rangos de opinión.
Un ejemplo de un fragmento de una escala Likert sería el siguiente:
Habría que legalizar el consumo de droga
Totalmente de acuerdo
De acuerdo
Neutro
En desacuerdo
Totalmente en desacuerdo
A diferencia de la escala Thurstone, en la Likert se pide a la persona que indique el grado de acuerdo o desacuerdo con cada ítem, en una escala de cinco puntos; la suma de las cualificaciones individuales representa la actitud global. Se supone que cada escala es la expresión de una misma actitud, de manera que los ítems deberían correlacionar entre sí. La escala de Likert nos proporciona información acerca de cuál es el orden de las actitudes en un continuo (desde favorable hasta desfavorable), pero no nos permite saber la proximidad o distancia de las actitudes. Es decir, no sabemos si la diferencia entre estar de acuerdo y estar totalmente de acuerdo es mayor o menor que la diferencia entre estar de acuerdo y neutro.

1.2.Formación de las actitudes

La respuesta a cómo llegamos a tener unas actitudes determinadas y no otras ha sido muy diferente según el marco teórico de partida de los autores. En primer lugar, existe una diferencia en los grados de complejidad que se proponen; de este modo, algunos autores lo querrán explicar todo con los mismos principios, mientras que otros intentarán tener en cuenta cómo se pueden crear estas significaciones especiales que decíamos entre persona y objeto. Una segunda diferencia se encuentra en el tipo de factores que se propondrán como claves en la formación de las actitudes. De todas maneras, y pese a algunos intentos de relacionar las actitudes con factores genéticos, fisiológicos y/o de personalidad, que desde la psicología social desestimaremos, existe bastante consenso a la hora de considerar las actitudes como aprendidas, y no como innatas. Veremos a continuación algunos factores importantes en su formación.
1.2.1.Experiencia directa
Según algunas posiciones teóricas, la simple exposición a un objeto hace que obtengamos información sobre éste: esto sólo basta para que desarrollemos una actitud hacia el objeto (Fazio y Zanna, 1981). De hecho, y según la "hipótesis del efecto de la simple exposición" o familiaridad (Zajonc, 1968), parece que encontrarnos con un objeto un cierto número de veces nos predispone ya a tener una actitud, con frecuencia favorable, hacia el objeto. El efecto de la experiencia es más fuerte cuanto más larga y repetitiva es la exposición, o más traumática y decisiva. El ejemplo típico sería el niño que tiene miedo y huye de los perros después de que uno le haya mordido. O cuando os gusta una canción porque la habéis escuchado muchas veces. Esta posición es un buen ejemplo de hasta qué punto el estudio de las actitudes ha podido llegar a simplificar su complejidad inherente.
1.2.2.Factores de aprendizaje
Desde teorías conductistas, se explica la emergencia de actitudes según distintos procesos de aprendizaje. Lo primero que consideraremos es el condicionamiento clásico. Imaginemos una situación concreta. Un niño pequeño ve que su madre muestra señales de desacuerdo y molestia cada vez que se encuentra con miembros de un grupo minoritario. Al principio, el niño no tiene ningún tipo de respuesta ante estos miembros, pero, poco a poco, al cabo de encuentros repetidos, el niño acabará asociando el malestar y enojo de su madre a la presencia de estos miembros, de manera que, como consecuencia de este aprendizaje asociativo, el niño finalmente acabará reaccionando de la misma manera negativa ante la gente de grupos minoritarios.
Dentro de las mismas teorías, encontramos también a aquellos autores que prefieren ver las actitudes como constituidas a partir de procesos de refuerzos y castigos (condicionamiento instrumental). Insko (1965), por ejemplo, encontró que las respuestas a una encuesta de actitudes fueron influenciadas por una conversación telefónica hecha una semana antes de la encuesta, aparentemente no relacionada, en la que el investigador reforzaba ciertas actitudes y respondía "bien" a las opiniones expresadas por las personas. Este mecanismo se relaciona a menudo con la socialización; a partir de sonrisas, signos de aprobación, y atenciones, y de castigos o riñas, los padres y las madres educan a sus hijos e hijas en las direcciones que creen apropiadas –y al mismo tiempo, conforman de manera muy importante sus actitudes. Esto explicaría, por ejemplo, casos en los que escuchamos a niños y niñas que expresan opiniones políticas, que probablemente no entienden plenamente, sólo porque las han escuchado en casa.
Dentro de las teorías de aprendizaje encontramos también la noción de modelado de Bandura (1971), quien propondrá que para aprender una actitud no hace falta necesariamente experiencia directa. Con frecuencia, la observación del comportamiento de alguien (el modelo), y de las consecuencias que este comportamiento tiene para el modelo, basta para que nosotros hagamos un aprendizaje. Esta postura difiere de las anteriores en que el aprendizaje se lleva a cabo sin que la persona necesite experimentar directamente las consecuencias del comportamiento. Por ejemplo, tener una madre trabajadora con bastante éxito puede condicionar las actitudes de su hija sobre su orientación profesional y estilos de vida; tener un familiar metido en política puede orientar nuestra actitud hacia ciertos aspectos del sistema electoral.
De todos modos, las orientaciones conductistas proporcionan una visión muy simplificada del mundo social, que no está exenta de problemas. Por un lado, todas comparten una imprecisión conceptual sobre qué es un refuerzo. Además, se ha visto que los efectos de refuerzo no dependen tanto del refuerzo en sí como de lo que creen las personas que se les refuerza, de manera que se ha hecho imperiosa la necesidad de tener en cuenta los factores cognitivos y los valores del contexto social. En definitiva, hay que recuperar la complejidad de los procesos actitudinales, que no se pueden aprehender simplemente bajo la noción de conducta.
1.2.3.Agentes socializadores
La socialización, el proceso mediante el cual una persona pasa a ser un miembro competente para desarrollarse en una sociedad o en una cultura, es uno de los procesos principales de transmisión y reproducción de actitudes especialmente importante durante la infancia. Existen varios agentes de socialización, por ejemplo, la familia, la escuela, los medios de comunicación, y los amigos y grupos. Lo común a todos éstos, sin embargo, es que su influencia no se debe tanto a procesos de aprendizaje como a la transmisión de conocimiento. Esto implica transmisión de información, pero no sólo esto, sino que también se transmiten valores, modelos de conducta, información impregnada de valores, etc.
La familia, aquellas personas –habitualmente los padres, pero no necesariamente– que se encargan de educar y cuidar a los niños y niñas acaban transmitiendo también actitudes. Además, hay que tener en cuenta que los padres son la primera fuente de información con la que se encuentra el niño, información que se acaba convirtiendo en la más importante, creíble y difícil de modificar. En culturas donde la familia nuclear tiene menos peso, este efecto socializador puede radicar en la familia extensa, como hermanos y hermanas, tíos, o incluso otras mujeres del grupo. Esto nos ha hecho prestar atención hacia las diferencias culturales: cada niño y niña adquirirá las actitudes propias del entorno cultural en el que crece, y se encontrarán diferencias, pues, entre culturas, entre niveles socioeconómicos diferentes, etc.
Socialización escolar
La mejor prueba del papel socializador de la escuela lo tenemos cuando minorías culturales comienzan a tener acceso a ésta. Cuando algunos de los valores y comportamientos de los miembros de las minorías entran en contradicción con los de la escuela, se pone de manifiesto que esta institución socializa según criterios de la cultura occidental, mientras que los valores de cualquier otra cultura están ausentes y son excluidos sistemáticamente. Para una discusión sobre estas cuestiones, podéis leer I. Crespo; J.L. Lalueza, y A. Perinat (1994). "Derecho a la propia cultura: universalidad de valores o sesgo de la cultura dominante". Infancia y Sociedad (núm. 27/28, p. 283-294).
La escuela es otro factor clave. Como es propio de todas las instituciones, en las escuelas no se transmite simplemente conocimiento, sino también maneras de educar, comportarse y ser persona. Además, ni siquiera el conocimiento es neutro. Por el contrario, tiene valores implícitos sobre cómo son las personas y sus relaciones, cómo debería ser la sociedad, etc. La escuela, en definitiva, transmite a los estudiantes cierta manera de ver el mundo y de verse ellos mismos.
Los medios de comunicación tienen también un papel muy importante en la configuración de actitudes, en tanto que en sus informaciones, programas y publicidad transmiten valores, opiniones, modelos, etc., que las personas pueden adoptar, mientras que los estudios empíricos sobre la influencia en adultos de los medios de comunicación –en especial la televisión– no son concluyentes.
Esta influencia parece mucho más clara en el caso de los niños. Ahora bien, esta última afirmación deja abierta la pregunta de hasta qué punto estos resultados no se explicarían más bien por la concepción dominante que presenta a los niños y las niñas como manipulables y sin criterio propio.
Los estudios empíricos realizados parecen indicar que, a diferencia de lo que se pensaba y manifestaba en las primeras teorías, no existe una influencia directa de los medios en la persona, sino que el efecto de los medios se debe, más bien, al hecho de que proporcionan argumentos para nuestras discusiones y conversaciones, según defiende la teoría del flujo en dos etapas desarrollada por Lazarsfeld. Además, parece que estos efectos están mediatizados por el grupo al cual pertenece la persona, ya que son los denominados líderes de opinión de los grupos los que tienen una mayor influencia.
Los grupos son también una fuente importantísima en la formación de actitudes, ya que las personas tienden a desarrollar estas actitudes propias de los grupos con los cuales se relacionan. La influencia de los grupos se explica no sólo con procesos de refuerzo grupales, sino también, y principalmente, porque entran en juego aquellas normas y valores grupales que son clave para pertenecer al grupo. Ahora bien, esto que no quiere decir que las actitudes de una persona estén completamente definidas por los grupos a los cuales pertenece, sino que el grupo de referencia tendrá un papel muy importante.
Para explicar esto, será preciso que expliquemos un estudio, ya clásico, que llevó a cabo Newcomb en el Bennington College, escuela de orientación básicamente progresista, en la cual los profesores y profesoras creían que su trabajo consistía en familiarizar a los estudiantes con los problemas sociales de Estados Unidos en un momento de gran depresión (eran los años treinta) y de amenaza de guerras. El clima de la escuela era, pues, progresista, y esto se notaba especialmente en los estudiantes de último curso: en la comunidad de la escuela, el prestigio individual iba asociado al no-conservadurismo. Efectivamente, se podía notar una tendencia de las estudiantes a cambiar desde una posición conservadora en la entrada a la escuela, hacia una posición progresista durante los cursos superiores. Hasta aquí, pues, veríamos que el grupo condiciona fuertemente cuáles son las actitudes que desarrollará la persona.
Pese a esto, no todas las estudiantes cambiaban de actitud al pasar por la escuela; algunas la cambiaron poco o nada. Al estudiar qué podía dar lugar a estas diferencias, Newcomb llegó a la conclusión de que aquellas estudiantes que tomaban como grupo de referencia positivo a las estudiantes líderes del último curso –que eran muy progresistas– acababan modificando sus actitudes en la dirección progresista. Por el contrario, aquellas estudiantes que decían que se identificaban más con el entorno de fuera de la escuela, como el familiar, no alteraban sus actitudes conservadoras. Parece, pues, que aquellas chicas que se identificaban con el grupo, y que querían ser aceptadas y bien consideradas, se acercaban a la norma grupal, mientras que aquellas que no se identificaban con el mismo no tenían ninguna tendencia al cambio. Como refuerzo de esta interpretación, Newcomb observó que aquellas compañeras que tenían actitudes conservadoras estaban mucho peor consideradas e integradas en el resto de los grupos de chicas más progresistas.
En definitiva, como dice Newcomb, las actitudes no se adquieren "en un vacío social", sino que los grupos son elementos clave en la constitución y desarrollo de actitudes. Sin embargo, lo más relevante en la formación y adopción de actitudes, incluso más que el grupo de pertenencia, es el grupo de referencia con el cual la persona se identifica psicológicamente. Además, hay que tener en cuenta que, aunque en el ejemplo anterior el grupo era una referencia positiva, nuestras actitudes se mueven hacia las actitudes del grupo; si la referencia es negativa, las actitudes irán en direcciones opuestas.
La teoría de la comparación social de Festinger (1954) contribuye también a la explicación de cómo se constituyen nuestras actitudes, y cómo se parecen las actitudes de los miembros del grupo. Según Festinger, las personas necesitamos evaluar nuestras actitudes y habilidades para saber si son correctas. Si no tenemos criterios objetivos al alcance para valorarlas –como sucede normalmente en el caso de las situaciones sociales–, las comparamos con las de los demás.
Ahora bien, puesto que necesitamos obtener una autoimagen positiva y, además, queremos ser percibidos positivamente por los demás, la persona establecerá la comparación con un sesgo: buscar aquellas situaciones que comporten una confirmación de las propias actitudes. Esto quiere decir que no todas las personas valen como comparación, sino que tenderemos a compararnos con aquellas que percibamos como más parecidas a nosotros: de esta manera nos aseguramos de que nuestras actitudes sean corroboradas.
En caso de coincidencia, deducimos que nuestras actitudes deben ser correctas; en caso de discrepancia, intentaremos modificar nuestras actitudes, y las haremos converger hacia la actitud dominante, la actitud normativa. Se explica así cómo nuestras actitudes acaban pareciéndose a las actitudes de otros miembros del grupo. La teoría postula también que la gente se siente mutuamente atraída según la similitud entre sus actitudes sociales. Tenemos tendencia a juntarnos y formar grupo con aquellos con los que compartimos las mismas actitudes.
Ahora bien, esta teoría plantea una direccionalidad entre persona y grupo que es, como mínimo, problemática. Según lo que acabamos de decir, resultaría que el grupo emerge cuando se suma gente que, con anterioridad al grupo, ya tiene actitudes similares. Además, una persona tiene actitudes que después compara y ajusta a la norma grupal. Las actitudes, en origen, continúan siendo, pues, individuales, e independientes del grupo, y sólo con posterioridad se notaría la influencia grupal. Estas conclusiones, que sitúan al individuo como punto de partida de las explicaciones, ponen de manifiesto el individualismo metodológico de Festinger; pero son cuestionables: quizá no formamos un grupo con aquellos con los que compartimos actitudes, sino que compartimos actitudes con ciertas personas precisamente porque somos parte del mismo grupo. Compartir visión del mundo es una característica que define al grupo, y no una condición previa al grupo.
Un problema parecido lo encontramos en la teoría de las representaciones sociales. Ésta defiende que los miembros de un grupo comparten representaciones sociales, de modo que no sólo hay un alto consenso entre los miembros, sino que son las representaciones compartidas las que los configuran como grupo. Se han detectado dos problemas en este argumento. Por un lado, no está muy claro si el consenso dentro del grupo es tan alto como la teoría presupone, o más bien un efecto de las técnicas de investigación utilizadas. Por el otro, si bien la teoría comporta que los grupos están delimitados y determinados por las representaciones sociales que comparten los miembros, –y por tanto, para detectar un grupo parecería lógico tomar como punto de partida una determinada representación social y ver qué grupo de gente la comparte– a la hora de estudiarlas, el analista sigue el proceso contrario: se dirige al que decide que son grupos sociales ya definidos para ver cuáles son las representaciones sociales compartidas. Así, la teoría se apoya en un argumento tautológico: se identifican las representaciones a partir de un grupo, y después se afirma que son estas representaciones las que constituyen el grupo.

1.3.Funciones de las actitudes

Estas actitudes parten de la premisa de que las actitudes son útiles y cumplen funciones importantes para las personas. Estas funciones se dividen en motivacionales y cognitivas. Mientras las primeras presentan las actitudes como respuestas a necesidades individuales o de grupo, las segundas se centrarán en el impacto de las actitudes en el procesamiento de la información. Ahora bien, un problema que presentan estas teorías es asumir que las actitudes son útiles para personas individuales, mientras que a menudo la funcionalidad de las actitudes no está en relación con las necesidades personales, sino con las necesidades e ideología del grupo al cual remiten las actitudes.
1.3.1.Funciones motivacionales
El autor que ha contribuido más a un enfoque funcional de las actitudes es probablemente Daniel Katz (1960), que parte de una teoría de fuerte influencia psicoanalítica. Katz diferenció cuatro funciones motivacionales: la adaptativa, la de defensa del yo contra peligros externos y conflictos internos, la expresiva de valores personales para afirmar la misma identidad, y la cognoscitiva respecto del medio.
Función instrumental o adaptativa: las actitudes nos permiten acercarnos a lo que es agradable, y alejarnos de lo que percibimos como desagradable. Es decir, las actitudes son medios para llegar a metas deseadas o para evitar las no deseadas, y optimizar beneficios y disminuir costes. Las actitudes instrumentales también se pueden ver como asociaciones afectivas según experiencias pasadas, como sería el caso de tener una actitud favorable hacia nuestra comida favorita.
Katz presenta dos ejemplos
Tener actitudes positivas hacia un sindicato hace que nos acerquemos a un grupo que nos puede aportar beneficio; que un estudiante tenga actitud positiva respecto a sacar buenas notas puede ser bastante adaptativo en un contexto como el escolar, donde se valora el rendimiento personal. Hoy día, tener una actitud favorable hacia las nuevas tecnologías puede ser bastante adaptativo, en tanto que ayuda a desarrollarse mejor en muchos entornos.
Función defensiva del yo: las actitudes permiten defender el concepto que tenemos de nosotros mismos, y permiten también que nos aceptemos. Ciertas actitudes nos permiten protegernos o bien de impulsos propios inaceptables o bien de amenazas externas. Un ejemplo de lo primero sería aquella persona que, precisamente porque se siente atraída hacia personas del mismo género o sexo, desarrolla actitudes homófobas; el segundo caso vendría ilustrado por los grupos dominantes que desarrollan actitudes agresivas respecto de grupos minoritarios que perciben como una amenaza.
Función expresiva de valores: algunas actitudes permiten a la persona expresar de forma positiva sus valores y creencias principales, y mostrar el tipo de persona que cree ser. La gratificación que se obtiene es la afirmación de la identidad personal y consolidar la imagen de ella misma. Un joven adolescente, mediante sus actitudes hacia el vestuario y el lenguaje, puede expresar resistencia u oposición al sistema de valores adulto contra el cual se rebela. El hecho de expresar acuerdo con la ley de aborto o expresar oposición a un partido político determinado puede permitir dar una imagen particular de uno mismo –por ejemplo, como persona preocupada por asuntos sociales.
Función cognitiva: las actitudes proporcionan patrones o marcos de referencia para interpretar y entender un mundo que, de otro modo, aparecería como desorganizado y caótico. La función cognitiva será recuperada y desarrollada más extensamente por las perspectivas cognitivas que veremos a continuación.
Esta clasificación no se tiene que ver como algo rígido. Por un lado, a menudo las funciones se pueden confundir y combinar; por el otro, Katz argumentaba que diferentes tipos de personas pondrían énfasis diferentes en las funciones diferentes –de manera que no todas éstas serían relevantes para una misma persona. Hay que considerar estas propuestas y tener en cuenta el contexto histórico en el que surgieron como un intento de contrarrestar las propuestas generalistas del resto de las teorías, que proponen principios abstractos sin especificar cómo se relacionan éstos con los casos concretos. Más que una taxonomía, estas descripciones son un intento de aproximarnos a las peculiaridades y concreciones de una situación particular. Al mismo tiempo, Katz buscaba evitar la simplificación que según ellos suponían los intentos de atribuir una causa única a determinados tipos de actitud. Ahora bien, todas estas consideraciones no entregan estas propuestas de sus efectos psicologizantes, ya que, como decíamos, relacionan las actitudes con necesidades individuales.
1.3.2.Funciones cognitivas
Estas teorías se han interesado en cómo influyen las actitudes –a veces sesgan, a veces aceleran– en nuestra percepción, comprensión y recuerdo del mundo en que vivimos. Se basan, pues, en procesos y mecanismos perceptivos, y no psicodinámicos o de necesidades, lo cual quiere decir que se centran también en el individuo y su mente.
Procesamiento de la información: algunos autores (Judd y Kulik, 1980; Lingle y Osterom, 1981) han sugerido que las actitudes pueden funcionar como esquemas (4) , y proporcionarnos un marco con el que interpretar el mundo y entender los sucesos, que es una manera fácil de orientarnos en el mundo y enfrentarnos a toda la información. Parecería, a favor de esta idea, que las actitudes nos ayudan a categorizar y procesar información. Por ejemplo, aquella información que está muy a favor o muy en contra de una actitud se procesa más rápidamente que la información más moderada.
Investigación activa de información relevante para la actitud: Frey y Rosch (1984) pusieron a prueba la hipótesis de exposición selectiva, que provenía de la teoría de la disonancia cognitiva, según la cual las personas estarán motivadas a exponerse a la información que concuerda con la actitud y a evitar la información contradictoria, con el fin de mantener la consonancia cognitiva. El ejemplo típico es el del fumador: si a alguien le gusta fumar, esperaremos que evite la información sobre las consecuencias negativas del tabaco en la salud. La exposición selectiva sucede especialmente cuando la persona está fuertemente implicada o tiene un fuerte compromiso con su juicio o actitud.
Percepción de la información relevante para la actitud: según Fazio y Williams (1986), las actitudes condicionan y sesgan la percepción de la información y su evaluación. Esto se pone de relieve, por ejemplo, cada vez que, con motivo de elecciones electorales, hay debates entre los diferentes candidatos. Cuando se hacen encuestas con posterioridad, los partidarios de cada candidato lo perciben más favorablemente que al contrincante. Otro ejemplo lo encontramos en la evidencia de que las personas utilizamos nuestras actitudes como punto de referencia para juzgar las actitudes de los demás; como se pone de manifiesto en las situaciones en las que una persona conservadora encuentra más aceptables otras posiciones conservadoras que las actitudes que cuestionan el sistema, por ejemplo.
Recuerdo de la información relevante para la actitud: se han llevado a cabo bastantes experimentos para intentar detectar el efecto de las actitudes en la memoria. Parece que se han obtenido resultados divergentes, pero que se podrían integrar bajo el concepto de efectos actitudinales bipolares: las actitudes facilitan el recuerdo de aquella información que está muy de acuerdo o muy en contra de éstas, más que las afirmaciones moderadas. Si tenéis una conversación con bastante gente, en la cual intentáis defender el derecho al aborto, seguramente conseguiréis recordar mejor a aquella gente que está a vuestro favor, y a aquellos que expresan actitudes contrarias.
Teorías del juicio social
También las denominadas teorías del juicio social han intentado ver las repercusiones de las actitudes en los procesos cognitivos –en concreto, cómo influyen éstas en los juicios sociales. Entre éstas, encontramos los trabajos de Sherif y Hovland (1961), influenciados por los estudios sobre formación de normas de grupo que había realizado con anterioridad Sherif. Estos autores introducirán la noción de latitud o margen: esta noción permite entender que la actitud no es una cuestión de blanco o negro (se acepta algo o no se acepta), sino que existe una gradación en aquellos elementos que puede aceptar una actitud. Cada persona tendría una latitud o margen de aceptación, una de rechazo, y una de indiferencia (en que la persona ni rechaza ni acepta nada explícitamente). Por ejemplo, la persona que está a favor de la pena de muerte, probablemente lo estará también de condenas largas y duras; la pacifista que rechaza la intervención de los ejércitos rechazará también sus desfiles en público.
La latitud de aceptación servirá como punto de referencia para juzgar mensajes relacionados con el objeto de estudio. Ciertamente, las personas juzgan que una actitud es verídica, imparcial, correcta y fiable según si está próxima o no a su zona de aceptación. Si el objeto u opinión que tiene que valorar cae en su zona de rechazo, la considerará como inapropiada. En ninguno de los dos casos, sin embargo, la persona cambiará su actitud. Según el modelo, la probabilidad de que una persona modifique sus actitudes será máxima cuando la persona se enfrente a una actitud que caiga en su zona o latitud de indiferencia y con la cual no tenga una implicación personal fuerte.
Sin embargo, en especial, la latitud de aceptación servirá como punto de referencia para juzgar las actitudes y los posicionamientos de los demás. Así, en 1969, Sherif y Hovland comprobaron experimentalmente que las actitudes de los demás próximas a las nuestras se percibían como más parecidas de lo que en realidad eran (efecto de asimilación), y se evaluaban de manera más positiva; sucedía lo contrario cuando las actitudes de los demás eran diferentes: se percibían como más diferentes todavía (efecto de contraste), y se evaluaban más negativamente.
En un ingenioso experimento, que se explicará con más detalle en el módulo 4, Muzafer Sherif mostró la formación de las normas sociales. En una situación de ambigüedad perceptiva, los juicios de las personas, ante la incertidumbre, tendían a converger hacia la media de las respuestas de las demás personas, media que se constituía en norma de grupo. De esta manera se inició una prolífica línea de investigación sobre la presión uniformadora del grupo y la conformidad social.

1.4.Actitud y comportamiento

Habíamos comentado ya que la relación entre actitud y comportamiento fue clave para la aceptación del concepto de actitud como central en el desarrollo de la disciplina, no sólo por su potente carácter explicativo, sino también por las posibilidades de medida, predicción y control social que abrían. De todos modos, muy pronto se hizo evidente que la relación entre actitud y conducta estaba lejos de ser lineal.
1.4.1.Algunos problemas con las predicciones
El primer estudio que planteó el problema, y que fue un detonante de dudas, fue el de La Piere en 1934.
La Piere viajó a lo largo de Estados Unidos con una pareja de amigos chinos, y entró en 251 establecimientos, entre restaurantes y hoteles. Aquel era un tiempo de fuertes prejuicios hacia los chinos, y a La Piere le sorprendió que sus amigos no se encontrasen con problemas cuando tenían que ser atendidos en lugares públicos. Con posterioridad al viaje, envió un cuestionario a los propietarios de los diferentes establecimientos en los que ya habían sido atendidos, preguntándoles si estarían dispuestos a recibir a personas chinas en sus restaurantes u hoteles. Sorprendentemente, ¡más del 90% de los propietarios respondió que no!
A raíz de este trabajo, y a partir de otros análisis empíricos que mostraban correlaciones muy bajas o nulas entre actitudes y conductas, ciertos autores, como Wicker (1969), comenzaron a cuestionar la validez y utilidad del concepto de actitud, sobre todo aquellos autores que seguían una posición conductista ortodoxa: para ellos era innecesario postular una variable no directamente observable, bastaba con centrarse en los estímulos y las respuestas para entender el comportamiento.
Otros autores prefirieron mantener el concepto, pero atribuyeron las correlaciones bajas o inexistentes a problemas metodológicos, como por ejemplo la inadecuación de los instrumentos de medida, la inexactitud de la medida de las conductas, o la indefinición con la que hasta el momento se habían llevado a cabo las investigaciones. Se había asumido que una conducta estaba condicionada sólo por una actitud, cuando en el fondo no es improbable pensar que en una conducta pueden estar implicadas varias actitudes, y que otros factores pueden influir en la relación actitud-conducta. Finalmente, se acabará aceptando que las actitudes no son sino uno de los factores implicados en el desencadenamiento de respuestas de las personas; a partir de este momento las actitudes pierden el carácter central del que habían disfrutado en la psicología social hasta los años sesenta.
En todo caso, todas estas problemáticas y reflexiones harán pensar que quizá la pregunta importante no es si las actitudes pueden predecir el comportamiento, sino cuándo y cómo están relacionadas las actitudes con el comportamiento. A partir de este momento, se estudian aquellas influencias o factores que inciden en la situación concreta, y alteran la relación entre actitud y conducta. Se han propuesto distintas variables moderadoras, algunas de las cuales podéis encontrar en el cuadro.
1.4.2.Divergencias en nivel de especificidad entre medida y predicción
Fishbein y Ajzen pondrán en evidencia un problema común a la mayoría de los estudios. Normalmente, primero se reúne información respecto a actitudes generales; pero después se pretende que esta información sea predictiva respecto de conductas específicas. Existe, pues, una discrepancia en los niveles de especificidad que podría ser la causa de muchas de las dificultades anteriores. Con el fin de conseguir concordancia entre el nivel de información que se reúne y el nivel de la conducta que hay que predecir, se elaborarán algunos modelos.
Se han propuesto dos tipos de modelos. Un primer tipo intentaría predecir la relación actitud-conducta en situaciones en las que tenemos tiempo para evaluar y pensar; el otro tipo, cuando la respuesta debe ser más rápida y sin reflexionar, situación en la cual se supone que las actitudes condicionan de manera más directa y automática el comportamiento. Dentro de los del primer tipo, el modelo de la acción razonada de Fishben y Ajzen (1975) es sin duda el que ha tenido una mayor influencia. Defenderá que la relación entre actitud y conducta no es simple y directa, sino que está mediatizada por factores cognitivos y por intenciones conductuales.
Según estos autores, el determinante más inmediato de la acción es la intención de llevarla a cabo. Esta acción, a su vez, está determinada por dos factores más: uno de carácter personal constituido por las actitudes que la persona tiene respecto de la acción en cuestión (evaluaciones positivas o negativas hacia la acción), y el otro determinante de la intención, de carácter social, está constituido por las normas subjetivas. Cada uno de estos dos factores depende de dos factores más. Las actitudes dependen de: a) las expectativas de los resultados (la creencia de la persona de que la acción llevará a ciertos resultados); b) el valor de estos resultados para la persona. Al mismo tiempo, el factor de presión social viene configurado por dos factores más: a) las creencias normativas (qué creen las personas significativas para ésta); b) la motivación a someterse a estas expectativas.
Un ejemplo sería el siguiente. Imaginémonos que queremos predecir la probabilidad de que una persona deje de fumar. Las probabilidades se incrementan si la persona tiene una actitud positiva respecto de dejar de fumar. Ésta será positiva si la persona cree que fumar es perjudicial para la salud (expectativas de resultado), si le importa su salud (valor adjudicado al resultado). Al mismo tiempo, el hecho de que la persona sienta una fuerte presión social para dejar de fumar contribuirá también al resultado final. Esta presión social (normas subjetivas) provendrá de la percepción de la persona de que sus amigos y pareja están en contra de fumar (creencias normativas), y que le gustaría contentarlos (motivación de conformarse). Si todo esto se cumple, la persona tendrá una fuerte intención de dejar de fumar, y las probabilidades de que la persona tenga éxito son elevadas.
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En otras palabras, la intención de actuar es importante, según la evaluación de los costes y los beneficios de la acción, junto con la estimación del valor que los otros dan a la acción. Además, factores como la implicación personal y la importancia del objeto para la persona influirán también en la relación.
El problema que tienen estos tipos de modelos que pretenden conseguir especificidad es que, con el fin de ganar en precisión, se aproximan tanto a la conducta concreta que las actitudes acaban perdiendo su carácter global: el modelo se tiene que aplicar a cada caso concreto, ya que aparecen tantas actitudes diferentes como situaciones intentemos explicar. Además, de esta manera las actitudes dejan de ser un concepto explicativo y predictivo, y se convierten en un simple indicador descriptivo de una situación, como advierte Martín-Baró (1983).
1.4.3.Cambio conceptual
Otros autores han objetado la lógica implícita en todos los estudios anteriores: ninguno de ellos critica el supuesto básico de que existe una fuerte relación directa y rígida entre actitud y conducta. Ahora bien, algunos autores defenderán que lo característico de las actitudes no es crear una respuesta habitual, repetitiva y homogénea ante ciertos estímulos, sino crear una significación especial entre el sujeto y el objeto. Entendidas las actitudes como estructuradoras de un tipo de relaciones, sería posible pensar que una misma actitud puede provocar respuestas diferentes, pero que están unificadas por la relación significativa que crean con el objeto de actitud. Quizá el mejor ejemplo es el de la actitud maternal: la actitud de la madre hacia el hijo no se expresa como una serie fija de conductas (como dar siempre un beso al hijo), sino que incluye una variación de comportamientos (a veces le dará un beso, a veces habrá que reñirle, etc.). A pesar de la variedad de respuestas, y la dificultad de prever cuál de éstas llevará a término la madre, sí que sería posible hablar, no obstante, de una actitud maternal.

2.Cambio de actitudes

Hemos visto cómo la investigación sobre actitudes ha dado mucha importancia a la relación actitud-comportamiento; esta relación es interesante para poder predecir los comportamientos de la gente a partir de sus actitudes. Sin embargo, no sólo esto: también ha permitido pensar que, si el comportamiento se puede predecir, también se debe poder modificar. Así, las actitudes serán vistas como la clave para modificar las pautas comportamentales. Ahora bien, si ya es difícil establecer la relación entre comportamiento y actitud, ya podéis imaginar que no será fácil determinar las situaciones y circunstancias en las que se dará el cambio de actitudes. Un primer problema se encuentra en el hecho de que, pese a que la mayoría de las teorías plantean que las actitudes se forman en procesos a largo plazo, la mayoría de los estudios sobre cambio de actitudes se han centrado en procesos cortos desde un punto de vista temporal. Si bien esto tiene ventajas metodológicas obvias, no deja de ser problemático en el ámbito conceptual.
Una dificultad añadida es la de tener que distinguir entre un cambio público, situacional y circunstancial, de un verdadero cambio en la actitud. Por ejemplo, imaginaos que tenéis un amigo que está en contra del aborto; al salir de una conferencia de feministas, vuestro amigo dice en una conversación que está de acuerdo con el hecho de que las mujeres puedan decidir sobre abortar o no hacerlo. Sin embargo... ¿cómo sabéis si vuestro amigo está realmente convencido, o lo dice para quedar bien ante la gente que él sabe próxima al feminismo? En otras palabras, las teorías clásicas se han encontrado con la necesidad de diferenciar la mera aceptación pública de la verdadera identificación e internalización del cambio actitudinal.
A continuación, presentaremos algunas de las teorías que han intentado resolver estas cuestiones. Algunas os resultarán familiares, dado que las teorías que permiten explicar el cambio de actitudes son las que también nos permitían explicar su formación. Así pues, tanto las teorías conductuales, como las funcionales, como las cognitivas tendrán propuestas sobre cómo se modifican las actitudes. Ahora bien, como quedará claro, las propuestas más convincentes o que han tenido un mayor apoyo por parte de los psicológicos y psicólogas sociales serán la de la comunicación persuasiva, de corte conductista, y la de la teoría de la disonancia cognitiva. Hay que tener en cuenta también que, pese a ciertos desacuerdos en algunos puntos, las perspectivas teóricas siguientes no se han visto como excluyentes, ya que cada una se aproxima a aspectos diferentes de las actitudes.

2.1.Teorías conductistas y los estudios sobre la comunicación persuasiva

Según las teorías conductistas, las actitudes se modifican por los mismos procesos por los cuales se generan, es decir, por procesos de aprendizaje, ya sea por asociación, por refuerzos (castigos y recompensas) o por modelado. En concreto, y atendiendo a su visión hedonista de la persona, defenderán que la persona cambiará las actitudes si esto le comporta algún beneficio o incentivo respecto de mantener las viejas actitudes. Ya hemos visto con anterioridad algunos de los postulados y experimentos de esta perspectiva en la sección de génesis de actitudes, y no los volveremos a explicar aquí. En lugar de esto, profundizaremos más en una de sus aportaciones: el conjunto de estudios sobre comunicación persuasiva que llevaron a cabo Hovland y su equipo. Por comunicación persuasiva entendemos aquel tipo de comunicación que tendrá como objetivo convencer al auditorio de algo, por tanto, implicará un cambio de las actitudes previas.
Comunicación persuasiva
Hovland, básicamente con una orientación conductista, dirigió, durante los años cuarenta y cincuenta, la investigación del Centro de Comunicación y Cambio de las actitudes de Yale sobre los procesos de comunicación y persuasión. A pesar de su enfoque mayoritariamente conductista, Hovland y sus colaboradores también incorporaron con posterioridad factores cognitivos; además, tenían en consideración el arraigo social de las actitudes, en particular, la dependencia de las actitudes de una persona respecto del grupo de pertenencia. Por este motivo, enfatizaron los procesos de comunicación social como contexto de formación y cambio de las actitudes. El trabajo de estos investigadores ha sido muy amplio; pero la contribución que ha tenido más repercusión la han constituido los resultados obtenidos a partir de una serie de experimentos en los que intentaban determinar aquellos factores situacionales que podían ejercer un cierto efecto de refuerzo e influir en los procesos persuasivos. Principalmente, los estudios se han basado en cuatro factores: fuente, mensaje, receptor, canal, que son los que veremos ahora con más detalle.
1) Características de la fuente. Los mensajes, según de quién vengan, tienen a menudo un impacto diferente en nosotros. La característica que se ha destacado como más importante es la credibilidad. Si la fuente es percibida como experta y digna de confianza, con conocimiento, el cambio es mayor; por ejemplo, un estudiante se puede creer más la información sobre qué materia entra en un examen si proviene de la profesora que si viene de un compañero de clase. Sin embargo, no se acaba aquí el efecto: un experto será influyente no sólo en las materias que domina, sino, incluso, en cuestiones referentes a otros contenidos. Sería el caso, por ejemplo, de ciertos anuncios en los que aparecen expertos en una materia y anuncian algo de otra con la cual no tienen nada que ver; o el del impacto que tienen ciertos contertulios que, con el dominio sobre un tema particular, se permiten formular opiniones sobre las más variadas cuestiones.
La importancia de la credibilidad viene matizada por otro factor, el atractivo de la fuente. Cuanto más positivamente se valora la fuente, más inclinada está la gente a aceptar sus puntos de vista. Parece que los efectos de la atracción vendrían dados o bien porque llama más la atención o bien porque el auditorio se identifica más con ella o quiere parecerse más a la misma. El atractivo no es sólo físico, sino que puede ser por similitud –siempre y cuando la similitud se perciba como verdadera, y no fingida. El efecto del atractivo es mayor cuando el mensaje es impopular, y poco importante si el mensaje es susceptible de ser recibido de manera favorable.
Otro factor clave es el grado de intencionalidad de la fuente que percibe el auditorio. Así, si la persona percibe que la fuente puede tener intereses personales para convencer, se rechaza más el mensaje que si se percibe que la persona que intenta convencer es desinteresada. Si alguien declara su intención de persuadirnos, nos resistiremos porque el hecho de aceptarla implicaría que se nos puede manipular y que nuestras actitudes y opiniones son menos importantes y de menos entidad que las de la fuente. La declaración explícita de persuadir todavía puede ser persuasiva si no implica una amenaza ni sugiere un estatus de inferioridad o de incompetencia del auditorio.
La autoridad de la fuente, como podéis suponer, será relevante en el grado de convencimiento de la fuente. Si la fuente se percibe como capaz de imponer sanciones a la disconformidad, sus mensajes tienen más efectos persuasivos. De todos modos, los efectos de cambio a partir de castigo parecen no ser duraderos, a diferencia de los conseguidos a partir de recompensas. Finalmente, se ha apuntado la importancia de la autocredibilidad de la fuente. Si una fuente tiene confianza y seguridad en sí misma y en lo que comunica, tiene más efectos de persuasión.
2) Características del mensaje. El mismo mensaje y su organización y construcción pueden tener efectos determinantes en cómo se recibe el mensaje. Como es evidente, la primera condición que tendrá que cumplir es que sea inteligible, pero hay otras características menos obvias. Se ha intentado determinar, por ejemplo, si la organización del contenido tiene repercusiones en cómo se recibe el mensaje. En concreto, se han realizado algunos trabajos empíricos para intentar evaluar si contenidos diferentes afectan de manera diferente la persuasión. Los resultados, sin embargo, no mostraron que ningún mensaje fuera superior al otro, sino que más bien dependía de la interacción del tipo de mensaje con las características del auditorio, como por ejemplo el grado de instrucción.
Para las personas con más instrucción, eran más efectivos los mensajes que incorporaban los diferentes puntos de vista –es decir, argumentos tanto a favor como en contra del punto de vista defendido por la fuente–, mientras que para las personas menos instruidas, los mensajes más efectivos eran los que presentaban sólo una única cara del argumento. Estudios posteriores han mostrado que en realidad el hecho de presentar dos caras de un argumento es eficaz sólo cuando el auditorio es consciente de que existen dos posturas diferentes. La razón radicaría en el hecho de que las personas conscientes de la existencia de posiciones diferentes podrían percibir que se les oculta algo y, en consecuencia, ofrecerían más resistencia a la persuasión.
El orden de presentación de los argumentos también es importante. Si se presentan dos mensajes seguidos, y se evalúa el impacto en las actitudes al cabo de un tiempo, se detecta un efecto mayor del primer mensaje –existe un efecto de primacía. Si se presentan los mensajes separados por un intervalo temporal, y se evalúa el efecto inmediatamente después del último, este último es el que tiene mayor impacto en el cambio de actitudes –efecto de recencia.
La influencia del tono emocional del contenido se ha estudiado mucho. Con frecuencia, para incrementar los efectos persuasivos de un mensaje, se intenta provocar emociones –habitualmente, miedo. A pesar de que se pensaba que cuanto más miedo, más cambio actitudinal se daba, los resultados empíricos ponen en cuestión una relación tan directa. McGuire, por ejemplo, encontró que el miedo sólo era efectivo para cambiar dentro de unos niveles moderados. Si se provocaba poco, el mensaje no llamaba suficientemente la atención. Si se provocaba mucho, creaba reacciones defensivas y rechazo. Además, si el mensaje no proporcionaba un modelo de comportamiento alternativo que permitiera evitar el peligro, el auditorio se podía poner a la defensiva y provocar resultados contrarios a los deseados.
3) Características del receptor o auditorio. Dentro de este grupo, se han destacado características diferentes. En primer lugar, encontramos las diferencias individuales; las personas con baja autoestima serían más influenciables que las que tienen una autoestima elevada, ya que podrían dudar más de sus opiniones. Estas conclusiones, sin embargo, se deben tomar con cautela, ya que esta relación es probablemente menos directa de lo que se piensa. Finalmente, si el auditorio ya ha expresado públicamente su posición antes, será más difícil que la cambie.
4) Características del canal de comunicación. Los mensajes cara a cara parece que tengan más efecto que los mensajes indirectos –como por ejemplo, los transmitidos por los medios de comunicación. Esto no quiere decir que los medios de comunicación no tengan efectos persuasivos, pero probablemente su influencia consiste en proporcionar argumentos para las discusiones cara a cara.
Básicamente, éstos son los factores que se han resaltado. Es preciso, no obstante, hacer una apreciación: pese a la presentación esquemática de todos estos factores para dejar clara su influencia y facilitar su comprensión, los resultados no siempre han sido tan nítidos ni tan concluyentes como esta exposición puede hacer pensar. A medida que se llevaron a cabo más experimentos, se encontraron resultados que hacían más compleja la situación –a veces los resultados nuevos complementaban a los anteriores, otras las contradecían, y otras, no permitían llegar a ninguna conclusión. Esta complejidad muestra que sería un poco simplista esperar que los anteriores factores influyeran de manera directa y sencilla. Por el contrario, parece que hay interacciones entres aquéllos de manera que el cambio de actitudes resulta bastante complejo. Por ejemplo, la credibilidad de la fuente podría afectar de manera diferente según las cualidades del mensaje o según la audiencia. Es más, es necesario que tampoco perdamos de vista el hecho de que estos resultados provienen de situaciones experimentales en que las situaciones se han manipulado para aislar y poder estudiar los efectos independientemente. No obstante, la lógica de los experimentos no está exenta de problemas, ya que presupone que todos estos factores se pueden estudiar en el laboratorio, sin tener en cuenta los factores sociohistóricos involucrados en cualquier proceso social. Por tanto, no tenemos ninguna certeza de que, en situaciones naturales, los efectos serían parecidos.
En cualquier caso, lo que sí es cada vez más evidente es que la mayoría de los resultados apuntan hacia una importancia de los factores de relevancia e implicación personal, que pueden influir desde la atención e interés que se dedica a un mensaje, hasta el tipo de procesamiento que se hace. Por tanto, aunque es interesante saber cómo y qué variables influyen en la comunicación, no podemos perder de vista el carácter eminentemente crítico y constructor de la persona que –más que simplemente recibir mensajes– interactúa y se comunica de forma activa con otros. En otras palabras, la persona interpreta la situación de forma mucho más compleja y elaborada, con mucha variabilidad según la situación particular en la que se encuentra y, como veremos más adelante, a partir de referencias y significados colectivos y compartidos, y no individuales. Es este carácter interpretativo el que dificulta la obtención de un listado definido de variables de influencia unívoca que permita saber por adelantado cómo afectará un mensaje a la gente.

2.2.Teorías funcionales

Habíamos visto que las teorías funcionales presuponen mecanismos motivacionales que dan sentido a las actitudes, y marcan algunas de sus funciones. Ha sido difícil evaluar los efectos del cambio de las actitudes bajo esta teoría, en parte porque las necesidades que presuponen, algunas de influencia psicoanalítica, son difíciles de operacionalizar (definir y medir). De todos modos, las condiciones que llevarán a un cambio de actitud serán tan variadas como lo son las motivaciones y necesidades que están en la base de las actitudes.
Uno de los pocos trabajos empíricos que se sustentan en este enfoque de Stotland y Katz intentó evaluar el cambio en actitudes de prejuicio hacia los negros. Según los autores, este tipo de prejuicios cumple una función de defensa del yo. En primer lugar, midieron con un cuestionario el carácter defensivo de ciento treinta y una chicas universitarias, por un lado, y sus actitudes de prejuicio hacia los negros, por el otro. Después, se les facilitó un folleto en el que se les explicaba el funcionamiento de nuestros mecanismos de represión y proyección de acuerdo con las teorías psicodinámicas. Justo después de leerlo, y también cinco semanas después, los experimentadores volvieron a medir sus actitudes contra los negros y encontraron una reducción de sus prejuicios. Los investigadores atribuyeron este cambio a la disminución de la necesidad de defensa en las chicas que había tenido lugar porque ahora tenían un mejor conocimiento sobre el funcionamiento de la represión y proyección.
La falta de generalización de los cambios de actitudes, es decir, la observación de que, aunque las actitudes se relacionen entre sí y con los valores de una persona que constituye un sistema cognitivo jerárquico, los cambios en una actitud no parecen afectar demasiado al sistema global o de otras actitudes interconectadas, es un tema que ha preocupado especialmente desde esta teoría. Por ejemplo, incluso en el estudio que acabamos de explicar, en el cual el cambio de los prejuicios hacia los negros todavía estaba presente unos meses después, no hubo cambios consistentes en los prejuicios hacia otros grupos minoritarios. Se propondrán distintos factores que expliquen esta falta de generalización, como que cada persona tiene una organización cognitiva singular, que categoriza el mundo de diferente modo y, por tanto, es difícil saber en qué dimensiones experimenta cambio, o bien que el ambiente ejerce presión sobre la persona para que vuelva a sus viejas actitudes.

2.3.Teorías de la consistencia

Con distintos nombres, a partir de los años cincuenta y sesenta surgieron varias teorías sobre la estructura de las actitudes que enfatizaban el papel del componente cognitivo: las creencias eran la unidad básica de las actitudes. Estas teorías, denominadas teorías de la consistencia, tienen un fuerte componente gestáltico, recibido de Lewin.
Lewin fue uno de los primeros que llevó a cabo una investigación de psicología aplicada; en concreto, se trataba de un estudio para persuadir a madres jóvenes que visitaban las clínicas para que siguieran las instrucciones de alimentación de sus bebés. La hipótesis de Lewin partía de que, dado que los individuos siempre actúan como elementos integrantes de sistemas sociales más amplios, una decisión tomada en el grupo de pertenencia tendrá una influencia más poderosa en la persona que la instrucción individual realizada por un experto.
Lewin comparó la efectividad relativa entre dos maneras diferentes de dar la información. En una situación, una serie de expertos instruía a las madres durante veinticinco minutos; en la otra, las madres se reunían en grupos de seis, recibían las informaciones de los expertos, y después discutían el problema entre ellas y el experto, hasta tomar una decisión. Los resultados mostraron que las decisiones tomadas en grupo resultaron más persuasivas que la instrucción individual.
Las teorías de la consistencia conceptualizan a la persona como un punto del espacio psicológico que sólo se puede mover en determinadas direcciones, teniendo en cuenta el campo de fuerzas ambientales a las cuales esté sometida. Un postulado común de todas éstas es el principio de la consistencia o equilibrio: este campo de fuerzas tiene tendencia al equilibrio, de manera que las desestabilizaciones tenderán a corregirse. En cierto modo, esta teoría aplica la noción perceptiva de la "buena forma", propuesta por la Gestalt, a las relaciones. Por este motivo, supondrán que las creencias constitutivas de las actitudes están organizadas de forma coherente o consistente, y que la persona intenta siempre mantener la mayor consistencia posible en su sistema cognitivo.
Uno de los primeros modelos, y que servirá como fuente de inspiración para el resto de los modelos de la consistencia, será la teoría del equilibrio, de Fritz Heider (1944, 1946, 1958). Según este modelo, las personas tienen una necesidad de mantener consistencia en sus relaciones; en particular, tienen una tendencia psicológica a organizar sus conocimientos sobre las cosas de manera armónica, en un estado de equilibrio o balance, en el cual las ideas coexisten sin tensión.
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Así, si a una persona le gusta un objeto x, y a nosotros nos gusta la persona x, el sistema de las tres relaciones estará en equilibrio si a nosotros también nos gusta el objeto x. Si a la persona que nos gusta no le gustan las mismas cosas que a nosotros, entonces existe tensión en el sistema; y a la inversa, si la gente que no nos gusta muestra las mismas preferencias que nosotros, experimentaremos tensión. La falta de tensión significa que se trata de un estado estable, en el cual no existe presión hacia el cambio. Por el contrario, si no existe equilibrio, la persona intentará restaurarlo del modo que cueste menos esfuerzo. Esta teoría ha sido considerada como fuerza simplificadora.
Uno de los modelos que ha tenido más fortuna es la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957), que defendió que las actitudes de las personas se basan en sus creencias sobre los distintos objetos, y que entre estas creencias e, incluso, entre pensamiento y acción, se debería dar un estado de consistencia o de equilibrio. De otro modo, hay una inconsistencia, una disonancia cognitiva, que comporta un malestar que la persona intentará resolver, ya sea cambiando los pensamientos o cambiando la conducta, ya sea alterando el medio, buscando nueva información... Este modelo será presentado con más detalle a continuación.
Antes, sin embargo, haremos algunas reflexiones acerca de los modelos de la consistencia. Estos modelos se han dejado de utilizar, especialmente una vez que el estudio de las actitudes perdió fuerza respecto de los momentos álgidos; pero su tradición continúa mediante los estudios sobre la atribución, que también beben de Heider. Uno de los puntos más interesantes de la teoría de la disonancia cognitiva es que altera el orden con el que hasta el momento se habían pensado las teorías sobre actitudes: si la mayoría de las teorías propone que el comportamiento se lleva a cabo o es consecuencia de cogniciones (hacemos algo porque primero nos hemos propuesto hacerlo), en la propuesta de Festinger la dirección es la inversa: primero actuamos, y después adaptamos las cogniciones a nuestra actuación; es decir, las ideas siguen a las acciones, y la razón sigue a la praxis.
Uno de los problemas principales de los modelos de consistencia es su supuesto fundamental: una necesidad homeostática de encontrarse en un estado de equilibrio, una coherencia entre los contenidos de las creencias o conocimientos personales. Con este principio, no sólo se sobrevalora el carácter placentero y reforzador del equilibrio, sino que también se sobrevalora el carácter racional del individuo: en el fondo, todos nosotros somos capaces de vivir con alguna contradicción o inconsistencia en algún momento. Además, ser inconsistente también nos puede aportar beneficios sociales y/o personales. No obstante, quizá la crítica principal es que estos modelos asumen la necesidad de consistencia como una motivación básica, universal, homeostática y significativamente individual. De este modo, la teoría no prevé que la necesidad de consistencia puede provenir más de las exigencias de nuestro contexto cultural y normativo, y acaba operando la reducción de un factor socionormativo a lo individual.
2.3.1.La teoría de la disonancia cognitiva
Decíamos que la teoría de la disonancia cognitiva es sin duda la teoría de la consistencia que ha tenido mayor eco; en parte, porque es especialmente útil para pensar situaciones de cambio de actitudes y proporciona algunas predicciones que, pese a ser un poco contraintuitivas, se han corroborado con bastantes experimentos. A continuación veremos algunos de los estudios y conclusiones que se derivan de esta teoría. A pesar del apoyo, no han faltado la polémica y los intentos de explicar, desde otras teorías, los mismos resultados a partir de interpretaciones diferentes, como veremos después.
Como hemos explicado con anterioridad, esta teoría presupone que la inconsistencia entre cogniciones –por ejemplo, lo que sabemos que pensamos o sentimos, y lo que sabemos que hemos hecho– provoca una sensación psicológica de malestar o disonancia. Esta disonancia y la motivación de recuperar el estado de equilibrio serán precisamente lo que la teoría presentará como mecanismo explicativo del cambio de actitudes. No obstante, observemos con más detalle de qué depende la disonancia y cómo podemos reducirla.
Festinger y sus colaboradores propondrán que el grado de la disonancia experimentada para mantener cogniciones contrarias vendrá determinado por varios factores: a) la cantidad de elementos disonantes, puesto que, cuantos más elementos disonantes haya, más disonancia; b) el grado de cada uno de estos elementos, ya que, cuanto más importantes sean, más disonancia. Sin embargo, estos factores vienen mediatizados por la implicación y compromiso de la persona: la disonancia se experimenta especialmente en situaciones de alto compromiso personal. La teoría expone también algunas situaciones en las que es probable que se experimente disonancia cognitiva, y que veremos a continuación.
1) Disonancia por justificación del esfuerzo. A menudo dedicamos esfuerzos para conseguir algo, por ejemplo, ser admitidos en un club o asociación. Si no conseguimos nuestra meta, o si una vez conseguida, ésta no es tan positiva como creíamos, experimentaremos disonancia a causa del esfuerzo invertido. Con el fin de reducir esta disonancia, la persona puede: a) devaluar el grado de inversión realizado; b) sobrevalorar el resultado y resaltar sus aspectos positivos e ignorar los negativos.
Este tipo de disonancia se mostró en un estudio de Aronson y Mills en 1959: varias universitarias se ofrecieron voluntarias para participar en discusiones sobre sexualidad. Para ingresar, tuvieron que pasar unas pruebas: un grupo pasó una prueba severa, que consistía en tener que leer palabras relacionadas con cuestiones sexuales en voz alta (¡pensad que esto era en 1959!); para otras, las pruebas no fueron tan duras, y otras no pasaron ninguna prueba. Una vez admitidas, se les dejó escuchar un registro ficticio de una de las discusiones de uno de los grupos en las que tendrían derecho a participar –registro que resultaba ser muy aburrido y trivial. Cuando se les pidió que evaluasen mediante escalas el registro escuchado, sólo aquellas chicas que habían pasado pruebas de iniciación severas consideraron la discusión como interesante e inteligente. De otro modo, habrían tenido que aceptar que habían pasado por una situación difícil para nada.
2) Toma de decisiones en situación de libre elección. Una situación que característicamente tenderá a provocar disonancia es la toma de decisiones, ya que elegir siempre comporta renunciar a algo que tiene algún atractivo para nosotros. La magnitud de la disonancia experimentada está de acuerdo con: a) la atracción de la alternativa no elegida; b) el grado de similitud de las alternativas; c) la importancia de la decisión. Cuanto más atractiva sea la alternativa no elegida, cuanto más diferentes sean las alternativas (en condiciones de igual atractivo), y cuanto más importante sea la decisión para la persona, mayor será la disonancia experimentada.
La persona puede intentar la reducción de la disonancia mediante estrategias distintas. Por un lado, puede intentar cambiar la decisión tomada –y regresar, en consecuencia, a la conflictiva situación de tener que elegir. También puede conceder más valor a la alternativa elegida, o bien desvalorar la alternativa no elegida, y quitarle importancia y/o atractivo. Sería el caso, por ejemplo, de la persona que ha elegido estudiar la carrera de psicología y, pese a descubrir que, en lugar de personas, se pasa el día estudiando ratas y neuronas, continúa pensando que su carrera es genial.
3) Acuerdo inducido. Por un lado, también podemos experimentar disonancia en aquellas situaciones en las que, a partir de presiones más o menos sutiles, nos comportamos de una determinada manera que está en contra de nuestras actitudes. Los estudios empíricos se han centrado en analizar cuáles son los efectos de los castigos y recompensas en estos casos de comportamiento contraactitudinal. La mayoría coincide en el hecho de que, cuanto mayor es el refuerzo o la recompensa, menor es el cambio. Estos resultados son difícilmente interpretables desde las teorías del condicionamiento instrumental, en las que se postularía un incremento en el cambio de actitudes a medida que se incrementa la recompensa o el castigo.
La teoría de la disonancia cognitiva explica los resultados de la siguiente manera: la recompensa o el castigo servirían de justificación por el hecho de tener una conducta contra las mismas actitudes y, por tanto, disminuirían la disonancia cognitiva experimentada. En la misma línea, también se ha visto que si la persona está obligada a adoptar una conducta, y cree que no tenía otra opción, no experimentará disonancia, ya que atribuirá su conducta a la coerción externa.
Para demostrarlo, Festinger y Carlsmith (1959) llevaron a cabo el experimento que explicamos a continuación. Había unos estudiantes que realizaban una tarea sumamente aburrida durante una hora; una vez que la habían finalizado, se les pidió que presentasen el experimento realizado a otros estudiantes, y les dijeron que se trataba de un experimento agradable y divertido. Los experimentadores dividieron a los estudiantes en tres grupos: a una parte de los sujetos se les pagó poco por hacer esta presentación (1 dólar), a otros, una buena paga (20 dólares); al grupo de control no se le pidió que presentase el experimento. Tal como Festinger y su colaborador habían previsto, aquellos estudiantes que recibieron una paga menor fueron los que cambiaron más su actitud respecto de la tarea que acababan de realizar, mientras que los que ya tenían una justificación por el hecho de decir mentiras (los 20 dólares) no modificaron su actitud.
En aquellos casos en los que se lleva a la persona a actuar en contra de sus actitudes y experimenta alta disonancia, puede intentar reducirla a partir de: a) cambiar la misma actitud, hacia la dirección de la conducta realizada (y de este modo justificar su conducta); b) maximizar los resultados de la conducta realizada (y obtener así una justificación suficiente para su conducta contradictoria, sin que tenga que cambiar sus actitudes). También puede ejercer influencia la información que recibe; ya decíamos en el apartado de la función cognitiva de las actitudes que la persona puede intentar evitar la disonancia con el hecho de no dirigir su atención hacia aquellas informaciones que contradicen su forma de actuar y/o pensar. El ejemplo típico sería el de aquella persona que compra el diario que está más de acuerdo con su orientación política.
4) Interacción de grupo como medio para reducir disonancia. Cuando hablábamos de la teoría de la comparación de Festinger, decíamos que este autor supone que, en situaciones de falta de criterios objetivos, para saber si nuestras actitudes son correctas, las comparamos con las de los demás. ¿Qué sucede, no obstante, si resulta que los demás expresan actitudes diferentes? Todos hemos pasado por la experiencia de hablar con gente y sentir cómo contradice alguien alguna de nuestras opiniones. En principio, no es una sensación muy agradable, ya que todos preferimos que los demás nos apoyen y nos digan que tenemos razón. Este malestar se debe a la disonancia cognitiva entre lo que creemos y lo que creen los demás. Cuando experimentamos disonancia a causa de desacuerdos con otra gente en temas que para nosotros son importantes podemos utilizar nuestras interacciones con otra gente para reducirla.
Normalmente, disponemos de dos vías: a) podemos reducir la disonancia a partir de recibir apoyo de gente que ya cree en aquello de lo que la persona se quiere convencer; b) podemos persuadir a los demás de aquello de lo que se quiere convencer. Festinger y Thibaut (1951) mostraron que se preferirá la última cuando la disonancia proviene del desacuerdo con una persona: cambiar su opinión resolvería el conflicto. Ahora bien, si la persona se encuentra con varias más que opinan de otro modo, convencer a una sola persona no solucionará el problema, y seguramente preferirá la primera estrategia, es decir, buscará apoyo entre aquellos que piensan como ella. Si se produce el desacuerdo con respecto a temas bastante irrelevantes, se puede desestimar la fuente de desacuerdo.
5) Disonancia por contradicción de expectativas en situación grupal. Con frecuencia, cuando tenemos expectativas con respecto a algún suceso futuro, y después no acaba pasando lo que esperábamos, experimentamos un sentimiento de contradicción y confusión. En estos casos en que los sucesos contradicen las expectativas, esperaríamos que la persona acabase aceptando que estaba equivocada, y cambiase sus expectativas. Pues bien, esto no siempre ocurre. Si la desconfirmación de expectativas se da en situación grupal, parece que los miembros del grupo son capaces de darse el suficiente apoyo los unos a los otros como para reducir la disonancia y mantener las creencias.
Exactamente, esto es lo que encontró Festinger en un estudio impactante. En la ciudad de Chicago, surgió un grupo de creyentes que estaban convencidos de que, en la noche del 20 de diciembre, una ola gigante del lago de la ciudad la engulliría por completo. Este grupo se reunía en torno a Marian Keech, que era la mujer que decía haber tenido un sueño en el que se le informaba de la catástrofe. Festinger y dos de sus colegas supieron de la noticia por medio de los diarios, y se infiltraron en el grupo para ver qué sucedería cuando, en la noche del 20 de diciembre, sus creencias se viesen desconfirmadas.
En la noche del 20, todos los creyentes se reunieron en casa de la Sra. Keech, donde se suponía que un ovni procedente del planeta Carion les vendría a rescatar. Como ya os habréis imaginado, aquella noche no llegó ni el ovni ni la inundación. Desconcertados, los miembros del grupo estaban desanimados y desengañados en un primer momento. ¿Los hechos cambiarían sus creencias? Lejos de esto, la Sra. Keech regresó y dijo que gracias a su mediación (personal y del grupo) la ciudad se había salvado. La alegría se extendió entre los creyentes que, en lugar de desestimar sus creencias, las reforzaron y, a partir de aquel momento, se dedicaron a intentar convencer a los demás de la verdad.
Según el mismo relato de Festinger, los miembros del grupo buscaron una explicación que les permitiera dar cuenta de la aparente contradicción. Una vez encontrada, se iban apoyando entre sí, de manera que los miembros consiguieron mantener la pertenencia al grupo. Así pues, el grupo de Festinger llegó a la conclusión de que, al proporcionarse apoyo social mutuo, por un lado, y al buscar nuevos miembros, por el otro, consiguieron reducir la disonancia suficientemente como para mantener sus creencias.
Antes de finalizar la presentación de la teoría de la disonancia cognitiva, merece la pena hacer una breve reflexión: la relación entre la persona que experimenta disonancia y el grupo nos permite ver que para Festinger el grupo actúa simplemente como "contexto social" que proporciona recursos diferentes para disminuir la disonancia, pero no altera para nada el proceso cognitivo básico, que es el mismo tanto en situación grupal como individual.
2.3.2.Alternativas a la teoría de la disonancia cognitiva
Dentro del ámbito de las conductas contraactitudinales, la teoría de la autopercepción de Bem (1965) ha puesto en cuestión los mecanismos explicativos de la teoría de la disonancia. Según Bem, no es preciso hipotetizar cogniciones y disonancias, sino que para entender los resultados basta con la conducta realizada: la persona actuaría, con posterioridad interpretaría su conducta y adoptaría una actitud que la justificase. En este sentido, la teoría está de acuerdo con la teoría de la disonancia en la direccionalidad de los cambios: acción→ pensamiento; pero difiere en el hecho de que defiende que no hace falta hipotetizar desequilibrios internos ni disonancias, sino que basta con considerar las conductas. Desde esta teoría, las actitudes serían autoatribuciones inferidas de la misma conducta.
Lepper, Greene y Nisbett (1973) utilizaron esta teoría de la autopercepción para explicar un resultado curioso. Si se recompensa a alguien por realizar una actividad hacia la cual tiene una actitud positiva, que le gusta y que ya practica, es probable que en futuras ocasiones, en ausencia de la recompensa, disminuya su conducta. De este modo, cuando estos autores premiaron a niños de guardería por realizar una de sus actividades preferidas (pintar), la frecuencia de esta conducta disminuyó. Los autores explican los resultados con la hipótesis de la justificación excesiva, según la cual, la persona, después de haber recibido recompensa extrínseca por llevar a cabo una conducta que ya hacía, atribuirá su conducta a ésta, y no a un interés intrínseco por su parte, y por tanto, en el futuro disminuirá la ocurrencia de la conducta.
Otra teoría que cuestionó la teoría de la disonancia cognitiva es la de la gestión de impresiones: la razón por la cual las personas reportarían un cambio de actitud después de haber llevado a cabo una conducta contraactitudinal no sería la disonancia cognitiva, sino porque intentarían causar una impresión de coherencia. No se trata, pues, de que la gente tenga la necesidad cognitiva de ser consistente, sino que tienen un interés social en parecerlo.
Otras teorías cognitivas de la persuasión
Ha habido otras propuestas sobre los procesos persuasivos desde una perspectiva cognitiva. McGuire (1989) creó el denominado modelo de dos factores, según el cual la probabilidad de que un mensaje provoque un cambio de actitudes depende del hecho de que sea: a) recibido, circunstancia que depende de que la persona le preste atención y lo entienda; b) aceptado –es necesario que la persona esté de acuerdo con él. Petty y Cacioppo (1986) defendían que no era tanto el mensaje en sí lo que provocaba el cambio actitudinal, sino todos los pensamientos que las personas desarrollaban al pensar sobre el mensaje, los argumentos e, incluso los contraargumentos que se sugerían. Para explicarlo, desarrollaron el modelo probabilístico de la elaboración (MPE). De forma resumida, el modelo propone dos maneras diferentes de procesar un mensaje. Si la persona está motivada y tiene capacidad, probablemente seguirá una ruta de procesamiento general, y analizará el contenido y consecuencias del mensaje. Si no es así, utilizará una ruta periférica, que se basará mucho más en las características más situacionales y superficiales, como la credibilidad de la fuente. Cuando las personas no puedan o no estén motivadas para procesar el mensaje, utilizarán un procesamiento heurístico (Chaiken, 1980), que consiste en sencillas reglas de decisión sobre si acepta el mensaje o no se acepta.

2.4.Resistencia a la persuasión

Pese a todas las teorías anteriores, a menudo las personas resistimos los intentos de persuasión: no siempre votamos por los candidatos de las campañas políticas, no siempre corremos al supermercado a comprar el último producto anunciado en la televisión, ni siempre cambiamos de opinión enseguida cuando alguien nos muestra desacuerdo. Algunos autores elaboran propuestas con el fin de entender cómo puede la persona resistir la persuasión.
Una de estas propuestas es la teoría de la inoculación: McGuire (1964), que realiza una analogía biológica, defenderá que la exposición de una persona a argumentos sencillos en contra de una creencia o actitud propia tiene un efecto de "vacuna contra la persuasión", es decir, proporciona motivación y habilidad para elaborar argumentos que refuercen su actitud inicial, y le permitan resistir la persuasión en ocasiones futuras.
Según Cialdini y Petty (1979), otro factor que permite oponerse a la persuasión es estar avisados por adelantado, es decir, saber que nos enfrentamos a un intento persuasivo. Esto sucede, probablemente, porque tenemos la oportunidad de preparar contraargumentos y más tiempo para recopilar información y hechos para refutar el mensaje. Este efecto parece especialmente relevante con respecto a actitudes y temas que consideramos importantes (Petty y Cacioppo, 1979).
La teoría de la reactancia de Brehm (1966) postula que las personas tenemos la necesidad de sentir que actuamos libremente y sin presión. Esto se conoce como "ilusión de control". Si la persona siente amenazada su libertad de actuación y elección, se desencadena una reacción desfavorable y se negará a llevar a término la conducta en contra de su actitud. Incluso puede acabar adoptando la conducta exactamente contraria al intento persuasivo –aunque tal vez, sin presión, ella misma habría acabado actuando en la dirección de éste. Un caso típico de reactancia tiene lugar cuando los padres de un adolescente le prohiben fumar: en ocasiones, basta con la mera prohibición para provocar el comportamiento que se quería evitar.

2.5.Releyendo el cambio: el énfasis en el control social

Una vez consideradas todas las matizaciones que han introducido los diferentes autores, la relación entre actitud y comportamiento puede ser mucho más fácil de entender, y el estudio de las actitudes puede aportar herramientas interesantes para analizar ciertas situaciones sociales. De todos modos, lo más interesante es que entendamos la razón por la cual este tema es tan importante, y no si existe correspondencia entre las actitudes y el comportamiento o no es así. Curiosamente, parece que no todas las culturas valoran y se apoyan en una consistencia entre actitud y comportamiento, lo cual provoca que nos preguntemos cuál es la función que lleva a término en nuestra cultura el énfasis en la consistencia.
Lo que sí parece evidente es que la correspondencia entre actitudes y comportamiento es vital para cumplir las aspiraciones de control social. Como decíamos en la introducción, esta correspondencia se puede encontrar en el origen de las actitudes sociales: si el hecho de conocer las actitudes de la gente nos permite predecir su conducta, esto quiere decir que a partir de la manipulación de sus actitudes podemos manipular también su comportamiento. No obstante, este razonamiento se desmonta si no existe una relación entre la actitud y el comportamiento. Pensad, por ejemplo, en qué inútiles serían todas las campañas publicitarias o políticas si no se asumiera que el cambio de actitud repercutirá en un cambio de comportamiento –ya sea comprar un producto determinado, ya sea votar por un partido determinado. Por tanto, como sugiere Sampson, sería posible que el énfasis en esta consistencia fuese más una cuestión de control social que de integridad personal.
Así pues, la existencia de las actitudes como algo no observable que se encuentra dentro de la mente nos proporciona la justificación para que los científicos sociales intenten adentrarse en la persona y explorar su pensamiento. El individuo pasa, de este modo, a ser sujeto de estudio desde la perspectiva de la psicología social. Esta disciplina está impregnada de valores de la forma de vida norteamericana, dado el dominio de Estados Unidos en la psicología social tradicional que, incluso, se somete a un cambio en la dirección que la disciplina cree correcta.
Este tipo de consideraciones nos remite a un uso social de las actitudes, vinculado a la reproducción social y al cambio. Las actitudes aparecen como más relacionadas con el orden social y los grupos, y menos como entidades mentales individuales. Para entender estos vínculos, necesitamos entender que este control no es una cuestión de personas, sino de relaciones de poder entre grupos. Para recuperar estas nociones, en consecuencia, necesitaremos otras maneras de entender las actitudes, que sugieren un anclaje mucho más social de este concepto, como veremos en el apartado siguiente.

3.Hacia una comprensión social de las actitudes

Hasta ahora hemos presentado la visión más tradicional de las actitudes, que se encuentra en la mayoría de los manuales de la disciplina. El breve recorrido que hemos realizado ya nos basta para destacar una tendencia: las actitudes son entendidas como algo individual, como una posesión mental del individuo. El grupo no se tiene en cuenta –o, si se hace, es más bien como "simple contexto" en el que las personas tendrían actitudes, sin que afecte a su naturaleza. Esta concepción queda reflejada en frases como la siguiente, de Festinger, al cual consideramos como uno de los grandes autores de la psicología social:

"A pesar de esto, es necesario remarcar que el contexto social no introduce nada cualitativamente diferente en los procesos de activación y reducción de la disonancia."

Festinger, 1957, p. 286.

Queda claro que, para Festinger –y la corriente que representa–, el grupo es simplemente un recurso, una situación, un contexto diferente, que no modifica para nada las actitudes, de origen cognitivo. Sin embargo, no siempre ha sido ésta la visión de las actitudes. Recordad también el experimento de Newcomb, que demostró que la génesis y el desarrollo de las actitudes estaban fuertemente vinculados a los grupos de referencia, de modo que una persona acaba teniendo aquellas actitudes que constituyen la manera propia de ver el mundo de los grupos con los cuales se identifica y/o pertenece. El grupo ya no es un simple contexto que modula actitudes, sino que es la fuente de las actitudes:

"este tipo de actitudes no se adquiere en el vacío social. Su adquisición está en función de la relación de uno mismo con otros grupos, de manera positiva o negativa."

Newcomb, 1958, p. 312.

El hecho de optar por una concepción individual o grupal de las actitudes no es simplemente una cuestión de matiz teórico, sino que tiene repercusiones en las normas prácticas. Esto se ve claramente en los intentos de modificación de actitudes: según un modelo individual, las actitudes de un grupo no son más que una suma de actitudes individuales que es necesario modificar una a una y cambiar las ideas individuales de cada persona, mientras que según un modelo más social, el cambio de actitudes pasaría más por una modificación de los valores e ideas socialmente compartidos. El fracaso de los intentos de cambio social a partir de modelos individualistas nos debería alertar y hacer reflexionar acerca de la importancia de la vertiente grupal en la constitución y cambio de actitudes.
Por ejemplo, las campañas de prevención del sida se han basado a menudo en la difusión de la necesidad de utilizar preservativos. Estas campañas, frecuentemente con poco éxito, no han tenido en cuenta algunos de los valores culturales implícitos que dificultarían el comportamiento de utilizar preservativos, como la idea de que el uso de preservativos está en contradicción con las concepciones de masculinidad: "quien utiliza preservativos no es lo bastante hombre". Además, el uso de preservativos a menudo interfiere en otros valores sociales. Por ejemplo, si en una pareja, uno de los miembros sugiere el uso de preservativos, puede causar la impresión de que está acostumbrado a mantener relaciones sexuales con varias personas, y despertar así sospechas de infidelidad y promiscuidad. Al mismo tiempo, y dado su carácter preventivo de enfermedades, también se podría interpretar la petición como una falta de confianza en el otro.
Si bien algunas campañas pretenden generalizar el uso del preservativo en todo tipo de relaciones sexuales (incluidas las relaciones habituales con una pareja estable), a menudo no tienen en cuenta cómo entra en conflicto este mensaje con la concepción social de las relaciones íntimas. Es más, muchas de estas campañas –e, incluso, las posibles interpretaciones presentadas en el párrafo anterior– presuponen unos valores familiares y de pareja estable que no son necesariamente compartidos por los miembros de los grupos a los cuales se dirigen las campañas. Así pues, el hecho de intentar promover cambios de conducta individuales será extremadamente difícil e, incluso, inútil, ya que se pide a la persona que actúe en contra de las normas y valores de su sociedad o de sus grupos de referencia. Sería preciso, más bien, que las campañas de este tipo tuvieran en cuenta todas estas cuestiones, y dirigiesen sus acciones a los grupos de referencia, y a la modificación de actitudes y valores sociales.
Este vínculo entre actitudes y grupos ya se encuentra en los primeros autores que introdujeron el concepto de actitudes en la psicología social, Thomas y Znanecki (aunque después, como hemos visto en la breve revisión histórica, se diluyó en el contexto psicologizante que ha predominado en la disciplina). Si bien decíamos que las actitudes se caracterizaban por una relación significativa entre un sujeto y un objeto, es precisamente el grupo quien define qué es significativo y qué no lo es; la persona refleja aquellas relaciones hacia ciertos objetos que son propias de sus grupos, es decir, la relación entre el sujeto y el objeto siempre mediada por los grupos, sus normas y valores, su visión del mundo. La actitud sería la versión individual del valor grupal. Por ejemplo, la manera como una persona entiende qué es el movimiento okupa depende de la posición en la sociedad, de los grupos a los cuales pertenece o se acerca. Probablemente, nos resulta más fácil pensar que una persona que participa en movimientos pacifistas apoyará al movimiento okupa que alguien que especula con tierras.
Así pues, aunque son las personas las que adoptan actitudes, las raíces últimas de las actitudes no se encuentran en los individuos, sino en las relaciones de grupo en las que se insertan las personas. Las actitudes serían la materialización de la ideología del grupo en el pensamiento del individuo: supondrían la incorporación en la persona de los valores y visión del mundo de los grupos de pertenencia y/o referencia, de aquellos esquemas que definirán el mundo de cada sociedad, que son transmitidos vía socialización y exigidos en las relaciones sociales. Este anclaje de las actitudes en los grupos les otorga un carácter eminentemente social: las actitudes tienen el potencial de unir, analíticamente, lo individual y lo social.
El caso de las actitudes nos permite recordar algunas nociones del primer tema, en concreto qué entendemos por social. Aunque decimos que la vinculación entre actitudes y grupos constituye a las primeras como conceptos sociales, de aquí no se debe desprender que el carácter social depende de una cuestión numérica. No se trata de ver lo que involucra a una persona como "individual" y lo que se refiere a muchas personas como "social". La concepción de social que se presenta aquí es mucho más radical: incluso en el caso de que haya una sola persona, ésta es entendida y ella entiende el mundo en relación con los grupos, las culturas, y la sociedad en la cual se inserta.
Decíamos, pues, que el anclaje de las actitudes en los grupos otorga al concepto un carácter eminentemente social. No obstante, al mismo tiempo, abre preguntas en referencia a la insistencia en la modificación de actitudes. Para empezar, una de las ideas que encontramos implícitas en las teorías del cambio de actitud es que hay actitudes más correctas o más aceptables que otras. De hecho, se pueden encontrar analogías con el modelo médico: hay un grupo o persona "desajustada", con un "problema": actitudes inapropiadas. Este grupo o persona debe ser "detectado" y "diagnosticado", para que se le pueda dar "tratamiento". De este modo, se crea una división entre "las personas normales y corrientes" –aquellas que tienen actitudes– y aquellas que, justamente porque están en la posición de expertas, pueden juzgar cuáles de estas actitudes son correctas o no lo son, y están legitimadas para intervenir en las actitudes de otras personas –en un principio, para su propio bien. En otras palabras, las actitudes han proporcionado plausibilidad a la idea de la "ingeniería social".
'Ingeniería social' fue una expresión utilizada por Lewin para hacer referencia a la misión de mejora social de la psicología social –algunos han optado, incluso, por crear la expresión humaneering. Las dos expresiones comparten la idea de que, del mismo modo que las ciencias naturales han posibilitado una ingeniería que nos permite alterar el mundo en que vivimos, también las ciencias sociales darán lugar a una ingeniería social, una intervención para mejorar la sociedad. Esta noción ha sido fuertemente criticada por los efectos perversos de control que comporta (Stainton Rogers et al., 1995).
Las campañas contra el sida, por ejemplo, se dirigieron, en un principio, hacia los llamados grupos de alto riesgo (curiosamente, homosexuales y drogadictos). Uno de los efectos de estas campañas fue culpar a estos grupos de la transmisión de la enfermedad, al mismo tiempo que se eludía de responsabilidad a aquellos que llevaban a cabo prácticas heterosexuales (entre los cuales ha habido el mayor incremento de sida en los últimos años).
Ahora bien, si como hemos dicho antes, las actitudes están vinculadas a los grupos, no es indiferente qué actitudes son vistas como aceptables ("normales", "positivas", etc.) y cuáles como susceptibles de modificación o eliminación ("desadaptativas", "problemáticas", etc.). Por el contrario, estas cuestiones están directamente vinculadas a las relaciones de poder entre los grupos. Aquellos grupos que son considerados improductivos, y que podrían poner en peligro el orden social, serían grupos diana hacia los cuales se dirigirían estrategias de modificación de actitud. Como es fácil imaginar, a partir de campañas de cambio de actitud y de intervención en lo que piensan otros grupos, aquellos grupos dominantes en la sociedad podrían operar sobre otros grupos en posiciones menos privilegiadas. En otras palabras, la modificación de actitudes, aunque se pueda presentar como una posibilidad de "mejora de la sociedad", deja abierta la posibilidad de control de unos grupos sobre los otros.
Esto quiere decir que las actitudes deben entenderse en el contexto de las relaciones de poder entre los grupos, y hay que destacar, en consecuencia, su componente ideológico. Los grupos entretejen formas de ver el mundo que les son propias, según las situaciones o contexto en que se encuentran, y crean una "cultura de grupo" o ideología. Esta cultura grupal ayudará a la persona a interpretar de forma activa la realidad, de manera que la persona entenderá el mundo mediante la visión del grupo, que reflejará sus valores e intereses. Por tanto, para entender las actitudes de los individuos, hay que entender esta cultura grupal o ideología, y esto significa tener en cuenta el contexto histórico, y la historia de relaciones entre un grupo y los demás.
Estas dimensiones más grupales e ideológicas son las que a menudo se hacen invisibles en las concepciones individualistas desde las cuales se ha trabajado el concepto. A medida que el énfasis se ha centrado en el individuo, el contenido ideológico se ha ido perdiendo. Algunas corrientes alternativas, no obstante, nos permitirán recuperar el arraigo social del concepto, y superar algunas de las críticas anteriores: crítica a la concepción individualista, crítica al énfasis en el control, crítica al olvido de las relaciones de poder entre grupos. Entre éstas encontramos las perspectivas discursivas, que intentarán explicar cómo las actitudes no se pueden entender como algo mental e individual; por el contrario, su naturaleza se encuentra en lo social, especialmente, en el lenguaje y nuestras prácticas comunicativas.

3.1.Las actitudes desde una perspectiva discursiva

Las orientaciones discursivas, a diferencia de las teorías vistas con anterioridad, no proponen ya un modelo más perfeccionado que tenga en cuenta más datos para descubrir qué son las actitudes, sino que propondrán llevar a cabo algunos cambios radicales sobre cómo entendemos la naturaleza no sólo de las actitudes, sino también de los constructos teóricos en general. Uno de los cambios clave es un cambio de locus: se pasa de considerar la dimensión intrapersonal a considerar la dimensión interpersonal. Ciertamente, los conceptos psicológicos como las actitudes, los esquemas, los recuerdos, etc., ya no se ven como posesiones mentales que ocurren en la cabeza de los individuos, sino como maneras de hablar que nos ayudan a dar sentido a nuestro mundo. Sin embargo, para entender por qué esto es así, es mejor que primero consideremos otras cuestiones.
Para empezar, estas perspectivas parten de otra idea de persona, diferente de la que encontramos implícita en las teorías tradicionales. La persona no es ya un individuo solo, autónomo, que piensa y lleva a término procesos cognitivos, que después son influenciados por el contexto, el grupo y la sociedad. Por el contrario, sus pensamientos, su identidad y el modo de entenderse ella misma, sus acciones, etc., todo esto viene configurado y adquiere sentido según la sociedad en la que se encuentra, y las prácticas colectivas en las que participa. Dada esta visión de la persona, no tiene sentido que estudiemos las actitudes como si fuesen producciones individuales de personas solitarias, sino que habrá que verlas como producidas colectivamente, y ver, asimismo, cuál es el papel que tienen las actitudes en la relación entre personas.
Lo que acabamos de afirmar contradice el espíritu de la mayoría de las investigaciones experimentales que, como denunció Rom Harré en 1979, han tendido a asumir, como modelo de persona, a un autómata solitario, completamente determinado por las circunstancias, sin tener en cuenta el contexto.
Ahora bien, si empezamos a estudiar a la persona en situaciones relacionales, se comienza a ver que la gente no actúa como si fuese autómata, ni como si estuviera sola en el mundo, ni está inevitablemente determinada por variables externas. Por lo contrario, la persona interpreta activamente sobre la base de normas y reglas sociales, valores sociales propios de un contexto determinado, y se esfuerza continuamente para dar sentido a su mundo: las personas tienen agencia.
Por esta razón, las perspectivas discursivas se centran en la interacción cotidiana, en el habla y en el discurso, en las actividades que la gente lleva a término cuando da sentido al mundo social. Se cambia el enfoque, por tanto, desde la naturaleza del individuo estático hacia las prácticas de interacción. Sin embargo, esto no se debe ver como una vieja aspiración del conductismo de volver a la conducta observable directamente. Por el contrario, no son las conductas lo que interesa ahora, sino las prácticas colectivas, es decir, acciones que tienen un significado para la gente que participa en ellas. Este significado, una vez más, no se encontrará en la cabeza de la gente, sino en su interacción: los significados se negocian y construyen a partir de situaciones concretas.
Dicho de otro modo, si el mundo tiene significado no es porque tengamos esquemas, actitudes, categorías o representaciones almacenadas en la cabeza, sino más bien porque somos capaces de hablar y discutir con otras personas. A partir de la interacción con los demás, de nuestras prácticas y de nuestras conversaciones, construimos una visión de nuestro entorno que nos permite convertirlo en un mundo más significativo. Se trata de dejar de pensar en lo que sucede dentro de las personas para preocuparnos de lo que pasa entre las personas, es decir, en la relación.
Análisis del discurso y cognición
De todos modos, existen algunos modelos de análisis del discurso que se aproximan mucho más a una visión cognitiva. Por ejemplo, las propuestas de van Dijk intentan analizar de manera crítica cómo los diferentes discursos de la sociedad constituyen los modelos mentales de sus receptores e influyen en los mismos.
Todos estos supuestos de las perspectivas discursivas son relevantes cuando pensamos en actitudes. A diferencia de las teorías convencionales, la perspectiva discursiva no intenta identificar actitudes como algo que tenemos en la cabeza, ni como una predisposición interior individual, sino como prácticas evaluativas: maneras de hablar a partir de las cuales comunicamos a los demás nuestra opinión sobre ciertos hechos. Es decir, si recuperamos un poco el sentido que el concepto de actitud tenía al principio de su historia como posición que es (y no como predisposición interna), la perspectiva discursiva entenderá las actitudes como maneras de hablar que nos permiten posicionarnos a favor o en contra de ciertas situaciones. Para cumplir esta función, será clave centrarse en el discurso de la gente.

Esto diferencia las perspectivas discursivas de la teoría de las representaciones sociales, en tanto que esta última continúa viendo las representaciones y las actitudes como entidades mentales: es decir, si bien acepta su origen social, las continúa situando en la cabeza de los individuos. Además, a pesar de la importancia que dan a la comunicación, no tienen en cuenta ni el discurso, ni el contexto conversacional. Sin embargo, una característica que tienen en común las dos aproximaciones es la sensibilidad hacia la diversidad cultural: en diferentes contextos y épocas, tanto los discursos como las representaciones sociales y las actitudes probablemente serían diferentes.

3.1.1.Aproximación al concepto de discurso
La idea de discurso es compleja, y además, escuelas diferentes la entienden de forma distinta, de manera que tampoco aquí hallaremos consenso entre los diferentes autores. De todos modos, aquí haremos una primera presentación de las perspectivas discursivas y reuniremos los puntos que enfatizan todas las corrientes. Si queréis profundizar en la noción de discurso, podéis consultar algunas de las lecturas recomendadas.
Un discurso es, básicamente, un conjunto de ideas, valores, opiniones que se articulan en prácticas lingüísticas desde ciertas posiciones institucionales, que está situado históricamente (5) , y que construye un objeto de una determinada manera. Esta última característica, que más adelante intentaremos ilustrar mediante un ejemplo, es clave para entender el discurso: el conjunto de creencias, valores, ideas, etc. transmitidas acaban dando forma y definen un objeto social sobre el cual versa el discurso, los tipos de persona que concibe, los posibles interlocutores a los que se dirige, qué se puede decir y qué no, dentro de un discurso determinado.
(5) Situados históricamente quiere decir que los discursos tienen lugar y se desarrollan en un momento determinado de la historia, y que, por tanto, podemos analizar las prácticas que los han configurado, aproximación que, como veíamos en el módulo 1, recibe el nombre de genealogía.
Foucault, uno de los autores que más ha contribuido a una idea de discurso como práctica social, describió cómo se formó un discurso que elaboraba la locura como una categoría médica, de manera que la locura se acabó conceptualizando como patología; la figura del "loco", que hasta entonces era simplemente el "tonto"del pueblo, se constituyó en un individuo que había que recluir para curar y proteger a la sociedad. El discurso de la locura identificado por Foucault, por ejemplo, definía y construía a la persona loca, la persona sana, el tipo de intervenciones que se legitimaba sobre los locos, etc. Estos discursos sobre locura y patología daban forma a los debates sobre responsabilidad y racionalidad del siglo XIX, de manera que marcaban el tipo de explicaciones que se pueden elaborar socialmente de los fenómenos. Sin embargo, según la aproximación al discurso de Foucault, no se trataría tanto de delimitar los significados que vehiculan los discursos, como de buscar cuáles son las condiciones que posibilitan la aparición de un discurso determinado, cuál es su lógica interna y cuáles son los efectos de las distintas producciones discursivas.
El discurso, sin embargo, no es tangible de por sí, sino que se materializa en textos concretos, que son los que los analistas tendrán que reunir y preparar para el análisis. El empleo de la palabra texto, no obstante, no nos debe hacer pensar que sólo se pueden analizar palabras. Más bien la palabra texto se define de forma más amplia, del modo que lo hace Parker (1992), como "tejidos delimitados de significados reproducidos en cualquier forma que se pueda analizar de forma interpretativa" (p. 6). Esto incluye escritos, claro está, pero también imágenes y fotografías, anuncios, carteles, anuncios publicitarios, música y melodías, etc.
La mejor forma de aproximarnos a una idea intuitiva es a partir de nuestro ejemplo de los okupas. Si escuchamos cómo se habla de los okupas en un telenoticias, podemos ver que existe una manera de hablar de los okupas, desde el Estado y órganos institucionales que los presenta como jóvenes violentos, extremistas, organizados y en contacto con otros movimientos violentos de todo el país. Si, por el contrario, buscamos información en locales de movimientos alternativos, los okupas aparecerán ahora construidos como un movimiento contra el sistema y sus desigualdades, con la justicia social como una de sus aspiraciones.
Cada una de estas formas de construir el movimiento okupa es compartida por determinados grupos sociales y no otros. Estas visiones diferentes no son simplemente opiniones individuales diferentes, sino una serie de pensamientos organizados, compartidos por grupos, que transmiten valores, creencias, supuestos también compartidos por estos grupos. Por tanto, cada uno de estos discursos se reproducirá desde unas posiciones y no desde otras. Así, el primer discurso lo esperaríamos en representantes del gobierno, policía, altos cargos del Estado, militantes de partidos conservadores y de extrema derecha, etc. El segundo, nos lo imaginamos más propio de miembros de movimientos alternativos, personas que defienden la igualdad de los ciudadanos por encima de la propiedad privada, etc. Es decir, la posición que una persona ocupa no es independiente del tipo de discurso que puede articular.
Debería quedar claro, por tanto, que los discursos no son producciones idiosincrásicas, individuales. Los discursos están determinados por estructuras sociales –es decir, las estructuras sociales determinan cuáles son las condiciones de producción del discurso. Para algunas tradiciones discursivas, representadas por ejemplo por la posición de Parker, los discursos están vinculados a instituciones: éstas reproducen discursos que permiten mantener relaciones de poder, y dominar a las personas y controlarlas. Tal como veíamos en el ejemplo anterior, la institución psiquiátrica construiría la locura como producción discursiva. Sin embargo, tal como rebaten autores de otras orientaciones, también estas instituciones se constituyen y sustentan por los mismos discursos, de manera que más que influencia unidireccional, encontramos una interdependencia entre discursos e instituciones. Por ejemplo, se puede argumentar que el discurso sobre la locura está legitimando al mismo tiempo la institución psiquiátrica: si hay locos, parece evidente que se necesitan psiquiatras.
La importancia que se da a las instituciones y a las estructuras sociales como entidades externas a los discursos y que los condicionan suele ir vinculada a una concepción realista del mundo. Existe una realidad social objetiva que somete a las personas y condiciona su manera de organizarse socialmente. Desde posiciones más relativistas, el mundo está a su vez constituido por los discursos, de manera que no se acepta la existencia de una realidad independiente del lenguaje. Si bien las instituciones y estructuras construyen discursos, también están a su vez constituidas por estos mismos discursos. Para profundizar en estas cuestiones, os puede resultar de utilidad seguir la polémica que ha tenido lugar entre varios autores, Parker, Potter y Wetherell, que representan estas dos posiciones contrarias respecto del carácter construido de la realidad.
3.1.2.Lenguaje y valores: el papel constructor del lenguaje
Como se puede ver a partir de estos ejemplos y explicaciones, la perspectiva del análisis del discurso atribuye un papel muy importante al lenguaje. Éste no se ve simplemente como un código abstracto, un conocimiento de reglas y sintaxis que nos permite comunicarnos. En otras palabras, se considera que la gente no responde simplemente a mensajes, sino que produce significados de manera activa. El lenguaje se ve como una práctica. Esto se puede comprobar si observamos cómo hablamos: lejos de "simplemente describir" de forma neutra, utilizamos el lenguaje para llevar a cabo acciones: ordenar y mandar, resaltar o ignorar, acusar o convencer, etc.
Sin embargo, no sólo es una práctica comunicativa, sino que, además, tiene un papel constructor: la gente utiliza el lenguaje para construir versiones sobre el mundo social en el que viven, aunque a menudo no somos conscientes de ello. Efectivamente, cuando hablamos, seleccionamos entre varias maneras de decir las cosas, elegimos ciertos recursos de expresión y no otros; hacemos relevantes unas cosas, mientras hacemos invisibles otras. Por tanto, no se puede decir que nuestra manera de hablar sea neutra, sino que presenta una visión determinada de cómo es la realidad: por muy descriptivo que nos parezca un fragmento, siempre da vida a una realidad determinada. Es decir, el lenguaje constituye prácticas sociales y, al mismo tiempo, forma parte de ellas.
Un ejemplo lo hará más comprensible. Cada vez que se celebran elecciones, con frecuencia uno de los resultados más polémicos es el alto nivel de abstención. En los medios de comunicación, conversaciones y tertulias, se acostumbra a discutir y dar alguna explicación diferente sobre el porqué de la abstención, y al mismo tiempo se suelen expresar varias actitudes al respecto. Algunas personas expresan una actitud muy negativa respecto de la abstención, ya que para ellas la abstención es una respuesta pasiva, o mejor, una falta de respuesta y de involucrarse personalmente, un "pasotismo"que pone en peligro el sistema democrático. Otras muestran una actitud mucho más desfavorable, a la vez que presentan la abstención como una opción política, una postura activa que intenta mostrar su desacuerdo con el sistema político vigente.
Estas dos posturas no difieren simplemente en la dimensión favorable-desfavorable hacia un comportamiento, la abstención, que todo el mundo entiende de la misma manera, sino que las respuestas diferentes muestran precisamente que existen distintas maneras de entender qué es la abstención –alternativa política legítima o falta de respuesta. Es decir, las opiniones de la gente constituyen el objeto del cual hablan de forma diferente. Así pues, mientras que los estudiantes con actitudes clásicas han asumido que se puede preguntar a la gente qué piensa sobre un objeto social, y que éste es igual y el mismo para todos, el anterior ejemplo sugiere que las cosas pueden ser un poco más complicadas: los objetos se construyen y cambian su naturaleza según cómo se habla de ellos.
El papel del analista también varía desde esta perspectiva, porque también el análisis es una manera de constituir versiones y objetos, de hacer cosas con el lenguaje, de reproducir una determinada visión del mundo e ideología. La investigación y teorización en general, y también la referida a actitudes, es una producción discursiva mediante la cual la ideología se promueve y se legitiman ciertas conductas.
Además, el ejemplo anterior pone en duda otra cuestión. Desde las perspectivas, se supone que cuando expresamos una opinión, ésta es simplemente un reflejo de la actitud, una entidad mental que no vemos, pero que podemos deducir. En otras palabras, lo que la persona ha dicho se ve simplemente como un indicador que apunta a la cabeza de las personas; la expresión verbal (a favor o en contra de la abstención, por ejemplo), y el objeto del que se habla (la abstención) son dos entidades diferentes.
Pero si aceptamos el carácter constructor del lenguaje, la distinción entre objeto y actitud, u objeto y expresión de esta actitud es difícil de mantener: en el ejemplo anterior, ¿cuál sería el objeto real al que se refieren la dos actitudes? ¿Abstención como pasividad o abstención como resistencia activa? Por tanto, desde una perspectiva discursiva, el interés no se centrará en entidades ocultas en la cabeza de la gente, sino, precisamente, en qué dice la gente, o qué hace cuando dice lo que dice. Es decir, se pone el acento en el discurso mismo, en cómo se construye y en cómo construye éste el objeto de evaluación. La pregunta que intentan responder algunas maneras de entender el análisis del discurso, como la de Potter y Wetherell, es: "¿qué pasa o qué se consigue a partir de lo que una persona dice en un momento determinado de una conversación, teniendo en cuenta el contexto?".
3.1.3.Contexto y variabilidad
En la aproximación a las actitudes que hemos explicado en los puntos 1 y 2, mayoritaria en psicología social, se asume que tenemos una actitud invariable, que permanece estable en las personas, independientemente de las situaciones o de los interlocutores. En todo caso, en la expresión de la actitud es donde se tienen en cuenta las variaciones, como en el modelo de Fishbein y Ajzen. No obstante, todavía se supone que las actitudes permanecen subyacentes sin alteración. La perspectiva discursiva cambiará esta visión y recuperará un concepto importante, el de contexto. El contexto no será un simple modulador de la expresión de las actitudes, sino que marcará de forma determinante qué piensa la persona, dice y hace, de manera que no será necesario suponer ninguna entidad interna mental en el individuo.
Las versiones son siempre historias situadas en un contexto particular, que llevan a término acciones particulares. Desde una perspectiva discursiva, objetivos diferentes o contextos diferentes pueden producir "actitudes" diferentes. Aunque alguien exprese una actitud en una situación, no debemos pensar que siempre expresará lo mismo. De hecho, según el contexto y según lo que se consiga, se pueden expresar actitudes diferentes. Todos sabemos los problemas que comporta que alguien recuerde algo que hemos dicho o hecho en una situación en el transcurso de otra. No es difícil que nos encontremos haciendo o diciendo cosas muy diferentes sobre cosas similares. Por ejemplo, pensad en lo que haríais vosotros: ¿realmente creéis que expresaríais la misma actitud hacia la abstención, y de la misma manera, ante un grupo okupa que ante un político? Todas estas variaciones ponen en duda la idea de una actitud mental interna homogénea.
Toda esta variabilidad resultaría problemática si entendiésemos las actitudes tal como las hemos presentado en la primera parte del módulo: si las actitudes son predisposiciones internas y estables, ¿cómo es posible que sus expresiones sean tan diversas y variables? Sin embargo, desde una perspectiva discursiva, no hay ningún problema en integrar esta variabilidad dentro del marco de comprensión de las actitudes. De hecho, es prácticamente lo contrario: según el análisis del discurso, tendríamos que esperar variabilidad. Si hemos dicho antes que el lenguaje hace cosas, es decir, cumple funciones, quiere decir que las actitudes y expresiones de una persona dependerán de la función, de lo que se quiere conseguir.
Una persona que está en contra del sistema punitivo de las presiones se puede posicionar en contra de la condena de pequeños ladrones de calle. Sin embargo, quizá esta misma persona quiere defender una pena máxima de prisión para una persona que haya violado. Si tiene una actitud negativa hacia el sistema político, decidirá no ir a votar en las elecciones. No obstante, si a pesar de su actitud desfavorable quiere evitar que la oposición consiga ventaja, tal vez decida ir a votar. Así pues, desde una perspectiva discursiva, la variabilidad es algo natural, común, y en parte constitutiva del discurso.
3.1.4.¿Y la consistencia?
Como ya habréis observado, este énfasis en la variabilidad contrasta con el énfasis señalado con anterioridad en la consistencia y coherencia cognitiva. Mientras las teorías cognitivas dan por supuesto que dos versiones diferentes de un mismo hecho son contradictorias, y, además, que esta contradicción se vive como un hecho desagradable o incómodo para las personas, los analistas y las analistas del discurso han observado que son muy comunes, y que sólo en pocas ocasiones –en aquéllas en que las personas se dan cuenta de la inconsistencia, o de que alguien la señala– se corrigen.
Ciertamente, si nos acusan de contradecirnos o ser incongruentes, a menudo dedicamos muchos esfuerzos a justificarnos: con frecuencia defenderemos que no hemos incurrido en ninguna contradicción; diremos que lo que hemos dicho no es una contradicción porque nos referíamos a dos situaciones diferentes; o que estábamos utilizando una misma palabra con dos significados diferentes. Parece, pues, que no es evidente qué es una inconsistencia y qué no lo es, sino que son conceptos discutibles y negociables, que despiertan debate. La inconsistencia es a menudo un reto argumentativo que se intenta resolver precisamente a partir de discusiones y argumentos.
Además, la incomodidad que experimentamos cuando alguien nos dice que hemos sido incoherentes puede estar muy relacionada con el hecho de que, en nuestra sociedad, la inconsistencia está mal vista, es una manera no deseable de presentarse a uno mismo. Por tanto, lo que las teorías de la disonancia cognitiva presentan como incomodidad cognitiva podría ser simplemente incomodidad ante la contradicción de un valor social. Todo esto sugiere que, quizá, como dice Billig (1987), en lugar de situar la consistencia en el ámbito cognitivo, tal vez la deberíamos entender en un contexto de argumentación.
Esta apreciación de Billig demuestra que existe una característica de las actitudes que ha sido sistemáticamente olvidada por los estudiosos de las mismas: su contexto retórico. Todas las actitudes están situadas en un contexto argumentativo más amplio: la gente tiene actitudes con respecto a temas que –sean del tipo que sean– despiertan debate y desacuerdo. Sólo cuando se trata de temas polémicos, la gente tiene argumentos para discutir y defender su punto de vista, y se sitúa a favor o en contra en una determinada controversia. Por tanto, las actitudes no son respuestas neuronales, predisposiciones internas o hábitos, sino posiciones sobre cuestiones de debate público.
No sólo comportan una posición favorable y desfavorable, sino también la voluntad y capacidad de entrar en polémica: la gente justifica sus actitudes, critica puntos de vista contrarios, discute. Cada actitud a favor de algo es también, de forma más o menos implícita, un posicionamiento en contra del punto de vista opuesto. Todas estas críticas y justificaciones no son simples acompañantes de las actitudes, sino que son parte integral de ellas; sin el contexto argumentativo, no habría actitudes. Entonces, si esto es así, no se trata tanto de estudiar las actitudes aisladas, sino de averiguar cómo se articulan como partes de discusiones polémicas, para reforzar puntos de vista.
Si tenemos en cuenta nuestra naturaleza discursiva y argumental, sería preciso que repensáramos la forma de estudiar las actitudes: ¿basta con utilizar cuestionarios y escalas, o llevar a cabo un experimento? Un primer problema es el hecho de que tanto los cuestionarios como los experimentos siguen una lógica ahistoricista, es decir, olvidan los procesos históricos y sociales que dan lugar a que un determinado grupo adopte determinadas actitudes. Olvidan también el contexto discursivo y argumentativo que hemos defendido de las actitudes, y con frecuencia no permiten que las personas nos informen del significado que para ellas tienen sus conductas y actitudes.
¿Puede una crucecita en un cuestionario captar las actitudes de una persona? Imaginémonos una persona que no va a votar. ¿Podemos inferir de ello su actitud negativa hacia el sistema político? Difícilmente: una persona quizá no va a votar para expresar desacuerdo, o porque votar no le importa en absoluto, o porque no está de acuerdo con las alternativas propuestas, o porque no se encontraba en su ciudad el día de la votación... Así pues, intentar aprehender las actitudes a partir de un cuestionario no parece que sea suficientemente convincente.
Cuando interpretamos lo que dice la gente, no sólo a partir de una frase corta –o la crucecita en un cuestionario–, sino que tenemos en cuenta fragmentos más extensos en los que se tiene la oportunidad de articular posiciones, el contexto en el que se dicen, y lo que se consigue retóricamente con estos fragmentos, aparece entonces una nueva complejidad y riqueza en las interpretaciones de las respuestas. Esta complejidad es, precisamente, lo que quieren dejar patente las perspectivas discursivas.
Ejemplo de análisis del discurso: Gilbert y Mulkay (1984). Opening Pandora's box. A sociological analysis of scientists'discourse. Cambridge: Cambridge University Press.
Gilbert y Mulkay, a partir de una serie de entrevistas a científicos, vieron que los entrevistados utilizaban dos tipos de argumentaciones discursivas muy diferentes, es decir, dos repertorios de argumentos que diferían entre sí y que se utilizaban de manera sistemática en situaciones diferentes. En situaciones formales, los científicos utilizan un repertorio empiricista, cuya característica básica es que presenta el conocimiento científico como una consecuencia directa de trabajo riguroso, empírico, objetivo. El fragmento que viene a continuación podría ser un buen ejemplo:
"En este artículo, presentamos los resultados de unos estudios sobre la manera de inhibición de la fosforilación oxidativa del efrapeptin... Resulta difícil encajar estos resultados en un sencillo esquema mecanicista que implique un receptor catalítico único para la síntesis e hidrólisis de ATP. Tal como se discutirá, los datos son interpretables con más facilidad en términos de un modelo de receptor múltiple interactivo, como el propuesto recientemente por Bradshaw, Willow y Stein." (Introducción de un artículo científico, citado en Gilbert y Mulkay, p. 41).
Observad cómo aquel conocimiento científico que se presenta como válido se justifica a partir de evidencia experimental –los datos demuestran las conclusiones aceptadas por los científicos. No obstante, en contextos informales, al repertorio empiricista se le suma otro: el repertorio contingente. Junto con el anterior tipo de explicaciones de cariz objetivo y neutral, los científicos utilizan otras explicaciones que pretenden justificar por qué en ocasiones otros colegas cometen errores. Las características de este repertorio las veremos mejor a partir de un ejemplo. A continuación, tenemos un fragmento en el que se le pide a un científico que hable sobre el trabajo de otros científicos que conoce.
"Me parece que simplemente había una tendencia por parte de la gente –los científicos de los cuales habla– a intentar dar la impresión de que tenían razón. Muchos de nosotros sentimos que nos traicionaban, ¿sabes?, que eran un poco dogmáticos con sus opiniones y que tenían personalidades muy fuertes y que estaban equivocados. Pienso que ésta es una de las cosas que probablemente descubrí bastante joven, cuando podía reorientar mi manera global de aproximarme a las cosas y de no preocuparme sobre lo que la gente decía y en el fondo atacarlos cada vez que tenía ocasión para ello y hacerlos pedazos para que llegaran al punto de preguntar y cómo puedes decir tal cosa y tal otra. ¿De qué datos sacas esta conclusión? ¿Cómo puedes excluir esto? Y entonces descubrías que algunos de ellos tenían problemas de oído. Perry no escuchaba nunca lo que yo tenía que decirle. Siempre tenía problemas de oído cada vez que yo le hacía una pregunta en las reuniones." (Fragmento 4G, citado en Gilbert y Mulkay, 1984, p. 66.)
En este pasaje, la persona que habla identifica las opiniones de un científico o más como erróneas, al mismo tiempo que proporciona algún tipo de explicación que nos permita entender cómo es posible que algunos científicos puedan llegar a equivocarse: si se supone que todos los científicos siguen el método científico, y este método es riguroso y fiable, ¿cómo se explica la aparición de errores? Para justificar los errores, se recurre a los argumentos del repertorio contingente: en todos estos ejemplos se puede ver claramente cómo los errores se atribuyen a sesgos de personas, a personalidades peculiares, a intereses personales ocultos de los científicos, a obsesiones personales, a desconfianzas...
De esta manera, los científicos pueden articular explicaciones asimétricas sobre cómo se produce conocimiento científico. Cuando el conocimiento es correcto, se debe a que el método científico se ha aplicado correctamente, las conclusiones derivan de datos empíricos, los científicos han sabido comportarse con objetividad y mantener sus personalidades e intereses al margen de su trabajo. En cambio, cuando se cometen errores, no es por culpa del método científico, sino que ahora la culpa la tienen las influencias sociales, como las mencionadas con anterioridad, que han corrompido y desvirtuado el proceso de producción del conocimiento científico. Así, el método y el conocimiento no quedan nunca comprometidos:
"No creo que merezca la pena tener una discusión racional con Spencer sobre esto, porque estoy bastante seguro de que no lo haré cambiar de opinión... Creo que resulta difícil discutir sobre este tema, porque no entiendo cómo puede ser que no acepte que nuestros argumentos y experimentos son correctos. Sospecho que él tiene el mismo problema, así que no creo que se trate de un problema de la ciencia hecha correctamente." (Fragmento 4S, citado en Gilbert y Mulkay, 1984, p. 83.)
Fragmento de análisis conversacional: Edwards y Potter (1992)
A continuación podéis leer un fragmento de una conversación entre N y E, en la cual N invita a E a ir a comprar. El fragmento está transcrito según las reglas de análisis conversacional. Después del fragmento, presentamos la interpretación que hacen del mismo Edwards y Potter.
"E: ... Y tuve que tener mi pie en un cojín durante dos días, ya sabes y –mmmmm
N: ¿Sí?
E: Pero, querida, seguro que todo irá bien, estoy segura.
N: ¡Oh! Estoy segura de que todo irá bien...
E: ¡Ejem!
N: ¡Oh! Haber ido... Pensaba que quizá podríamos...
E: Me gustaría ir a buscar algunas zapatillas sencillitas, pero uhm...
(Drew, 1984, p. 138.)
Al comienzo del fragmento, E ofrece una descripción. A pesar de esto, como analistas de la conversación, sabemos que esto no es una observación abstracta y desinteresada. La descripción está inserta en una 'secuencia de invitación' (Drew, 1984): N invita a E a ir a comprar juntas; y en este contexto la descripción de E funciona como un rechazo, pese a la atractiva posibilidad de ir a comprar 'algunas zapatillas sencillitas'. Sin embargo, el rechazo no es explícito; ella rechaza mediante una descripción que permite dar a entender su incapacidad para ir a comprar. Es decir, la descripción por parte de E de una situación determinada proporciona una atribución a N, y es que E no irá a comprar porque no puede, está lesionada. Observad que un factor interno en E (su lesión) sirve para externalizar la responsabilidad de haber rechazado la invitación de N." (Edwards y Potter, 1992, p. 106-107.)

Actividades

Este módulo se ha aproximado a un concepto clave que ha atravesado la historia de la psicología social: el de las actitudes. Si las actitudes han configurado en parte la disciplina, lo inverso no es menos cierto, de manera que la visión psicologizante de la psicología social dominante ha impregnado el constructo. Quizá, si las actitudes hubiesen conservado el carácter social que se pretendía en sus orígenes, habrían podido ayudarnos a entender cómo se inscribe el pensamiento grupal en la persona y en su visión del mundo, y al mismo tiempo, en un movimiento circular, cómo configura la persona, de manera dinámica, el colectivo. En otras palabras, cómo se constituyen mutuamente lo social y lo individual. Sin embargo, la concepción de las actitudes como predisposición mental e individual ha frustrado estas posibilidades. Es más, incluso desde esta última tradición, la evidencia progresiva de sus dificultades explicativas ha dado lugar a un desencanto que, para muchos, incluso ha justificado el abandono del concepto.
Por esta razón, el módulo ha dado peso a una visión alternativa que intenta recuperar la interrelación entre la vertiente social y la individual, y enfatiza el papel constructor de las prácticas discursivas. Además, también se han remarcado las relaciones entre las actitudes y otros conceptos más amplios, como los valores, los discursos, las representaciones sociales o la ideología. Esta vinculación une las actitudes, de forma indesligable, a los grupos y a su manera de entender el mundo, y dificulta una comprensión de las actitudes desde una perspectiva individual.
Para profundizar sobre estas ideas y reflexionar sobre los efectos que tienen las distintas maneras de entender las actitudes, os planteamos algunas cuestiones:
1) Al principio del módulo apuntábamos hacia el carácter mediador de las actitudes, en tanto que permiten entender la relación entre una persona y ciertos objetos sociales. No obstante, si tenemos en cuenta su dimensión ideológica, ¿cómo se amplía el alcance de este carácter mediador? En otras palabras, ¿diríais que las actitudes ponen en relación sólo a un individuo con un objeto social?
2) De un modo u otro, todas las teorías destacan como relevante el carácter afectivo de las actitudes o el hecho de que involucren a las personas. En un principio, podría parecer que este énfasis en el aspecto emocional es contradictorio con una definición de tipo más social de las actitudes, ya que normalmente las emociones y sentimientos se entienden como algo propio del individuo. ¿Cómo se respondería a esta contradicción desde perspectivas discursivas?
3) Hemos visto también que las actitudes se pueden constituir como dispositivos de control social y normalización. ¿Qué características destacaríais de este mecanismo de control a partir de su comparación con otras maneras de ejercer el poder que utilizan la violencia o imposición forzada? ¿Qué sistema sería más afectivo y en qué circunstancias? Para pensar en esta cuestión, os puede ser de utilidad comparar los efectos de una campaña publicitaria sobre un objeto o un estilo de vida con la coerción ejercida por instituciones sociales como la policía o la escuela.

Glosario

agencia
Capacidad de las personas de actuar, intervenir o influir sobre objetos sociales, si entendemos por objetos sociales cualquier elemento simbólico con significado. La noción de agencia con frecuencia se opone a la de estructura, para rechazar una noción de persona como determinada y condicionada por factores sociales, y entender cómo también pueden influir las personas sobre las estructuras sociales.
comunicación persuasiva
Comunicación que presenta y defiende una posición con argumentos y que busca el convencimiento de los interlocutores.
constructo teórico
Variable intermediaria o estructura hipotética que se infiere a partir de conductas observables, es decir, no se refiere a ninguna entidad que pueda ser observada directamente.
discurso
Conjunto de prácticas lingüísticas que mantienen, promueven y regulan relaciones sociales. Prácticas sociales que construyen un objeto desde una posición ideológica determinada, vinculada a sistemas de valores y grupos sociales. Un discurso no es sólo texto, sino que comporta todo un abanico de actos de significación y comunicación. En este sentido, el discurso no es propiedad de un sujeto concreto, sino de las producciones colectivas.
disonancia cognitiva
Sensación de malestar que experimenta la persona al darse cuenta de que mantiene dos cogniciones contradictorias.
grupo de referencia
Grupo al cual se vincula el individuo personalmente como miembro actual, o al cual aspira a vincularse psicológicamente; o dicho en otros términos, aquél con el que se identifica o desea identificarse.
ideología
Manera de ver y dar sentido al mundo relacionada con las posiciones que una persona puede ocupar respecto a varios grupos de referencia. Se trata de un concepto, por tanto, vinculado a las relaciones intergrupales y a las desigualdades de poder entre los grupos. Es una noción abierta y polisémica, que permite un cierto grado de elaboración por parte de la persona. Así pues, se aleja de la noción de ideología como falsa conciencia, y de la noción de persona que está completamente determinada por la estructura social.
prácticas de sujeción y control
Prácticas sociales que constituyen a la persona, de manera que la sujetan a determinadas relaciones de poder y reducen sus posibilidades de ser y actuar –coartar su libertad y aumentar las posibilidades de su control por parte de grupos dominantes.
reactancia
Malestar que experimenta una persona ante la amenaza de pérdida de libertad que la lleva a adoptar una posición contraria a la amenaza –independientemente de cuál habrá sido la elección de la persona en ausencia de la amenaza.
representación social
Manera compartida de comprensión del mundo, originada en el curso de nuestras comunicaciones interindividuales, al mismo tiempo que las condiciona. Las representaciones configuran el sentido común, y su función principal es permitir una interpretación de la sociedad.
valor
Creencia o afirmación del mundo estructurada de forma compleja y relativamente duradera que implica una posición ética. Mientras que, desde una perspectiva más tradicional, los valores han sido vistos como individuales, desde perspectivas más sociales son considerados como compartidos por un grupo o sociedad, y vinculados al cambio social.

Bibliografía

Bibliografía básica
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