El problema de la justificación de la pena

  • Josep M. Vilajosana Rubio

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Introducción

Puesto que las penas que imponen los Estados por medio del derecho consisten en la privación de algunos bienes, tales como la vida, la libertad o el patrimonio, es lógico que surjan dudas acerca de la justificación moral de este tipo de sanciones. A lo largo de la historia se han dado distintas respuestas a este problema. Éstas pasan por intentar justificar la imposición de penas a través de los objetivos que se persigue con ellas.
Tal como nos llega a la actualidad, el debate gira en torno a cuatro posibles objetivos. El primero consistiría en retribuir al delincuente por la acción que ha llevado a cabo. El segundo objetivo pasaría por entender que lo importante es que con el castigo del delincuente se pueda evitar su reincidencia, así como que otros realicen otros delitos. Por tanto, el objetivo sería la disuasión: conseguir convencer al delincuente real o potencial de lo costoso que resulta cometer delitos. En tercer lugar, hallaríamos el objetivo de la incapacitación, cuya preocupación sería impedir físicamente que el delincuente pueda delinquir. Por último, hay quien piensa que el objetivo que puede ayudar a justificar la pena es la rehabilitación del delincuente.
A lo largo del módulo veremos cada una de estas posibilidades de justificación, valorando en cada caso el acierto y el alcance de cada una de ellas. Se examinarán también problemas relacionados con la dificultad de mantener varios de esos objetivos al mismo tiempo. Así, por ejemplo, se verán los casos del violador compulsivo o el desafío que supone el determinismo. Se revelarán también en su momento algunos dilemas y paradojas en las que se incurre al querer mantener esas dispares justificaciones. El módulo terminará con el análisis de algunas posibilidades de justificación conjunta de modelos retributivos con otros de carácter utilitarista.

Objetivos

Los objetivos que se pretenden alcanzar con el estudio de este módulo didáctico son los siguientes:
  1. Conocer en qué consiste y qué implicaciones tiene el modelo retribucionista de justificación de la pena.

  2. Conocer en qué consiste y qué implicaciones tiene el modelo disuasorio de justificación de la pena.

  3. Conocer en qué consiste y qué implicaciones tiene el modelo de incapacitación como justificador de la pena.

  4. Conocer en qué consiste y qué implicaciones tiene concebir la justificación de la pena en términos de rehabilitación del delincuente.

  5. Analizar las posibilidades de combinación de estos modelos.

  6. Ser consciente de los dilemas y las paradojas a las que llevan algunos de los planteamientos estudiados.

  7. Reflexionar sobre los desafíos que plantea el determinismo en este tema.

1.Planteamiento del problema

El 20 de agosto del 2007 el presidente francés, Nicolas Sarkozy, anunció medidas más duras contra los pederastas, como la creación de un hospital especial para ellos al que deberán ir obligatoriamente y aseguró que ninguno lo abandonará hasta que un comité de médicos dictamine que han sido curados. Sarkozy también se mostró favorable a la castración química de los pederastas. El Gobierno francés reaccionaba así después de que un hombre condenado en tres ocasiones por abusos sexuales a menores reincidiera con un niño de cinco años al que mantuvo secuestrado durante varios días. El jefe del Estado francés afirmó que los delincuentes sexuales sólo saldrán de prisión cuando hayan cumplido su pena, sin posibilidad de reducción, y tras un examen de su peligrosidad por un comité médico. El tratamiento será de tipo hormonal o "castración química", dijo Sarkozy, quien empleó un lenguaje firme: "No se puede dejar en libertad a depredadores, a gentes que pueden matar y destrozar la vida de niños". (La Vanguardia de 20 de agosto del 2007)
Por su lado, en España, un editorial de El País titulado "Violadores de riesgo", escrito después de la puesta en libertad del llamado violador de la Vall d'Hebron, nos recordaba "que la cuestión de fondo es qué hacer con éste y con otros violadores patológicos una vez han cumplido condena, salvo que se reclame para ellos no ya la cadena perpetua, que tiene un término, sino la prisión de por vida. Pero entre esta medida aberrante e inconstitucional, que supondría una especie de condena a muerte en vida, y la puesta en libertad sin más, existen posibilidades de actuación tanto en el terreno policial como en el médico-sanitario, sin olvidar el judicial. Unas medidas que deben adoptarse con discreción, prudencia y determinación, evitando presentar alguna de ellas como la panacea; tal es el caso de la castración química. Esta medida adquirió notoriedad hace una docena de años a raíz del caso de un condenado en EE UU que solicitó la conmutación de condena a cambio de su castración. Así se hizo, pero meses después violó con un palo a una mujer, asesinándola. A veces, el remedio suele ser peor que la enfermedad". (El País, 24 de septiembre del 2007)
Estos ejemplos notorios, referidos a casos de delitos sexuales cometidos por delincuentes reincidentes, ponen en marcha inmediatamente mecanismos de reformas de las leyes penales para intentar atajar de algún modo la alarma social que generan. Así ocurrió en Francia y así está ocurriendo en España. Pero en el momento de poner en práctica tales reformas nos deberían asaltar algunas dudas: ¿Está justificado moralmente que a alguien que ha cumplido condena se le imponga alguna medida posterior? ¿Es posible mantener que la finalidad de la pena es la rehabilitación frente a delincuentes que no han "querido" o no han podido ser rehabilitados? ¿Es compatible la imposición de penas como retribución de actos delictivos cuando su realización escapa al control del delincuente? Afrontar estos y otros problemas semejantes de manera rigurosa exige antes tomar conciencia de cuáles son las razones que pueden justificar moralmente la imposición de penas a quien ha cometido un delito. Al análisis de estas razones va destinado este módulo.
Siguiendo a Hart, podemos entender por "pena" un acto que ocasiona un daño, impuesto como consecuencia del incumplimiento de una norma jurídica, que se inflige al responsable del incumplimiento, es administrado intencionadamente por seres humanos distintos a la víctima, y cuya imposición y regulación vienen determinadas por el sistema jurídico, cuyas normas han sido incumplidas (Hart, 1968, pág. 5).
Toda sociedad que imponga este tipo de castigos debe justificarlos, por cuanto suponen la acción del Estado a la hora de ocasionar de manera intencionada un daño. Dañar a una persona es, prima facie, moralmente incorrecto. Es decir, lo es a menos que exista alguna justificación satisfactoria.
Un cirujano cuando realiza una intervención quirúrgica produce algún daño al paciente, pero solemos creer que si se dan ciertas circunstancias (por ejemplo, que sea el método menos dañoso para recuperar la salud), el acto de operar está justificado.
La pregunta que nos podemos formular ahora es la siguiente: ¿se pueden ofrecer razones de carácter general para castigar legalmente a las personas?
Antes de responder a este interrogante, hay que decir que cuando se habla de justificación de la pena, hay en realidad al menos dos preguntas importantes que muchas veces aparecen mezcladas, o alguna de ellas simplemente ignorada. La primera hace referencia a los objetivos y aspiraciones que se pretende alcanzar con el castigo y tiene que ver directamente con la pregunta "por qué castigar". La segunda, en cambio, está más relacionada con el cuánto y el cómo, es decir, se refiere a la medida del castigo que puede considerarse justificado y en el modo de su implementación. Normalmente, los filósofos se han ocupado sólo de la primera de estas preguntas, pero veremos a lo largo de este módulo que también la segunda es relevante para el fundamento de la pena.
Los objetivos que se suelen perseguir a través del establecimiento de sanciones pueden resumirse en cuatro: retribuir, disuadir, incapacitar y rehabilitar.
Es difícil encontrar un sistema jurídico cuyas sanciones estén diseñadas para cumplir únicamente una de estas aspiraciones, ya que normalmente se hallan mezcladas. Esta circunstancia, por un lado, resulta inevitable, dadas algunas conexiones entre ellas.
Cuando se castiga a un ladrón con una determinada pena, se le "retribuye" por su acto, al tiempo que el castigo sirve de disuasión para que otros no cometan actos parecidos.
Por otro lado, esta superposición de objetivos suele ser fuente de problemas importantes cuando alguien intenta justificar las penas en nuestros sistemas jurídicos contemporáneos, como después se verá. Ahora es momento de analizar con un poco más de atención cada uno de estos objetivos.

2.Retribuir

Ésta seguramente es la forma más antigua de justificar el castigo. Ya en el Código de Hammurabi aparecía la fórmula tantas veces citada de "ojo por ojo, diente por diente". Se encuentra también en la Biblia y se puede hallar en el derecho romano bajo la figura de la ley del talión.
Lo primero que cabe decir es que la retribución se orienta al pasado. Pensamos en retribuir a alguien por un acto (acción u omisión) que ya ha tenido lugar. En un primer momento la idea de la retribución podría provenir de los instintos de venganza. Pero esto deja de tener sentido cuando quien impone la pena, como se dijo antes, es una institución, distinta de la víctima.
Si dejamos a un lado la idea de venganza, una forma común de justificar que a alguien se le asigne un castigo por un daño que ha cometido es el de considerar que con su acción esta persona ha roto el delicado equilibrio que se da en la sociedad. Si queremos reinstaurar el equilibrio perdido debemos entonces sancionarlo. En el fondo de esta argumentación, hallamos la idea de que quien contraviene una norma jurídica está obteniendo una ventaja desleal con respecto a quienes cumplen con el derecho y esto sería injusto, como una aplicación de la justificación a través del juego limpio, a la que ya hicimos referencia en el módulo anterior.
Kant
Kant fue un defensor a ultranza del retribucionismo. Para él, retribuir el castigo es el único objetivo moralmente valioso de la pena. Por ello, la retribución excluiría las otras posibles formas de justificación. El castigo, nos dice Kant, nunca puede ser administrado simplemente como un medio para promover otros bienes que tengan que ver con el propio criminal (como propugnarían los defensores de la rehabilitación) o con los otros miembros de la sociedad (en lo cual se basarían los que abogan por la disuasión o la incapacitación), sino que debe ser impuesto en todos los casos por el simple hecho de que el delincuente cometió el delito y merece ser castigado por ello. La contundencia de las palabras de Kant habla por sí sola: "Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consentimiento de todos sus miembros, antes debería ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, para que cada cual reciba lo que merecen sus actos" (Kant, 1989, pág. 168-169).
Así pues, el castigo de los criminales sería desde esta óptica un deber moral (un fin en sí mismo y no un instrumento para conseguir otra cosa). El delincuente "pagaría" de este modo por el crimen cometido, reestableciendo así el equilibrio quebrado por el acto delictivo.

2.1.Algunos principios implicados

La justificación de la pena basada en la retribución por el acto delictivo cometido, aunque a primera vista puede parecer asociada a la idea de venganza, como hemos dicho, y hay quien así lo ha defendido, puede entenderse desde una perspectiva racionalista. El argumento sería el siguiente. Si descartamos el determinismo (es decir, la doctrina según la cual todo lo que nos sucede en la vida se halla ya predeterminado, y que analizaremos más adelante), los seres humanos gozan de libre albedrío para tomar sus propias decisiones. Por ello, pueden decidir cometer o no un acto delictivo. Si deciden cometerlo, dado que esa decisión ha sido tomada de manera voluntaria, entonces se hacen responsables de las consecuencias de dicho acto. Por esa razón deben recibir la pena que en justicia merecen, basada en la importancia del daño causado. Éste es el principio de justo merecimiento. De este principio se sigue otro de no menor relevancia. Se trata del principio de proporcionalidad de la pena, que subraya la equivalencia que debe producirse entre el daño causado y la pena que se le asocia. Este principio pone de relieve que la justificación general de la pena (por qué castigar) no está separada conceptualmente de la justificación de la medida en que está justificado castigar, tal como se dijo antes.
En definitiva, la pena se justifica si es merecida, dada la voluntariedad del acto delictivo, y si es proporcional.
Conclusiones
Siguiendo este razonamiento, se puede llegar a conclusiones que pueden parecer insólitas. Se ha dicho en ocasiones que la pena sería un derecho del criminal. En efecto, puesto que los seres humanos son los únicos animales que pueden comportarse racionalmente (éste es el atributo principal de su humanidad), el criminal, al actuar racional y voluntariamente cometiendo un delito, tiene el "derecho" a recibir un castigo como reconocimiento de su humanidad. De tal suerte, que si a un delincuente no lo castigáramos por su delito, le estaríamos de alguna manera privando de su dignidad humana, no lo estaríamos tratando como merece un ser humano. Esto es lo que tal vez quiere sostener Hegel cuando afirma que "al considerar que la pena contiene su propio derecho, se honra al delincuente como un ser racional", como agregado de lo que el propio autor afirma en el párrafo 100 de sus Principios de la filosofía del derecho: "La lesión que afecta al delincuente no es sólo justa en sí, (sino que) es un derecho en el delincuente mismo" (Hegel, 1988, pág. 161-2).
Esta conclusión, por supuesto, tiene un cierto aire contraintuitivo, ya que parece difícil que un delincuente pueda contemplar la pena que se le impone como una confirmación de su derecho a recibirla. De todos modos, casa bien con una justificación voluntarista del deber de obediencia del derecho, como la que vimos en el capítulo anterior: también los delincuentes habrían firmado hipotéticamente el contrato social.
Es de destacar, por último, que la justificación retribucionista de la pena, además de los principios de justo merecimiento y de proporcionalidad, supone también sostener el principio de igualdad.
Éste supone tratar de manera igual a los iguales. Quien cometa delitos similares debe ser tratado de manera similar. Esto implica, entre otras cosas, que las penas correspondientes deben ser aplicadas con independencia del estatus social o personal tanto de los delincuentes como de las víctimas. Esta consecuencia no se seguirá, en cambio, de los postulados mantenidos por quienes consideran que lo que justifica la pena es la rehabilitación del delincuente, como veremos en su momento.

2.2.¿Está justificado?

Los tres principios (de justo merecimiento, de proporcionalidad de la pena y de justicia) parecen encajar bien con sociedades liberales y democráticas y han supuesto un avance significativo respecto a otras épocas y otros tipos de sociedad. Sin embargo, la justificación retribucionista de la pena también plantea problemas.
De entrada, del mero hecho de que alguien merezca una sanción no se sigue que sea moralmente permisible para el Estado administrar el castigo.
Esta crítica se puede entender a partir de una analogía. Puede que un día el niño del vecino nos cause algún tipo de daño, pero esto no es razón suficiente para que nosotros estemos legitimados para aplicarle un castigo.
Este punto enlazaría con el problema de la legitimidad del Estado, sobre el que ya se ha insistido suficientemente en el módulo anterior.
Pero aun partiendo de un Estado legítimo, surgen problemas derivados de la necesidad de plasmar los principios propios del retribucionismo. Los principios de proporcionalidad y de justo merecimiento exigen que la pena que se aplique esté relacionada con la gravedad del delito. Ahora bien, ¿cómo se puede establecer esta correspondencia entre delito y pena?
Una versión literal de la ley del talión parece absurda. Según esta ley, el delincuente debería experimentar el mismo sufrimiento que la víctima. Sobre su base, tal vez pueda afirmarse que quien mata debe morir o a quien roba una cantidad debe quitársele esa misma cantidad. Éstos parecen casos plausibles de equivalencia de "sufrimiento". Pero no parece que se puedan encontrar fáciles correspondencias para otro tipo de delitos. ¿Cuál sería la pena equivalente al delito de falsificación de documentos, por ejemplo? El mero planteamiento de esta cuestión ya parece absurdo. Puede haber quien piense que para escapar de este resultado absurdo bastaría con decir que el retribucionismo es tan sólo una doctrina que pretende justificar la pena en general y no casos concretos de pena. Pero esta doctrina va indisolublemente unida a la idea de proporcionalidad, tal como hemos visto. Por tanto, si no ofrece alguna forma de medir las equivalencias entre delitos y penas, no es posible dotar de sentido el principio de proporcionalidad y, con ello, el planteamiento retribucionista podría acabar siendo vacío. Puesto que con la ley del talión tenemos un mecanismo de medida que exigiría una correspondencia exacta entre delito y pena, pero absurdo, podemos preguntarnos si se puede encontrar algún otro mecanismo que no tenga este resultado negativo y que haga que la doctrina no resulte vacía.
Una primera estrategia insistiría en que lo que se persigue no es la equivalencia exacta, sino la proporcionalidad entre la pena y el delito. Así, se diría, lo que requiere una doctrina retribucionista es únicamente que los peores crímenes se asocien con las peores penas y construir a partir de ahí una escala según la correspondiente gravedad de delitos y de penas.
En relación con la proporcionalidad entre la pena y el delito
Sin duda, una idea parecida es la que subyace a las divisiones que suelen realizarse entre penas en nuestros códigos penales y su relación con los delitos. Así, por ejemplo, el art. 33 del Código penal establece que, según su naturaleza y duración, las penas se clasificarán en graves, menos graves y leves, y ofrece un listado de cada una de estas clases. Por su parte, el art. 13 clasifica también los delitos como graves, menos graves y leves, en función de las penas correspondientes. Ahora bien, esta clasificación presenta al menos dos problemas. El primero tiene que ver con la dificultad que supone, en algunos casos, comparar el nivel de gravedad de distintas penas. ¿Por qué, por ejemplo, la multa proporcional, cualquiera que fuese su cuantía, está clasificada como una pena menos grave, mientras que la localización permanente se considera leve? No resulta muy difícil pensar que causaría menor incomodidad pagar multas de cierta cuantía, que estar localizables permanentemente. El segundo problema es que, aun admitiendo que siempre se pueda establecer esa comparación, no se proporciona un argumento para justificar que debamos incluir una pena concreta en la lista de penas moralmente aceptables.
Una segunda estrategia consistiría en plantear una equivalencia moral entre delitos y penas permisibles, por ejemplo de la siguiente manera: mientras el delincuente merece sufrir una cantidad equivalente a la cantidad de daño o mal moral infligido a la víctima, las clases de daño o mal que aquí intervienen no necesitan concordar.
Esto es, en vez de asignar al delincuente el mismo daño o mal por medio de la pena que él infligió a su víctima (muerte por muerte), o en vez de fijar penas proporcionales que al menos coincidan en intervalos (la clase de los delitos graves con la de las penas graves), cabría establecer correspondencias entre delitos y penas mediante una escala absoluta, pero que se trate tan sólo de una equivalencia moral entre ambos.
Se podría hacer una lista de todas las penas que consideramos moralmente aceptables y una lista de los crímenes que también moralmente creamos que se deban castigar, y asignar la peor pena al peor crimen y así sucesivamente.
Pero el establecimiento de esta equivalencia moral entre distintos tipos de delitos y sus penas correspondientes no está exento de problemas. Por lo pronto, necesitaría complementarse con una teoría moral que nos diga qué tipos de pena no son moralmente correctos. Sin embargo, aunque obviáramos este inconveniente, quedaría al menos otro por resolver. Existen penas que creemos que son moralmente inaceptables pero que, en cambio, son menos duras que otras que consideramos aceptables. Pero, si estamos dispuestos a rechazar las penas menos severas, parecería que con mayor motivo debemos rechazar las que lo son más. Por ejemplo, nos puede parecer moralmente injustificada la imposición de penas avergonzantes, como la de obligar a los que han cometido cierto tipo de delitos, como violaciones, a llevar un distintivo que los identifique como tales, incluso después de haber cumplido con la pena de prisión. Pero está claro que estas penas son menos "duras" que las penas de prisión, aunque hay un mayor consenso sobre que éstas últimas están justificadas. (Recordemos, además, que admitimos a efectos meramente argumentativos que podemos realizar este tipo de comparaciones entre distintos tipos de penas, lo cual ya es de por sí discutible). Pero si esto es así, para ser consecuentes, una vez se ha considerado que las menos severas (penas avergonzantes) no están justificadas moralmente, mucho menos lo estarán las que imponen una mayor dureza (penas privativas de libertad).
Éstos son algunos de los problemas que plantea la justificación de la pena sobre bases retribucionistas. Un problema adicional y de gran trascendencia filosófica surge al cuestionarnos si los delincuentes realmente deciden libremente cometer delitos. Pero esta cuestión la analizaremos más adelante cuando afrontemos el desafío del determinismo.

3.Disuadir

Mientras que la retribución se orienta al pasado, la disuasión se orienta al futuro. Con la disuasión se pretende que no se produzcan de nuevo el tipo de hechos para los cuales se establece una pena. El concepto clave para este enfoque es el de prevención. La prevención puede ser especial o general. La prevención especial es la que se dirige al mismo sujeto que realizó el acto delictivo, al cual se le impone la pena correspondiente para que no vuelva a delinquir. La prevención general es la que se dirige al resto de personas para que, al percatarse de la pena que ha recibido el delincuente por su acto, se persuadan de la conveniencia de no llevar a cabo actos semejantes. Nos dice Beccaria:

"... el fin de las penas no es atormentar y afligir a un ser sensible, ni rectificar un delito ya cometido, sino impedir que el reo ocasione nuevos males a sus ciudadanos y retraer a los demás de cometer otros iguales".

C. Beccaria (1764). De los delitos y de las penas. Traducción castellana de J. Jordá, Barcelona, 1983.

El fundamento que subyace a esta forma de justificar la pena es muy distinto del que está presente en los postulados retribucionistas. La pena, entendida como retribución, se impone porque el delincuente se lo merece, ya que ha incumplido un deber moral. Ello es así con independencia de las consecuencias que pueda tener este castigo en él o en la sociedad.
En cambio, la imposición de la pena como disuasión sólo se puede justificar en tanto en cuanto origine consecuencias más beneficiosas que la alternativa de no imponerla.
En este sentido, se trata de una justificación consecuencialista, y, más en concreto, utilitarista. En una de las primeras versiones del utilitarismo, se entendía que la función principal del Estado es la de perseguir la mayor felicidad para el mayor número de personas. Es importante subrayar que el utilitarismo, y con él la idea de disuasión, también tiene en cuenta la racionalidad humana. Pero, a diferencia del retribucionismo, que como vimos la contemplaba básicamente para adscribir responsabilidad a un individuo por sus actos, ahora la racionalidad se toma principalmente como aptitud para tomar decisiones inteligentes valorando los potenciales riegos y beneficios de las acciones.
En la versión de Bentham, por ejemplo, esto significaría que los delincuentes tomarían sus decisiones a través de un cálculo hedonista, sopesando las posibles ganancias y los potenciales riesgos de su acción. Entre esos riesgos deberían tener en cuenta la posibilidad de que sean condenados a una determinada pena (Bentham, 1789). En la actualidad, la teoría de la elección racional también enfatizaría esta idea, sofisticándola a través de cálculos de preferencias de los individuos.

3.1.Los factores de la disuasión

Asumido lo anterior, si la pena pretende cumplir con su función disuasoria, su imposición debe suponer un coste más elevado para el posible delincuente que los beneficios que espera obtener del delito. Por ello, las medidas penales no se tomarían, al menos de manera principal, para cumplir con el principio de proporcionalidad (aunque hay que reconocer que Bentham admitió en su esquema un cierto nivel de proporcionalidad). De hecho, podría argumentarse que en determinadas condiciones, si la pena ha de tener efectos disuasorios, se requieren penas más duras de las que corresponderían según el principio de proporcionalidad. Del mismo modo, en determinadas situaciones, el planteamiento de penas excesivamente duras puede no conseguir este propósito porque, por ejemplo, los jueces encargados de aplicarlas se muestren muy renuentes a hacerlo justamente porque perciben su desmesurada desproporción.
La dureza o severidad del castigo es sólo uno de los factores que intervienen en la posible disuasión del delito. Otros dos factores serían la certeza del castigo y la celeridad en la aplicación de la pena.
Sobre todos ellos puede resultar interesante decir algo.
La certeza del castigo puede medirse en términos de la probabilidad que existe en una determinada comunidad de aprehender al delincuente. Aunque para los efectos disuasorios tal vez más que hablar de la probabilidad objetiva sería más idóneo hablar de la probabilidad percibida, ya que a fin de cuentas lo que importa en estos casos es que quien se plantea cometer un crimen crea que hay muchas posibilidades de que va a ser capturado, aunque esta creencia sea errónea. Es evidente que a la percepción de una probabilidad menor de ser capturado irá ligado un menor efecto disuasorio de la pena, mientras que la percepción de una mayor eficacia redundaría en un mayor efecto disuasorio. Se puede considerar que este factor podría desempeñar incluso un papel más relevante para la disuasión que el de la severidad de las penas, ya que si el castigo de un delito parece altamente seguro, aunque se trate de un castigo moderado, tendrá un efecto disuasorio mayor que el que tienen penas muy severas pero que se aplican de manera esporádica y sobre las cuales exista la creencia de que pueden evadirse con impunidad.
Ésta es una idea que ya tuvo Beccaria en el siglo XVIII, cuando sostuvo que "... la certidumbre de un castigo, aunque sea moderado, causará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible pero unido a la esperanza de la impunidad" (Beccaria, 1764, pág. 101).
Como veremos más adelante, algunos desarrollos de la actual teoría económica podrían ser empleados para confirmar esta hipótesis.
Por su parte, la celeridad toma en cuenta el tiempo transcurrido entre la comisión del delito y la virtual condena del delincuente.
El propio Beccaria dejó dicho que este intervalo de tiempo debería ser el menor posible para que en la mente humana se pudiera seguir asociando la comisión del delito con la pena correspondiente: "Cuanto más pronta y más próxima al delito cometido sea la pena, tanto más justa y más útil será" (Beccaria, 1764, pág. 89).
Existen varias circunstancias que juegan en contra de la celeridad, como pueden ser posibles inoperancias policiales o una eventual escasez de medios. Sin duda, hay que intentar poner remedio a estas inoperancias y carencias. Pero junto a éstas, se dan otras circunstancias, como la presencia de garantías procesales para todo imputado, que contribuyen a que los procesos judiciales se dilaten en el tiempo. Las reformas en este último caso deben tomarse con el cuidado que merece un tema de esta importancia.
Severidad, certeza y celeridad
Estos tres factores desempeñan un papel muy importante a la hora de legitimar las políticas legislativas de los distintos gobiernos. En España, por ejemplo, hemos asistido en estos últimos tiempos a modificaciones del Código penal que han tendido a endurecer las penas para algunos delitos, muchas veces amparadas en la pretendida alarma social que había originado su comisión. También se ha intentado reforzar algunos departamentos policiales con la mirada puesta en elevar la eficacia en la persecución del delincuente y, con ello, aumentar la probabilidad de la certeza del castigo. Del mismo modo, se han instaurado mecanismos procesales, como los denominados juicios rápidos, que pretenden que en algunas circunstancias se pueda transitar por un procedimiento acelerado. Podría decirse que todos estos cambios se toman con el objetivo explícito o implícito de la disuasión.
Ahora bien, existen no pocos problemas a la hora de evaluar en qué medida una determinada política legislativa ayuda a prevenir el crimen. Un problema obvio es que las estadísticas oficiales sólo dan cuenta de los delitos conocidos por las autoridades y, en algunos casos, sólo de aquellos en los que se conoce al autor y éste ha sido condenado. Los delincuentes que han escapado al control de la justicia no aparecen en las estadísticas. Ello tiene consecuencias en la posible medición del impacto de una determinada política respecto a la prevención especial. ¿Cómo sabremos cuántas personas condenadas reinciden en la comisión del delito? Pero también existen problemas respecto a la prevención general. ¿Cómo podemos saber cuántas personas no cometen un determinado tipo de delito debido, por ejemplo, al endurecimiento de las penas? Es plausible pensar que muchas personas, movidas por sus convicciones morales, no realizarían determinados actos (robar, matar, etc.), aunque no estuvieran catalogados como delitos.
Además, ni todo delito es comparable a estos efectos, ni toda persona reacciona de la misma manera ante el eventual aumento de penas. El efecto disuasorio de la pena funciona seguramente de una manera en relación con delitos que exigen planificación y estrategia, por cuanto esta misma forma de operar implica un cierto cálculo (piénsese en el delito de estafa), mientras que es razonable pensar que opera de manera distinta, por ejemplo, en delitos pasionales (por ejemplo, algunos tipos de asesinatos o violaciones). Por otro lado, las diferencias personales pueden ser muy grandes. Baste tomar como punto de referencia la aversión al riesgo. Cada persona tiene un grado distinto de aversión al riesgo e incluso una percepción diferente del mismo.

3.2.La aversión al riesgo

Puede resultar de interés traer a colación en este punto el análisis que realizan algunos economistas, según los cuales en muchas situaciones los seres humanos tenemos más aversión al riesgo en las ganancias que en las pérdidas.
Según esta teoría, si a alguien se le ofrece una semana segura de vacaciones pagadas en Hawai y la oportunidad de jugar para ganar dos semanas de vacaciones (o quedarse sin vacaciones), la mayoría elegirá la opción segura.
Por tanto, respecto a la posibilidad de ganar, la gente es cautelosa y tiene gran aversión al riesgo. Ahora imaginemos que la alternativa se da entre ir una semana a prisión o jugar para eludir la prisión a cambio de 2 semanas si se pierde. En este caso, es probable que la mayoría eligiera jugar, con el intento de evitar ir a la cárcel. Ante la pérdida segura, optarán por arriesgarse.
Kahneman y Tversky
Estos dos autores llevaron a cabo el siguiente experimento, que parece corroborar lo anterior. Los sujetos participantes fueron divididos en dos grupos. A uno de los grupos se le ofrecieron las opciones A y B, mientras que al otro grupo se le dio a elegir entre las opciones C y D:
Opción A: una ganancia segura de 500 dólares.
Opción B: una probabilidad del 50% de ganar 1.000 dólares.
Opción C: una pérdida segura de 500 dólares.
Opción D: una probabilidad del 50% de perder 1.000 dólares.
Las concesiones de los dos grupos no son iguales, pero son muy similares. Y las teorías económicas tradicionales predicen que las diferencias en las elecciones de sujetos racionales serán mínimas. La economía tradicional está basada en la denominada "teoría de la utilidad", que predice que la gente hará elecciones basándose en cálculos seguros o pérdidas y ganancias relativas. Las alternativas A y B tienen la misma utilidad: +500 dólares y las alternativas C y D tienen la misma utilidad: –500 dólares. La teoría de la utilidad predice que la gente elige las alternativas A y C con la misma probabilidad que las alternativas B y D. Básicamente, algunas personas preferirán las cosas seguras y otras arriesgarán. El hecho de que una se refiera a ganancias y la otra a pérdidas, no afecta a las matemáticas y, por tanto, no debería afectar a los resultados.
Pero los experimentos fueron contrarios a esta conclusión. Cuando se presentó una oportunidad de ganancia, la mayoría (84%) eligió la alternativa A (ganancia segura de 500 dólares) frente a la alternativa arriesgada B. Pero cuando se enfrentó a una pérdida, la mayoría de la gente (70%) eligió la alternativa arriesgada D sobre la C (pérdida segura). Los autores de este estudio explicaron este hecho desarrollando algo que llamaron "la teoría de la prospección", que se puede resumir en dos reglas: a) una ganancia segura es mejor que la probabilidad de una ganancia mayor (idea que ya se había incorporado al acerbo popular, con la máxima "más vale pájaro en mano que ciento volando"); b) una pérdida segura es peor que la probabilidad de una pérdida mayor. Está claro que estas reglas no son rígidas. Dada la opción entre 100 dólares y la probabilidad del 50% de tener 100.000 dólares sólo un insensato se quedaría con la primera, pero en casos en los que las diferencias entre las opciones no son tan grandes, sí que afectan a cómo elegimos (Kahneman; Tversky, 1979).
Esta idea podría tener consecuencias respecto a las posibilidades de disuasión que tiene la pena y la relación entre los factores de certeza y dureza. Tal vez, esto sería una confirmación de algo que ya dijimos y que había intuido Beccaria.
A los potenciales delincuentes, si se comportan como queda dicho, se les disuadirá menos con grandes penas aplicadas ocasionalmente (ya que preferirán arriesgarse), que con pequeñas penas de aplicación segura.
Para concluir, y por lo que respecta al factor de la celeridad, sólo cabe mencionar algo sabido: es racional valorar las futuras ganancias o pérdidas menos que las actuales. Con lo cual, puede decirse que el factor de la dureza, que parece desempeñar un papel predominante en el discurso habitual de los políticos y los medios de comunicación, debería ceder paso a la relevancia de los otros factores para conseguir un mayor grado de disuasión a la hora de cometer delitos.

3.3.Tratar instrumentalmente al delincuente

Aunque descartáramos los problemas anteriores, que tienen que ver en última instancia con cuestiones empíricas, podrían formularse varias objeciones de carácter moral al intento de justificar la pena por sus efectos disuasorios. La crítica más veces repetida tiene que ver con las dudas que plantea el hecho de que se pueda justificar la imposición de un castigo a una persona sobre la base de los efectos que ello supondrá en otras. La idea de que está permitido moralmente infligir intencionadamente un daño a alguien debido a que esto tiene efectos beneficiosos sobre la conducta de otros parece, de entrada, inconsistente con una intuición moral muy arraigada en el ser humano y que en una de las formulaciones más conocidas del imperativo categórico kantiano nos dice que es moralmente incorrecto usar a las personas sólo como un medio para conseguir un fin. Si de esta idea general descendemos a supuestos más concretos, se puede apreciar el alcance de esta crítica. Imaginemos que torturando a alguien obtenemos un efecto disuasorio mayor, tanto en él como en otros, que si no lo torturamos. ¿Este solo hecho justifica la tortura como pena que un Estado pueda imponer?
Otra implicación del hecho de tratar a las personas como fines y no como medios tiene que ver con la responsabilidad de los actos. Según la doctrina retribucionista, como vimos, estaba justificado el castigo de quien cometió un delito porque lo merece. Esto supone que sólo está justificado el castigo de quien es responsable de un acto (acción u omisión). Ahora bien, si aquello que justifica una pena ya no es la responsabilidad, sino las consecuencias, puede suceder perfectamente que, en algunos casos, éstas últimas sean mejores castigando a un inocente que dejando un delito impune.
Para hacer frente a esta crítica, un defensor de la teoría de la disuasión podría utilizar dos tipos distintos de argumentos: uno que tendría que ver con la posible incorporación de la responsabilidad dentro de los elementos que contribuyen a la persuasión, y otro que apuntaría a un posible error conceptual. Veamos muy brevemente ambos argumentos y su posible alcance.
Respecto al primer argumento, se podría argüir que no sería eficiente desde el punto de vista de los efectos disuasorios de la pena castigar a inocentes o a niños o a dementes. Por esta razón no los hacemos responsables de sus actos (no porque lo merezcan o no). Si un sistema jurídico les atribuyera responsabilidad, los individuos sujetos a ese sistema no tendrían ninguna razón para cumplir con las normas, puesto que a efectos de recibir un castigo no habría distinción entre ser responsable del acto delictivo o no. De igual modo, si el sistema no distingue entre quines tienen el control de sus actos y los que carecen de tal control, entonces la pena no podría tener eficacia disuasoria respecto a quienes pueden controlar su conducta. Este parece ser un buen argumento y algo diremos sobre él al abordar el desafío del determinismo. Ahora bien, hay que recordar que, como dijimos anteriormente, lo que cuenta de verdad para que la pena tenga efectos disuasorios no es que realmente sea eficaz (en el sentido de castigar al culpable), sino que las personas la perciban como eficaz. Si esto es así, los teóricos de la disuasión no tienen ninguna razón para restringir el uso de las penas a los responsables.
Lo que requiere el objetivo de la disuasión es la percepción de que la pena se reserva a quien es responsable del delito, lo cual es perfectamente compatible con el castigo de inocentes o irresponsables.
El segundo argumento es de carácter conceptual. Quien defienda la doctrina de la disuasión podría sostener simplemente que por razones conceptuales, la actividad de infligir un daño a un inocente no es una pena. Es decir, si "pena" tiene entre sus rasgos definitorios "infligir un daño al responsable de la vulneración de una norma jurídica", entonces cuando se castiga a un inocente se hace una cosa distinta a la imposición de una pena. Dicho en otros términos, la penalización de un inocente sería una imposibilidad lógica, como lo sería sostener la existencia de un soltero casado. Se desactivaría, así, la crítica según la cual los defensores de la doctrina que estamos comentando se verían abocados a aceptar en algunas situaciones el posible castigo de inocentes. Esta línea de defensa, sin embargo, parece sólo un ardid para alejar nuestra atención del aspecto central que aquí se debate.
Cualquier justificación adecuada de la pena debería ser capaz de responder a la pregunta acerca de cuál es la razón por la que actos que en cualquier otro ámbito se considerarían totalmente prohibidos (el castigo de inocentes) están permitidos en este contexto. El hecho de que el castigo se dirigirá al culpable de un crimen debe en sí mismo formar parte de la justificación ofrecida para llevarlo a cabo y ello con independencia de que se le llame "pena" o no.

3.4.La paradoja de la disuasión perfecta

Por último, puede resultar de algún interés respecto a los problemas que plantea la disuasión traer a colación una posible paradoja con la que nos enfrentaríamos si quisiéramos llevar hasta sus últimas consecuencias el ideal de la disuasión. La paradoja (1) la podríamos formular en estos términos.
Para cada determinado tipo de delito existe un nivel de amenaza de castigo cuya formulación implica que nadie lo comete. Pero si no se cometen delitos, entonces tampoco se imponen las penas. Se habría alcanzado así el ideal de la disuasión perfecta. Sin embargo, seguramente no deseamos alcanzar un punto de disuasión perfecto como éste, puesto que ello implicaría tener que amenazar de manera creíble a los ciudadanos con penas muy duras y desproporcionadas.
No obstante, llegados a este punto, alguien podría preguntar: ¿qué hay de malo en la simple amenaza de penas duras y desproporcionadas, si después de todo, por hipótesis, no van a ser aplicadas? Nadie podría ser víctima de una pena injusta si no se aplica ninguna pena. Las críticas que se hacían a la visión utilitarista que implica la justificación de la pena por la disuasión, como el hecho de justificar el castigo de inocentes, dejarían de tener fuerza. Tampoco se están utilizando a las personas sólo como medios para conseguir otra finalidad, ya que no se les aplica el castigo. Entonces, ¿por qué deberíamos renunciar al ideal de la disuasión perfecta? La respuesta es simplemente que se trata de algo paradójico. Parecería que, por un lado, alcanzar un sistema en el que las penas son superfluas y en el que no se cometen crímenes es alcanzar un ideal compartido por todos, pero al mismo tiempo va contra nuestras intuiciones morales que para alcanzar ese ideal hayamos de amenazar con la imposición de penas injustas, aun cuando éstas no se acaben imponiendo nunca. Seguramente eso es así porque en última instancia unas medidas como las expuestas vulnerarían el principio de dignidad de la persona, que analizaremos en el próximo módulo.

4.Incapacitar

4.1.¿Cómo impedir la comisión de delitos?

Otra de las posibles justificaciones de la pena es la llamada incapacitación. Ésta consiste en identificar y aislar al delincuente de la sociedad a la que pertenece para que no vuelva a cometer delitos. Seguramente es el objetivo más fácil de conseguir. Supone una justificación orientada al futuro, como la disuasión. Al igual que ésta, se centra en la prevención de futuros delitos. Su principal función es proteger la sociedad de aquellos sujetos que le han causado daños, privándoles de la oportunidad de que los vuelvan a ocasionar o, al menos, restringiendo sus posibilidades al máximo.
A lo largo de la historia podemos encontrar distintos modos de incapacitación. De entre los tipos de incapacitación física, la forma extrema es la ejecución. Está claro que al privar de la vida a una persona se le priva también de la posibilidad de que pueda realizar algún acto dañino a la sociedad. Otros casos conocidos de incapacitación física son los de mutilación de miembros. A quien se le corta una mano por haber robado, se le impide robar (al menos con la misma mano). También entrarían dentro de esta categoría las penas que suponen la castración en el caso de violadores. Un modo especial de incapacitar que, a diferencia de los anteriores, tiene efectos reversibles consiste en la utilización de sustancias químicas que pretenden reducir los impulsos sexuales. Sobre las posibilidades de utilizar este método que suele recibir el poco apropiado nombre de "castración química" diremos algo más tarde.
En otras ocasiones, se procede a través de la generación de estigmas, es decir, marcas visibles que muestran a los demás miembros de la sociedad que están en presencia de alguien que había cometido un delito, por lo que pueden tomar precauciones. Aunque la estigmatización física ha dejado de aplicarse, al menos en los países occidentales, en cambio sí que podemos encontrar supuestos de las llamadas penas avergonzantes que cumplirían el mismo objetivo: la estigmatización social del delincuente, muchas veces como una especie de pena accesoria a la pena principal. La utilización de este tipo de penas también tiene dificultades de justificación si nos tomamos en serio el principio de dignidad de las personas, al cual se hará referencia en el próximo módulo.
Actualmente, sin embargo, el método más utilizado de incapacitación es la encarcelación. La idea que subyace a esto es muy simple: mientras alguien está en prisión no puede dañar al resto de la sociedad.
La incapacitación, a diferencia de la prevención especial, no aspira a cambiar la conducta del individuo al que se le aplica la correspondiente medida. Se limita a impedirle físicamente que pueda tener la oportunidad de repetir el tipo de delito que cometió.
Es evidente que este planteamiento tan simple por lo pronto olvida al menos dos cosas. La primera, que una persona en prisión puede dañar a sus compañeros encarcelados. La segunda, que aun cumpliendo condena se puede dirigir la realización de actos delictivos, como ponen de relieve algunos supuestos de crimen organizado.

4.2.¿Está justificado?

La justificación de la pena a través de la idea de incapacitación puede coincidir con postulados utilitaristas como en el caso de la disuasión. Los beneficios que la sociedad en su conjunto obtiene por el hecho de que los delincuentes estén encarcelados son que, mientras dura el encierro, éstos no pueden cometer actos delictivos. Pero en esta argumentación no entran en juego consideraciones de disuasión, de retribución por un acto inmoral o de rehabilitación. Tampoco, en principio, tiene por qué respetarse ninguna proporcionalidad entre el delito cometido y la pena aplicada. Si se es consecuente con este planteamiento, más bien lo que habría que decir es que cuanto más tiempo esté encarcelado un delincuente, más tiempo estará segura la sociedad respecto a sus potenciales acciones dañinas. Si a esto sumamos el hecho de que estadísticamente se ha comprobado que las personas con la edad tienden a cometer menos delitos, entonces para quien sostenga esta posición hay una razón muy poderosa en favor de penas de larga duración.
Metodológicamente, existen menos problemas para determinar los efectos de la incapacitación que los que existen, como dijimos, para averiguar si se produce disuasión. También es más fácil limitarse a ejercer el control de las personas que a reeducarlas, como requiere la rehabilitación que veremos más adelante. Siempre que sea correcta la presunción de que una persona que ha cometido un crimen, muy probablemente reincidirá, entonces se da con seguridad el efecto esperado con la incapacitación.
Respecto a la justificación de la incapacitación
La simplicidad de este planteamiento seguramente está en la base del renacimiento de estas ideas. La incapacitación, por ejemplo, es muy popular en Estados Unidos y no sólo entre la opinión pública, sino también entre los gobernantes. De hecho, el énfasis en la incapacitación ha servido para justificar una serie de medidas de política penal en las últimas dos décadas que han contribuido al tremendo aumento de la población reclusa, con el consiguiente deterioro en las condiciones de las prisiones. Un par de datos bastarán para hacernos una idea. De una población reclusa en Estados Unidos que en 1980 era de apenas trescientas mil personas se pasó a cerca de un millón y medio en el 2004, es decir, se quintuplicó en algo más de dos décadas. Por su parte, la ratio entre personas encarceladas por cada cien mil habitantes pasó en el mismo período de 138 a 715 (Harrison; Beck, 2005). Quienes defienden estas políticas basadas en la incapacitación citan estas cifras elogiosamente, por cuanto atribuyen a ésta el efecto de la disminución significativa del crimen violento en ese país en la década de los noventa. Ahora bien, no resulta del todo claro que exista esta relación directa. Hay quien la ha puesto decididamente en duda aportando una hipótesis alternativa, según la cual este descenso en los niveles de delincuencia podría deberse a factores demográficos, como la disminución del número de varones en la franja de edad más proclive a cometer actos violentos que tuvo lugar justamente en el mismo período.
Una crítica que se puede hacer a esta forma de justificación del castigo es también muy simple: la incapacitación se podría conseguir por otros medios que no resultaran tan lesivos para quien los sufre.
Por limitarnos al caso de la imposición de penas privativas de libertad, aunque este tipo de penas se consideren justificadas, el entorno en el cual se cumplen las penas no tendría por qué ser desagradable. Se alcanzaría del mismo modo el objetivo de la incapacitación recluyendo a los delincuentes en un entorno paradisíaco.

5.Rehabilitar

5.1.El énfasis en el delincuente

Con la rehabilitación se pretende cambiar la intención, la motivación o incluso el carácter del delincuente respecto a su conducta frente al derecho. Se asume que estos cambios ayudarán a modificar en sentido positivo la percepción de las leyes por parte del que alguna vez las incumplió. Aunque esta posición hunde sus raíces en la Ilustración, no es hasta finales del siglo XIX cuando alcanza un cierto nivel de aceptación. Se basa en postulados humanistas y propugna el abandono de las formas de castigo más duras. Tiene que ver, en su origen, con el rechazo de la tortura y de los castigos físicos. Con la rehabilitación, la centralidad que habían ocupado durante siglos los castigos físicos, ejemplarizantes, llevados a cabo en muchas ocasiones en público, pasará a ocuparla la persuasión de tipo psicológico.
Respecto a la rehabilitación
Sin embargo, lo anterior no debería hacernos perder de vista el hecho de que algunos filósofos de la antigua Grecia propugnaron un cambio decisivo, que puede verse como un antecedente de las modernas doctrinas de la rehabilitación. Se trata de la propuesta de centrarse más en el delincuente que en el delito. Se partía de la base de que si alguien comete un delito lo hace porque tiene algún tipo de desajuste mental o moral. Si esto es así, lo que debe hacerse es o bien curarle o bien enseñarle. Son emblemáticas en este sentido las palabras que Platón pone en boca de Sócrates, según el cual nadie comete un acto inmoral a sabiendas. Dice Sócrates: "Hacia los males nadie se dirige por su voluntad, ni hacia lo que cree que son males, ni cabe en la naturaleza humana, según parece, disponerse a ir hacia lo que cree ser males, en lugar de ir hacia los bienes" (Platón, Protágoras: 358d).
Este mayor énfasis en el delincuente más que en el delito tiene consecuencias importantes desde el punto de vista de las preocupaciones teóricas de quienes abogan por la rehabilitación como objetivo de la pena.
Antes hemos visto que quienes subrayan la importancia de otros objetivos, sobre todo en el caso de la disuasión, fundan sus diagnósticos teóricos en el análisis de la decisión racional. En cambio, cuando pasa a primer plano la preocupación por la rehabilitación del delincuente, la principal finalidad será averiguar y entender las causas subyacentes a la conducta criminal.
De ahí que los estudios que intentan alcanzar esta finalidad se dediquen a investigar los distintos factores que influyen en dicha conducta, desde los biológicos a los psicológicos, pasando por los sociales. Esta posición llevará a negar o, al menos, a relativizar la premisa que servía de fundamento a las demás doctrinas: la presencia del libre albedrío. La conducta del delincuente es vista como el resultado de una suma de los factores citados que muchas veces quedan al margen del control del individuo. Ello conduce a una visión casi determinista de la acción humana, en la que las acciones escapan en buena medida al control de individuos supuestamente racionales, que como tales toman sus propias decisiones. Sobre esta cuestión volveremos más adelante. Sin embargo, en contraste con lo anterior, se insiste en la posibilidad de reeducar al delincuente, con lo cual se pone un gran énfasis en la labor que en esa dirección pueden llevar a cabo psicólogos, sociólogos o trabajadores sociales.
La rehabilitación, por tanto, está orientada al futuro y su justificación es de carácter utilitarista por cuanto también pretende evitar la comisión de nuevos crímenes. Éstas son características que comparte con el objetivo de la disuasión, a diferencia de lo que ocurre con la retribución. Ahora bien, se distingue de ambos (disuasión y retribución) por el hecho de no asumir una completa racionalidad en los delincuentes.
Según la perspectiva rehabilitadora, cada individuo debe ser tratado de manera distinta, de acuerdo con su situación particular. Se trata de una perspectiva en cierto modo terapéutica. De ahí que incluso se importe la terminología médica. La conducta criminal será vista como un síntoma de problemas personales, los delincuentes serán considerados pacientes o internos que han de ser curados, aplicándoles los tratamientos oportunos para que recobren la salud y puedan retornar a la sociedad, después del período de rehabilitación, sin causar daños. Puesto que la misma enfermedad puede afectar de manera distinta a cada paciente y personas distintas con la misma enfermedad pueden tener reacciones diferentes frente al mismo tratamiento, éste debe ajustarse a las características concretas de cada individuo.
Una consecuencia importante de fijarse más en el delincuente que en el delito es que la pena no tiene por qué ser uniforme. Cuando el centro de atención es el acto delictivo, una vez determinado el tipo de delito que ha cometido una persona, se le asigna la pena correspondiente, que será la misma que se le asignaría a otra persona que ha realizado el mismo tipo de delito. Esto, como vimos, cumple con el principio de igualdad propio de las ideas retribucionistas. Ahora bien, si el punto de vista se desplaza hacia el delincuente y sus posibilidades de rehabilitación, entonces la pena se debe asignar en función justamente de esas posibilidades, con independencia del delito que se haya cometido.
Podría ocurrir perfectamente que dos personas que han realizado el mismo tipo de delito, con la presencia de las mismas circunstancias atenuantes o agravantes, recibieran una pena distinta, según el distinto período de tiempo que requieran sus respectivas rehabilitaciones.
Desde el punto de vista jurídico, esta consecuencia llevaría al establecimiento de sentencias indeterminadas, basándose en la idea de que individuos distintos requieren períodos distintos de rehabilitación, cuya duración no conocemos de antemano. Además, como corolario de todo lo anterior, el peso de la decisión se desplaza de los jueces a los expertos en las distintas materias a las que antes hemos aludido (psicólogos, sociólogos, trabajadores sociales), los cuales son los encargados de dictaminar cuándo la persona que cometió el delito está rehabilitada y preparada para volver a vivir en sociedad.
El impacto de las ideas sobre la rehabilitación ha sido enorme. Difícilmente encontraremos un país occidental que no mantenga programas de rehabilitación generales o específicos. Es indudable que esta perspectiva tiene componentes humanitarios atractivos que seguramente hay que mantener. Ahora bien, la justificación de la pena basada en la rehabilitación también puede ser objeto de críticas.
Desde una perspectiva estrictamente jurídica, repugna a la idea de seguridad jurídica la posibilidad de que existan sentencias indeterminadas, al tiempo que parece que éstas van en contra del principio de igualdad, al menos tal como se ha entendido hasta ahora.
Además, no parecería muy lógico sostener, basándose en razones humanitarias, que penas como la cadena perpetua no están justificadas y en cambio defender, por las mismas razones, que las personas que no consiguen rehabilitarse deben permanecer toda su vida encerradas.
También ha sido criticada la visión rehabilitadora desde la perspectiva de los derechos de la víctima, por cuanto se ha dicho en ocasiones que el hecho de centrar los esfuerzos en el delincuente olvida precisamente que existe alguien que ha sido dañado y que debería ser el foco principal de atención.
Otros problemas surgen de las disputas acerca de la eficacia de los programas de rehabilitación. No parece existir un acuerdo generalizado al respecto, ya que mientras algunos valoran estos resultados de manera muy positiva, otros se muestran muy críticos. No es posible entrar aquí en un análisis detallado de los distintos estudios empíricos que existen sobre la cuestión. En cambio, puede resultar de interés examinar algunos de los problemas que pueden surgir si se admite que al menos algunos tipos de delincuentes no son susceptibles de ser rehabilitados.

5.2.Violador compulsivo y castración química

Para centrar el problema, pensemos en lo que podríamos denominar "el caso del violador compulsivo". Los expertos parecen concordar, más allá de las estimaciones sobre el porcentaje de delincuentes que reinciden (que se suele situar en torno al 20%), que existen casos especiales en los que las posibilidades de rehabilitación son prácticamente nulas. Son conocidos los supuestos, como los que encabezan este módulo, en los que un delincuente sexual que ha cumplido su condena o que se halla en una situación de libertad condicional, comete de nuevo agresiones sexuales. Supongamos que esa persona efectivamente no puede evitar cometer esos actos (debido a factores genéticos, por ejemplo), ¿cómo habría que actuar frente a estos casos? Más en general: ¿en qué medida afectaría el razonamiento de los defensores de la justificación de la pena a través de la rehabilitación la existencia de sujetos que no son susceptibles de ser rehabilitados?
Parece que la respuesta es clara. Si la pena se justifica por la rehabilitación del delincuente, en aquellos casos en los que se admite que no hay posibilidades de rehabilitación, no se puede justificar la imposición de una pena. Ahora bien, si de la perspectiva de la rehabilitación pasamos a la de la retribución, tampoco se resuelve el problema, ya que para determinar que el delincuente merece una determinada pena, tal como exige el retribucionismo, es menester que se muestre que la persona actuó voluntariamente, justamente lo que pone en duda la asunción de que el sujeto no puede hacer otra cosa.
Quedarían por examinar las posibilidades de la disuasión y la incapacitación. Respecto a la disuasión, parece que son de aplicación argumentos análogos a los que ya hemos utilizado anteriormente. Si no es posible rehabilitar al sujeto, mucho menos será posible disuadirlo de cometer este tipo de actos. La incapacitación parece ser el último reducto para justificar privar de libertad a estos sujetos. Ahora bien, como ya dijimos en su momento, no se sigue que esta incapacitación deba llevarse a cabo en entornos punitivos, como son las prisiones.
¿Y qué decir de la alternativa que en estos casos supone la denominada "castración química"? Esta alternativa consiste en la administración de medicamentos para suprimir la libido del individuo. Fue diseñada para el tratamiento del cáncer de próstata avanzado. Lo que hace la castración química es utilizar unas sustancias que bloquean la producción de testosterona en los testículos. El fármaco actúa en el cerebro del individuo, en la glándula hipófisis, inhibiendo la producción de la hormona. La testosterona es una hormona esencial para un correcto funcionamiento de la sexualidad masculina. Por ello, cuando la testosterona desaparece del organismo se produce una disminución del impulso sexual, o libido, en el hombre. Ello debería llevar al violador compulsivo a no cometer más agresiones sexuales.
En muchos países, también en el nuestro, desde hace tiempo existen programas a los que los delincuentes sexuales pueden someterse voluntariamente. La primera pregunta que debemos hacernos es si son efectivos estos programas. En primer lugar, los expertos creen que la lista de efectos secundarios, en ocasiones graves, podría disuadir a los delincuentes de continuar el tratamiento. En segundo lugar, distintos especialistas creen que estos medicamentos no son efectivos por sí solos y subrayan, por tanto, que tales tratamientos no pueden ir aislados. Por esta razón, se suelen acompañar con otras terapias, como asesoramiento psicológico y tratamientos antidepresivos. Sin embargo, hasta ahora no se ha logrado obtener pruebas científicas que confirmen que estos tratamientos sean realmente exitosos. Más bien se ha puesto de relieve en varias ocasiones que el delincuente, aun sujeto a ese tipo de tratamientos, ha reincidido, por ejemplo cometiendo agresiones sexuales con objetos. Pero, si de hecho estos tratamientos son poco eficaces, entonces decae la razón básica para adoptarlos desde el punto de vista de la incapacitación como modelo justificativo de la pena.
Pero desde el punto de vista filosófico se puede ir más allá. Imaginemos que estos tratamientos son exitosos, en el sentido de que en ningún caso de los que se aplican se produce un nuevo delito, ¿deberemos entonces considerarlos justificados moralmente? Llegamos así a un punto central de la justificación de la pena, en el cual es difícil llegar a un compromiso entre dos visiones opuestas de ésta. Por un lado, encontramos el hecho de considerar responsables de sus actos a los sujetos que cometen de manera reiterada este tipo de delitos. Si lo son, entonces deben cumplir la pena correspondiente y ello queda avalado por una visión retributiva del castigo. Pero, si por el contrario, se les considera enfermos, que deben someterse a un tratamiento, entonces no se les puede considerar responsables de sus actos, aunque el daño que pueden ocasionar a la sociedad justifica que reciban el tratamiento correspondiente y se extremen las medidas para limitar en lo que proceda el contacto con quienes pueden resultar dañados (según la idea de incapacitación y de prevención especial). El problema en que nos hallamos ahora, y que subsistirá o incluso se agravará en algunos de los proyectos de reforma que están en marcha, es que se intentan combinar ambos puntos de vista, que en este punto son incompatibles.
Puesto en sus crudos términos: o a estos sujetos se les trata como responsables de sus actos y entonces se les condena como a todo delincuente (con sus deberes, pero también con sus derechos), o se les considera inimputables, puesto que se trata de enfermos mentales, en cuyo caso no cabe la aplicación de ninguna pena en sentido estricto y hay que intentar la vía del tratamiento médico. El mantener ambas posiciones, simultáneamente (aplicando la pena y el tratamiento al mismo tiempo) o sucesivamente (aplicando primero la pena y después, una vez cumplida ésta, el tratamiento), no parece tener justificación.
El análisis anterior nos lleva, sin embargo, a una reflexión más general que entronca con algunas de las cuestiones que hemos visto hasta ahora y que tiene como hilo conductor el desafío que el determinismo puede plantear para la justificación de la pena.

6.El desafío del determinismo

6.1.Algunas preguntas inquietantes

Podemos plantear dos preguntas filosóficamente muy relevantes que giran en torno al problema del determinismo y la justificación de la pena:
  1. Si se llegara a demostrar que todos los factores que influyen en la comisión de delitos escapan del control de los delincuentes, ¿estaría justificado moralmente seguir imponiéndoles penas?

  2. En esas mismas circunstancias, ¿se podría seguir pensando que el establecimiento de penas puede tener un efecto disuasorio o que es posible la rehabilitación?

Como vemos, la primera de las preguntas afecta especialmente a la idea de la pena como retribución, mientras que la segunda tiene que ver directamente con el carácter disuasorio de la pena y las posibilidades de rehabilitación de los delincuentes. Intentemos responder a cada una de ellas.
La idea intuitiva que subyace al determinismo es que si admitimos que todo evento tiene una causa y que el mundo empezó en algún momento, se podría trazar al menos teóricamente una línea que uniera nuestras acciones con todas las causas precedentes. Dicho de otro modo, dado un conjunto de condiciones originarias del universo y dadas las leyes de la física que gobernarían todos los acontecimientos que suceden, existiría una única forma en la que las cosas pueden realmente suceder.
Así, podría decirse que el determinismo es la doctrina que sostiene que el mundo es tal que cualquier estado de cosas que en él sucede está completamente determinado por a) las leyes de la física y b) por los estados de cosas anteriores.
Por su lado, el libre albedrío exigiría, en principio, que una persona que hizo algo concreto hubiera podido hacer otra cosa.
Ejercemos nuestro libre albedrío en un caso determinado si cuando "decidimos" ir al parque, en realidad hubiéramos podido decidir ir al cine. Pero parece que si el determinismo es verdadero, entonces la de ir al parque es sólo una aparente decisión libre, puesto que estaba de hecho determinada, aunque yo no lo supiera, por causas sociales, psicológicas, etc.
En la discusión de filosofía general hay tres maneras posibles de afrontar el problema del determinismo. Una, que mantiene que el determinismo es verdadero, lo cual supone el rechazo del libre albedrío. Otra, que sostiene que el determinismo es falso y que puede darse el libre albedrío. Estas dos posiciones tienen en común el hecho de entender que el determinismo y el libre albedrío son incompatibles. En cambio, hay quien mantiene una tercera posición según la cual el determinismo y el libre albedrío pueden coexistir. Para nuestros propósitos no será necesario analizar detenidamente cada una de estas posibilidades. Bastará con aludir a algunas de ellas pero sólo en la medida en que tengan que ver con la justificación de la pena.
Trasladada la cuestión al ámbito que nos ocupa, el determinismo desafía al menos la justificación retribucionista de la pena. ¿Cómo podremos decir que un determinado individuo merece ir a la cárcel por una acción, si en realidad no pudo hacer otra cosa?

6.2.Razones que avalan la verdad del determinismo

La investigación criminológica de finales del siglo XIX estuvo muy influida por la teoría darwiniana de la evolución. Los estudios de este tipo más conocidos se deben a Cesare Lombroso, un médico italiano que después de examinar a numerosos delincuentes llegó a la conclusión de que en su gran mayoría tenían unos rasgos biológicos muy distintos a los de los que no eran criminales, de lo cual dedujo que no habían alcanzado los niveles de evolución de sus congéneres. Esta doctrina cayó en desuso en años posteriores porque pareció absurda. Con ella también se arrinconaron supuestos estudios biológicos que pretendían demostrar que existía lo que ahora podríamos llamar un gen hereditario propio de delincuentes. Sin embargo, la línea de razonamiento que subyace a estos estudios no se abandonó nunca del todo. En la década de los años sesenta del siglo pasado resurgió al comprobarse que muchos criminales violentos poseían un cromosoma masculino extra, con lo cual se podría decir que tenían una predisposición genética a cometer actos violentos. Otras investigaciones biológicas contemporáneas han matizado algo la cuestión, pero la línea de razonamiento sigue presente.
Se dice que algunos individuos han nacido con factores genéticos hereditarios que los hacen más susceptibles a la influencia de entornos criminales.
Algún autor ha sugerido que esos individuos tienen un sistema nervioso autónomo que es más lento a la hora de aprender a controlar su conducta agresiva. Por ello, es más probable que tengan un reiterado comportamiento antisocial.
El resultado de este tipo de investigaciones supone un desafío a la justificación de la pena. Por un lado, como queda dicho, desafía directamente la visión retribucionista, ya que ésta presupone el libre albedrío. Por otro lado, puede hacer replantear tanto la doctrina retribucionista como la disuasoria, por cuanto ambas presuponen un comportamiento racional del delincuente. ¿Pero conseguiremos a través del establecimiento de penas disuadir a alguien de que cometa un delito para cuya realización está predispuesto genéticamente? Tampoco las posibilidades de rehabilitación escapan a este desafío, salvo que se pudiera intervenir en el componente genético de un individuo y se considerara que esta intervención está justificada moralmente.
Si del factor biológico o genético pasamos al psicológico, encontraremos de nuevo explicaciones de la conducta que tendencialmente presuponen el determinismo. Aunque Freud no tuvo en mente la aplicación de sus doctrinas al ámbito de la justificación penal, la conexión de éstas con la visión determinista es inmediata. Pero las explicaciones freudianas del funcionamiento del cerebro son del tipo de caja negra. Podían explicar lo que entraba y lo que salía del cerebro, pero no los procesos que se desarrollaban en su interior. Este déficit explicativo es el que pretenden subsanar los estudios contemporáneos de neuropsicología. Entre ellos, destaca para nuestros propósitos el dedicado al análisis de las funciones del córtex prefrontal.
De hecho, la literatura sobre esta cuestión es ingente y se remonta a hace más de 150 años. En 1848, Phineas Gage sufrió un accidente laboral que le destruyó limpiamente esa parte del cerebro. Como resultado del accidente, Gage, que había sido hasta entonces una persona digna de confianza y trabajador, pasó por lo visto a tener comportamientos antisociales, de tal manera que no era reconocible por familiares y amigos.
Estudios posteriores y distintos experimentos han mostrado, aunque de una manera más sofisticada, que esta parte del cerebro cuando resulta dañada o está poco desarrollada incide en la capacidad de tener respuestas empáticas, por lo que esas personas pueden parecer carentes de sentimientos.
Pero nótese una cosa: estos individuos no han elegido ser así; lo son por accidente o por herencia genética. ¿Les seguiremos atribuyendo responsabilidad por sus actos? Y, lo que es más importante, a medida que se avance en los estudios de neurociencia, ¿no es de esperar que se hallen otras tantas "causas" de nuestro comportamiento y con ello se acabe desvaneciendo la idea de que somos tan libres en nuestra toma de decisiones como para merecer un castigo por las equivocadas?
En los países de nuestro entorno ya se tienen en cuenta algunas circunstancias de un funcionamiento "anormal" del cerebro por enfermedad, como la epilepsia, o por ingesta de sustancias estupefacientes. Si una persona comete un acto delictivo en estas circunstancias puede atenuarse o incluso excluirse su responsabilidad. En cambio, se marca una diferencia entre ese funcionamiento anormal y el normal, admitiendo que en este último caso la persona eligió voluntariamente realizar el acto por el cual merece un castigo, amparándose muchas veces en la idea de que era capaz de distinguir el bien del mal. Ahora bien, ya hay algunos científicos que ven ahí una falsa dicotomía (2) entre un campo en el que dominarían las causas biológicas y otro en el que todavía existiría libre albedrío.
(2) Respecto a la "dicotomía" entre las causas biológicas y el libre albedrío véase:
R. M. Sapolsky (2004). "The frontal cortex and the criminal justice system". En: S. Zeki; O. Goodenough (eds.). Law and the brain (pág. 227-244). Oxford: Oxford University Press.
Según estos científicos, lo que mostraría la literatura sobre el córtex prefrontal es que a pesar de conocer la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto una persona, por razones de constitución orgánica, puede ser incapaz de hacer lo correcto.
Un argumento en contra de lo anterior podría ser que, hasta donde ahora se sabe, el daño sufrido en esta parte del cerebro predispone pero no determina totalmente a la persona a cometer actos delictivos. La prueba es que sujetos que tienen el córtex prefrontal dañado no han cometido ningún delito. ¿Deja resquicio esta duda para argumentar a favor del libre albedrío? Según algunos autores, este tipo de preguntas no están bien formuladas, por cuanto presuponen que hay una distinción clara entre una persona con córtex prefrontal dañado (en el que supuestamente no habría libre albedrío) y otra en la que esta parte del cerebro no ha sufrido daños (a la que le podríamos adjudicar una voluntad libre). Parece, más bien, que la ciencia en estos casos se mueve por continuos y no puede trazar una frontera clara entre un caso y el otro, mientras que en el caso del derecho exigimos dicotomías: o existe justificación o excusa para la conducta tipificada como delito o no es así, sin que quepa hablar de una persona más o menos culpable.
Además de los factores biológicos y psicológicos (o neuropsicológicos), se argumenta en ocasiones que existen también factores socioeconómicos que ayudan a explicar las causas por las que los sujetos actúan de manera antisocial y a menudo delictiva. En esta línea de pensamiento hallaríamos distintos estudios llevados a cabo en el departamento de Sociología de la Universidad de Chicago, en la primera mitad del siglo XX, pasando por las llamadas teorías de las subculturas, que se desarrollaron algo más tarde. El elemento común de este tipo de estudios es justamente el intento de explicar la conducta criminal desde postulados casi deterministas.
Para estas doctrinas, las condiciones sociales y la atmósfera cultural de ciertos barrios marginales de núcleos urbanos son tales que para los jóvenes que en ellos nacen resulta si no imposible sí al menos muy difícil no caer en las redes de la delincuencia.
Por ello, a pesar de que no se suele defender un extremo determinismo social del mismo modo que se defiende un determinismo psicobiológico, al menos de manera tendencial estas posiciones cuestionan también el papel del libre albedrío de los seres humanos en sociedad.
En estos supuestos en los que la conducta de un individuo está enormemente condicionada por las características socioeconómicas del entorno en el que desarrolla su vida, puede ser que no admitamos un determinismo completo (como sí parecen admitir algunos científicos respecto a los condicionamientos genéticos), pero al menos habrá que admitir algún tipo de impacto en nuestra concepción de la justificación de la pena. Veamos una posible influencia y hasta dónde nos lleva.

6.3.¿La pena que menos se merece es la que más disuade?

Si dejamos de lado el determinismo absoluto en estos casos, al menos podemos partir de dos asunciones de carácter empírico que parecen bastante razonables. En primer lugar, se puede suponer que las penas en alguna medida disuaden de cometer nuevos delitos, es decir, cumplen en alguna medida con una función de prevención general. Ahora bien, la medida en que cumplan con esta función tiene que ver con esos condicionamientos socioeconómicos de los que venimos hablando. Así, para la mayor parte de los delitos el efecto disuasorio de la pena variará entre distintas personas de tal manera que refleje sus posiciones socioeconómicas. En segundo lugar, de una manera muy simplificada, puede afirmarse que las personas con un entorno socioeconómico bajo (entiéndase como caso paradigmático las condiciones sociales y la atmósfera cultural de ciertos barrios marginales de núcleos urbanos), estarán más tentadas a cometer delitos que otras personas, a las que podemos denominar "privilegiadas". Factores tales como la pobreza, la marginalidad o el conocimiento de personas que actúan habitualmente al margen de la ley pueden hacer que los no privilegiados caigan con más facilidad en el delito que los privilegiados. Si damos por ciertas estas dos asunciones, es fácil deducir que cuanto menor es el nivel de privilegio, tanto mayor deberá ser el castigo que imponga la pena para poder cumplir con la disuasión.
Sin embargo, al lado de estas asunciones empíricas estamos tentados a admitir, por los razonamientos anteriores, una asunción normativa, como ésta: quien se encuentra en esa situación desfavorecida, en algún sentido no está actuando con total libertad y, en todo caso, sus decisiones son menos "libres" que las de quien goza de un entorno más favorable. Puesto que cuando contemplamos la pena desde la perspectiva del retribucionismo, apelamos a la idea de libertad en la decisión para establecer el nivel punitivo que merece la conducta realizada por una determinada persona (en esa línea se encuentra el reconocimiento de circunstancias atenuantes o eximentes de la responsabilidad criminal), entonces habría que concluir que los desfavorecidos merecen menos pena que los privilegiados por la comisión de los mismos delitos.
Si esto es así, surge una paradoja. Nuestra idea retributiva de justicia requiere que castiguemos con penas menores a quienes sólo podemos disuadir con penas mayores.
Los mismos factores que dificultan la disuasión de estas personas (y que, por tanto, justificarían desde esta perspectiva la imposición de penas más duras) son los que las hacen merecedores de menor castigo. Que quien más necesita ser castigado lo merezca menos sólo puede ser catalogado de paradójico. ¿Qué hacer, entonces?
Podemos elegir tomarnos en serio las ideas de justo merecimiento e insistir en que, dadas ciertas circunstancias, determinadas personas merecen un castigo menor, en cuyo caso deberemos admitir que tendremos un sistema penal en un punto importante menos efectivo. O, por el contrario, podemos insistir en la necesidad de que las penas contribuyan a la disuasión del delito y entonces penalizar a los desfavorecidos según el alto nivel requerido para que se produzca la disuasión.
Si se toma esta segunda opción, puede haber quien piense que se resolvería la paradoja, ya que bastaría para cumplir con el principio del justo merecimiento con castigar a los privilegiados por encima del punto de disuasión de los desfavorecidos. Pero ésta es una "solución" formal que tiene muchos inconvenientes para una justificación moral de la pena, en este caso de los privilegiados.
Simplificando mucho, imaginaros que para un determinado delito el punto de disuasión para los desfavorecidos está en 10 años de prisión, mientras que para los privilegiados se encuentra en 5 años. Imaginaros, también, que en un determinado sistema jurídico este tipo de delitos se castiga con 7 años de prisión. Quien tomara la segunda opción propondría un cambio legislativo que castigara a los desfavorecidos que cometen este delito con la pena de 10 años (con lo que conseguiría el objetivo de la disuasión), pero como también se pretende cumplir con la idea de que los desfavorecidos merecen menos pena que los privilegiados, entonces a estos últimos habría que castigarlos con una pena superior a 10 años (pongamos 11 años). Pero, ¿cómo se podría justificar este incremento de la pena sólo por razones formales, únicamente para cumplir con el requisito de que los desfavorecidos tengan asignada una pena menor a la de los privilegiados?

6.4.¿Cómo hacer frente al desafío?

El determinismo en los factores genéticos, psicológicos y, en menor medida, socioeconómicos, plantea como hemos visto serios problemas para la justificación de la pena. ¿Cuál puede ser la forma de escapar de éstos? Una primera salida puede ser la de renunciar a los postulados retribucionistas y quedarse con los utilitaristas. Es lo que hacen algunos científicos (3) .
(3) En relación con los postulados utilitaristas, véase, por ejemplo:
J. Green; J. Cohen (2004). "For the law, neuroscience changes nothing and everything". En: S. Zeki; O. Goodenough (eds.). Law and the brain (pág. 207-226). Oxford: Oxford University Press.
Ahora bien, pensemos en que no toda idea utilitarista puede ser defendida por estos medios. Dijimos en su momento que, por ejemplo, la disuasión requiere creer en la racionalidad estratégica de las personas. La racionalidad estratégica exige, por su parte, que el sujeto pueda tomar su decisión voluntariamente. Pero si aceptamos como premisas de nuestro razonamiento la verdad del determinismo y la falsedad del libre albedrío, entonces no hay acciones voluntarias y decaen los postulados en los que se basa la racionalidad estratégica, de la que depende el éxito de las políticas de disuasión: las personas hacen lo que hacen porque no pueden hacer otra cosa. La rehabilitación también sería difícilmente defendible a través de esta argumentación, por cuanto exige igualmente la posibilidad de que nuestras acciones tengan impacto en las de los demás. Sin esta premisa, no es posible la reeducación. Además, también las conductas de los reeducadores (psicólogos, trabajadores sociales) estarían determinadas por causas ajenas a su decisión y por las leyes de la física. No se podría "elegir" tener una política rehabilitadora o no. Estos problemas no parece que tengan solución para quien trate al determinismo y al libre albedrío de manera incompatible. En este caso, la verdad de uno implica la falsedad del otro, con las consecuencias que se acaban de mencionar.
Frente a estos inconvenientes, hay otra forma de encarar la cuestión: reconocer que, de alguna manera, la verdad del determinismo puede coexistir con la presencia del libre albedrío. Esto se puede hacer, por ejemplo, intentando justificar que el determinismo y el libre albedrío se mueven en planos distintos. Se trata de reconocer que, con independencia de que el determinismo pueda ser verdadero (algo que, por lo demás, tampoco podemos establecer con total rotundidad), no podemos imaginarnos a nosotros mismos en un mundo que no reconozca la existencia del libre albedrío y, con él, de las ideas retribucionistas. La pregunta, entonces, pasa a ser si es humanamente posible negar nuestros impulsos retribucionistas. En este sentido, Strawson desarrolló un argumento que ha sido posteriormente empleado en otros ámbitos y por otros autores (Strawson, 1962; y recientemente Pettit, 2002) y que merece una cierta atención.
Strawson empieza destacando un lugar común central: la gran importancia que damos los seres humanos a las actitudes e intenciones que adoptan hacia nosotros otros seres humanos. Nuestros sentimientos y reacciones personales dependen en gran medida de nuestras creencias acerca de estas actitudes e intenciones o, en todo caso, las involucran.
Dice este autor que si alguien nos pisa la mano accidentalmente mientras está tratando de ayudarnos, el dolor podrá no ser menos agudo que si lo hace con despectiva desconsideración hacia nuestra existencia o con el malévolo deseo de herirnos. Pero, en general, en el segundo caso sentiremos un tipo y grado de resentimiento que no sentiremos en el primero. Si las acciones de alguien nos sirven para lograr una ventaja que deseamos, entonces nos benefician en cualquier caso; pero si su intención es que nos beneficien a causa de una buena voluntad general hacia nosotros, sentiremos con razón una gratitud que no sentiríamos en absoluto si el beneficio fuese consecuencia incidental, no querida o incluso lamentada por nuestro benefactor.
Estas reacciones se pueden identificar claramente como actitudes que tenemos al entrar en relación con otras personas, como son por ejemplo las actitudes de resentimiento o gratitud. Estas actitudes pueden llamarse actitudes participativas.
Ahora pensemos en qué tipo de reacciones tenemos frente a un agente psicológicamente anormal o moralmente inmaduro, como un neurótico o simplemente un niño. Cuando vemos a alguien desde esta perspectiva, todas nuestras actitudes reactivas tienden a modificarse profundamente. Entonces, Strawson compara la actitud de involucrarse en una relación humana, por una parte, con lo que denomina la actitud objetiva hacia un ser humano diferente, por otra. La adopción de la actitud objetiva hacia otro ser humano consiste en verlo, quizá, como un objeto de estrategia social, como objeto de tratamiento; como algo que ciertamente hay que tener en cuenta, quizá tomando medidas preventivas. La actitud objetiva puede hallarse emocionalmente matizada de múltiples formas, pero no de todas: puede incluir repulsión o miedo, piedad o incluso amor, aunque no todas las clases de amor. Sin embargo, no puede incluir la gama de actitudes y sentimientos reactivos que son propias del compromiso y la participación en relaciones humanas interpersonales; no puede incluir el resentimiento, la gratitud, el perdón.
Como dice Strawson, si la actitud de una persona hacia alguien es totalmente objetiva, entonces, aunque pueda pugnar con él, no se tratará de una riña; y aunque le hable e incluso sean partes opuestas en una negociación, no razonará con él. A lo sumo, fingirá que está riñendo o razonando.
La actitud objetiva no es sólo algo en lo que naturalmente tendamos a caer en casos así, en donde las actitudes participativas se encuentran parcial o totalmente inhibidas por anormalidades o por falta de madurez. En ocasiones podemos ver la conducta del sujeto normal y maduro desde esta misma perspectiva. Tenemos este recurso y a veces lo empleamos: como refugio ante las tensiones del compromiso, como ayuda táctica o simplemente por curiosidad intelectual.
Lo que pretende destacar este autor por encima de todo es la tensión que existe en nosotros entre la actitud participativa y la actitud objetiva.
Una vez vistos estos dos tipos de actitudes humanas, la pregunta pasa a ser: ¿podría, o debería, la aceptación de la tesis determinista conducirmos siempre a ver a todo el mundo exclusivamente de la manera objetiva? Pues ésta es la única condición bajo la cual la aceptación del determinismo podría conducir al debilitamiento o al repudio de las actitudes reactivas de participación. Al respecto, Strawson cree que no es contradictorio suponer que tal cosa pueda pasar, pero que, conforme somos, nos resulta prácticamente inconcebible. El compromiso humano de participación en las relaciones interpersonales ordinarias resulta demasiado abarcador y sus raíces son demasiado profundas como para que nos tomemos en serio el pensamiento de que una convicción teórica general como la verdad del determinismo pueda cambiar tanto nuestro mundo que ya no haya en él más relaciones interpersonales conforme las entendemos corrientemente. Y encontrarse implicado en relaciones interpersonales, según las entendemos corrientemente, es precisamente hallarse expuesto a la gama de actitudes y sentimientos reactivos que parece poner en cuestión el determinismo.
Una objetividad sostenida en la actitud interpersonal, y el aislamiento humano que llevaría consigo, no parece ser algo de lo que seamos capaces los seres humanos, incluso aunque hubiese alguna verdad general que le sirviera de fundamento teórico. Pero, además, cuando de hecho adoptamos semejante actitud en un caso particular, el que hagamos tal cosa no es consecuencia de una convicción teórica que podríamos denominar «determinismo del caso concreto», sino una consecuencia de que, por razones diferentes en diferentes casos, abandonamos nuestras actitudes interpersonales ordinarias.
Finalmente, a la pregunta ulterior de si no sería racional, bajo la convicción teórica de la verdad del determinismo, cambiar nuestro mundo de tal manera que se suspendan en él todas estas actitudes, Strawson responde que es inútil preguntar si no sería racional para nosotros hacer lo que no está en nuestra naturaleza poder hacer. Y frente a la idea de que los avances en el conocimiento de los seres humanos (como, por ejemplo, los producidos en el campo de la neuropsicología, a los que ya hicimos referencia) llevarían a la desaparición de esas actitudes, este autor responde que podemos razonablemente considerar improbable que una progresivamente mayor comprensión de ciertos aspectos de nosotros mismos conduzca a la desaparición total de esos aspectos.
En relación con el determinismo
Esta posición, por cierto, ha recibido un nuevo impulso a través de descubrimientos recientes en el ámbito de las ciencias del comportamiento, que sugieren que existe un sentido intuitivo de equidad incorporado profundamente en nuestros ancestros primates (Brosnan: De Waal, 2003), así como que una tendencia adaptativa hacia la pena en sentido retribucionista puede haber tenido un papel decisivo en la evolución biológica y cultural de la sociabilidad humana (Bowles; Gintis, 2004). Parece, pues, que las ideas retribucionistas no sólo pertenecen a nuestras ideas intuitivas del modo como pertenecen otras y que, llegado el caso, las podemos abandonar si nos lo proponemos, sino que pertenecen al ser humano de una manera tan profunda que, de no tenerlas, las personas dejarían de ser tal como las conocemos. Además, las ideas retribucionistas han sido evolutivamente útiles en el desarrollo de las sociedades humanas.
Pero, aunque esto sea cierto, queda en pie la supuesta incompatibilidad entre el retribucionismo y otras formas de entender la justificación de la pena. Puede ser adecuado, entonces, para terminar este módulo, analizar las posibilidades de compatibilizar la justificación retribucionista con el resto de justificaciones basadas en última instancia en alguna forma de utilitarismo.

7.¿Es posible compatibilizar el retribucionismo con el utilitarismo?

Existe un continuo debate entre partidarios de la justificación retribucionista, por un lado, y los que se adhieren a justificaciones de carácter utilitarista, por otro. Entre estos últimos puede que se ponga el énfasis en la disuasión, en la incapacitación o en la rehabilitación, pero en todos estos casos la justificación de la pena tiene en cuenta de manera preferente, cuando no excluyente, los efectos beneficiosos que ésta puede tener en relación con la sociedad en su conjunto, con las víctimas y/o con los delincuentes.
Quienes justifican la pena sobre la base de la retribución subrayan los principios morales y rechazan argumentos instrumentales por no estar suficientemente vinculados a los derechos individuales y a los valores de la comunidad. Enfatizan de este modo la importancia de la objetividad e imparcialidad y argumentan que el propósito de la pena no es ayudar al delincuente o a la sociedad, sino simplemente hacer justicia. Como Kant dice, en frase lapidaria: "si perece la justicia, carece ya de valor que vivan hombres sobre la tierra" (Kant, 1797, pág. 169). Para los seguidores de esta posición, el delincuente merece la pena y la sociedad tiene el deber de aplicársela.
Quienes parten de la perspectiva utilitarista ponen el énfasis más en los argumentos de base empírica y científica que en los directamente morales, si bien hay que matizar a renglón seguido que el utilitarismo es visto por sus partidarios también como una filosofía moral. Sus argumentaciones se fundamentan en la idea de que las consecuencias de la disuasión, la incapacitación y la rehabilitación a la hora de prevenir futuros crímenes pesan más que el ideal retributivo.
Otra cuestión que divide a ambas percepciones es si la justicia o la equidad exigen que casos similares sean castigados de manera similar. Ya vimos que las doctrinas retribucionistas llevan aparejadas las ideas de proporcionalidad y de igualdad. En cambio, las corrientes utilitaristas pueden plantearse si las diferentes características de los distintos individuos que cometen delitos deben determinar penas también distintas. Por tanto, hay un conflicto a la hora de determinar el alcance de la pena entre la aspiración a la uniformidad, por un lado, y el tratar de reconocer la relevancia de las diferencias personales, por otro. En algún sentido, se enfrentan dos distintas maneras de entender la igualdad y la justicia, dos formas de comprender en qué consiste dar a cada uno lo suyo.
Por todo lo dicho, pues, puede parecer que ambas posiciones, retribucionista y utilitarista, están condenadas a no entenderse nunca. Y así es como se ha entendido en numerosas ocasiones. Pero ello no ha sido obstáculo para que hayan surgido intentos de conciliación. A continuación veremos sólo algunos de estos intentos, sin que, dadas las características de este texto, tengamos oportunidad de profundizar en ellos.
En principio, se pueden tomar dos caminos para intentar compatibilizar el retribucionismo y el utilitarismo. Uno consistiría en partir de la justificación general retribucionista poniendo algunos límites de carácter utilitarista. Otro empezaría con una justificación general utilitarista, a la que después añadiría limitaciones retribucionistas. Algo diremos de ambos a continuación.

7.1.Merecimiento limitado por la utilidad

Algún autor ha sugerido que la manera adecuada de hacer compatibles el retribucionismo y el utilitarismo pasaría por aceptar una regla determinada en el momento de dictar sentencia. Esta regla establecería que el principio determinante a la hora de establecer una sanción debe ser el merecimiento, mientras que la utilidad funcionará sólo como un principio limitador. De este modo, deberíamos esperar de los jueces que tomen decisiones retributivamente apropiadas, es decir, que respeten los principios de justo merecimiento, proporcionalidad e igualdad, salvo que su resultado sea un incremento "intolerable" del nivel de criminalidad. Si esto último sucede, entonces los jueces pueden ser más duros e imponer sanciones más severas. Esta propuesta, defendida por Paul Robinson, tiene sentido obviamente en relación con una política judicial en general y no puede servir de guía de una concreta decisión individual de un juez, ya que ninguna sentencia individualmente considerada podría tomarse en serio como causante de un incremento intolerable del nivel de criminalidad de un país.
Sobre esta propuesta tal vez quepa decir que resulta extremadamente difícil establecer una estimación adecuada de los efectos que el hecho de dictar sentencias basadas en el merecimiento tendrían sobre la utilidad general. Por otro lado, no es una dificultad menor contar con un criterio aplicable a la hora de determinar cuándo se ha traspasado la frontera de lo tolerable.

7.2.Utilidad limitada por el merecimiento

Otros autores han visto, como el reverso de una medalla en relación con la anterior posición, que lo que podría primar sería la utilidad de la sanción, a menos que el resultado de la sentencia sea intolerablemente injusto, desde un punto de vista retributivo (4) . A esta posición se le denomina retribucionismo limitado.
Suele tomar la idea retributiva no como un deber, sino meramente como una regla que permite establecer un límite máximo a la severidad del castigo. Aunque estos autores no lo hagan, no se ve la razón por la cual bajo postulados retributivos no podría establecerse también un límite mínimo. Una vez establecidos estos límites, la elección de cuál sea la concreta pena que deba imponerse vendría dada por razones puramente utilitaristas.
Acerca de esta posición, aquí ligeramente esbozada, se pueden efectuar algunos comentarios. En primer lugar, cuando se pone el acento principal en la justificación utilitarista siempre puede aparecer un problema que se da cuando penalizar a alguien no implica ningún tipo de consecuencias positivas para nadie.
Supongamos que un sujeto A comete un robo en un determinado país, consigue escapar, aunque sin el botín, y se refugia en una isla desierta, de la que no piensa volver. Imaginemos, además, que el hecho delictivo ha pasado desapercibido para el grueso de la población. ¿Existiría en este caso algún efecto beneficioso para la sociedad si se le consiguiera capturar, juzgar y condenar? ¿sufriría algún perjuicio la sociedad si A no es condenado? Parece que en estos casos la única justificación posible del castigo es la retributiva.
En segundo lugar, si de la cara utilitarista pasamos a los límites marcados por el merecimiento, las cosas tampoco están tan claras. Parece que, a diferencia de lo que sucede con un planteamiento retributivo puro como el kantiano, para el que la imposición de una pena a quien se la merece es un deber (es obligatorio imponer la pena), cuando el merecimiento es relegado al estatus de establecer un límite máximo (que es al que apelan los autores citados), entonces la imposición de la pena pasa a ser algo que es meramente permitido infligir (es facultativo imponer la pena).
Éstos son sólo algunos de los problemas que plantean estos intentos de conciliación de las ideas retributivas con las utilitaristas. Queda por ver, sin embargo, una última propuesta que bajo un fundamento también utilitarista pretende dar cabida de otra manera al merecimiento. Se trata de la propuesta que Hart denomina el principio de retribución en la distribución.

7.3.El principio de retribución en la distribución

Este principio, en realidad, es la conjunción de dos:
1) Nadie debe ser castigado por un delito que no haya cometido, intentado o planeado. Este principio puede ser denominado el principio de la persona correcta.
2) Nadie debe ser castigado por un delito que haya cometido sin mens rea, es decir, sin intención o con la presencia de excusas. Este principio puede llamarse el principio de culpabilidad.
Hart entiende que se puede hacer referencia a la retribución en dos niveles distintos. Por un lado, el que hemos visto hasta ahora, en el que la retribución designaría el fin general justificativo del sistema penal. Por otro lado, el empleado a la hora de contestar la pregunta "¿A quién se puede infligir la pena?". Esta última es la cuestión a la que Hart llama de distribución. Cuando a esta pregunta contestamos diciendo que únicamente podemos infligir el castigo a un trasgresor de una norma por su trasgresión voluntaria, estamos dando la respuesta que daría un defensor de la retribución en la distribución.
Según este autor, existe una gran confusión entre los utilitaristas y sus adversarios precisamente por no haber distinguido convenientemente entre los dos niveles mencionados: la retribución como fin general y la retribución en la distribución. Por supuesto, existen relaciones entre ambos niveles. Pero, así como el sostener la retribución como fin general justificativo de la pena implica mantener la redistribución en la distribución, la inversa no se da. Por ello, es perfectamente compatible sostener una justificación general de la pena de corte utilitarista y, en cambio, defender la retribución en la distribución. Así, se puede decir, tal como hace Hart, que el fin general que justifica la práctica del castigo es que esta práctica genera consecuencias beneficiosas para la sociedad y añadir a renglón seguido que la consecución de este fin general debe estar condicionado o limitado por el respeto a los principios anteriormente citados.
Para Hart, por tanto, la justificación general de la pena es utilitarista. Pero sabemos que el utilitarismo presenta algunos problemas para su justificación. Entre ellos ocupa un lugar destacado el hecho de que, en determinadas circunstancias mediante sus postulados se puede llegar a justificar moralmente que se penalice a un inocente. A esta insatisfacción pretende dar respuesta el principio de la persona correcta. Esto parece, pues, dar cabida a una intuición moral que todos tenemos, aunque pueda parecer que con ello se entra de lleno en una justificación, la retributiva, que es contradictoria con la utilitarista. Pero esto, para Hart, no es así. Hart, en efecto, entiende que el principio de la persona correcta que parece propio del retribucionismo puede ser justificado a través de razones utilitaristas. Por ello, este autor considera que el principio de la retribución en la distribución tiene un valor casi independiente de una justificación retributiva. Un sistema penal que facultara a las autoridades para castigar a los inocentes sería visto con tal aprensión y generaría tal inseguridad que cualquier ganancia que pudiera producir el ejercicio de esas facultades se vería contrarestada por la miseria causada por su existencia. Y este argumento es de corte utilitarista y bastante razonable siempre que se utilice en relación con una sociedad abierta como la que está pensando Hart. Sin embargo, el argumento resultaría más débil si se quisiera extender su radio de acción a las sociedades que actuaran con mayor secretismo y sin la presencia de medios de información libres. Pese a este inconveniente, el planteamiento encaja bien con los modernos sistemas penales, en los que podemos hallar muchas disposiciones que están basadas en tales principios. De todos modos, parece que el principio de culpabilidad puede generar mayores problemas dadas sus múltiples variantes de aplicación. Veamos con algo más de detalle esta cuestión.
Los distintos sistemas jurídicos reconocen razones de varios tipos por las que un individuo, aun habiendo realizado el acto delictivo (por acción u omisión), puede ser considerado no sujeto a responsabilidad. Así, hallamos causas de justificación, como es el caso de la legítima defensa, o excusas, como el hecho de haber realizado el acto bajo coacción. El sujeto puede haber realizado el acto también sometido a algún tipo de situaciones que hacen que "no sea él mismo", como por ejemplo en estados de epilepsia, o por influencia de un importante desorden mental. Puede suceder, por último, que el acto en cuestión sea realizado por accidente o por alguien que es menor de edad. Todas estas situaciones pueden presentar problemas. Pero, aunque los resolvamos, un utilitarista puede sostener que, a pesar de que se den estas circunstancias, algo se debe hacer para evitar tales actos en la medida de lo posible, por cuanto ocasionan daños. De hecho, muchas veces el incremento en alguno de estos supuestos origina la aparición de nuevos delitos. Un caso paradigmático de esto lo tenemos con el incremento de los accidentes automovilísticos. Ello da lugar a un deseo legítimo por reducir la tasa de siniestralidad. Y para ello, en muchas ocasiones se califica de delito el hecho de poner en riesgo la vida de las personas a través de la tipificación de delitos contra la seguridad en el tráfico.

7.4.La justificación de la pena por el propio interés

Por todo lo dicho hasta ahora pudiera parecer que lo único que se puede hacer en el ámbito de la justificación de la pena es optar por una visión retribucionista pura, o una visión utilitarista pura, o bien por una combinación de ambas, algunas de cuyas posibilidades acabamos de ver muy someramente. Para acabar, sin embargo, puede resultar de interés adoptar una visión que nos permita una justificación de ideas tan intuitivas y tan extendidas en nuestros ordenamientos como las planteadas por el principio de retribución en la distribución, pero a partir de postulados que no son ni retributivos ni utilitaristas. Tal vez con ello se puedan encarar de otra manera algunos de los callejones sin salida que nos hemos encontrado por el camino.
La idea la podríamos tomar de Rawls y su forma de hallar los principios de justicia que deberían regir las instituciones en una sociedad justa y aplicarla a los supuestos de justificación de la pena. Como es sabido, la propuesta de Rawls consiste en la realización de un experimento mental. Deberíamos colocarnos en la posición de una persona que decidirá por el propio interés, es decir, sin tener en cuenta consideraciones de carácter altruista y colocada tras un velo de ignorancia. Este velo no le dejará saber si una vez retirado se hallará en una posición privilegiada, si será inteligente o no, si tendrá mayores o menores capacidades o si será incompetente. Tampoco le permite saber en qué estadio económico se encontrará la sociedad en la que le tocará vivir. Rawls argumenta que si esa persona es racional y autointeresada, optará por una sociedad organizada de una determinada manera: en un sentido vago, pero que es suficiente para lo que aquí importa, se tratará de una sociedad en la que existirán igualdad de oportunidades de alcanzar un cierto bienestar por parte de todos sus ciudadanos.
Ahora imaginemos que esta persona que debe decidir bajo estos condicionantes desconoce si se encarnará, una vez quitado el velo, en una persona cumplidora de la ley o bien en un delincuente. Supongamos, además, que se le ofrecen dos opciones para poder elegir. Una primera opción consiste en vivir en la sociedad A, en la que se respetarán los principios de la persona correcta y el de culpabilidad. Elegir la segunda opción supone vivir en una sociedad B, en la que no se respetan estos principios. En la sociedad A esta persona podría ser castigada únicamente por los delitos que haya cometido de manera culpable. En la sociedad B, en cambio, podría ser castigada por delitos de los que no es responsable (a tenor de los principios citados). Puesto que por hipótesis la persona en cuestión puede encarnarse en dos roles distintos, cumplidor de normas o delincuente, ¿qué ocurrirá en cada uno de estos casos? Si le toca ser delincuente, en las sociedades A y B se le podrá castigar por los delitos que ha cometido, pero en la sociedad B se le podrá castigar, además, por delitos de los que no sea culpable. Desde esta posición, parece que la elección racional debe ser vivir en la sociedad A. Por el contrario, si se encarna en una persona cumplidora de las leyes, se encontrará que en la sociedad A nunca podrá ser castigado, pero sí que lo podrá ser en la sociedad B. Parece claro que en este caso su elección racional será también vivir en la sociedad A. Por tanto, en cualquier circunstancia un sujeto racional y autointeresado preferirá vivir en la sociedad A y no en la sociedad B.
Fijémonos bien: esta justificación no es utilitarista. La sociedad que elegiríamos en estas circunstancias no tiene por qué ser la que tenga, por ejemplo, un índice de criminalidad menor. Si la sociedad B presenta un menor índice de criminalidad que la sociedad A, podría estar más justificada que ésta desde un punto de vista utilitarista. En cambio, este dato es irrelevante en el argumento que acabamos de dar. Por otro lado, el razonamiento que hemos llevado a cabo no se basa tampoco en razones de merecimiento. Se trata simplemente de una cuestión de elección racional, de individuos que velan por su propio interés.

Resumen

En este módulo hemos tenido ocasión de estudiar distintas vías de intentar justificar moralmente la imposición de penas a través de un sistema jurídico.
Hemos empezado por el análisis de la visión retribucionista. Comprobamos que quien sostenga esta posición debe estar dispuesto a mantener los principios de justo merecimiento, proporcionalidad e igualdad. Analizamos algunas de las críticas a las que debe hacer frente esta posición, por ejemplo, a la hora de establecer un modo razonable de comparar delitos. Sin éste, se hace imposible cumplir con el principio de proporcionalidad.
La segunda posibilidad que hemos examinado es la de quienes sostienen que la pena se justifica en la medida en que disuade al delincuente y a otros de la conveniencia de no cometer delitos. Esta posición debe hacer frente a las críticas propias de los planteamientos utilitaristas, como es el de poder justificar el castigo de inocentes, pero también ha de afrontar objeciones vinculadas a la dificultad de dar la relevancia que merece a cada uno de los factores que inciden en la disuasión (no sólo la dureza del castigo, sino también la certeza de su cumplimiento y la celeridad en su aplicación). Además, el ideal de la disuasión lleva a la paradoja de la disuasión perfecta.
En tercer lugar, hemos analizado la tesis de que lo importante en esta sede es impedir que se cometan delitos. En este caso no se espera, como en el anterior, cambiar la actitud del delincuente, sino que se trata simplemente de impedirle físicamente que realice el delito. A pesar del auge de esta visión, como hemos visto, no está exenta de problemas.
En cuarto lugar, hemos visto la posición de quien ve en la pena un medio para rehabilitar al delincuente. A pesar de algunas mejoras que ha introducido en el modo de contemplar la cuestión que examinamos, también a esta visión se le pueden hacer objeciones. Hemos visto algunas, como la que surge del caso de quien se admite que no puede ser rehabilitado (violador compulsivo). Al hilo de esta problemática hemos estudiado el desafío que puede presentar el determinismo para hallar una justificación adecuada de la pena.
Hemos terminado el módulo estudiando ciertas posibilidades de justificar conjuntamente algunas de las intuiciones que a lo largo de este recorrido nos han parecido aceptables.

Actividades

1. Cuando a alguien se le impone una determinada pena, por ejemplo, la de privación de libertad en una cárcel, ¿no se da el caso de que también se lo estigmatiza socialmente? Si esto es así, ¿qué principios se podría estar vulnerando? Razonad la respuesta.
2. Algunas revistas del corazón han publicado artículos o fotos sobre famosos que atentaban contra su derecho a la intimidad o al honor. Los jueces han decidido castigarlas con el pago de indemnizaciones a los afectados. ¿Creéis que estos castigos cumplen con el objetivo de la disuasión? Teniendo en cuenta razones utilitaristas, ¿se os ocurre alguna manera de castigar tales hechos que consiga tanto la prevención especial como la general?
3. Pensad en una situación de la vida cotidiana en la que se pueda poner a prueba la teoría económica de la prospección.
4. ¿Por qué os parece que se da una paradoja al alcanzar la disuasión perfecta?
5. ¿Cuál sería vuestra opinión acerca de la justificación de la pena para el caso del violador compulsivo?
6. ¿Por qué algunos científicos tienden a pensar que la única justificación válida de la pena es la utilitarista?
7. Exponed un argumento a favor y otro en contra de la justificación de la pena en términos de rehabilitación del delincuente.
8. ¿Os parecen acertados los intentos de compatibilizar el retribucionismo con el utilitarismo? Razonad la respuesta.

Ejercicios de autoevaluación

1. El principio de proporcionalidad de la pena se deriva del objetivo de...
a) la retribución.
b) la disuasión.
c) la incapacitación.
d) la rehabilitación.
2. Kant era un acérrimo defensor del objetivo de...
a) la retribución.
b) la disuasión.
c) la incapacitación.
d) la rehabilitación.
3. Beccaria defendía el objetivo de...
a) la retribución.
b) la disuasión.
c) la incapacitación.
d) la rehabilitación.
4. Decid cuál de estas afirmaciones es la correcta:
a) La severidad de la pena siempre es el factor que más disuade.
b) La certeza y la celeridad no cuentan para disuadir.
c) En ocasiones la certeza del castigo disuade más que su dureza.
d) Nunca la certeza disuade más que la dureza.
5. Respecto al objetivo de la incapacitación...
a) es más difícil de conseguir que la disuasión.
b) la pena de muerte nunca lo conseguiría.
c) debe respetar el principio de proporcionalidad.
d) no está justificado que las penas se cumplan en la cárcel.
6. La rehabilitación...
a) mira al pasado.
b) asume una completa racionalidad de los delincuentes.
c) puede llevar a sentencias indeterminadas.
d) no es usada en nuestros días.
7. El único objetivo que es compatible con castigar al violador compulsivo es...
a) la retribución.
b) la disuasión.
c) la incapacitación.
d) la rehabilitación.
8. Los avances en neurociencia ponen de relieve que...
a) aunque alguien sea capaz de distinguir el bien del mal, puede ser incapaz de hacer el bien.
b) si se sabe hacer esta distinción, siempre actuará correctamente.
c) se haga o no la distinción, todo el mundo actuará siempre incorrectamente.
d) Nada de lo anterior es verdad.
9. Hart es partidario de una justificación de la pena...
a) retribucionista.
b) rehabilitadora.
c) utilitarista en general aunque retributiva respecto a quién puede ser castigado.
d) retributiva en general aunque utilitarista respecto a quién puede ser castigado.
10. Si empleamos la idea de la posición originaria de Rawls, podemos...
a) justificar la pena de manera utilitarista.
b) justificar la pena igual que Hart.
c) justificar la pena como Hart, pero sin necesidad de asumir el utilitarismo.
d) Nada de lo anterior es verdad.










Ejercicios de autoevaluación
1. El principio de proporcionalidad de la pena se deriva del objetivo de...
a.Correcto

b.Incorrecto

c.Incorrecto

d.Incorrecto


2. Kant era un acérrimo defensor del objetivo de...
a.Correcto

b.Incorrecto

c.Incorrecto

d.Incorrecto


3. Beccaria defendía el objetivo de...
a.Incorrecto

b.Correcto

c.Incorrecto

d.Incorrecto


4. Decid cuál de estas afirmaciones es la correcta:
a.Incorrecto

b.Incorrecto

c.Correcto

d.Incorrecto


5. Respecto al objetivo de la incapacitación...
a.Incorrecto

b.Incorrecto

c.Incorrecto

d.Correcto


6. La rehabilitación...
a.Incorrecto

b.Incorrecto

c.Correcto

d.Incorrecto


7. El único objetivo que es compatible con castigar al violador compulsivo es...
a.Incorrecto

b.Incorrecto

c.Correcto

d.Incorrecto


8. Los avances en neurociencia ponen de relieve que...
a.Correcto

b.Incorrecto

c.Incorrecto

d.Incorrecto


9. Hart es partidario de una justificación de la pena...
a.Incorrecto

b.Incorrecto

c.Correcto

d.Incorrecto


10. Si empleamos la idea de la posición originaria de Rawls, podemos...
a.Incorrecto

b.Incorrecto

c.Correcto

d.Incorrecto


Glosario

celeridad del castigo f
Tiempo que transcurre entre la comisión de un delito y la condena del delincuente. A menor tiempo, mayor celeridad.
castración química f
Tratamiento que consiste en la administración de determinados medicamentos para suprimir la libido de los hombres.
certeza del castigo f
Probabilidad, expresado en términos graduales, que existe en una determinada comunidad de aprehender al delincuente.
determinismo m
Doctrina que sostiene que el mundo es tal que cualquier estado de cosas que en él sucede está completamente determinado por las leyes de la física y por los estados de cosas anteriores.
disuadir v tr
Objetivo de la pena que persigue la prevención general y la prevención especial.
incapacitar v tr
Objetivo de la pena que consiste en identificar y aislar al delincuente de la sociedad con la única intención de que no vuelva a delinquir.
paradoja de la disuasión perfecta f
Paradoja que se da porque si lleváramos al límite el ideal de la disuasión, deberíamos amenazar con penas desproporcionadamente duras.
paradoja del merecimiento y la disuasión f
Paradoja que se da porque nuestra idea retributiva de justicia requiere que castiguemos con penas menores a quienes sólo podemos disuadir con penas mayores.
pena f
Acto que ocasiona un daño, impuesto como consecuencia del incumplimiento de una norma jurídica, que se inflige al responsable del incumplimiento, es administrado intencionalmente por personas distintas a la víctima, y cuya imposición y regulación vienen determinadas por el sistema jurídico, cuyas normas han sido incumplidas.
prevención especial f
Prevención que se dirige al sujeto que cometió el delito, al cual se le impone la pena correspondiente con el objetivo de que no vuelva a delinquir.
prevención general f
Prevención que se dirige a personas distintas de la que cometió un delito para que, al darse cuenta de la pena que ha recibido éste, se persuadan de la conveniencia de no cometer actos similares.
principio de culpabilidad m
Nadie debe ser castigado por un delito que haya cometido sin intención o con la presencia de excusas.
principio de igualdad m
A todo aquel que cometa delitos similares se le debe aplicar una pena similar.
principio de justo merecimiento m
Al delincuente se le debe aplicar la pena a la que sus actos le han hecho acreedor.
principio de la persona correcta m
Nadie debe ser castigado por un delito que no haya cometido, intentado o planeado.
principio de proporcionalidad m
Al delincuente se le debe aplicar una pena acorde con la gravedad del delito que cometió.
principio de retribución en la distribución m
Conjunción de los principios de la persona correcta y de la culpabilidad.
rehabilitar v tr
Objetivo de la pena que consiste en tratar al delincuente como alguien enfermo o ignorante, por lo que la pena puede ayudarlo para que pueda reinsertarse en la sociedad.
retribuir v tr
Objetivo de la pena que implica los principios de justo merecimiento, proporcionalidad e igualdad.

Bibliografía

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