El problema de la obediencia al derecho

  • Josep M. Vilajosana Rubio

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Introducción

Un tema recurrente en la reflexión iusfilosófica es el de analizar las posibilidades de justificación del deber de obediencia al derecho por parte de sus destinatarios. En el primer apartado delimitaremos el objeto de esa reflexión. Por un lado, se dirá que el deber de obedecer las normas de la autoridad, si no se quiere caer en el carácter superfluo de la misma, hay que interpretarlo como un deber desligado del contenido de las normas. Por otro lado, se distinguirá convenientemente el problema relativo a la obediencia al derecho del problema de la legitimidad del Estado, aunque una vez hecho esto sea preciso reconocer algún tipo de relación entre ambos.
Una vez delimitado el problema, se pasará revista a algunas de las posibles respuestas que se pueden dar sobre éste. Una primera manera de afrontarlo es vinculando la obligación de obedecer al derecho con la existencia de un consentimiento por parte de sus destinatarios, bien sea éste expreso, tácito o hipotético. Luego de ver las dificultades de este planteamiento, examinaremos la visión anarquista, que lleva de algún modo al extremo las dificultades que presentan las teorías voluntaristas. También esta posición resulta insatisfactoria. Pero, si esto es así, hay que dejar de lado la visión centrada en el consentimiento e intentar defender el deber de obediencia por medio de otros argumentos. Esto es lo que intentan las teorías no voluntaristas, a cuyo examen se dedica el apartado 5. Se analizarán en él versiones instrumentales del Estado (el utilitarismo y la concepción de la autoridad como servicio), las que defienden un deber institucional de obediencia y las que lo conciben como un deber natural.
Por razones distintas, ninguna de esas teorías alcanza su objetivo, que es el de justificar un deber u obligación universal de obedecer al derecho, aunque todas ellas tienen aspectos sugerentes y plausibles que se irán poniendo de relieve a lo largo de la exposición. El módulo termina con un apartado dedicado a la caracterización y posible justificación de la desobediencia civil.

Objetivos

Los objetivos que se persiguen en este módulo son los siguientes:
  1. Establecer cuál es núcleo de la reflexión sobre el deber de obediencia al derecho.

  2. Mostrar las diferencias entre este problema y el de la legitimidad del Estado, así como sus posibles relaciones.

  3. Analizar críticamente distintos argumentos que toman como elemento justificador de la obligación de obedecer el derecho el consentimiento (teorías voluntaristas).

  4. Ser consciente del alcance y de los límites del argumento anarquista.

  5. Analizar críticamente distintos argumentos que toman como elemento justificador del deber de obedecer el derecho otros elementos distintos del consentimiento (teorías no voluntaristas).

  6. Ser consciente del alcance y de los límites del argumento utilitarista.

  7. Ser consciente del alcance y de los límites del argumento de la autoridad como servicio.

  8. Ser consciente del alcance y de los límites de las varias versiones que defienden el deber de obedecer el derecho como un deber institucional.

  9. Ser consciente del alcance y de los límites del argumento del deber natural.

  10. Estudiar las características y la posible justificación de la desobediencia civil.

1.Planteamiento del problema

1.1.Obligación y autoridad

Es una idea muy extendida entre filósofos y juristas la de que sólo es posible hablar de la existencia de un orden jurídico si existe una autoridad efectiva. Como ya dijimos en el primer módulo, al hablar de la relación entre eficacia y autoridad, la autoridad efectiva puede ser ilegítima en el sentido de no estar moralmente justificada. Sin embargo, mantiene una relación especial con la autoridad moralmente justificada, ya que es lo que toda autoridad efectiva pretende ser. Por ello, cabe decir que una autoridad jurídica pertenece a la clase de las autoridades prácticas, que son autoridades acerca de las acciones que los individuos deben realizar. Para nuestros fines, cuando alguien pretende autoridad es que pretende tener derecho a ser obedecido. Está claro que no toda autoridad tiene esta pretensión.
Las llamadas autoridades teóricas no se caracterizan por esta pretensión de recibir obediencia. Un experto en matemáticas no pretende tener derecho a ser obedecido. Sin embargo, la autoridad jurídica se ve a sí misma teniendo derecho a regular conductas a través de normas en una determinada comunidad, con un correlativo deber de obediencia por parte de los gobernados.
En este contexto, cobra relevancia una distinción importante. Cuando aquí se habla del deber de obedecer las normas que emanan de la autoridad no se trata únicamente de hacer lo que ellas dicen, sino de hacerlo porque la autoridad lo ha ordenado.
Esto tiene una consecuencia principal: las razones que nos ofrecen las normas jurídicas deben ser tratadas como vinculantes con independencia de su contenido (1) . Si esto es así, entonces la cuestión de si existe la obligación o el deber de obedecer el derecho pasa a ser si debemos actuar desde un punto de vista jurídico y obedecerlo como éste pretende ser obedecido.
Ésta es una idea que nos permite enlazar con otra cuestión muy relevante desde el punto de vista de la filosofía política, la que se pregunta acerca de en qué condiciones un Estado está legitimado para imponer sus normas por la fuerza.

1.2.Legitimidad del Estado y obligación de obedecer el derecho

En muchas ocasiones se trata de manera indistinta dos cuestiones que merecen ser distinguidas.
El problema de la obligación política tiene que ver con las razones que podemos dar para obedecer el derecho y hasta dónde se extenderá tal obediencia. Por su parte, el problema de la legitimidad se refiere a las razones que justifican el poder coercitivo del Estado y hasta dónde se extenderá dicho poder.
Esta distinción permite mantener posiciones en las que se pueda afirmar, por un lado, que el Estado está legitimado para imponer su poder coercitivo y, al mismo tiempo, negar que exista una obligación por parte de todos los individuos de obedecer sus normas.
Bibliografía recomendada
En relación con estas dos cuestiones "el problema de la obligación política y el problema de la legitimidad", véase:
  • A. J. Simmons (1979). Moral Principles and Political Obligations. Princeton, N. J.: Princeton University Press.

  • L. Green (1989). The Authority of the State. Oxford: Oxford University Press.

  • W. Edmunson (1998). Three Anarchical Fallacies. Cambridge: Cambridge University Press.

Pero dicho esto, del hecho que se puedan distinguir conceptualmente no se debe inferir necesariamente que sean problemas independientes. De hecho, parece razonable sostener que existe alguna relación entre ambos problemas. Ahora bien, ¿en qué consiste esa relación? Caben tres posibilidades.
La primera opción es considerar que ambos problemas (el de la obligación y el de la legitimidad) son equivalentes.
Si y sólo si un Estado es justo, entonces surge la obligación de obedecerlo. Esto significaría que una vez mostrado que un Estado es justo, hemos mostrado también que existe una obligación por parte de todos sus miembros de obedecer sus normas. Y, al mismo tiempo, si decimos que existe una obligación de obedecer a un determinado Estado, esto implica que el Estado es justo. Seguramente, la mayor parte de los textos que no distinguen entre ambos problemas están manteniendo consciente o inconscientemente este planteamiento.
Por ejemplo, en el siguiente texto de Jonathan Wolf, no se distingue entre ambos problemas:

"El defensor del Estado debería aspirar a [...] mostrar cómo puede justificarse el Estado en términos de un razonamiento moral reconocido. Es decir, precisamos de un argumento que muestre que tenemos el deber moral de obedecer al Estado".

J. Wolff (1996). An Introduction to Political Philosophy. Oxford: Oxford University Press. Traducción castellana de J. Vergés (2001). Filosofía política. Una introducción. Barcelona: Ariel.

Lo que suele justificar este tratamiento indistinto es el hecho de considerar que las mismas razones que justifican a un Estado (que lo hacen justo) justifican la obediencia a sus leyes. Así, por ejemplo, alguien puede sostener una tesis voluntarista para ambos problemas, y considerar de este modo que el consentimiento dado por los ciudadanos de un determinado Estado lo legitima moralmente y, al mismo tiempo, sirve de justificación para el deber de obediencia. Sin embargo, esta equiparación tal vez no tenga por qué darse siempre. Es imaginable que alguien sostenga una concepción no voluntarista respecto a uno de los problemas (por ejemplo, el de la legitimidad) y en cambio defienda una tesis voluntarista en relación con el otro. Por ello, existen otras posibles formas de entender la relación entre ambos problemas.
La segunda posibilidad es afirmar que sin la justificación de la obligación de obedecer al derecho no tendríamos un Estado justo, aunque puede ser que ello no baste para alcanzarlo. En este caso, se sostiene que la solución del problema de la obligación es condición necesaria, aunque no suficiente, para resolver el problema de la legitimidad del Estado.
Ésta parece ser la posición de Dworkin cuando mantiene que, aunque un Estado puede tener buenas razones en circunstancias especiales para ejercer la coerción sobre quienes no tienen el deber de obedecer sus leyes, no hay manera de justificar la coerción estatal si el derecho no es en general una fuente de genuinas obligaciones (Dworkin, 1986, pág. 191). La idea que subyace a esta posición es que por el mero hecho de que se considere que el Estado está legitimado moralmente respecto a unas personas (por ejemplo, porque han prestado su consentimiento) no se puede inferir que ese mismo Estado esté legitimado para imponer sus medidas coercitivas a otras (por ejemplo, las que no han prestado tal consentimiento). Con lo cual, sólo resolviendo primero el problema de la justificación de la obediencia del derecho de todos los sujetos relevantes podremos encarar el problema de la legitimidad del Estado para imponer por la fuerza sus normas.
Una tercera posibilidad pasa por entender que la existencia de un Estado justo es un requisito para que nazca la obligación de obedecer sus normas, aunque tal vez no sea suficiente.
Como ha dicho Rawls, ni siquiera el consentimiento expreso dado ante instituciones claramente injustas originaría obligaciones (Rawls, 1971, pág. 343). En este caso, el establecimiento de las condiciones de legitimidad de un Estado precede al nacimiento de la obligación de obedecer sus normas.
Sea cual sea la posición que de entre las tres citadas se adopte, es preciso saber qué razones se pueden aportar para justificar la legitimidad del Estado o la obediencia al derecho. Normalmente, los filósofos políticos se han concentrado en el problema de la legitimidad, mientras que los filósofos del derecho han abordado el problema de la obligación. Pero en numerosas ocasiones seguramente no se ha realizado la distinción porque, como se ha dicho anteriormente, el mismo tipo de razones puede ofrecerse para encarar uno y otro problema. A lo largo del módulo, sin embargo, cuando sea menester, aludiremos específicamente a esta distinción.
La división clásica entre el repertorio de este tipo de razones pasa por distinguir las que son razones voluntaristas de las que son no voluntaristas. Veámosla con un poco más de atención.

2.Nunca sin mi consentimiento

Más allá de sus diferencias, los defensores de una justificación voluntarista de la obediencia al derecho comparten una característica: las instituciones políticas deben estar justificadas en términos de decisiones de las personas sobre las que se reclaman autoridad. Una concepción así es muy atractiva, ya que muestra un gran respeto hacia cada individuo al darle la responsabilidad y la oportunidad de controlar su destino mediante sus propias decisiones. Alguien tendrá un poder político sobre nosotros si nosotros lo hemos autorizado.
Por tanto, para estas doctrinas sólo como consecuencia de nuestros actos voluntarios puede crearse un poder político que esté legitimado para imponer por la fuerza sus normas (como respuesta al problema de la legitimidad) y frente al cual tengamos un deber de obediencia (como respuesta al problema de la obligación).
Entonces, la cuestión pasa a ser cómo se justifica el Estado en términos voluntaristas. Es preciso mostrar que de algún modo todos los individuos, al menos los adultos mentalmente sanos, han otorgado al Estado la autoridad que éste reclama sobre ellos. Según esta concepción, y a diferencia de otras corrientes como el utilitarismo, que veremos más tarde, no es suficiente para justificar el Estado señalar simplemente las mayores ventajas de hallarse bajo su tutela en comparación con los inconvenientes de vivir en un estado de naturaleza. Hay que mostrar, además, que cada persona ha dado voluntariamente su consentimiento al Estado.

2.1.Consentimiento expreso

El recurso que ha sido más utilizado por las corrientes voluntaristas ha sido el del contrato social. Si pudiera mostrarse que cada individuo ha realizado un contrato con el Estado, o con los demás individuos para crear un Estado, el problema quedaría aparentemente resuelto; se habría mostrado cómo el Estado obtiene autoridad universal, es decir, sobre cada uno de nosotros, y se haría de la única forma posible: porque nosotros lo hemos autorizado. Ahora bien, ¿cuándo ha habido un contrato de este tipo? ¿hay constancia de que en algún momento histórico unos individuos pasaran de un estado de naturaleza a una sociedad civil sellando un contrato? Pocos pretenderán sostener que esto ha sucedido alguna vez. Pero, por un momento, imaginemos que fuera cierto. ¿Qué probaríamos con ello? ¿Estarían los ciudadanos actuales comprometidos por este acuerdo anterior y lejano? Parecería muy raro justificar el deber de obediencia actual en estos términos.
El problema estriba en requerir un consentimiento que sea expreso y que afecte a todos los ciudadanos de un Estado.
Quienes, al margen de las autoridades, dan en la actualidad explícitamente su consentimiento son los que obtienen la condición de ciudadano mediante un proceso de naturalización y aun en estos casos habría que ver cuán informado es el consentimiento que prestan. Pero a los ciudadanos que han nacido en un Estado no se les suele pedir este consentimiento.
Alguien podría decir que en regímenes democráticos el consentimiento lo expresamos cada vez que votamos. Los que votan a favor del partido que gobernará dan su consentimiento para que les gobierne; quienes votan por los partidos que acabarán en la oposición dan su consentimiento al sistema en su conjunto. Pero defender esta idea tiene algunas dificultades. Bastaría con abstenerse para no quedar vinculado por las leyes del Estado. Y, además, si para paliar esta dificultad, se establece el voto obligatorio, el resultado entonces es que el consentimiento deja de ser voluntario. Éstos son algunos de los inconvenientes que provocan que deban contemplarse otras alternativas al consentimiento expreso.

2.2.Consentimiento tácito

Cuando se toma en consideración la idea de que a través del voto se consiente, ya se está entrando de lleno en la problemática que plantea el consentimiento tácito. Todos los grandes teóricos del contrato social desde Hobbes, pasando por Locke y Rousseau, han apelado de distintas maneras a argumentos basados en el consentimiento tácito. La tesis básica es que mediante el disfrute silencioso de la protección del Estado uno consiente tácitamente en aceptar su autoridad. Esto bastaría para obligar al individuo a obedecer el derecho.
John Locke, gran defensor de la necesidad de que el consentimiento sea expreso, elaboró, no obstante, un argumento que parece plausible para decir que, a pesar de todo, también se crean obligaciones políticas mediante el consentimiento tácito. Así, Locke afirma que todo hombre que tiene posesiones en los dominios de un gobierno está dando su tácito consentimiento para someterse a él. Y ello es así aunque las tierras sólo las tenga arrendadas o, incluso, "si simplemente hace uso de una carretera viajando libremente por ella" (Locke, 1689, pág. 130). Tal vez lo plausible de esta idea esté en lo que parece compartir con la justificación del juego limpio que veremos más adelante.
Pero no hay que perder de vista que aquí el argumento trata de mostrar que lo que obliga es el consentimiento. Estamos obligados a obedecer no por el hecho de recibir beneficios por pertenecer a un Estado, como en el caso del juego limpio, sino porque al recibir estos beneficios estamos dando tácitamente nuestro consentimiento.
Lo que se halla tras el argumento es la idea de que si una persona no está conforme con su Estado puede irse; si se queda, consiente. Pero que la única forma de disentir de un Estado deba ser abandonarlo parece una exigencia muy fuerte. Como ya dijera Hume, no todo el mundo tiene la posibilidad de cambiar de Estado a voluntad:

"¿Podemos afirmar en serio que un pobre campesino o artesano es libre de abandonar su país, cuando no conoce la lengua o las costumbres de otros y vive al día con el pequeño salario que gana?".

D. Hume (1739-1740). A Treatise of Human Nature. Traducción castellana de F. Duque (1988). Tratado de la naturaleza humana (pág. 105). Madrid: Tecnos.

Sólo en algunas comunidades políticas muy concretas de poco tamaño y libres sería factible pensar seriamente en esta posibilidad de manera universal. Quizá las dimensiones de la Ginebra de Rousseau lo permitieran, y por esa razón a este filósofo le parecía muy razonable la idea de Locke (Rousseau, 1762, pág. 295). Pero, en el contexto de los Estados actuales, es difícil aceptar esta justificación.
Dilema del consentimiento tácito
Además, los defensores del consentimiento tácito que interpretan como tal la residencia voluntaria se enfrentan a un dilema. Si tal consentimiento surge de la residencia voluntaria en algún lugar, entonces parece que la interpretación de la residencia personal no toma en cuenta lo que la mayor parte de los teóricos del consentimiento han creído que era esencial para sus teorías: las razones personales del individuo para decidir si consiente o no. Por otro lado, si estas razones personales son tales que el individuo puede propiamente tomarlas en cuenta para decidir si consiente o no, entonces el movimiento interpretativo exigido por la residencia voluntaria para generar obligaciones en todos los sujetos de la comunidad no puede funcionar. Y no puede funcionar porque algunos individuos pueden tener razones personales para no consentir, y este hecho no quedaría reflejado por la interpretación dada a la residencia voluntaria.

2.3.Consentimiento hipotético

Descartada como irrazonable la exigencia tanto del consentimiento expreso como del tácito, queda por explorar las posibilidades de un consentimiento hipotético. El argumento sería el siguiente. Si suponemos que no nos hallamos bajo la autoridad de un Estado, sino en un estado de naturaleza (donde rige la lucha de todos contra todos en la versión de Hobbes) y somos racionales, haríamos todo lo posible por crear un Estado a través del contrato social. Si es cierto que todos los individuos racionales en el estado de naturaleza harían libremente esta elección, entonces parece que éste es un buen argumento para justificar el Estado.
No obstante, si queremos que esto sea compatible con los postulados voluntaristas, hay algo en esta forma de ver las cosas que parece chocante. Se supone que únicamente a través de actos voluntarios de consentimiento podemos adquirir obligaciones políticas. Puede decirse que un acto supone una modificación del estado de cosas del mundo, pero un consentimiento hipotético, por definición, no supone ningún cambio en el estado de cosas del mundo, que es tanto como decir que no es un acto. Entonces, ¿cómo hay que interpretar el argumento del consentimiento hipotético? Pueden darse, al menos, dos interpretaciones, cada una de las cuales es fuente de problemas.
Una posibilidad es afirmar que el contrato hipotético es una manera de decir que determinados tipos de Estado merecen nuestro consentimiento.
El Estado poseería una serie de propiedades deseables, como por ejemplo que es la forma de obtener paz y seguridad. El hecho de que en el estado de naturaleza diéramos nuestro consentimiento a fin de crearlo confirma precisamente que posee estas características. Pero si esto es así, entonces lo que justifica principalmente el Estado es que posea estas características, no que le prestemos el consentimiento. El argumento, interpretado de esta manera, dejaría de constituir una defensa voluntarista del Estado. Se acercaría, en cambio, sospechosamente a un argumento de corte utilitarista, según el cual lo que justifica el Estado es su contribución al bienestar humano, como veremos en su momento.
La otra posibilidad tal vez podría salvar el carácter voluntarista de la teoría del contrato hipotético. Consistiría en tratar la cuestión en términos disposicionales.
Aunque de hecho muy pocos han prestado su consentimiento, podría sostenerse que si alguien nos pidiera nuestra opinión al respecto y nos pidiera que pensáramos seria y detenidamente sobre el asunto, todos acabaríamos prestándolo. Esto puede interpretarse en el sentido de que tenemos una disposición a prestar este consentimiento. El recurso del contrato hipotético puede ser visto ahora como un modo de conseguir que nos demos cuenta de lo que realmente creemos. Reflexionando sobre cómo me comportaría en el estado de naturaleza, llego a percatarme de que en realidad doy mi consentimiento al Estado. La idea importante no es que, después de realizar este experimento mental, dé mi consentimiento por primera vez. Lo que exige el argumento es que, una vez llevado a cabo este proceso de reflexión, me dé cuenta que siempre he estado dando mi consentimiento. Así, la finalidad del argumento del contrato hipotético sería revelar un consentimiento disposicional: una actitud todavía no manifestada de consentimiento.
Esta interpretación es interesante, aunque con ella se debilita el concepto de consentimiento empleado en el argumento y, por tanto, también la fuerza de éste. Una posible crítica es que no es cierto que todos tengamos la disposición de la que aquí se habla. El caso más claro es el de los anarquistas, que veremos más adelante. Alguien podría pensar que esto es irrelevante por cuanto los anarquistas son irracionales. Pero aunque creamos que efectivamente los anarquistas son irracionales, esto no mostraría que han dado su consentimiento; por el contrario, tienen la disposición a no darlo.
Incluso esta forma débil de concebir la teoría del consentimiento presenta problemas a la hora de servir de fundamento universal de una obligación política. Cuando se hace hincapié en que este tipo de obligaciones deben ser voluntariamente asumidas por todos siempre se corre el mismo riesgo: que haya alguien que no quiera prestar su consentimiento sea éste expreso, tácito o disposicional.

3.Hay que jugar limpio

3.1.Planteamiento

Se podría sostener que, con independencia de que las personas presten su consentimiento al Estado, es injusto que unas gocen de los beneficios que la existencia de este Estado supone sin aceptar las cargas necesarias para producirlos. Siguiendo este razonamiento, podría decirse que cualquiera que salga beneficiado de la existencia de un Estado tiene el deber de obedecer sus leyes.
Fair-play
El principio que subyace a esta idea es el del juego limpio (fair-play), que ha sido formulado por Hart de este modo: "cuando varias personas realizan una empresa conjunta de acuerdo con reglas, y restringen así su libertad, quienes se hayan sometido a estas restricciones cuando se les ha requerido hacerlo tienen derecho a una sumisión similar de quienes se hayan beneficiado de su sumisión" (Hart, 1955). También ha desarrollado esta idea, aunque con algunas diferencias, John Rawls (1964), quien posteriormente la abandonará para decantarse por una justificación basada en el deber natural, tal como veremos más tarde.
Esta posición puede parecer una versión del consentimiento tácito. Sin embargo, ya dijimos antes que no es así. El recibir beneficios obliga ante el Estado, pero no porque sea un modo de consentir tácitamente.
La fuerza del argumento consiste en señalar que no es justo obtener los beneficios del Estado si no se está también dispuesto a compartir una parte de las cargas para su mantenimiento.
De lo contrario, se abriría la posibilidad de que en la sociedad surjan free-riders, cuya generalización imposibilitaría el nacimiento de bienes públicos, tal como veremos al hablar de la autoridad como servicio. Los beneficios que supone el Estado son la seguridad y la estabilidad de vivir en una sociedad que funciona de acuerdo con un sistema que hace cumplir las leyes. Las cargas correspondientes se refieren a las obligaciones políticas.
Si aceptamos el principio del juego limpio y, al mismo tiempo, reconocemos que todo el mundo se beneficia de la existencia del Estado, entonces parece sensato deducir que, como muestra de justicia para con los demás miembros de la sociedad, cada uno de nosotros debería obedecer las leyes del país. Es una idea razonable pensar que si nos beneficiamos del hecho de que existan leyes, entonces es mezquino (sería el comportamiento de un gorrón) infringirlas cuando nos convenga. Cualquiera que haya realizado un trabajo en equipo sabe lo mal que sienta ver que algunos componentes no realizan la parte que les corresponde. Es la sensación de indignación que se experimenta cuando se descubre que un deportista ha tomado ciertas sustancias con el propósito de obtener una ventaja desleal en la competición frente a los demás participantes.

3.2.Tal como somos

Ahora bien, para que el argumento anterior funcione, hay que justificar para empezar la premisa según la cual todo el mundo se beneficia de la existencia del Estado. Las razones que justificarían esta premisa podrían partir de dos ideas muy sencillas. La primera, que existe en los seres humanos un propósito común por la supervivencia. Como dice Hart, las normas de un Estado no se promulgan pensando en un club de suicidas. La segunda idea es que, a pesar de las diferencias existentes entre los seres humanos, es posible establecer una serie de afirmaciones muy obvias relativas a la condición humana y al mundo en el que vivimos. Mientras estas afirmaciones sigan siendo ciertas, es posible sostener que existe una razón poderosa para que cualquier sociedad contenga una serie de normas para ser viable. Podemos llamar a estas normas el "mínimo común normativo" de toda sociedad organizada.
La alusión a esas verdades obvias sobre la condición humana sirve para mostrar que, mientras los seres humanos sigan siendo como son, y si entre sus propósitos sigue ocupando un lugar central la supervivencia, toda sociedad compartirá un mínimo común normativo del cual todos se benefician.
La lista de las verdades obvias quedaría como sigue:
  1. Los seres humanos son vulnerables a los ataques físicos.

    Esta característica de los seres humanos hace que sea racional dotarse de normas que restrinjan el uso de la violencia en una determinada sociedad, prohibiendo matar y causar daños.

  2. Los seres humanos son aproximadamente iguales.

    Ello implica que ningún individuo es tan poderoso que pueda, sin algún tipo de cooperación, dominar al resto. Si esto es así, todos estamos interesados en tener normas que limiten las acciones de los individuos.

  3. Los seres humanos tienen altruismo limitado.

    De manera muy ilustrativa Hart sostiene que las personas no son demonios dominados por el deseo de exterminarse entre sí, pero tampoco son ángeles, dispuestos a ayudar siempre y en todas circunstancias al prójimo. En una comunidad de ángeles, jamás tentados por el deseo de dañar a otros, las normas que prescriben no dañar a otros serían superfluas. En una comunidad de demonios, dispuestos siempre a destruir a los demás al precio que sea, tales normas serían imposibles (debemos entender "ineficaces"). En las sociedades humanas, al ocupar un lugar intermedio entre las demoníacas y las angelicales, las normas que prescriben abstenciones son no sólo posibles sino también necesarias.

  4. Los seres humanos tienen recursos limitados.

    Existen ciertas necesidades básicas que, tal como han sido los seres humanos hasta ahora, parece que se deben cubrir, si se pretende seguir subsistiendo. Cosas tales como alimentos, ropa y resguardo vienen a cubrir estas necesidades, pero no se encuentran espontáneamente y de manera ilimitada. Su obtención requiere una intervención de las personas en la naturaleza o una creación propia. Estas circunstancias, según Hart, hacen indispensable alguna forma mínima de la institución de la propiedad, aunque no necesariamente de la propiedad privada.

    Otras normas creadoras de obligaciones justifican su existencia a partir de la división del trabajo y de la permanente necesidad de cooperación entre los humanos. Se trataría de las normas que aseguran el reconocimiento de las promesas como fuentes de obligaciones. En definitiva, se justificaría así tener normas que doten de validez a los contratos. El altruismo propio de los seres humanos también apoyaría esta conclusión, ya que al no ser ilimitado, se requiere un procedimiento que asegure el cumplimiento de las promesas y garantice así a los demás la posibilidad de predecir las conductas, lo cual resulta imprescindible para mantener la necesaria cooperación.

  5. Los seres humanos tienen comprensión y fuerza de voluntad limitadas.

    En cuanto a la comprensión, puede decirse que los seres humanos tienen, primero, una capacidad limitada para obtener información y, segundo, una capacidad limitada para procesarla. Ello hace que no todos los seres humanos entiendan de igual manera sus intereses a largo plazo ni, aún menos, que tengan la fuerza de voluntad suficiente como para sacrificar ciertos bienes presentes para obtener mejores ventajas en el futuro. Por tanto, no basta con establecer normas que limiten ciertas acciones, puesto que la sumisión a ellas sería insensata sin una organización que se encargue de castigar a los que no cumplen voluntariamente. En definitiva, el derecho se erige aquí como garante de la cooperación contra los gorrones o free riders, tal como hemos visto.

3.3.¿Se puede descartar el consentimiento?

Las ideas que se acaban de exponer sirven para justificar razonablemente la premisa de que, tal como somos, todos nos beneficiamos en alguna medida de las leyes estatales. No obstante, todavía quedaría por resolver otra cuestión.
Aunque aceptemos lo anterior, lo que se ha mostrado a lo sumo es que es racional dotarse de determinadas normas. Cabe preguntarse ahora si de esta circunstancia puede surgir el deber moral de obedecer al Estado.
Nozick pone un ejemplo para criticar esta posibilidad.
Su tesis es que no existe tal deber sólo porque nos beneficiemos de una actividad, si no hemos elegido participar en ella. Los beneficios recibidos, si no han sido solicitados, no generarían ese deber.
Imaginemos que mis vecinos deciden programar un sistema de entretenimiento público. A cada miembro del barrio se le asigna un día del año para que se encargue de amenizar la jornada, poniendo discos, contando chistes, etc. Transcurren 137 días de espectáculo de los cuales yo he disfrutado y el día 138 llega mi turno. ¿Tengo el deber de dedicar todo el día a intentar divertir a mis vecinos a pesar de que no solicité participar en esa actividad? Según el esquema diseñado por Hart, la respuesta debe ser afirmativa. Al fin y al cabo he estado disfrutando de los beneficios que supone esta tarea cooperativa y ahora me toca cargar con la parte correspondiente. De acuerdo con el principio del juego limpio, mi deber es colaborar. Pues bien, Nozick sostiene que esto no es así. La razón es la siguiente. Yo no pedí colaborar en ninguna programación. Pero aun así, lo quisiera o no, me la ofrecieron. Quizá prefiera no tener beneficios ni cargas. Si decimos que en un caso como ese nace un deber por mi parte de colaborar, ¿no estaremos abriendo la puerta a que en el futuro otros puedan obligarme a aceptar unos bienes que no deseo y luego exigirme que pague por ellos? Esto suena a una imposición injusta.
El defensor del principio del juego limpio podría intentar modificar algo su posición para hacer frente a esta crítica. Podría decir que en realidad sólo surge el deber de obediencia si se aceptan (y no sólo se reciben) los beneficios, siendo consciente de los costes que ello supone. Quien aceptando los beneficios no cumpliera con las cargas, sería un gorrón y su conducta sería moralmente reprochable.
No obstante, el inconveniente de esta nueva versión es que si los únicos beneficios que generan obligaciones son los que han sido aceptados por el beneficiario, entonces hay que ser capaces de distinguir entre beneficios aceptados y beneficios simplemente recibidos. Pero a la hora de trazar esta distinción, al menos en su aplicación a los beneficios que comporta la actividad estatal, surgen dificultades que ya vimos al hablar del consentimiento tácito. En muchos casos, gozamos de los beneficios que nos proporciona el Estado querámoslo o no.
Un ejemplo muy claro de ello es la generación de los bienes públicos. La existencia de un aire no contaminado es un bien público que beneficia a todos, pero puede haber quien prefiera un aire menos sano (aunque le perjudique) a cambio de obtener algo que desea en mayor medida. Sin embargo, puesto que estos bienes se caracterizan por ser indivisibles, esa persona no puede hacer nada ante los beneficios no solicitados.
Si cada vez que sucede esto decimos que el individuo ha aceptado tácitamente, hemos transformado la aceptación en una figura de aplicación automática, no en algo que uno pueda decidir.
Además, a pesar de que este último inconveniente se pudiera resolver, el exigir la aceptación origina otra complicación similar a la que se producía con las teorías voluntaristas: la dificultad de fundamentar el deber universal de obediencia. Por ello, esta posición se enfrenta a un dilema. Sólo si mantiene la justificación originaria del juego limpio basada en la simple recepción (sin necesidad de aceptación) de beneficios, habrá aportado una buena razón para el nacimiento de un deber de carácter universal. Pero, si es así, debe afrontar las críticas de Nozick. Por otro lado, cuando, intentando huir de estas críticas, añade a la recepción la necesidad de aceptación, hace que surjan dudas sobre la posibilidad de justificar un deber universal. Después de todo, de nuevo, siempre puede haber quien no desee los beneficios si estos implican determinadas cargas. Entre las teorías que sostienen esto último destacan las doctrinas anarquistas, cuyos argumentos analizaremos en el próximo apartado.

4.Nadie me puede obligar a obedecerle

Las teorías voluntaristas y las del juego limpio partían de la idea según la cual es posible encontrar una razón adecuada para que el Estado pueda legítimamente imponer sus normas o para hallar una justificación del deber de obediencia al derecho, o ambas cuestiones a la vez. Pero hemos visto que todas ellas presentan dificultades para lograr este empeño. No es de extrañar, pues, que esta insatisfacción genere doctrinas alternativas que tomen esas incapacidades como un fracaso. Estas doctrinas, entre las que destaca el anarquismo, sostendrán que no es posible ofrecer una justificación plausible de estas cuestiones.
A pesar de sus diferencias, las distintas teorías anarquistas compartirían una tesis de fondo de alcance político. Para sus defensores, el anarquismo sería la única forma que tendría tanto un grupo de personas como un individuo de regularse autónomamente. Esta regulación autónoma pretende oponerse a la regulación heterónoma y coercitiva llevada a cabo por instituciones del Estado (ejército, policía, leyes, tribunales, etc.). En definitiva, la aspiración anarquista es la de tener una sociedad sin gobierno.
La distinción entre el problema de legitimidad y el de obligación que efectuamos en su momento se muestra útil de nuevo aquí, ya que puede permitir hablar de dos tipos de anarquismo, según dónde pongan su acento crítico. Por un lado, el anarquismo que podemos llamar ingenuo subrayará en mayor medida la incapacidad de las demás teorías para hallar razones válidas que legitimen el poder coercitivo del Estado. Por otro lado, el anarquismo filosófico apuntará sus críticas principalmente contra la posibilidad de que exista un deber general de obediencia al derecho.

4.1.El anarquismo ingenuo

Hay muchas corrientes distintas dentro de la teoría anarquista, con lo cual no es posible aquí hacer justicia a la variedad de matices que puedan darse en todas ellas. Sin embargo, es interesante fijar nuestra atención en una idea compartida por muchos anarquistas, que vendría a ser contraria a la posición de Hobbes. Este autor, como es sabido, entendió que el establecimiento de un Estado era necesario si se pretende no caer en el estado de naturaleza en el que rige la guerra de todos contra todos. De hecho, Hobbes identificó ese estado de naturaleza con la "anarquía", con lo que dio a esta palabra una connotación claramente peyorativa, tomándola como sinónimo de caos (Hobbes, 1651, pág. 106-112).
Los anarquistas critican que se proponga la creación de un Estado como remedio a la conducta antisocial de lucha de todos contra todos, aduciendo que, generalmente, la existencia del poder político es la causa de esa conducta. Esta crítica suele ir acompañada de una visión un tanto idílica de las capacidades de los seres humanos para ser capaces de vivir sin un organismo que monopolice el uso de la fuerza física en una determinada sociedad. A menudo, y de maneras muy distintas, esta tesis se fundamenta en la pretensión de que los seres humanos son buenos por naturaleza y que es el Estado el que los corrompe.
Por ejemplo, el anarquista ruso Piotr Kropotkin sostuvo que todas las especies animales, incluida la especie humana, progresan mediante el apoyo mutuo (Kropotkin, 1886). Mantuvo esta idea con la intención de contraponerla a una interpretación de la teoría de la evolución de Darwin, según la cual la evolución sería fruto de la lucha y la competencia. En opinión de Kropotkin, las especies más aptas son aquellas que están preparadas para la cooperación. De ahí que su respuesta a las posibles conductas antisociales que tanto preocupaban a Hobbes sea la de dejar que la disposición a la cooperación que tenemos los humanos fluya de manera natural y se consolide sin las trabas y las injerencias externas del poder político.
Es indudable que este planteamiento puede tener su atractivo. Es posible que a largo plazo la cooperación sea mejor para cada uno de nosotros. Se podría pensar, entonces, que en un estado de guerra de todos contra todos, incluso unos seres egoístas y autointeresados aprenderían finalmente a cooperar. Sin embargo, como dijo Hobbes, por muchas pruebas que existan de que entre los seres humanos hay cooperación, existen muchas más que evidencian la presencia de explotación de unas personas sobre otras y de competición entre ellas.
Frente a esta constatación difícil de discutir, el anarquista todavía puede insistir diciendo que estas conductas proceden del Estado. Pero, llegados a este punto, este tipo de argumento se vuelve inconsistente. Una pregunta a la que debería responder quien defienda esta posición es que si los seres humanos son buenos por naturaleza, o tienden por naturaleza a la cooperación social sin opresión, ¿cómo es que han aparecido por doquier Estados "opresores" y que han "corrompido" a las personas? La respuesta más obvia es decir que una minoría de sujetos astutos y codiciosos ha logrado ocupar el poder a través de engaños o medios poco ortodoxos. Pero entonces, si estos individuos existían antes de que el Estado apareciera, y tenían que existir por razones obvias, no puede ser cierto que todos los seres humanos seamos buenos por naturaleza. Por eso confiar hasta este extremo en la bondad natural del ser humano se puede calificar de ingenuo y poco realista.

4.2.El anarquismo filosófico

El anarquismo filosófico lleva hasta sus últimos extremos la idea de las posiciones voluntaristas que vimos anteriormente. Coincide con ellas acerca de que la única manera de poder justificar la obligación política es a través del consentimiento que podamos prestar. Se aparta de ellas al pensar que ninguna de estas posiciones ha logrado ni logrará nunca su objetivo.
Veamos por qué.
La discusión contemporánea sobre el anarquismo filosófico arranca de la doctrina de Robert Paul Wolff. Este autor cree que el único gobierno legítimo sería el que pudiera ser consistente con el concepto de autonomía individual y que surgiera del ejercicio de ésta. Por ello, opina que únicamente una democracia directa en la que rigiera la toma de decisiones por unanimidad cumpliría con esta exigencia.
Pero, puesto que esta forma de gobierno no parece que pueda ser muy estable, sostiene que la autoridad política es incompatible con la autonomía individual. Aunque pueda parecer que la crítica de Wolff se dirige al problema de la legitimidad del Estado, hay razones para pensar que el centro de su ataque lo constituye la obligación de obedecer el derecho y cuando se refiere al problema de la legitimidad en realidad es una desviación de su punto principal que es la obligación política.
La parte principal del argumento de Wolff está resumido en estas palabras:

"Si todos los hombres tienen una obligación continua de alcanzar el más alto grado de autonomía posible, entonces no parece que exista ningún Estado cuyos súbditos tengan la obligación moral de obedecer sus órdenes".

Wolff, 1970, pág. 19.

La idea básica de su argumento es que es incompatible para un individuo, que debe actuar moralmente de manera autónoma, cumplir con las órdenes de una autoridad únicamente porque son las órdenes de esa autoridad, con independencia del contenido. Cada persona tiene el deber de actuar basándose en sus propias ideas morales acerca de lo correcto e incorrecto y tiene el deber de reflejar esas ideas en cada uno de sus actos. Una persona así concebida estaría violando el deber de actuar autónomamente si cumpliera con órdenes de la autoridad sobre bases que son independientes del contenido de las órdenes. Por tanto, el deber de autonomía es incompatible con el deber de obediencia al derecho.
Esta posición ha sido objeto de varias críticas (2) , muchas de las cuales no es posible aquí desarrollar a pesar de su interés.
No obstante, sí que podemos aludir a una objeción que es fácil comprender sin necesidad de desarrollarla en este momento. No se ve por qué deberíamos aceptar que existe un deber de ser autónomos. Tal vez sea más plausible entender que tenemos el derecho a serlo, lo cual impone deberes al resto de personas frente a nosotros, pero no necesariamente un deber para con nosotros mismos. Sobre esta cuestión, sin embargo, volveremos en el último módulo, al hablar del principio de autonomía de la persona.

5.El consentimiento no importa

Vistas las dificultades con las que se encuentran las teorías que ponen el énfasis en la necesidad del consentimiento para justificar la obligación política, y si no parece convincente la defensa del anarquismo, entonces no queda más remedio que explorar las posibilidades de las teorías no voluntaristas.
Una teoría es no voluntarista si sostiene que los principios que justifican la autoridad jurídica o el deber de obediencia son independientes de la elección o voluntad de los destinatarios de las normas.
Hay varias concepciones no voluntaristas. En lo que sigue analizaremos en primer lugar dos teorías que pueden ser denominadas instrumentales, en el sentido de que para ambas lo importante a estos efectos es si con el deber de obediencia se obtiene algún tipo de ventaja. Estas teorías se pueden identificar con el utilitarismo y con quienes defienden que la autoridad se justifica porque presta un servicio. Más tarde tomaremos en cuenta algunas doctrinas que tienen que ver con la defensa de la obligación política por la posición que ocupan los ciudadanos en una sociedad. Terminaremos este breve recorrido tomando en consideración algunas teorías que rechazan tanto el consentimiento, como el rol de la persona en la sociedad como fuentes de la obligación política. Son las defensoras de la obligación política en términos de deber natural.

5.1.Siempre que las consecuencias sean buenas

El utilitarismo es una de las doctrinas que sostienen que las acciones no son buenas o malas por sí mismas (como sostendrían las llamadas doctrinas morales deontológicas), sino que lo son en relación con sus consecuencias, por lo que son denominadas doctrinas consecuencialistas. Los autores utilitaristas tratan de justificar el deber de obediencia en términos de los medios que sirven para alcanzar algún objetivo. Este objetivo se considerará valioso debido al principio de utilidad, según el cual se debe maximizar la felicidad o la utilidad general. Las palabras de Bentham al respecto son muy elocuentes de esta posición:

"Los súbditos deben obedecer a los reyes [...] en la medida en que los males probables de obedecer sean menores que los males probables de resistirse a obedecer".

J. Bentham (1789). An Introduction to the Principles of Morals and Legislation (pág. 56) (J. H. Burns y H. L. A. Hart, eds.). Londres: The Athlone Press, 1970.

El argumento utilitarista, frente a posiciones anarquistas, podría reconstruirse a partir de tres premisas:
1) La mejor sociedad desde una perspectiva moral es la que maximiza la utilidad general.
2) Tener un Estado genera mayor utilidad general que no tenerlo, pues esta última posibilidad llevaría al caos propio de un estado de naturaleza.
3) No hay más opciones que el Estado o el caos.
La conclusión que se derivaría de estas tres premisas sería que tenemos un deber moral de crear y mantener un Estado.
Se pueden realizar varias críticas a cualquier versión del utilitarismo. Una de las críticas filosóficas más potentes consiste en tomar consciencia de la imposibilidad de saber cuáles son todas las consecuencias de un determinado acto o de una determinada regla. La realización de un acto implica la modificación del estado de cosas del mundo, modificación que a su vez es causa de modificaciones ulteriores y así hasta el infinito. Es imposible tener en cuenta todas ellas. Ahora bien, si dijéramos que sólo algunas de esas consecuencias se deben tener en cuenta, entonces necesitaríamos un criterio de relevancia para distinguir las consecuencias relevantes de las que no lo son. Si un acto realizado en un momento t1 tiene las consecuencias C1 y C2 en el momento t2 y éstas a su vez originan en un momento t3 las consecuencias C3, C4, C5, ¿cuáles van a ser las consecuencias relevantes, las relativas al momento t2, o al momento t3, o la suma de ambos conjuntos? Esta indeterminación de las consecuencias relevantes de un acto o de una regla es un problema para el utilitarismo, puesto que hasta que no hemos determinado el conjunto de consecuencias que vamos a tener en cuenta, no nos podemos pronunciar acerca de si un determinado acto o regla ha incrementado la utilidad general o no.
Otras posibles críticas tienen que ver con consecuencias contraintuitivas de esta teoría. Así, si resulta que el balance de las consecuencias (determinadas de algún modo) fuera positivo, se podría estar justificando moralmente, por ejemplo, la tortura de un individuo o incluso el castigo de un inocente, como veremos en el próximo módulo.
Esto no significa que la visión utilitarista no resulte atractiva en algún punto. Parece algo razonable pensar que si se debe justificar la obediencia al derecho, ésta debe ir vinculada de algún modo a que las normas jurídicas generen algún bienestar entre la población afectada. Además, el hecho de que desde una posición utilitarista no se entre a juzgar la bondad o maldad de los distintos planes de vida que tengan los individuos ofrece una imagen de neutralidad y de adecuación a sociedades pluralistas como las que vivimos, que puede hacer que encaje en visiones liberales como las que veremos en el último módulo. De todos modos, no podemos desconocer los graves inconvenientes mencionados, por lo que tal vez quepa buscar otras alternativas que tomando al Estado como instrumento al servicio de las personas intenten no caer en ellos.

5.2.Cuando la autoridad presta un servicio

El utilitarismo es una forma instrumental de justificar la obediencia al derecho. Pero hay, al menos, otra forma de intentar justificar instrumentalmente la autoridad, como medio para ayudar a que las personas terminen haciendo lo que deben. Según Raz, la autoridad (3) realiza un servicio en la medida en que los destinatarios de las normas cumplen mejor con las razones subyacentes de éstas guiándose por las directrices de la autoridad que por la propia deliberación sobre las razones aplicables a un caso determinado.
De esta idea, Raz infiere lo que ha denominado la tesis de la justificación normal: las autoridades son legítimas sólo si sus normas nos permiten actuar de acuerdo con las razones que han de guiar nuestras acciones de mejor forma o de una manera más acertada que lo que podríamos conseguir sin ellas.
Si nosotros reconocemos autoridad a alguien, es que estamos dispuestos a tomar las normas que dicte como razones que desplazan nuestro juicio o balance de razones.
Los individuos ya tienen razones para dar una parte equitativa de sus recursos para contribuir al bien común. Las autoridades simplemente les ayudan a cumplir con esas razones al establecer un sistema eficiente y justo de impuestos. Lo mismo ocurriría en otros ámbitos. Los ciudadanos de un país tendrían buenas razones para defender a sus compatriotas de ataques externos. De nuevo, las autoridades los ayudan a realizar esta defensa de una manera más eficaz con el establecimiento de un ejército.
Esta posición merece algunas aclaraciones. Aunque pueda guardar cierto parecido con el utilitarismo, la tesis defendida por Raz no es utilitarista. A diferencia del utilitarismo, que se caracteriza por perseguir una finalidad definida (la maximización de la utilidad general), la idea de la autoridad como servicio no se compromete acerca del tipo de razones que son relevantes, ni sobre el objetivo que se deba alcanzar.
Por otro lado, no hay que ver la tesis de la justificación normal como algo que se refiere excepcionalmente al derecho o al Estado. Por el contrario, es frecuente que la podamos aplicar a situaciones cotidianas en las que exista la presencia de autoridades teóricas o prácticas.
Puedo dudar acerca de si debo someterme a una determinada intervención quirúrgica. Sopeso las distintas razones a favor y en contra. En este balance de razones tal vez entrarán consideraciones prudenciales sobre el beneficio que para mi salud supondrá el éxito de la intervención frente al riesgo que correré con ella; puede ser que tome en consideración, también, la opinión de familiares y amigos o de personas que se hayan sometido anteriormente al mismo tipo de operación. Pero todo este proceso de analizar las ventajas y los inconvenientes de la intervención puede quedar desplazado frente a la opinión del mejor cirujano en la materia. Si éste me aconseja la operación, es posible que lo tome como una autoridad y su dictamen lo considere como una razón que excluye el balance.
La idea central de la posición que comentamos es la misma. Las autoridades legítimas ayudan a los destinatarios de las normas a hacer lo que ellos ya tenían buenas razones para hacer, aunque, como en el caso de la intervención quirúrgica, tal vez ellos ni lo sabían. No obstante, para entender esta tesis es preciso insistir en que lo que en ella se dice no es de aplicación a supuestos en los que sea más importante para los sujetos decidir por sí mismos que decidir correctamente. Se podría pensar en el ejemplo de las elecciones políticas. Puede ser que un ciudadano yerre con su voto, al dárselo a una formación política claramente peor que otras, pero eso no sería una razón para invalidarlo, ya que solemos considerar que la virtud de las elecciones en democracia no es tanto elegir correctamente como elegir.
Aunque la tesis de Raz parece razonable respecto a situaciones cotidianas como el ejemplo que hemos visto, ¿resulta plausible trasladar sin más esta idea al ámbito de la autoridad jurídica?
En favor de la respuesta afirmativa hay que considerar que, en los supuestos en los que quepa tomar decisiones informadas acerca de determinados asuntos, los legisladores y el gobierno, por ejemplo, pueden tener una mayor información que el resto de los ciudadanos y puede ser razonable que éstos suspendan el juicio confiando en que aquéllos le prestarán un servicio mejor del que podrían obtener por su propios medios.
Pero esto no tiene por qué ser siempre así. Puede darse el caso de que para ciertas decisiones del mismo tipo que las anteriores, es decir, en las que estén en juego cuestiones técnicas, un conjunto de expertos en la materia esté en mejores condiciones de tomar la decisión correcta que quienes ostentan el poder en un determinado Estado. Algo así ocurre con los problemas medioambientales. Muchos Estados se han mostrado reacios a tomar en consideración la opinión mejor informada de los expertos.
Por otro lado, cabe pensar en supuestos en los que el fondo del asunto sobre el que haya que decidir no sea de naturaleza técnica sino moral. El entrar en guerra contra otro país no parece ser una cuestión puramente técnica. En estos casos, no se puede apelar a expertos en materia moral y, de todos modos, en el supuesto improbable de que existan, hay pocas posibilidades de hallarlos entre las autoridades políticas. ¿Consideraremos justificado en estas cuestiones dejarse llevar por la decisión que tomen los gobernantes? ¿Tendremos el deber de obedecerlos porque nos prestan un buen servicio?
Estos supuestos pueden hacernos reflexionar críticamente acerca de la posición de Raz, pero no necesariamente para abandonarla, sino tan sólo para redimensionar su alcance. En los casos en los que o bien hay personas que son más expertos en la materia que los gobernantes, o bien las cuestiones que hay que tratar son directamente morales, hay problemas para aplicar su tesis. En otros supuestos, en cambio, la tesis puede encajar de manera razonable.
En casos que tienen que ver con ciertos problemas de interacción, como aquellos en los que aparece la figura del free rider. El free rider o gorrón es aquel que se beneficia de la cooperación de los demás sin aportar su parte. Éste es el caso de quien contamina el medio ambiente pero se beneficia de que muchos otros no lo hagan, o de quien no paga impuestos mientras utiliza los servicios públicos de educación o sanidad pagados con los impuestos de los demás. En general, es un problema que tiende a surgir en la generación y el mantenimiento de los denominados bienes públicos. La característica definitoria de este tipo de bienes es que, a diferencia de los bienes privados (como libros o vestidos), son indivisibles, en el sentido de que una vez generados no es posible excluir a nadie de su disfrute (con independencia de que haya o no contribuido a su generación). Son ejemplos de bienes públicos el alumbrado de las calles o el sistema de defensa de un país. En estos casos, las normas jurídicas pueden contribuir a que se generen y mantengan los bienes públicos (que todos utilizan) obligando a la cooperación de todos. Es decir, en estos supuestos es de interés de todos los participantes aceptar algún tipo de coerción, a través de sanciones jurídicas, siempre que todos los demás estén bajo el mismo sistema de coerción, como ya avanzamos al hablar del juego limpio.
En definitiva, esta posición parece justificar de manera razonable la obediencia a ciertas normas en ciertas situaciones, pero tampoco parece ser suficiente como para fundar un deber general de obediencia. Se hace preciso, por tanto, seguir buscando otras opciones.

5.3.Deber institucional

Los deberes institucionales son aquellos que una persona tiene en virtud del rol o papel que desempeña dentro de una determinada institución.
Por ejemplo, en la institución familiar una madre puede tener una serie de deberes respecto a su hijo, que se justifican por el simple hecho de ocupar ese papel y de entender cómo funciona la institución. Toda institución se define a través de una serie de normas. Así, la madre de la que hablamos podría tener deberes como persona, deberes como madre y deberes como ciudadana de un Estado. Los primeros podrían considerarse en algún sentido "naturales", pero los dos restantes serían deberes institucionales: las normas que definen las instituciones de la familia o del Estado generan al mismo tiempo obligaciones. El deber de obediencia al derecho sería, entonces, un deber institucional que recae en los miembros de un Estado en cuanto tales.
5.3.1.Rasgos característicos
Quienes defienden que la obligación política consiste en un deber institucional tienen en común su antivoluntarismo. La tesis voluntarista sostiene que nuestras obligaciones políticas pueden surgir únicamente a partir de nuestras elecciones voluntarias. También sostienen los voluntaristas que la mayoría de nosotros tiene de hecho obligaciones políticas, nacidas precisamente de esos actos voluntarios de consentimiento. Pero los antivoluntaristas responden diciendo que las sociedades políticas reales en las que vivimos no son asociaciones voluntarias. No hemos elegido dónde nacemos, ni hemos elegido libremente participar en ellas ni ser sus miembros. Estas circunstancias hacen difícil justificar la obligación política y el deber de obediencia del derecho basándose en la teoría del consentimiento. Quienes abogan por la idea del deber institucional dirán que lo anterior no debe preocuparnos, ya que muchos de los deberes que reconocemos tenerlos sin problemas es evidente que no han sido voluntariamente elegidos. Ello sucedería con deberes generales, como los que nos corresponden por el hecho de ser personas, como con los deberes especiales, que nos corresponden por el rol que ocupamos en la sociedad. Así, entre estos últimos encontramos nuestros deberes como miembros de una familia, como miembros de un grupo de amigos o como miembros de una pareja.
Las anteriores indicaciones llevan a hacer una analogía persistente en estos autores entre la obligación política y la obligación familiar.
Podría decirse que la experiencia que tenemos de nuestras obligaciones políticas es razonablemente similar después de todo a nuestras experiencias en el seno de una familia. En ambos casos, las obligaciones surgen de las relaciones sociales en las que normalmente nos hallamos, sin que quepa encontrar actos concretos de compromiso voluntario, y ambos casos contienen exigencias para mostrar una lealtad y un respeto especiales. Esta analogía mostraría que las obligaciones familiares y la obligación política son parecidas de una manera muy relevante, tanto en la generación como en el contenido de tales obligaciones. Sería este parecido relevante lo que justificaría este argumento por analogía (4) .
(4) Véase la utilización de esta analogía en:
R. Dworkin (1986). Law's Empire (pág. 195-96). Cambridge, Mass.: Harvard University Press.
J. Horton (1992). Political Obligation (pág. 145-159). Atlantic Highlands, N.J.: Humanities.
M. Gilbert (1993). "Group Membership and Political Obligation". Monist (núm. 76, pág. 122-128).
Otra rasgo característico de esta posición es sostener, de diferentes maneras pero con un núcleo común, la idea de que para que nuestras posiciones sobre la cuestión de la obligación política sean realistas deben encajar con el supuesto indiscutible de que existe en nuestras sociedades una experiencia moral compartida.
Es es una crítica de nuevo a las posiciones voluntaristas, ya que éstas no reflejarían esta citada experiencia. La gente corriente no experimenta su vida política como voluntaria y, en cambio, experimenta muchos otros deberes de una manera no voluntaria (como el caso aludido de las obligaciones familiares). Es éste también un argumento que es posible utilizar contra el anarquismo filosófico. Esta última posición, que ya vimos anteriormente, fue utilizada sobre todo en la década de los setenta para oponerse a las teorías voluntaristas, justamente aludiendo al escaso realismo que mostraban como descripción de lo que era en realidad la vida política. Así, concluía el anarquismo afirmando que no existe una obligación política general puesto que todos los argumentos esgrimidos para justificarla debían afrontar el problema de hacer compatible la autoridad estatal con la autonomía individual exigida por tal obligación. Pero si vemos las cosas desde la perspectiva del deber institucional, entonces parece que el realismo respecto a las creencias de la gente está de su lado y no del anarquismo.
Una consecuencia de afirmar que existe una experiencia moral compartida es que toda tesis que quiera justificar la obligación política ha de dar cuenta del llamado "requisito de particularidad".
Las obligaciones de los ciudadanos como tales son de carácter especial, contienen lealtad o compromiso respecto a la comunidad política en la que han nacido o en la que residen. Los deberes morales más generales que tienen contenido político como el deber de promover la justicia o la igualdad no podrían justificar nuestras obligaciones políticas puesto que éstas últimas exigen una vinculación con nuestra particular comunidad. El promover tales valores puede exigir el apoyo a otras comunidades, que no sean la nuestra. Ésta es una crítica que se puede hacer a los defensores de la idea de la obligación política entendida como deber natural y que veremos más adelante.
Por último, la obligación política entendida como deber institucional implica la visión de que tal tipo de obligación se justifica internamente, que es tanto como decir que la práctica local (la constituida por determinados comportamientos desarrollados en una determinada comunidad) puede generar de manera independiente obligaciones morales.
Esto se puede sostener como una tesis fuerte o como una tesis débil. En el sentido fuerte, esta tesis diría que para imponer genuinas obligaciones no es necesario ni que éstas sean voluntariamente aceptadas, ni consentidas, ni reconocidas, ni útiles, ni conformes con cualquier principio externo a las propias prácticas. En sentido débil, uno podría sostener que simplemente las prácticas locales determinan al menos el contenido específico de muchas obligaciones, es decir, la conducta exigida, incluyendo el contenido de nuestras obligaciones políticas, aun cuando se exija algún principio moral general y externo a la práctica si es que debemos estar obligados a aceptar o cumplir con las exigencias de la práctica local. Por ejemplo, el principio de utilidad podría indicarnos que debemos conformar nuestra conducta a los requisitos específicos de la práctica local.
Las características que acabamos de ver definen el espacio dentro del cual se pueden ofrecer argumentos a favor de entender la obligación política como deber institucional. Esta definición se construye, por supuesto, en parte al excluir las opciones del voluntarismo, el anarquismo y las teorías del deber natural. Pero estas características compartidas por distintos autores requieren además algún argumento adicional para justificar esa visión. Algunos de estos argumentos los veremos en la próxima sección, aunque debe quedar claro por todo lo dicho antes que a tales argumentos subyace la misma concepción de la obligación política como una exigencia moral especial, vinculada a una posición social, cuyo contenido está determinado por lo que las prácticas locales establezcan para quienes ocupen esa posición.
Puede haber distintas maneras de intentar fundamentar la tesis de que la obligación política es un deber institucional. Aquí haremos referencia sólo a dos de ellas. Una, basada en el concepto de compromiso común; la otra, que podemos identificar grosso modo con algunas de las teorías llamadas comunitaristas.
5.3.2.El compromiso común
Margaret Gilbert ha acuñado la expresión "compromiso común" (joint commitment) para dar cuenta de algunas actividades compartidas por los seres humanos en una comunidad determinada. Para que exista ese compromiso común los participantes han de expresar mutuamente de algún modo que tienen ese compromiso. La función principal de este tipo de compromisos es la de establecer un conjunto de derechos y obligaciones entre los participantes en esas actividades compartidas que establezcan un vínculo especial entre ellos. Es importante destacar que los compromisos de los que habla Gilbert (5) pueden ser implícitos y no necesitan ser totalmente voluntarios.
Esta idea se aplicaría a la obligación política del siguiente modo. En la mayoría de los países, los gobernados se describen a sí mismos como una especie de sujeto plural; así, por ejemplo, hablan de "los españoles" o "los franceses", y se refieren a su país como "nuestro país". Este lenguaje expresaría, según Gilbert, el compromiso común de todos ellos en relación con "su" comunidad política y ayudaría a explicar su experiencia moral compartida de sentir obligaciones de obediencia y apoyo especiales respecto de su comunidad o gobierno.
Esta posición resulta atractiva, ya que apunta a una idea intuitiva, como es el hecho de que efectivamente de algún modo los ciudadanos de un mismo Estado pueden tener algún tipo de conciencia de que están embarcados en un proyecto común, como lo están, por ejemplo, los integrantes de una orquesta para que las piezas que interpretan suenen lo mejor posible. Sin embargo, también es una idea que se presta a ciertas críticas.
Para empezar, podría decirse que no hay que confundir que alguien sienta que tiene una obligación con el hecho de que realmente la tenga. El mero hecho de que los ciudadanos de un Estado hagan referencias continuas a "nuestro" país y tengan un vago sentimiento de deuda respecto a él, no debe llevar a la conclusión de que esos ciudadanos tienen de hecho obligaciones políticas, aunque realmente crean que las tienen. Esas creencias y sentimientos pueden estar tan mediatizados por confusiones, por ideas poco meditadas o por inducciones por parte de otros, que difícilmente podemos reconocerlos como fuentes de obligaciones.
Pero, a pesar de lo anterior, un defensor de la posición que estamos analizando podría responder diciendo que es indudable que cuando alguien muestra una cierta disposición a continuar en esa empresa común, es que de hecho está consintiendo tácitamente. Sobre esto ya dijimos algo al hablar del consentimiento tácito. Ahora bastará con añadir que el estar dispuesto a seguir en una actividad de este tipo, aun bajo condiciones de conocimiento de todas las circunstancias relevantes para que no pueda hablarse de engaño (algo que difícilmente se puede dar en nuestras sociedades), no es lo mismo que consentir y no puede tener las mismas implicaciones normativas.
Alguien podría decir todavía que la obligación proviene no sólo del hecho de que uno continúa dentro de la actividad, sino por la razón de que genera expectativas en los demás, que éstos tienen derecho a ver cumplidas. Si con un grupo de amigos quedamos todos los sábados por la mañana para jugar a fútbol y es una actividad continuada, puede parecer razonable que si en un determinado momento decido no ir, los demás compañeros se sientan defraudados y entiendan que yo tenía una cierta obligación, basada en lo que la propia Gilbert denomina "comprensión tácita" entre los amigos. En estos casos, efectivamente, parece razonable suponer que hay obligaciones de los participantes, pero porque se trata de actividades basadas en un contacto personal, directo y continuado entre amigos, en las cuales es de suponer que se han dado genuinas expresiones de compromiso común de seguir con el partido de fútbol semanal. Si en este ejemplo nos parece razonable que surjan obligaciones recíprocas, no es porque en él se generen simples expectativas, sino por el hecho de ser actividades con ciertas características, es decir, porque son actividades personales y directas.
Tomemos, en cambio, un ejemplo en el que, aunque se generen expectativas, las relaciones entre los implicados no sean personales y directas (el ejemplo se encuentra en Simmons, 1996, pág. 258). Se cuenta que Kant era tan metódico y puntual en los paseos por su ciudad que las amas de casa ponían en hora sus relojes al paso del ilustre filósofo. Al caminar cada día a la misma hora por los mismos lugares, podría decirse que efectivamente los paseos de Kant generaron una razonable expectativa entre las amas de casa de Königsberg de que ellas podrían seguir poniendo cada día sus relojes en hora. ¿Quiere decir esto que Kant, transcurrido un cierto tiempo de sus ininterrumpidos paseos, había adquirido la obligación de seguir paseando a la misma hora? ¿Se puede sostener que si un día Kant decidía no salir a pasear, además de la frustración de expectativas generada, habría incumplido una obligación respecto a sus conciudadanas? No parece razonable. Y no lo es debido a que la relación de Kant con las amas de casa de Königsberg no era la especie de relación directa y personal que, en cambio, aparecía en el anterior ejemplo.
Si esto es así, entonces puede afirmarse que los esfuerzos por extender un análisis que es apropiado sólo para ciertas clases de actividades compartidas, las que son directas y personales, a un análisis que cubra las actividades compartidas que son muy impersonales e indirectas, como la de los residentes en la misma comunidad política, tienen serias dificultades para lograr su objetivo.
En definitiva, esta primera estrategia, basada en el compromiso común, necesita una noción más fuerte de compromiso ciudadano para dar cuenta de la obligación política. Pero los hechos de la vida política real permiten, como mucho, una noción más suave del compromiso de los ciudadanos, que en cambio no explica en absoluto tal obligación. Por contra, si se insistiera en una noción más fuerte de compromiso se caería en una visión voluntarista de la sociedad política, cuyo rechazo es como sabemos una de las características básicas de estas concepciones.
5.3.3.La identidad social de las personas
Una segunda estrategia proviene de algunos autores comunitaristas, entendido el término comunitarista en un sentido amplio. Se podría concretar en dos tesis: la tesis de la identidad social del individuo y la tesis de la independencia normativa. Digamos algo brevemente de cada una de ellas para después calibrar si sus implicaciones son razonables.
La tesis de la identidad social del individuo podría resumirse así: algunas de nuestras obligaciones se justifican por el hecho de que negarlas implicaría negar nuestra identidad como seres constituidos socialmente.
Lo que hace que alguien sea quien es, con sus valores y objetivos, tiene que ver, al menos en parte, con ciertos roles sociales que ocupa. Pero el hecho de ocupar tales roles implica conceptualmente tener ciertos deberes institucionales ligados a ellos. A los efectos que ahora interesan, se diría que el hecho de que mi identidad esté parcialmente constituida por mi rol como miembro de alguna comunidad política significa que mi identidad incluye estar sujeto a las obligaciones políticas de esa comunidad. De lo cual se infiere que si dejo de lado estas obligaciones, en realidad estoy renunciando a parte de mi identidad. En palabras de MacIntyre:

"la justificación racional de mis deberes, obligaciones y lealtades políticas estriba en que si me desprendiera de ellas ignorándolas o menospreciándolas, debería desprenderme de una parte de mí mismo, perdería una parte crucial de mi identidad".

A. Macintyre (1981). After Virtue: A Study in Moral Theory (pág. 56). Notre Dame, Ind.: Notre Dame University Press.

La tesis de la independencia normativa, por su parte, consiste en sostener que las prácticas sociales locales determinan de manera independiente exigencias morales.
Mientras la tesis de la identidad intenta mostrar la incoherencia de negar las obligaciones políticas que son conectadas conceptualmente con lo que uno es, esta segunda tesis se refiere a la fuerza normativa de las reglas y prácticas sociales e institucionales locales bajo cuya influencia la identidad de uno se desarrolla. Existiría así una fuente de obligaciones políticas (y morales) que no requeriría una justificación ulterior en términos de la utilidad de la institución o de su equidad o en términos del consentimiento prestado por los implicados.
¿Qué se puede decir frente a estas dos tesis? De nuevo, se impone empezar reconociendo algún contacto con ciertas intuiciones que tenemos. Efectivamente, parece sensato mantener que, de algún modo, la sociedad en la que vivimos y las prácticas en las que nos implicamos conforman nuestra identidad como personas. Ahora bien, ¿de este hecho podemos extraer las consecuencias anteriormente mencionadas respecto a la obligación política?
Pensemos en alguien que era un miembro del Ku Klux Klan. Ese individuo no puede negar de manera inteligible las obligaciones vinculadas por la práctica local a su rol. Pero seguramente coincidiremos en que el hecho de que fuera ininteligible que negara esas obligaciones y siguiera siendo miembro de esa organización no genera ninguna obligación moral de quemar casas o linchar a personas por el color de su piel. Y ello es así aunque tales obligaciones estuvieran conectadas conceptualmente con el hecho de ser miembro del Ku Klux Klan. Alguien podría objetar, entonces, que simplemente ello ocurre porque la práctica local de la que estamos hablando es claramente inmoral y, por tanto, no puede generar obligaciones morales. Pero si esto es así, ¿qué añade la tesis de la identidad social al argumento? Si únicamente las prácticas locales que se adecuan a principios morales externos pueden dar lugar a obligaciones morales, entonces el hecho de que alguien se "desprenda" de obligaciones políticas perdiendo así una parte crucial de su identidad resulta irrelevante desde el punto de vista moral. Es más, si la práctica en la que uno participa es inmoral, lo que dicta la moral justamente es no participar en ella, aunque ello suponga la pérdida de parte de su identidad.
Si la tesis de la identidad social plantea problemas, queda por dilucidar la fuerza de la tesis de la independencia normativa. Sobre este punto cabe decir que esta tesis se sustenta en dos fundamentos, uno de filosofía general y otro relativo a una constatación empírica.
El fundamento de filosofía general es la creencia de que el universalismo en teoría moral no es adecuado y que la moralidad para que pueda ser comprensible debe ser entendida de una manera más restringida, por ejemplo culturalmente relativizada. Esta discusión está en el centro de las disputas contemporáneas en filosofía moral entre universalistas y particularistas o entre universalistas y relativistas, y es de una complejidad y alcance que su análisis está fuera de las posibilidades de este texto.
Respecto a la constatación empírica, la posición que comentamos se basa en el hecho de que a menudo adscribimos a las personas deberes vinculados al rol que ocupan en la sociedad, sin hacer ulteriores referencias a principios morales universales. Como ha dicho algún autor, "a menudo basta indicar que un hombre es el padre de un chico para atribuirle ciertas obligaciones respecto a su hijo. Es innecesario y engañoso buscar alguna justificación moral adicional para esas obligaciones" (Horton, 1992, pág. 156). Sobre este punto sí que es posible decir algo aquí.
Si es cierto que en ocasiones atribuimos obligaciones de la manera que recoge la cita anterior, no lo es menos que, como hemos indicado anteriormente, las prácticas locales pueden ser injustas, con lo que entonces parece que hemos de ir en busca de principios morales externos a la práctica concreta. ¿Existe algún argumento para decidir a cuál de estas "constataciones empíricas" hay que dar mayor peso?
Aunque la respuesta merecería un mayor desarrollo, podemos concentrarnos en la idea de las obligaciones familiares, que nos resultan a todos muy próximas. Se puede estar de acuerdo en que el parentesco con alguien sea suficiente para adscribir ciertos derechos y obligaciones a los parientes sin necesidad de recurrir a principios morales externos. Ahora bien, también parece razonable pensar que no nos sentiremos cómodos adscribiendo todas las obligaciones asignadas por las prácticas locales a los parientes. No aceptaremos sin más todos los aspectos de las variadas prácticas de la vida familiar.
Del hecho de que exista una práctica consolidada en algún lugar que consiste en que los miembros femeninos de la familia se dedican enteramente a satisfacer los deseos del marido o padre, que es considerado el patriarca familiar, ¿inferiremos que esas esposas e hijas tienen la obligación de comportarse de esa manera, ya que ello satisface el rol que desempeñan en esa práctica? ¿Aceptaremos que la práctica de mutilación genital femenina que se lleva a cabo en ciertas sociedades da lugar al nacimiento de una obligación moral de que las niñas de esa sociedad se sometan a ella? No parece que este tipo de inferencias sean razonables. Pero si no lo son, ¿dónde queda la constatación de que muchas veces atribuimos obligaciones vinculadas al rol, con independencia de otras consideraciones?
Pensemos en los casos no dudosos en los que adscribimos a alguien este tipo de obligaciones. Su contenido sería, por ejemplo, el de la obligación de los padres respecto a los hijos de prestarles atención, cuidados y apoyo. Pero seguramente atribuimos a estas obligaciones estos contenidos por cuanto creemos que todos o casi todos los padres, en todas o casi todas las épocas han hecho esto con sus hijos. Pero esto es transformar estos deberes institucionales en algo parecido a los deberes naturales. Lo que nos confunde es que estos deberes naturales tienen el mismo contenido que el de algunos deberes familiares, asignados por algunas prácticas locales.
A continuación exploraremos la posibilidad de concebir la obligación política en términos de deberes naturales.

5.4.Deber natural

Entenderemos por deber natural el que surge por el mero hecho de ser persona, con independencia del consentimiento prestado, de la posición concreta que uno ocupe en la sociedad y de las consecuencias de nuestras acciones.
Un ejemplo paradigmático de deber natural sería el de no dañar a otros, puesto que no se basa ni en el consentimiento que el obligado haya dado, ni en ninguna relación especial del obligado con respecto a la persona que no hay que dañar y porque existe con independencia de las consecuencias que la acción dañina pueda ocasionar (sobre este concreto deber volveremos a hablar en el último módulo). Aunque hay distintas versiones acerca de ese deber natural, en lo que sigue haremos referencia únicamente a la que sostiene que existe un deber natural de apoyar las instituciones justas.
Algunos autores (6) han defendido que sólo puede justificarse un deber de obediencia al derecho dentro de un régimen justo. Por ello califican al deber de obedecer el derecho como un deber natural de apoyar aquellas instituciones justas que se nos aplican.
(6) En relación con el deber natural véase:
J. Rawls (1971). A Theory of Justice. Traducción castellana de M. D. Gonzalez (1979). Teoría de la justicia. México: F.C.E.
Waldron (1993). "Special Ties and Natural Duties". Philosophy and Public Affairs (núm. 22, pág. 3-30).
En palabras de Rawls,

"desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad un deber natural básico es el deber de justicia. Este deber nos exige apoyar y obedecer a las instituciones justas existentes que nos son aplicables".

J. Rawls (1971). A Theory of Justice. Traducción castellana de M. D. Gonzalez (1979). Teoría de la justicia (pág.138). México: F.C.E.

Este autor, como ya sabemos, en un primer momento consideró que el deber de obediencia al derecho se podría justificar apelando al principio del juego limpio. Sin embargo, después cambió de idea, al menos en cuanto al alcance general que antes le había dado. En su Teoría de la justicia mantiene que ese deber sólo se da respecto a aquellos ciudadanos de gobiernos justos que tienen un cargo o que han satisfecho sus intereses por obra del gobierno. Excluye, pues, al grueso de la ciudadanía de tener una obligación de obedecer el derecho, sobre la base de que, para la mayoría de las personas, recibir beneficios del gobierno no es algo que hagan voluntariamente, sino que es algo que simplemente les sucede. Sin embargo, no considera que lo anterior implique que la mayoría de los ciudadanos de un Estado razonablemente justo sea libre desde el punto de vista moral para desobedecer las normas jurídicas.
Lo que sostiene Rawls es que todo aquel que es tratado por el Estado con razonable justicia tiene el deber natural de obedecer todas las leyes que no sean claramente injustas, sobre la base de que todos tienen un deber natural de apoyar y dar conformidad a las instituciones justas.
Para Rawls, pues, el deber natural de promover y apoyar instituciones justas es el fundamento moral general de la obediencia al derecho en las sociedades democráticas contemporáneas, a las que califica de casi justas. Según este autor, una sociedad es justa si se cumplen dos principios de justicia. Éstos, enunciados muy brevemente, vienen a decir que todos los bienes primarios sociales (libertad, oportunidades, ingresos, riqueza y los fundamentos de la autoestima) han de ser distribuidos de manera igualitaria, a menos que una distribución desigual de alguno de ellos o de todos resulte ventajosa para los menos favorecidos.
Dado que la justicia es un valor tan importante, parece razonable suponer que cada uno de nosotros tiene un deber natural de promoverla. Pero seguramente el problema más importante al que se enfrenta esta posición es que, aun admitiendo lo anterior, resulta difícil mostrar cómo ese ideal general de promover la justicia requiere un deber más concreto de obedecer las normas jurídicas de nuestro propio Estado. Éste es el problema de la llamada "exigencia de particularidad" y que abordaremos a continuación.
El requisito de particularidad consiste en la estipulación de que una adecuada justificación de la obligación política debe explicar el deber que una persona tiene de obedecer las leyes de su propio Estado en particular. Las justificaciones de la obligación política en términos de deber institucional tenían una respuesta obvia a esta demanda, ya que justamente dicha obligación nacía del hecho de ser ciudadanos de un determinado Estado. Pero si se defiende la obligación política como un deber natural, dado que éste no surge de ninguna vinculación especial, entonces la exigencia de particularidad requiere explicación. Aun así, se podría pensar que en realidad no existe tal problema. Bastaría con interpretar que el deber de promover la justicia requiere que apoyemos las instituciones justas, dado el indudable papel que desempeñan las instituciones, y entre ellas especialmente los Estados, en asegurar la justicia. Si a esta premisa se añadiera otra según la cual los Estados contemporáneos son instituciones justas (lo cual como mínimo es discutible), entonces la conclusión sería que debemos obedecer las leyes de nuestro Estado.
Sin embargo, las cosas no son tan fáciles. Quedarían todavía por responder algunas preguntas. En primer lugar, de todas las instituciones que aspiran a hacer del mundo un lugar más justo, ¿por qué tendríamos la obligación específica de apoyar instituciones políticas como son los Estados? En segundo lugar, asumiendo que debamos apoyar Estados, ¿por qué deberíamos cada uno de nosotros apoyar a nuestro propio Estado en particular? En tercer lugar, incluso si admitiéramos que tenemos el deber de apoyar a nuestro propio Estado, ¿por qué este apoyo tiene que tomar la forma de la obediencia a sus normas jurídicas?
Para comprender la dificultad de responder a estas preguntas por parte de quien defienda que el deber de obedecer el derecho es un deber natural de justicia puede ponerse un ejemplo (se encuentra con alguna variante en Wellman, 2004, pág. 100). Pensemos que una persona, llamémosle Claudia, decide dedicar su vida a ayudar a los demás. Estudia la carrera de Medicina y cuando la termina se va por su cuenta a un país subdesarrollado para ayudar con sus conocimientos a los más necesitados. Cura a niños enfermos, apoya a las familias con sus expertos consejos, etc. ¿Podría dudarse de que Claudia está cumpliendo con el deber natural de contribuir en la medida de sus posibilidades a que este mundo sea más justo, incluso en mayor medida de lo que podemos hacer el resto cumpliendo con las normas de nuestro Estado? Ahora imaginemos que un buen día Claudia se da cuenta de que su acción será más efectiva si presta su apoyo a una institución y elige enrolarse en una ONG como Médicos Sin Fronteras. ¿Ha hecho mal por elegir apoyar a esa institución y no, por ejemplo, las normas del Estado en el que desarrolla su misión? Al respecto, si se supone que el deber del que aquí se habla es el de apoyar instituciones políticas justas, ¿no cumpliría mejor obedeciendo las normas de otro Estado que fuera más justo que en el que se encuentra? Acabemos imaginando que salvamos estos obstáculos y creemos que existe el deber de apoyar al Estado en el que se encuentra Claudia, ¿por qué no podría elegir ella de qué forma hacerlo y ha de ceñirse a cumplir las normas de éste?
Este ejemplo muestra algunas de las dificultades con las que se encuentran los defensores de esta posición. Pero hay otras relacionadas con el requisito de la particularidad. Se trata de dilucidar qué significa que debemos apoyar las instituciones justas "que nos son aplicables". Simmons, por ejemplo, ha constatado que existe una ambigüedad a la hora de considerar en este contexto la palabra aplicable, lo cual conduciría según este autor a un dilema.
Una institución es de aplicación a alguien en un sentido fuerte si uno libremente accede a ella. En cambio, una institución puede ser de aplicación a una persona en un sentido débil: simplemente en virtud de haber sido incluido por la institución que se trate en su campo de aplicación. Para este autor las teorías que defienden el deber natural de justicia deberían optar por uno de estos sentidos, pero cada uno de ellos lleva a consecuencias no deseadas. Si eligen el sentido fuerte, reintroducen la necesidad de que se dé un consentimiento por parte de aquél a quien se le "aplica" la institución, con lo cual el fundamento de la obligación política sería voluntarista y no basado en un deber natural. Si, por el contrario, eligen el sentido débil de "aplicable", deberían admitir que la institución de la que se trate imponga de manera unilateral obligaciones a las personas, lo cual parece implausible.
Para mostrar esto último imaginemos que en el ejemplo anterior, en vez de que Claudia eligiera voluntariamente entrar a formar parte de Médicos Sin Fronteras, esta organización la considerara de oficio miembro de ella y le reclamara el abono de las correspondientes cuotas. Admitiendo que dicha organización es justa y que pretende promover la justicia, ¿Claudia tendría un deber natural de pagar las cuotas?
Llegados a este punto, cabe que las intuiciones de unos y otros diverjan. De todos modos, al menos no puede decirse que resulta claro que en estos casos existiría el mencionado deber natural. Estas dudas, obvio es decirlo, se extenderían al deber natural de apoyar a nuestro Estado, suponiendo que sea justo.

6.La desobediencia civil

Puede parecer que la desobediencia es sencillamente la otra cara de la obediencia. Pero el hecho de no obedecer una ley puede deberse a razones distintas y seguramente no todas ellas justificadas. Sólo una posición radical, como tal vez era la de Sócrates, sostendría que en todos los casos tenemos un deber moral de obediencia de una norma jurídica de nuestro Estado. Igualmente, sólo un anarquista radical, con los inconvenientes que ya hemos visto, defendería que todo tipo de desobediencia y de cualquier norma está justificada. Es importante, entonces, analizar aunque sea brevemente cuáles serían los rasgos que suelen asociarse a la llamada desobediencia civil y que la hacen distinta a las demás clases de desobediencia, para preguntarnos después si está justificada y, en caso afirmativo, bajo qué circunstancias lo está.

6.1.Las características de la desobediencia civil

Hay un amplio consenso en considerar que cuando hablamos de desobediencia civil (7) nos referimos a actos voluntarios, no violentos, abiertos y públicos, de incumplimiento de normas, cuya intención es conseguir algún tipo de mejora moral o política en la sociedad y cuya realización se considera un deber moral, y se acepta el castigo que el sistema jurídico imponga.
Veamos con algo más de detenimiento cada uno de estos rasgos característicos:
a) Son actos voluntarios de incumplimiento de una norma, cuya intención es conseguir algún tipo de mejora moral o política de la sociedad. Así pues, este tipo de desobediencia tiene un carácter instrumental, ya que se realiza con esta finalidad de mejora. Quien desobedece desea persuadir a las autoridades de la necesidad de una reforma normativa o de un cambio de política. Presupone, por tanto, una relación causal entre el acto de incumplimiento y la mejora. Esta circunstancia es interesante, ya que puede dar lugar a errores puramente de carácter empírico o técnico. Uno puede proponer un acto de desobediencia civil para conseguir un estado de cosas determinado y, en cambio, por no haber calculado correctamente las variables implicadas en el supuesto concreto, no conseguir el efecto deseado, con lo que podríamos decir que la medida no ha sido funcional, o, incluso, llegar a producir el efecto contrario al deseado, con lo que tal medida habría sido disfuncional. Desde este mismo punto de vista, también podría decirse que el acto que consigue su objetivo es eficaz, pero podría ser ineficiente, en el caso de que se pudiera obtener lo mismo pero con medios menos costosos. Esta idea, según la línea argumentativa que se utilice, puede afectar a la posible justificación de este tipo de actos.
b) Su realización se considera un deber moral. Martin Luther King, lo expresa con notoria claridad y sencillez:

"... existen dos clases de leyes: las leyes justas y las injustas. Yo sería el primero en defender la necesidad de obedecer los mandamientos justos. Se tiene una responsabilidad moral además de legal en lo que respecta al acatamiento de las normas justas. Y, a la vez, se tiene la responsabilidad moral de desobedecer las normas injustas".

M. Luther King (1963). "Carta desde la cárcel de Birmingham". (Artículo en línea).
<https://www.semanarioafondo.com/cartadesdebirmingam.htm>

La idea que subyace a esta característica es que una vez que uno llega a la conclusión, por razones iusnaturalistas, utilitaristas o de cualquier otro tipo, de que una determinada ley es injusta, el hecho de cumplirla sólo significará contribuir a perpetuar una situación injusta. El incumplimiento, entonces, es la única forma de liberarse de la complicidad en el mantenimiento de esa situación.
Existen dos modos de cumplir con ese deber moral, que dan lugar a dos tipos distintos de desobediencia civil. La desobediencia puede ser directa, si se incumple la normativa que se considera injusta y que se pretende cambiar. Pero, en ocasiones, esto se hace muy difícil o es poco operativo. Entonces, surge la posibilidad de desobedecer una ley justa para protestar contra la ley injusta. Éste es un supuesto de desobediencia indirecta.
Si existe una ley que consideramos que realiza alguna discriminación injusta, podemos protestar contra ella directamente desobedeciéndola, o bien podemos por ejemplo realizar actos como sentadas en la calzada o cortes de tráfico que pueden suponer vulneraciones de normas (por ejemplo, del Código de la circulación o incluso del Código penal), que no tenemos por qué considerar injustas.
c) Son abiertos y públicos. Que sean actos abiertos significa que no se excluya a nadie que desee participar en ellos. Además, son actos públicos, como opuestos a actos secretos o realizados clandestinamente.
El protagonista de La lista de Schindler realiza una serie de actos de incumplimiento de las normas del régimen nazi para salvar a algunas personas de una muerte segura. Esas normas son claramente injustas, por lo que podría decirse que su acto de incumplimiento es meritorio desde un punto de vista moral, pero no es un acto de desobediencia civil, ya que Oskar Schindler procura mantenerlo en secreto.
El carácter abierto y público de los actos se justifica por cuanto el desobediente civil quiere influir en la opinión pública. Cuando se hace una campaña de desobediencia civil no se trata de coaccionar a una mayoría por parte de una minoría (por ello la participación en estos actos debe ser abierta). Se trata de persuadir a esa mayoría alegando que los canales normales de información sobre determinados hechos graves están bloqueados por ciertos grupos, con lo que se alteraría una de las condiciones básicas de la vida democrática: el conocimiento por parte de la opinión pública de hechos relevantes. Por tanto, la desobediencia civil en la mayoría de las ocasiones tendría también una función pedagógica.
d) Suele aceptarse voluntariamente el castigo.
En este sentido, es emblemática la frase de Thoreau en 1846:

"Bajo un gobierno que injustamente condena a la gente a la cárcel, el verdadero lugar de un hombre justo es la cárcel".

Garzón Valdés (1981). "El problema de la desobediencia civil". Derecho, ética y política (pág. 618). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993.

Con esta aceptación voluntaria del castigo a menudo se pretende mostrar que la disconformidad con una determinada norma no tiene por qué hacerse extensiva a todo el ordenamiento jurídico. Podría afirmarse que se trata de una forma de intentar hacer compatibles, por un lado, el reconocimiento de la legitimidad general del Estado para imponer coactivamente un orden jurídico y, por otro, la negación del deber de obediencia de una concreta ley injusta.
De todos modos, hay quien cree que la aceptación del castigo no es siempre necesaria. Así, se argumenta que, dadas determinadas condiciones, algunos actos de desobediencia civil no tienen por qué ser castigados, con lo cual no tendría sentido aceptar un castigo que no se merece.
Imaginemos que un Estado reconozca la libertad de expresión. Imaginemos también que una minoría está excluida sistemáticamente de los canales "normales" para hacer oír su voz (no tiene acceso a los medios de comunicación, no hay ninguna organización, ni partido político que se haga eco de sus reivindicaciones, etc.). En estos casos, y teniendo en cuenta la función pedagógica e informativa de la que hablamos anteriormente, ciertos actos típicos de desobediencia civil, como por ejemplo las sentadas, podrían llegar a considerarse amparados por una interpretación amplia del reconocimiento de la libertad de expresión. Sin embargo, en estos casos surgiría la duda de si, interpretados de esta manera, estos actos pueden seguir considerándose actos de desobediencia.
e) Son actos no violentos. La justificación de esta característica puede ser de dos tipos distintos, instrumental o moral.
A su vez, la justificación instrumental puede ser de dos clases. Una, en la que se argumente que los medios no violentos permiten conseguir la finalidad perseguida, mientras que los violentos no. En este caso se estaría diciendo que la no-violencia es eficaz, mientras que los métodos violentos no lo son. Otra, en la que se diga que los actos no violentos consiguen el objetivo perseguido con menos costes que los que irían asociados a medidas violentas. Se suele decir que los actos de violencia engendran reacciones violentas, con lo que ciertos conflictos tienden a enquistarse. En este caso, aunque por ambos caminos se pueda lograr la misma finalidad, se sostiene que el primero es más eficiente que el segundo. Lo que se puede decir respecto a esta forma de justificación es que el éxito de las medidas no violentas frente a las violentas seguramente depende del contexto. Vista la historia de la humanidad, resultaría extraño afirmar que siempre y en toda circunstancia las primeras son más eficaces y/o eficientes que las segundas.
La justificación moral, en cambio, no se fija en si los actos no violentos son un medio más eficaz o eficiente que su opuesto, sino si hay razones morales para adoptarlos. Como dice Martin Luther King,

"...está mal valerse de medios inmorales para lograr fines morales".

M. Luther King (1963). "Carta desde la cárcel de Birmingham". (Artículo en línea).

<https://www.semanarioafondo.com/cartadesdebirmingam.htm>

En este caso, pues, la bondad o maldad de la medida no depende del contexto. El intentar conseguir un fin justo a través de la violencia siempre está injustificado, por cuanto los actos violentos se consideran inmorales.
Hay que tener en cuenta que la justificación moral no excluye necesariamente la justificación instrumental. En un determinado caso, y dadas determinadas circunstancias, el acto no violento se puede justificar moralmente (simplemente por no ser violento) e instrumentalmente (por ser el único eficaz o el más eficiente).
El ejemplo de King de nuevo es pertinente. Preocupado por el auge que empezaban a tener grupos violentos que protestaban contra la segregación racial, este autor utilizó también una justificación instrumental al decir que el pacifismo no sólo era la forma moral de comportarse, sino la más efectiva para conseguir cambiar las leyes y prácticas segregacionistas en Estados Unidos. Seguramente la historia le dio la razón, al menos para este caso.

6.2.Otros tipos de desobediencia

Descritas y analizadas muy brevemente estas cinco notas características de la desobediencia civil, es el momento de distinguir esta figura de otros tipos de desobediencia, como son la desobediencia criminal, la desobediencia revolucionaria y la objeción de conciencia.
La desobediencia criminal es la que lleva a cabo el delincuente común.
En este caso los actos de desobediencia claramente no tienen las características a), c) y d). El delincuente común no pretende con sus actos cambiar ninguna ley ni práctica que considere injusta. Tampoco realiza sus actos de manera pública, sino más bien pretende ocultarlos. Igualmente, tampoco acepta de buen grado el castigo impuesto. Respecto a la nota b) salvo casos excepcionales, sería difícil considerar que existe el deber moral de realizar delitos. Supuestos como el de un padre que comete un robo para dar de comer a sus hijos podrían estar amparados de todos modos por el estado de necesidad como circunstancia excluyente de la responsabilidad penal. Respecto a la propiedad e), que se dé o no dependerá del tipo de infracción que se cometa.
La desobediencia revolucionaria se caracteriza por pretender derribar el orden jurídico establecido y sustituirlo por otro.
Los actos de desobediencia civil persiguen sólo la modificación de alguna de sus leyes o prácticas, pero no quieren cambiar el orden. King vuelve a ser un ejemplo de esto, ya que apela continuamente a la Constitución norteamericana como garante de los actos que realiza. El hecho de que considere que el sistema en general es justo hace que esté dispuesto a sufrir el castigo correspondiente y ello lo encuentre justificado. Nada de esto ocurrirá con el revolucionario: no puede aceptar voluntariamente el castigo que se le imponga porque no considera que el sistema sea justo, ya que por ello quiere cambiarlo. Por otro lado, aunque a veces se habla de revoluciones no violentas, lo cierto es que los revolucionarios la mayor parte de las ocasiones realizan, o están dispuestos a realizar llegado el caso, actos violentos para conseguir sus objetivos. Por todo ello, la desobediencia revolucionaria no comparte con la desobediencia civil las notas a), d) y e). Pero seguramente quienes participan en una revolución consideran que tienen el deber de derribar un sistema injusto y, al mismo tiempo, muchos de sus actos los realizan de manera pública como una forma de incitar a los indecisos a unirse a la revuelta. Por ello, puede decirse que estos actos tienen en común con los de desobediencia civil los rasgos b) y c).
En el caso de la objeción de conciencia, se trata de la violación pacífica de una norma por parte de alguien que considera que le está moralmente prohibido obedecerla en virtud de su carácter general (caso de los pacifistas absolutos y la obligación de hacer el servicio militar) o porque se extiende a casos que no debería cubrir (por ejemplo, servicio militar y objetores selectivos o asesinato y eutanasia).
La principal nota distintiva de este supuesto respecto a la desobediencia civil es que el objetor, por lo general, no aspira a modificar la ley en cuestión, sino que circunscribe el efecto de su desobediencia al caso particular.
Los testigos de Jehová, que fueron de los primeros en España en declararse objetores de conciencia al servicio militar, desobedecían las normas para cumplir con su conciencia y su deber moral, no con la intención de que se eliminara el servicio militar obligatorio.
Por tanto, la objeción de conciencia y la desobediencia civil no comparten el rasgo a). En cambio, ambas coincidirían sin duda en las características b), e), aunque seguramente no compartirían en todos los casos las notas c) y d).

6.3.La justificación de la desobediencia civil

Desde el punto de vista jurídico parece extraño que pueda justificarse la desobediencia civil, precisamente porque se trata de un caso de desobediencia de las normas de un sistema jurídico. Queda claro, además, que si se consiguiera establecer este tipo de justificación, por ejemplo a través del expediente de entender que estos actos de desobediencia son en realidad manifestaciones de la libertad de expresión de minorías excluidas, posibilidad a la que ya aludimos, el resultado sería que dejaría de considerarse un supuesto de incumplimiento de una norma para pasar a considerarse el ejercicio de un derecho. Este reconocimiento jurídico es el que se ha dado en algunos ordenamientos con la objeción de conciencia.
Pero, ¿qué se puede decir desde la perspectiva de la justificación moral? Si uno ve los supuestos de desobediencia civil desde la perspectiva del deber de obediencia, entonces deberá ser consecuente y sostener que sólo en los casos en los que no exista un deber de obediencia podrá justificarse moralmente este tipo de desobediencia. Cuáles sean los concretos actos justificados de desobediencia dependerá, pues, de la concepción que se tenga. Un iusnaturalista, por ejemplo, puede justificar este tipo de desobediencia respecto a las leyes que sean injustas. Si se parte de postulados utilitaristas, en cambio, habría que hacer un cálculo de los costes y beneficios aportados por cada acto de desobediencia o de la regla de desobediencia. En el primer supuesto, se caería en una casuística empírica propia de este tipo de análisis; en el segundo, seguramente cabría decir que difícilmente se podría justificar una regla que ordenara la desobediencia.
Esto último nos lleva a considerar una de las críticas más recurrentes que se han formulado contra la posibilidad de que la desobediencia civil pueda ser justificada en términos morales. Se trata del argumento de la generalización. Este argumento es utilizado normalmente para sostener que la desobediencia civil no es nunca moralmente justificable porque no puede ser universalizada y la universabilidad es una característica imprescindible de las acciones morales. Éste, efectivamente, sería un argumento demoledor si fuera el caso que quienes realizan actos de desobediencia civil propugnaran la desobediencia civil generalizada. Pero esto no es lo que defiende este tipo de desobedientes, como vimos, ya que estas propuestas serían más propias de revolucionarios.
Una forma que parece bastante razonable de justificar la desobediencia civil parte de ciertos presupuestos de imparcialidad y juego limpio, como los que vimos en su momento.
Según Rawls, para que un acto de desobediencia civil esté moralmente justificado, deben darse cuatro condiciones (Rawls, 1969):
a) Deben haberse intentado previamente las vías normales de modificación de las leyes.
b) Los asuntos sobre los que se protesta deben ser violaciones sustanciales y claras de la justicia.
c) Hay que estar dispuesto a admitir que cualquier otra persona sujeta a una injusticia similar pueda protestar de manera similar.
d) El acto de desobediencia debe ser tal que ponga de manifiesto razonablemente los objetivos de quienes protestan.
Esta tesis presenta algunos inconvenientes. Seguramente, el más complicado de solventar es el de determinar cuándo estamos frente a una violación sustancial y clara de la justicia. Rawls aquí está pensando en una violación de sus principios de justicia, pero la determinación de cuáles de estas violaciones tengan los rasgos requeridos puede ser difícil. También se ha reprochado que este esquema esté pensado sólo para casos de democracia, cuando justamente en los casos de dictadura podría hacerse muy necesario legitimar los actos de desobediencia.
Con ser estas críticas pertinentes, de todos modos no hay que despreciar el valor de estas condiciones. Si limitamos el alcance de esta tesis a regímenes democráticos, parece plausible exigir que los actos de desobediencia no sean el método "normal" de expresión del descontento, puesto que existen canales previstos para tal expresión, y que no se conviertan en el método general de protestar contra cualquier tipo de injusticia. Las condiciones a) y b) apuntan en esa dirección. Aunque su alcance no esté totalmente determinado (siempre habrá casos dudosos acerca de si se han dado violaciones claras y sustanciales de la justicia), es indudable que lo que reflejan es de sentido común: ninguna sociedad que pretenda estar organizada resistiría lo contrario. Las condiciones c) y d) también parecen atendibles, ya que implican una cierta idea de reciprocidad (acorde con justificaciones de juego limpio) y de razonabilidad (fruto de una sana prudencia).

Resumen

En este módulo hemos realizado un recorrido por los argumentos más relevantes que se han ofrecido para justificar o no el deber de obediencia al derecho.
Unos autores, los que defiende las teorías voluntaristas, vinculan la obligación de obedecer al derecho con la existencia de un consentimiento por parte de sus destinatarios, bien sea éste expreso, tácito o hipotético. Hemos visto las dificultades de este planteamiento. A continuación examinamos la visión anarquista, que extrae consecuencias muy radicales de la centralidad del consentimiento a la hora de intentar justificar la mencionada obligación. Tampoco esta posición resultó satisfactoria.
Vistas estas dificultades, analizamos varias teorías no voluntaristas, que van desde el utilitarismo y la concepción de la autoridad como servicio hasta las defensoras de un deber institucional de obediencia y las que lo conciben como un deber natural.
Por razones distintas, ninguna de esas teorías alcanza su objetivo, que es el de justificar un deber u obligación universal de obedecer al derecho, aunque todas ellas tienen aspectos sugerentes y plausibles que se han puesto de manifiesto a lo largo de la exposición. El módulo terminó con un apartado dedicado a la caracterización y posible justificación de la desobediencia civil.

Actividades

1. Pensad qué intuiciones están tras todas las teorías que se han explicado a lo largo del módulo.
2. Si hubierais de decidiros por alguna, ¿cuál os parece la más razonable y por qué?
3. ¿Consigue alguna de estas teorías justificar plenamente el deber universal de obediencia? Razonad la respuesta.
4. ¿Sería coherente un parlamentario que argumentara que no existe un deber general por parte de los ciudadanos del Estado de obedecer sus leyes? Razonad la respuesta.
5. Buscad en Internet la "Carta desde la cárcel de Birmingham" de Martin Luther King. Siguiendo las explicaciones que ofrece Luther King en su escrito, indicad cuáles serían las características que identifican un acto de desobediencia civil según él. ¿Qué diferencias habría entre la desobediencia civil y otras actividades de resistencia a la autoridad como las acciones revolucionarias o la actividad terrorista?
6. ¿Estaban justificadas moralmente las acciones que se llevaron a cabo en Birmingham? ¿Consideráis que estas acciones fueron ilegales? ¿Los ciudadanos negros, dada su situación jurídica y social en ese momento, tenían la obligación de obedecer el sistema jurídico americano? Respecto a los ciudadanos blancos de esa época, que no estaban discriminados por el sistema, ¿tenían alguna obligación moral de obedecer el derecho? ¿Hasta qué punto os parece que la injusticia de una norma afecta al deber de obediencia al derecho?
7. Comparad la situación de desobediencia civil por motivos raciales con las acciones de los okupas en Barcelona. ¿Os parece que la falta de vivienda es una situación paralela a la de la discriminación por razones raciales?
8. Dad razones a favor y en contra de la tesis defendida en este texto de Bakunin: "El Estado quiere decir dominación, y toda dominación supone el sometimiento de las masas y, en consecuencia, su explotación en provecho de una minoría gobernante cualquiera".

Ejercicios de autoevaluación

1. El problema de la legitimidad del Estado es...
a) el mismo que el de la obligación de obedecer al derecho.
b) son problemas distintos y sin ninguna relación.
c) son problemas distintos pero con alguna relación.
d) Ninguna de las anteriores respuestas es correcta.
2. El argumento según el cual, en regímenes democráticos, cada vez que votamos damos el consentimiento que justifica el deber de obediencia...
a) es un argumento muy plausible.
b) no es plausible, ya que bastaría con abstenerse para no obligarse frente al Estado.
c) es el mejor argumento para justificar el deber de obediencia.
d) Ninguna de las anteriores respuestas es correcta.
3. El interpretar el contrato social en términos disposicionales es...
a) una versión del consentimiento expreso.
b) una versión del consentimiento tácito.
c) una versión del consentimiento hipotético.
d) una versión utilitarista.
4. El argumento del juego limpio...
a) es equivalente al del consentimiento tácito.
b) es equivalente al del consentimiento hipotético.
c) es equivalente al utilitarista.
d) no es equivalente a ninguno de los anteriores.
5. El anarquismo comparte con las teorías voluntaristas...
a) que la única razón que justificaría el deber de obediencia es haber prestado el consentimiento.
b) que en los Estados actuales hemos prestado el consentimiento.
c) que siempre ha habido consentimiento por parte de los ciudadanos respecto a sus Estados.
d) No comparte nada.
6. El utilitarismo es...
a) una teoría voluntarista.
b) una teoría que defiende el juego limpio.
c) una teoría que defiende que la autoridad presta un servicio.
d) una teoría no voluntarista.
7. La autoridad nos presta un servicio...
a) siempre.
b) sólo cuando está mejor posicionada técnicamente.
c) sólo cuando se trata de un problema moral.
d) nunca.
8. ¿Qué posición debe afrontar el desafío del particularismo?
a) los defensores del deber institucional.
b) los defensores de teorías voluntaristas.
c) los defensores del utilitarismo.
d) los defensores del deber natural.
9. Un problema de quien defiende la idea del compromiso común es...
a) confundir que alguien sienta que tiene una obligación, con tenerla.
b) el desafío del particularismo.
c) instrumentalizar a los ciudadanos.
d) defender que el deber de obediencia es natural.
10. La objeción de conciencia se diferencia de la desobediencia civil...
a) porque se ejerce pacíficamente.
b) porque es un acto voluntario de incumplimiento.
c) porque su realización es considerada un deber moral.
d) porque usualmente no pretende modificar la ley incumplida.










Ejercicios de autoevaluación
1. El problema de la legitimidad del Estado es...
a.Incorrecto

b.Incorrecto

c.Correcto

d.Incorrecto


2. El argumento según el cual, en regímenes democráticos, cada vez que votamos damos el consentimiento que justifica el deber de obediencia...
a.Incorrecto

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3. El interpretar el contrato social en términos disposicionales es...
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4. El argumento del juego limpio...
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5. El anarquismo comparte con las teorías voluntaristas...
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6. El utilitarismo es...
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7. La autoridad nos presta un servicio...
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8. ¿Qué posición debe afrontar el desafío del particularismo?
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9. Un problema de quien defiende la idea del compromiso común es...
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10. La objeción de conciencia se diferencia de la desobediencia civil...
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Glosario

anarquismo m
Teoría política que no considera posible ni legitimar al Estado ni justificar el deber de obedecerlo.
autoridad como servicio f
Doctrina que, en relación con el problema de la obligación política, defiende la obediencia al derecho sólo si las autoridades nos permiten actuar de acuerdo con las razones que han de guiar nuestras acciones de manera más acertada que lo que podríamos conseguir sin ellas.
deber institucional m
Deber que tiene una persona por el simple hecho de ocupar una determinada posición en una institución.
deber natural m
Deber que tiene una persona por el mero hecho de ser persona, con independencia de su consentimiento, de las consecuencias de sus acciones y de la posición institucional que ocupe.
desobediencia civil f
Actos voluntarios, no violentos, abiertos y públicos, de incumplimiento de normas jurídicas, cuya intención es conseguir algún tipo de mejora moral o política en la sociedad y cuya realización se considera un deber moral, con lo que se acepta el castigo que el sistema jurídico imponga.
desobediencia criminal f
Incumplimiento de normas jurídicas llevada a cabo por el delincuente común.
desobediencia revolucionaria f
Incumplimiento de normas jurídicas con el propósito de derribar el orden jurídico establecido y sustituirlo por otro.
objeción de conciencia f
Violación pacífica de una norma jurídica por razones morales, pero sin la intención de cambiarla.
problema de la legitimidad del Estado m
Razones que justifican el poder coercitivo del Estado y hasta dónde se extenderá dicho poder.
problema de la obligación política m
Razones que se pueden dar para obedecer el derecho y hasta dónde se extenderá esa obediencia.
teoría del juego limpio f
Teoría que sostiene que no es justo que alguien obtenga los beneficios del Estado si no está dispuesto también a compartir una parte de las cargas para su mantenimiento.
teorías no voluntaristas f pl
Teorías que sostienen que las instituciones políticas estarán legitimadas y/o existirá el deber de obedecer sus normas con independencia de que los destinatarios de éstas hayan prestado su consentimiento.
teorías voluntaristas f pl
Teorías que sostienen que las instituciones políticas estarán legitimadas y/o existirá el deber de obedecer sus normas sólo si los destinatarios de éstas han prestado su consentimiento.
tesis de la identidad social f
Tesis que sostiene que algunas de nuestras obligaciones se justifican por el hecho de que negarlas implicaría negar nuestra identidad como seres constituidos socialmente.
utilitarismo m
Doctrina no voluntarista y consecuencialista que considera, en relación con el problema de la obligación política, que sólo existe el deber de obedecer el derecho si el Estado ayuda a incrementar la felicidad o la utilidad general de los destinatarios de sus normas.

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