Introducción a la teoría del delito. La antijuridicidad (I). El hecho típico

  • Joan Carles Carbonell Mateu

    Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Valencia.

  • Antoni Gili Pascual

    Profesor titular de Derecho penal en la Universidad de las Islas Baleares.

  • Antoni Llabrés Fuster

    Profesor titular de Derecho penal de la Universidad de Valencia.

  • Carmen Tomás-Valiente Lanuza

    Profesora titular de Derecho penal de la Universidad de Valencia.

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Índice

Introducción

Comenzamos en este módulo el estudio de lo que suele denominarse "teoría del delito", que nos ocupará hasta el módulo 5 (inclusive).
En el conjunto de los módulos 2, 3, 4 y 5 pretendemos explicar los diferentes elementos necesarios para la existencia de un delito, que según la concepción casi unánimemente aceptada, son los de tipicidad, antijuridicidad (ambos íntimamente unidos) y culpabilidad. Se trata, por tanto, de conocer la estructura de todo delito, lo que, para expresarlo gráficamente, constituirá una especie de "plantilla", que el juez o Tribunal sentenciador deberá siempre aplicar para dilucidar si el hecho del que conoce puede finalmente ser calificado como tal.
Por tratarse del primero de los dedicados a la teoría del delito, corresponde comenzar el módulo ofreciendo una visión general (y necesariamente sólo introductoria) de los elementos estructurales del mismo que irán desarrollándose en los posteriores módulos, con la pretensión de que pueda entreverse desde un principio la vinculación lógica que existe entre ellos. Ha de dejarse constancia, en todo caso, de que lo que aquí se ofrece es una visión un tanto simplificada de todo este andamiaje conceptual, pues en aras de la claridad se ha optado por prescindir en gran parte de las intensas y seculares polémicas doctrinales que rodean la organización sistemática del delito: y es que, si bien existe acuerdo en definirlo como un comportamiento humano típicamente antijurídico y culpable, no todos entienden tales elementos del mismo modo ni les dotan de un mismo contenido. Dada la pretensión básicamente pedagógica que preside estas páginas, se ha prescindido de incidir en exceso en tales divergencias doctrinales, optándose en la mayoría de las polémicas por las posturas más extendidas o mayoritarias.
Una vez expuesta la columna vertebral del delito, el módulo se centra en el elemento de la antijuridicidad (al que en realidad dedicaremos también los módulos 3 y 4). Tras explicar su sentido como categoría general, nos centraremos en el estudio de la tipicidad (la descripción en la ley penal del hecho prohibido o antijurídico).

Objetivos

Los objetivos de este módulo son los siguientes:
  1. Ofrecer una visión general sobre la estructura del delito y los distintos elementos que la componen.

  2. Permitir al lector situarse en cuanto al lugar de esta obra en que se desarrolla cada uno de estos elementos.

  3. Ofrecer el concepto de antijuridicidad y explicar por qué su estudio se desarrolla en tres módulos distintos: el presente módulo 2 (fundamento de la antijuridicidad y su expresión a través del tipo de injusto), módulo 3 (formas de intervención en el hecho injusto –autoría y participación– y grados de desarrollo del mismo –iter criminis–) y módulo 4 (exclusión de la antijuridicidad a través de las causas de justificación).

  4. Desarrollar el estudio de la tipicidad, distinguiendo, en la línea doctrinal dominante, entre tipicidad objetiva y subjetiva.

  5. Diferenciar y estudiar separadamente cada uno de los elementos del tipo objetivo: elementos del hecho típico, la acción y (en los delitos de resultado) la relación de causalidad e imputación objetiva entre dicha acción y el resultado típico.

  6. Dedicar una atención específica a la tipicidad objetiva en los delitos de omisión, que presentan peculiaridades que así lo exigen.

  7. Estudiar las dos modalidades posibles que puede revestir la parte subjetiva o interna del tipo: actuación dolosa (incluyéndose el estudio del error de tipo, cuya presencia elimina el dolo) y actuación imprudente.

1.El concepto de delito y su estructura

1.1.De la definición sintética a la definición analítica de delito

A lo largo de la historia de la dogmática penal se ha intentado ofrecer múltiples definiciones de delito. Partiremos inicialmente de una definición sintética del concepto (delito es el "hecho punible", el penado por la ley como tal), para desembocar después en la definición absolutamente asentada en la doctrina actual, esto es, la llamada definición analítica. Una vez conocida esta, nos ocuparemos de contrastar en qué medida resulta asumida por el Derecho vigente –el Código penal de 1995.
Si nos conformáramos con una definición sintética de delito como hecho penado por la ley, es decir, como "hecho punible", nada habríamos dicho sobre los presupuestos o elementos necesarios para dicha sanción. Dedicaremos los próximos módulos a ir analizando detenidamente cada uno de estos elementos, que conforman la propia estructura del delito; en este momento nos conformaremos con sólo introducirlos.
1) En primer lugar, ha de existir un comportamiento humano que, como veremos, puede consistir tanto en una acción (podéis ver el apartado 4.3 de este mismo módulo) como en una mera omisión (podéis ver el apartado 6).
2) En segundo lugar, y en virtud del principio de legalidad –ya estudiado–, para poder calificarla como delito es preciso que la acción coincida plenamente con alguna de las acciones que la ley penal describe como prohibidas (el "matar a otro" del art. 138 CP, el conducir "bajo la influencia de drogas ... o de bebidas alcohólicas" del art. 379.2, etc.) o, en caso de tratarse de una omisión, que el comportamiento omitido resultara obligado u ordenado por la ley (como el no socorrer a una persona en peligro manifiesto y grave, conducta ordenada por el art. 195 CP). Esto es lo que llamamos tipicidad o adecuación típica del hecho; decimos por tanto que un comportamiento es "atípico" cuando no se encuentra descrito como delito por la ley (p. ej., cometer suicidio). En diversos apartados de este módulo nos adentraremos en el concepto de tipicidad.
3) Todo comportamiento típico comporta una lesión o una puesta en peligro de bienes jurídicos, y por ello la tipicidad misma encierra ya una carga inicial de desvalor (lo que llamamos la antijuridicidad o el injusto del hecho, cuyo significado más completo estudiaremos en este mismo módulo).
Sin embargo, para la existencia de delito no es suficiente con la tipicidad del comportamiento y la desvaloración que ello implica, sencillamente porque puede ocurrir que el propio ordenamiento permita o incluso ordene la realización de una conducta típica (supuestos en los que opera lo que conocemos como "causas de justificación"). Así, p. ej., el art. 20.4.° CP nos permite defendernos de las agresiones ilegítimas: de este modo, aunque lesionar a otro o causarle la muerte constituyen conductas típicas, pueden resultar autorizadas –siempre que se satisfagan determinados requisitos– si quien las realiza actúa en defensa propia o de un tercero. Con más razón aún no tendría sentido que el Derecho penal sancionara a un sujeto si resulta que el ordenamiento no sólo le permite, sino que incluso le obliga a realizar una conducta típica (p. ej., uno de los cometidos de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad según la ley que regula su actividad es practicar detenciones en determinadas circunstancias, y a menudo han de emplear para ello una cierta violencia que puede dar lugar a comportamientos típicos de lesiones). Todo ello nos conduce a decir que para que exista delito es necesario que el hecho típico resulte finalmente contrario a Derecho, es decir, que sea antijurídico a la luz de la totalidad del ordenamiento; la antijuridicidad inicial del hecho típico será neutralizada cuando concurra alguna de las causas de justificación previstas como tales por el art. 20 CP (explicadas en el módulo 4).
4) Además de un comportamiento humano, típico y antijurídico (o, como luego desarrollaremos, "típicamente antijurídico"), para que exista delito es necesaria otra nota más: que el comportamiento le sea personalmente atribuible y reprochable a su autor. Nos encontramos, por lo tanto, ante un juicio que recae no ya sobre el hecho (como ocurre con el juicio de antijuridicidad), sino sobre el autor, pues se trata de comprobar si a este puede hacérsele responsable por haberse comportado de forma contraria a Derecho cuando podía y debía haber adecuado su comportamiento a las exigencias del ordenamiento. Este juicio es lo que denominamos culpabilidad y puede desaparecer por algunas causas previstas también en el art. 20 CP: así, por no concurrir en el autor la necesaria capacidad para entender el significado de su comportamiento y/o controlarlo (como ocurre en el caso de los niños o de personas con determinadas enfermedades mentales) o por darse en el caso unas circunstancias específicas que impedían exigirle al sujeto (aunque fuera mentalmente capaz) el cumplimiento de la norma (por ejemplo, estaba preso de un miedo insuperable). La culpabilidad o imputación subjetiva será objeto de estudio en el módulo 5.
Así pues, a partir de una definición sintética del delito como hecho punible, hemos llegado a una definición analítica mucho más precisa, en la que
el delito se concibe como un comportamiento humano típico, antijurídico (o típicamente antijurídico), culpable y conminado con una pena.
Esta descomposición analítica del delito presenta una utilidad indudable. Por un lado, se estructura de forma tal que cada uno de los elementos presupone lógicamente la concurrencia de los que le preceden: en la práctica, si el juez o Tribunal que conocen del hecho comprueban la ausencia de uno de los elementos estudiados, puede y debe renunciar a valorar el resto. Por otra parte, la existencia de una teoría que estructure estos elementos adecuadamente sirve además a una mayor seguridad jurídica y también a una mayor (y mejor) justicia, porque la elaboración de estas categorías, las distinciones y jerarquizaciones internas que en ellas se hacen posibilitan, como con toda claridad expone Luzón, "plantear y fundamentar de modo controlable un amplio abanico de respuestas diferenciadas y adecuadas a la entidad del hecho".
Para comprender lo anterior, nos serviremos de un ejemplo muy sencillo. Al juzgado de guardia llega una denuncia relativa a la existencia de unos daños en un chalet de alta montaña. En primer lugar, ha de comprobarse que los daños son fruto de un comportamiento humano: si el juez comprueba que son efecto de la naturaleza, por ejemplo, por un rayo que ha caído sobre la casa durante una tormenta, debe dejar de investigar por faltar ese presupuesto esencial del delito. Supongamos, no obstante, que se comprueba la intervención humana: lo siguiente que tiene que constatarse es que ese comportamiento está descrito como delito, es decir, su tipicidad. A este respecto, la descripción típica del delito de daños en el art. 263 CP exige que se haya dañado la propiedad ajena: si el juez comprueba que el autor de los daños es el propio dueño de la casa, el comportamiento es atípico respecto de este delito. Sólo si comprueba que el autor del hecho es una persona distinta del dueño, estará ante una conducta típica y deberá pasar a examinar la antijuridicidad. Pues bien: es posible que los daños, aun típicos, no fueran contrarios a Derecho. Imaginemos, por ejemplo, que los daños consisten en el destrozo de la puerta realizado para poder entrar en la casa; si se comprueba que quien los realizó lo hizo para poder cobijarse durante una terrible tormenta en la montaña o para protegerse del frío al haberse extraviado, podríamos encontrarnos ante una causa de justificación (el estado de necesidad del art. 20.5 CP) que haría desaparecer la antijuridicidad de la conducta. Sólo si se constata que no existía causa de justificación alguna, debe pasar a examinarse si además de la antijuridicidad existe culpabilidad, pues no podría sancionarse al autor, por ejemplo, si hubiera causado el hecho encontrándose totalmente intoxicado (art. 20.2 CP) o si se tratara de un enfermo mental que no fuera capaz de comprender la ilicitud de su comportamiento o de controlar su voluntad (art. 20.1 CP).
Normalmente, la presencia de estos cuatro elementos (comportamiento humano, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad) conlleva la punibilidad (esto es, la sanción) del hecho, que no suele plantear problemas de comprobación (y que por ello no suele incluirse en la definición de delito). Sin embargo, existen casos excepcionales en los que la punibilidad cobra cierta autonomía, como ocurre con las llamadas condiciones objetivas de punibilidad y las excusas absolutorias: cuando aparecen previstas por la ley respecto de un delito, ello obliga al juzgador, una vez comprobados los elementos precedentes, a plantearse autónomamente la punibilidad.
Así ocurre, por ejemplo, con la llamada excusa absolutoria de parentesco en los delitos patrimoniales, prevista en el art. 268 CP, que exime de responsabilidad criminal (atribuyendo sólo la civil) a los que cometieren un delito contra el patrimonio (siempre que no concurriera violencia o intimidación) si existe relación de parentesco con la víctima (por ejemplo, si un hijo hurta un bien que pertenece a su padre, o estafa a su propio hermano). El hecho es típico, antijurídico y culpable; sin embargo, el legislador prefiere no sancionarlo penalmente por razones de política criminal (probablemente por entender que en estos casos la intervención del Derecho penal es más perjudicial que reparadora).
Así pues, si el hecho analizado es típico de un delito respecto del que se encuentre prevista una excusa absolutoria (como los patrimoniales sin violencia ni intimidación), el juez siempre deberá haber constatado que no se cumplen los requisitos de la excusa antes de declarar la punibilidad del hecho; en cambio, si se tratara de un delito en el que no se encuentra prevista excusa absolutoria alguna (que son la inmensa mayoría), la constatación de la tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad conducirá a afirmar sin más la punibilidad.

1.2.Adecuación del concepto doctrinal de delito a la definición legal

Una vez examinado el concepto de delito comúnmente aceptado por la doctrina, procede examinar hasta qué punto se encuentra reflejado en nuestro Derecho positivo.
En su art. 10, el código ofrece una definición legal del delito, según la cual
"son delitos las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la Ley".
Si bien se trata de una definición mucho más breve y menos técnica que la doctrinal, sí pueden verse ínsitos en ella, de modo más o menos directo, los elementos de la estructura del delito que antes hemos mencionado.
Así:
  • El presupuesto de un comportamiento humano se consagra expresamente en la expresión legal "acciones y omisiones";

  • El elemento de la tipicidad se encuentra implícito en la expresión penado por la ley; la ley pena los comportamientos que previamente describe, de manera que sólo son delito los comportamientos expresamente descritos (y penados) como tales.

  • El elemento de la antijuridicidad también puede entenderse reflejado en la expresión penado por la ley, puesto que obviamente el comportamiento penado es siempre antijurídico (no pueden penarse comportamientos lícitos). En todo caso, no ha de olvidarse que la definición del delito del art. 10 debe siempre integrarse sistemáticamente con el resto del código, y este, en su art. 20, recoge diversas situaciones (legítima defensa, estado de necesidad y cumplimiento de un deber o ejercicio legítimo de un derecho) que responden a la caracterización de las causas de justificación neutralizadoras de la antijuridicidad, y a las que el código anuda, en efecto, la consecuencia de eximir de responsabilidad (si concurre una de estas causas de justificación, para el Código penal no hay, por tanto, delito).

  • En cuanto a la culpabilidad, la definición legal no hace referencia expresa a la misma como elemento global del delito. La referencia al dolo y la imprudencia resulta equívoca, pues aunque la sistemática tradicional los consideraba elementos de la culpabilidad, la doctrina actualmente dominante los entiende como elementos del injusto típico; y en todo caso, aun si quisiera considerárselos elementos de la culpabilidad, su mención en la definición legal de delito no agotaría el contenido de dicha categoría (pues no se hace referencia a la imputabilidad ni a la exigibilidad). En todo caso, de nuevo la definición legal del art. 10 ha de ser integrada con otros preceptos legales; y a este respecto, el art. 20 recoge diversas situaciones doctrinalmente catalogadas de inculpabilidad para otorgarles un efecto eximente de pena. Para el Código penal, por tanto, no hay delito sin culpabilidad.

2.Consideraciones generales sobre la antijuridicidad

2.1.El concepto de antijuridicidad

2.1.1.Las concepciones objetiva y subjetiva de la antijuridicidad y sus repercusiones
Al tratar sobre la norma penal en el módulo 1 (podéis ver el apartado 1.3.2) nos referíamos a diferentes concepciones sobre la norma penal. Procede en este momento señalar lo que puede desprenderse de cada una de ellas con relación a la forma de concebir el delito.
  • Una concepción imperativa de la norma penal desemboca en lo que llamamos una concepción subjetiva de la antijuridicidad, que centra la desvaloración del comportamiento en la desobediencia al mandato en sí misma: el núcleo del delito, lo desvalorado, lo que denominamos "el injusto" o "el contenido de injusto" (la antijuridicidad de la conducta en definitiva), reside precisamente en la vulneración de ese imperativo o mandato en que la norma penal consiste. Desde este punto de vista, el contenido de injusto del delito (lo desvalorado, lo antijurídico) residiría en el llamado "desvalor de acción", y la existencia del resultado o su gravedad no añadiría cualitativamente nada al injusto.

  • En cambio, concepciones de la norma de corte valorativo o predominantemente valorativo, como la teoría de la doble función de la norma (según las cuales la función de las normas penales consiste primordialmente en la emisión de un juicio de valor a través de la selección de los bienes jurídicos que se desea proteger) conducirían a una concepción diferente de la antijuridicidad. Desde esta perspectiva, el núcleo del delito se hace recaer en un aspecto objetivo (la existencia de una lesión o como mínimo una puesta en peligro de un bien jurídico), y de ahí que hablemos de una concepción objetiva de la antijuridicidad o del injusto, que se centra no en el desvalor de acción sino en el desvalor de resultado.

Desvalor de resultado
La claridad terminológica en todo este contexto deviene de primordial importancia. Conviene precisar, por tanto, que cuando hacemos referencia al desvalor de resultado nos referimos a la lesión o puesta en peligro del bien jurídico protegido (lo que –según las concepciones objetivas de la antijuridicidad, pero también según las concepciones mixtas hoy mayoritarias– integra la antijuridicidad o contenido de injusto de todos los delitos: injurias, omisión del deber de socorro, detención ilegal...). En dicha expresión, el término resultado se maneja en una acepción totalmente distinta a la que le conferimos cuando hablamos de "delitos de resultado material" (ver apartado 3.4 en este mismo apartado), en donde "resultado" se refiere a una consecuencia de la acción espacio–temporalmente escindible de ella (algo que tan sólo es inherente a cierta clase de delitos: homicidio, lesiones, daños..., pero no a otros: calumnias, allanamiento de morada, abuso sexual...). Así pues, en todos los delitos hay un desvalor de resultado (más o menos intenso), pues en todos ellos se lesiona o pone en peligro un bien jurídico (la vida, el honor, la libertad sexual...); en cambio, sólo algunos delitos consisten en causar resultados materiales separados de la acción (son los delitos que llamamos "de resultado" o "de resultado material", en los que, como veremos más adelante, se plantea el fundamental problema de la relación de causalidad e imputación objetiva entre acción y resultado).
La adopción de una u otra concepción de la antijuridicidad presenta diferentes repercusiones prácticas, sobre todo en el campo de las distintas fases por las que atraviesa el desarrollo del delito (el llamado iter criminis).
1) Una concepción subjetiva del injusto, que lo identifique ante todo con el desvalor de acción (entendido como desvalor de intención, esto es, el momento subjetivo de desobediencia al mandato) tendería (de mantenerse hasta sus últimas consecuencias) a:
  • Sancionar ya la fase meramente preparatoria, es decir, los comportamientos de preparación (aunque todavía no de ejecución) del delito, en la medida en que en ese momento ya existe resolución delictiva, esto es, decisión de cometer el delito y por tanto de desobedecer el imperativo contenido en la norma.

  • Sancionar la tentativa del delito con la misma pena que el delito consumado. Aunque en la tentativa no se produce la lesión del bien jurídico (a lo sumo su puesta en peligro) y en el delito consumado sí, en ambas situaciones el desvalor de acción es idéntico –la tentativa se define precisamente porque el sujeto quiere consumar el delito, aunque no lo consiga por causas independientes de su voluntad. Por tanto, si el núcleo del delito se sitúa en ese aspecto, sería perfectamente coherente sancionar de igual modo el delito consumado y el meramente intentado.

2) Una concepción objetiva del injusto, en cambio, centrada en el desvalor de resultado (esto es, en la lesión o puesta en peligro efectiva del bien jurídico), comportaría conclusiones distintas a las anteriores:
  • La sanción de la fase preparatoria se restringiría únicamente a aquellos comportamientos que comportaran un mayor peligro para el bien jurídico.

  • La tentativa del delito siempre debería sancionarse con una pena menor que el delito consumado. Aunque en ambos casos el desvalor de acción sea idéntico, no sucede tal cosa con el desvalor de resultado: en el delito consumado este desvalor se da en su plenitud (en el delito de homicidio, A mata a B) mientras que en el delito intentado se produce tan sólo un peligro (más o menos intenso) para el bien jurídico (A dispara a B pero B esquiva la bala y sale ileso). Si el núcleo del injusto se hace recaer en el desvalor de resultado, es obvio que la sanción de ambas figuras ha de ser distinta.

2.1.2.Las concepciones dualistas o mixtas de la antijuridicidad
Una vez repasadas las concepciones anteriores (que podríamos denominar "monistas", en la medida en que cada una de ellas centra la antijuridicidad del delito en un solo aspecto), ha de señalarse que la doctrina probablemente dominante en la actualidad opta por un concepto dualista o mixto de la antijuridicidad, que integre tanto el desvalor de resultado como el de acción. Sin entrar en este momento en disquisiciones doctrinales más complejas (pues no parece que una obra de las características de la presente sea el lugar adecuado para ello), señalaremos que, según este punto de vista, ninguna de las dos soluciones monistas consiguen por sí solas explicar correctamente qué es lo que el Derecho penal desvalora realmente.
Desde esta perspectiva, el injusto del hecho viene simultáneamente condicionado por el aspecto o dimensión exterior (1) del comportamiento y por una dimensión interna (2) o subjetiva.
Esta concepción del injusto comporta lógicamente una serie de repercusiones en la composición de cada una de las grandes categorías del delito. Teniendo en cuenta que se trata de la visión más extendida en nuestra doctrina, a los efectos expositivos y didácticos que esta obra persigue nos ajustaremos a dicha sistemática.
Pues bien, según la concepción dualista mayoritaria, el injusto del comportamiento se disgrega en dos partes (objetiva y subjetiva); y, dado que ese injusto necesariamente tiene que venir recogido en un tipo penal, ello se traduce en la asignación de dos partes al tipo mismo:
1) Una parte o dimensión objetiva del tipo (que suele denominarse tipo objetivo), en la que ha de comprobarse la existencia de una acción u omisión humana (podéis ver el apartado 4.3), que presente todos los elementos objetivos requeridos por el tipo respectivo, y materialmente lesiva o peligrosa para un bien jurídico (desvalor de resultado). En los delitos de resultado material (homicidio, lesiones, daños), esta dimensión objetiva de la tipicidad sólo se producirá cuando el resultado (la muerte, el menoscabo de la integridad física o psíquica, la destrucción del bien) se encuentre unido a la acción por una relación de causalidad y de imputación objetiva (podéis ver el apartado 5); por su parte, en los delitos omisivos la afirmación de la tipicidad requerirá unas condiciones específicas que también serán estudiadas separadamente (podéis ver el apartado 6).
2) Una parte o dimensión subjetiva de la conducta (tipo subjetivo, en el que se expresa el desvalor de acción), a la que pertenece la existencia de dolo (podéis ver el apartado 7) o imprudencia (podéis ver el apartado 8), así como (cuando el tipo los requiera) los llamados elementos subjetivos del tipo (también llamados "elementos subjetivos del injusto").
Los elementos subjetivos del tipo o del injusto son elementos pertenecientes al fuero interno del sujeto (y distintos del dolo) que el legislador exige en algunos tipos como verdaderos condicionantes de la lesividad del hecho, de tal modo que si no concurren la conducta habrá de considerarse atípica (igual que si no se satisficiera cualquier otro de los elementos del tipo penal). Así, p. ej., el art. 234 CP define el hurto como tomar una cosa mueble ajena sin consentimiento del dueño y "con ánimo de lucro", esto es, con ánimo de apropiársela definitivamente; de ahí que si una persona toma un bien mueble ajeno para realizar de él un uso momentáneo la conducta sea atípica (salvo que se trate de un vehículo a motor, único caso en que el hurto de uso se encuentra tipificado –art. 244 CP–). Del mismo modo, el art. 197 sanciona como delito de descubrimiento y revelación de secretos al que "para descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro" se apodere de cualquier efecto personal (cartas, documentos, mensajes de correo electrónico etc.); por tanto, si un sujeto entra en la cuenta de correo electrónico de un compañero de trabajo ausente y abre un concreto mensaje cuyo título denota un contenido netamente laboral faltará ese ánimo específico de vulnerar la intimidad y la conducta será atípica (STS de 30 de abril de 2007).
Ubicación sistemática del dolo y la imprudencia
No puede dejar de mencionarse, con todo, que la ubicación del dolo y la imprudencia dentro del conjunto de la estructura del delito constituye una cuestión enormemente polémica. Si bien la doctrina hoy mayoritaria los considera elementos constitutivos del injusto y por ello los estudia ya como parte del tipo (en el llamado tipo subjetivo), la doctrina tradicional siempre los incluyó (y así lo sigue sosteniendo hoy un sector doctrinal) dentro de la categoría de la culpabilidad. Según esta última visión (a la que a su vez puede llegarse por distintas vías, sea una concepción claramente valorativa de la norma penal, sea una concepción causalista de la acción), a la antijuridicidad pertenecerían los aspectos objetivos y externos del hecho (desvalor de resultado), mientras que en la culpabilidad habrían de estudiarse los elementos subjetivos o internos (el dolo y la imprudencia entre ellos). Con todo, esta distinción tradicional entre lo objetivo (perteneciente a la antijuridicidad) y lo subjetivo (a examinarse en sede de culpabilidad) no puede ser tajante (y así lo admiten sus propios proponentes) desde el momento en que existen tipos que exigen elementos subjetivos específicos, necesarios como acabamos de ver para la lesividad misma del comportamiento (y por tanto, necesariamente pertenecientes al tipo de injusto).

2.2.El bien jurídico

Tal y como acabamos de ver en los apartados precedentes, el bien jurídico se constituye en el punto de referencia central del contenido de injusto del delito. Con independencia del concepto de antijuridicidad del que se parta –esto es, con independencia de que se haga mayor o menor hincapié en la intención de lesionar el bien jurídico o en su efectiva lesión o puesta en peligro, o en ambas cosas simultáneamente–, lo cierto es que las conductas se tipifican como infracciones penales sólo en tanto lesionen o (como mínimo) pongan en peligro un bien jurídico. Para comprender la relevancia de este concepto puede resultar útil aludir a las funciones que suelen atribuírsele: sistemática, político-criminal e interpretativa.
2.2.1.Función sistemática
Por comenzar con la función en principio más sencilla, un simple vistazo al libro II del Código penal basta para apreciar que el legislador se ha valido del bien jurídico como criterio con el que sistematizar en títulos y capítulos los distintos delitos allí tipificados; con independencia de que en algunas de estas rúbricas haga mención expresa al bien jurídico protegido ("delitos contra la libertad e indemnidad sexuales", "delitos contra el honor", "delitos contra la seguridad colectiva") y en otras prefiera aludir directamente al nomen iuris del delito y omitir la referencia al bien jurídico ("del homicidio y sus formas", "de las lesiones", "de las falsedades"), en todo caso es el criterio del bien jurídico el que guía la agrupación de los delitos (así, en el título "del homicidio y sus formas" se contienen una serie de delitos que tienen en común atentar contra el bien jurídico vida humana independiente).
2.2.2.Función interpretativa o teleológica
La consideración del bien jurídico protegido por un determinado tipo delictivo juega un papel de importancia fundamental en la interpretación del sentido del precepto y en la resolución de diversos problemas aplicativos. En concreto, y por restringirnos en este momento al campo que ahora más nos interesa (el relativo a la antijuridicidad material del comportamiento), en ocasiones sucede que una conducta que en principio parece encajar en la literalidad de la definición típica puede a la postre considerarse ajena a la órbita del tipo por ausencia de antijuridicidad material, esto es, porque pueda entenderse que realmente no supone una lesión ni una puesta en peligro significativa del concreto bien jurídico protegido. Como veremos más adelante al volver sobre la categoría de la tipicidad, esta exigencia de antijuridicidad material del comportamiento se denomina también "dimensión valorativa del tipo" (podéis ver el apartado 3.1).
Un inmejorable ejemplo de ello puede encontrarse en una importante corriente jurisprudencial referida al delito de tráfico de drogas del art. 368 CP. Al tratarse de un tipo formulado en términos muy amplios, literalmente resulta típica cualquier conducta que de una u otra forma favorezca el consumo ilegal de drogas, lo que en principio incluiría, por ejemplo, comportamientos como la donación de pequeñas cantidades. Sin embargo, partiendo de la salud pública como bien jurídico protegido –las prohibiciones de los arts. 368 y ss. pretenderían así impedir que un hábito claramente perjudicial para la salud se extendiera en la sociedad–, el TS ha llegado a considerar atípicas conductas de muy escasa o casi nula lesividad, como la donación gratuita de pequeñas cantidades (no susceptibles de ser revendidas) a una persona ya consumidora habitual y para su propio consumo inmediato. Si se cumplen todos estos requisitos, entiende el TS que realmente no se ve afectado el bien jurídico de la salud pública, por lo que el comportamiento no llegaría a ser materialmente antijurídico.
En múltiples ocasiones, la cuestión relevante a estos efectos radica precisamente en descubrir cuál es realmente el bien jurídico protegido por un tipo penal, lo que a menudo resulta discutido. Así, p. ej., en los delitos contra la propiedad industrial del art. 274.1 y 2 (relativos a las marcas) una corriente jurisprudencial tiende a absolver en supuestos de falsificación burda de artículos de marca, con el argumento (entre otros) de que en tales casos los consumidores no pueden resultar engañados; la corriente jurisprudencial contraria, en cambio, sanciona también en tales casos con el argumento de que el bien jurídico protegido en este tipo penal no son los intereses de los consumidores (o, en general, el mercado), sino únicamente los derechos de exclusividad de la explotación de una marca a favor de su titular.
La averiguación del bien jurídico protegido por cada tipo penal constituye por tanto un elemento de primordial importancia en su interpretación y aplicación.
2.2.3.Función de garantía o político-criminal
Hablamos de la función "político-criminal" o "de garantía" del bien jurídico para referirnos a su virtualidad limitadora de la potestad punitiva del Estado, extremo este que se concreta en el hoy indiscutido principio de ofensividad o de exclusiva protección de bienes jurídicos: el delito sólo puede consistir en la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico ajeno.
Ahora bien, debemos darnos cuenta de que esta afirmación poco significa si no se la completa con una elaboración que dote de contenido a la noción de "bien jurídico" –en la medida de lo posible, que enseguida veremos es limitada–; pues, en efecto, a falta de una mayor precisión del concepto, nada impediría sostener, por ejemplo, que también la moral social constituye un bien jurídico (colectivo) que al Estado puede interesar proteger incluso penalmente (de tal manera que, por ejemplo, resultara legítimo prohibir penalmente comportamientos rechazados por la moral social dominante, como el incesto libremente consentido entre adultos, o el bestialismo).
De hecho, en la medida en que toda norma penal comporta la selección de un determinado valor por el legislador en orden a su protección –que queda por eso mismo ya constituido en bien jurídico penal–, las dotes limitadoras del principio de exclusiva protección de bienes jurídicos no residen per se en la mera máxima que mediante el mismo se enuncia (pues si el legislador lo desea, puede seleccionar cualquier interés para protegerlo penalmente), sino en la construcción de criterios que permitan someter a un juicio crítico la elevación de tal valor a la categoría de bien jurídico-penal.
En otras palabras, se trata de determinar cuándo el objeto de protección que toda norma incriminadora comporta es digno o merecedor de tutela penal.
La determinación de qué bienes jurídicos merecen ser penalmente protegidos (o la de cuáles no merecen serlo) es una tarea de enorme complejidad y probablemente irresoluble. Sin entrar a exponer ahora las distintas formulaciones por las que el concepto ha atravesado, podemos adoptar como punto de partida aquellas que identifican el bien jurídico con las condiciones necesarias para el libre desarrollo de la personalidad del individuo en la vida en sociedad. A partir de aquí parece todavía posible, no obstante, avanzar un paso más en la línea restrictiva de la potestad estatal incriminadora que ahora nos interesa; y es que, en efecto, aproximaciones como aquellas no dejan de constituir –aun en la línea adecuada– "orientaciones" al legislador que este "debería" atender, lo que relativiza su idoneidad para fijar a aquel un verdadero límite susceptible de traducirse en algún tipo de control jurídico-positivo.
Pues bien, en este sentido, el intento más consistente para dotar al bien jurídico de alguna (siempre relativa) capacidad crítica del ius puniendi estatal lo constituye la doctrina que pretende acudir a la Constitución, única norma cuyo rango le permite operar como verdadero límite al legislador, como ineludible marco valorativo de referencia a este respecto.
En efecto: si la consagración de la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico por el art. 1.1. CE, así como la mención a la dignidad y al libre desarrollo de la personalidad en el art. 10, permiten deducir la importancia esencial de aquella en nuestro sistema constitucional de valores, parece de toda lógica que la enorme restricción de la libertad que el Derecho penal comporta (ya en el momento de la tipificación y con independencia de la clase de pena legalmente prevista) sólo pueda legitimarse en aras de la protección de un bien dotado, como mínimo, de alguna relevancia constitucional.
Ha de admitirse, con todo –como muchos de sus propios defensores aceptan– que la capacidad limitadora que de esta concepción se deriva es tan sólo relativa; relativa porque, de una parte, no se trata de exigir que el bien seleccionado por el legislador haya de encontrarse expresamente mencionado por el texto constitucional –cabe, como señalaba Briccola, la protección penal de bienes de relevancia constitucional implícita–; y, de otra, porque tampoco se trata, aunque algunos autores así lo hayan propuesto, de que los bienes o valores contemplados de modo explícito (y menos aún implícito) deban ser necesariamente objeto de tutela penal, de suerte que la Constitución viniera a considerarse fuente de una obligación positiva de incriminación para el legislador con la consiguiente reducción de su libertad para configurar la política penal que estime más conveniente.
Obligaciones constitucionales de penalización
El rechazo de que la consagración constitucional de un determinado valor implique per se su obligada protección penal podría quizás suscitar alguna reserva en lo que a la tutela de los derechos fundamentales se refiere, argumentación esta que podría desarrollarse ad absurdum imaginando una ley que en un determinado momento viniera a derogar los tipos relativos a los delitos contra la vida humana independiente, privando así a esta última de toda protección penal. Cabe entender, sin embargo, que tal rechazo sigue siendo correcto incluso con respecto a los derechos fundamentales si a estos se los considera como un bloque unitario: pues nada impide sostener, por ejemplo, la plena constitucionalidad de una protección meramente civil del derecho al honor. El enfoque más correcto de la cuestión de las llamadas "obligaciones constitucionales de penalización" no pasaría entonces ni por la imposición al legislador del deber de tutelar penalmente todo derecho fundamental (como muestra el caso del derecho al honor) ni por rechazar de plano cualquier obligación estatal en este sentido (como se deduce del ejemplo relativo a la desprotección penal de la vida), sino más bien por una atenta consideración de los principios de subsidiariedad y fragmentariedad como rectores de la actividad punitiva del Estado; así, si la efectiva protección de un derecho fundamental (del valor subyacente a este) no pudiera lograrse más que mediante el uso de la rama punitiva del ordenamiento, sí parecería más factible estimar la inconstitucionalidad de la supresión del o los tipos a través de los cuales venía otorgándosele tutela penal, y, a la inversa, tal cosa resultaría perfectamente legítima en tanto los instrumentos propios de otras ramas del ordenamiento se revelaran suficientes en orden a la adecuada protección del derecho.
La virtualidad crítica de las posturas constitucionalistas respecto del bien jurídico se cifra, entonces, no en la utilización de la norma fundamental como fuente de un elenco positivo y cerrado de bienes jurídicos concretos –algo que ni esta ni ninguna otra formulación en torno al bien jurídico se muestra capaz de lograr– sino, en una línea mucho más modesta, en su consideración como el marco de valores al que necesariamente ha de ceñirse el legislador a la hora de seleccionar el objeto de tutela penal, de suerte que "lo único que el legislador democrático no puede hacer es inventarse nuevos valores que en absoluto emanen del sistema constitucional" (Carbonell Mateu).
En este sentido, y aun debiendo ser conscientes de las dificultades para ejercerla, debe reconocerse al Tribunal Constitucional la facultad de anular una disposición legal con base en la falta de arraigo constitucional del bien que pretende protegerse (como sucedería, por ejemplo, con tipos que sólo pretendieran proteger una determinada moral en el ámbito de lo sexual o una concreta doctrina política).
Con todo, en el Derecho penal moderno de un país democrático como el nuestro, los tipos penales de legitimidad dudosa a la luz del bien jurídico protegido no son tan claramente identificables como en los ejemplos propuestos. Piénsese, por ejemplo, en el delito de maltrato de animales domésticos del art. 337 CP, de bien jurídico más que discutible.
Por otra parte, lo que acaba de decirse en modo alguno supone defender la reducción de los objetos penalmente tutelables a los tradicionales bienes individuales (vida, integridad física, libertad, propiedad...); por el contrario, de la valoración fundamental llevada a cabo por la norma constitucional –cuyo art. 1.1. consagra el carácter social de nuestra forma de Estado, comprometido con la posibilitación a los ciudadanos de iguales cotas de participación en la vida política, social, cultural y económica– se deduce precisamente la perfecta legitimidad de la tutela penal de numerosos bienes jurídicos de carácter colectivo (medio ambiente, patrimonio cultural o artístico, Hacienda pública, etc.) la cual puede resultar imprescindible en orden a un efectivo desarrollo de la libertad y personalidad de los individuos en su vida en sociedad. En este sentido, la óptica restrictiva de la actividad punitiva del Estado de la que aquí se parte (concretada, además de en el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos, en el principio de intervención mínima) en modo alguno se identifica con el rechazo a la legitimidad de la protección de bienes colectivos. Sentado lo anterior, a lo que sí obliga nuestra Constitución es a adoptar una óptica personalista en la configuración e interpretación de los bienes jurídicos (también los colectivos); en esta línea, la consagración de la dignidad de la persona como fundamento de todo el sistema constitucional obliga a dotar a todo bien jurídico colectivo de una referencia última al individuo. Como señala Hassemer, "cuanto más difícil sea conciliar una amenaza penal con un interés humano, tanto más cuidadoso se debe ser con relación a si se debe amenazar penalmente y cómo".
Así, en el ejemplo antes citado del art. 337 CP, el legislador debería haber estado especialmente atento a la hora de establecer el marco de pena. No parece tener sentido que el maltrato del animal doméstico comporte una pena de tres meses a un año de prisión más inhabilitación especial y que otros delitos de vinculación mucho más directa con la vida e integridad del ser humano comporten una pena mucho menor (así, por ejemplo, el delito de omisión de socorro del art. 195 CP, consistente en no auxiliar a una persona desamparada y en peligro grave, comporta una pena de mera multa de tres a doce meses). De ahí que el citado art. 337 CP suscite muchas dudas –además de con relación al bien jurídico protegido– en cuanto a la proporcionalidad de la pena prevista.
En cualquier caso, puede decirse que el desafío a una pretensión limitadora o restrictiva del ius puniendi planteado en la actualidad por los bienes jurídicos colectivos no procede de la categoría en sí misma, sino de la frecuente configuración por el legislador de bienes colectivos cada vez más amplios y de contornos más desdibujados (recordemos lo comentado en el apartado 2.3 del módulo 1 sobre la creciente expansión del Derecho penal), acompañada de una estructura del tipo especialmente proclive a la minimización de la ofensividad de la conducta: la de los delitos de peligro abstracto (sobre estos últimos podéis ver infra 3.4).

2.3.Relación entre tipicidad y antijuridicidad

Al introducir el concepto de delito (apartado 1.1) lo definíamos como un comportamiento humano (activo u omisivo) que debe reunir las características de tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. Las dos primeras categorías, con todo, se encuentran íntimamente unidas, hasta el punto de que en la definición actual del delito se opta preferentemente por la idea de comportamiento humano "típicamente antijurídico" y culpable. Corresponde en este momento adentrarnos un poco más en la relación entre estas dos categorías.
Del principio de legalidad se deriva que una conducta sólo pueda ser contraria a Derecho si es típica (3) . Y en esa descripción del concreto delito (4) se encierra ya la explicación de su antijuridicidad (5) , lo que llamamos su "injusto específico".
Como ya se ha comentado al comienzo de este módulo, a su vez el injusto de la conducta puede realizarse de modo pleno (consumación del delito) o sólo de modo incompleto (en la medida en que se hayan realizado en todo o en parte los actos que en principio deberían haber consumado el delito pero sin llegar a conseguirlo: tentativa). Por otra parte, la contribución del sujeto al injusto específico del delito puede revestir distintas formas: ser el autor del mismo o limitarse a contribuir (como partícipe) a la conducta de autoría ajena. De ambas cuestiones (iter ciminis y autoría-participación) nos ocupamos en el módulo 3.
Ahora bien: ese injusto específico, que concurre en todo comportamiento típico (sea consumado o intentado, sea a título de autor o de partícipe), puede no obstante resultar neutralizado por la concurrencia de una causa de justificación. Ello sucede, como veremos en el módulo 4, en situaciones de conflicto entre bienes jurídicos (o intereses en un sentido más amplio), cuando la acción típica ha sido necesaria para preservar o realizar bienes jurídicos o intereses de superior importancia también garantizados por el ordenamiento (considerado este en su conjunto). En tales casos, la conducta no deja de ser típica (el ciudadano A retuvo a B contra su voluntad, cometiendo así un hecho típico del delito del art. 163 CP) pero si satisface los requisitos de la respectiva causa de justificación, diremos que pese a ello no es antijurídica, pues el ordenamiento la considera autorizada (en nuestro ejemplo, A acababa de presenciar cómo B cometía un delito, supuesto en que el art. 490 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal autoriza a la detención no sólo a los agentes de la autoridad, sino también a los ciudadanos; ello permitiría aplicar a A la causa de justificación de ejercicio legítimo de un derecho prevista en el art. 20.7 CP).
Otros ejemplos
1) A apuñala a B en el pecho con ánimo de defenderse de la agresión que B estaba dirigiendo contra él, aunque no llega a matarle: A comete el injusto específico de un homicidio en grado de tentativa y a título de autor (realizando el tipo del art. 138 CP con relación a los arts. 16 y 28), pero al actuar amparado por una legítima defensa (si se cumplen todos los requisitos del art. 20.4 CP) su comportamiento no será antijurídico sino autorizado.
2) En el supuesto anterior, el sujeto C ayuda a A a defenderse proporcionándole el arma blanca con la que A se defendió de su agresor. Así, C habrá realizado el injusto específico de participar como cómplice en el homicidio intentado (habrá realizado el tipo del art. 138 con relación a los arts. 16 y 29), pero se encontrará igualmente cubierto por la legítima defensa.
La tipicidad supone por tanto una desvaloración inicial del comportamiento que ha de verse confirmada desde la óptica global del ordenamiento. Cuando no concurra ninguna causa de justificación, se confirmará ese injusto específico y la conducta resultará antijurídica (concurrirá entonces lo que llamamos el injusto genérico necesario para afirmar la antijuridicidad). En cambio, si examinada la conducta a la luz del conjunto del ordenamiento jurídico podemos entender que ha dado lugar a una situación objetivamente más valiosa para el Derecho (lo que sucede si se dan todos los requisitos de una causa de justificación), no concurrirá el injusto genérico y el comportamiento habrá de considerarse autorizado.

3.Tipicidad. Cuestiones generales

3.1.Concepto

Se llama tipo a la delimitación de las características que determinan la concurrencia del injusto específico de cada figura delictiva.
El término tipicidad no es original ni exclusivo de la dogmática penal. En Teoría General del Derecho el concepto de tipo, ya utilizado, venía a significar el
conjunto de presupuestos a los que aparece ligada una consecuencia jurídica.
Lógicamente, si trasladásemos sin mayores matizaciones esta definición a la teoría jurídica del delito, estaríamos considerando la totalidad de los presupuestos a los que aparece vinculada la pena (esto es, también los que atañen a la antijuridicidad, culpabilidad o punibilidad del comportamiento). El significado que se desea es otro, más restringido. Se trata sólo de la primera –y si se quiere la más importante– categoría del delito.
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  • La tipicidad (6) es el elemento que en mayor medida plasma el principio de legalidad (concretamente, la garantía criminal) en el concepto de delito. Y lo hace señalando que, entre los distintos comportamientos posibles, sólo podrán tener relevancia penal aquellos seleccionados por la ley penal.

  • Esa descripción legal (= tipicidad) delimita cada figura delictiva de las demás.

Para cumplimentar la tipicidad deben considerarse dos dimensiones distintas de los tipos penales: una dimensión fáctica y una dimensión valorativa. De este modo, para que la conducta resulte típica, debe no sólo coincidir formalmente con la descrita en el tipo penal (dimensión fáctica), sino que a la vez tiene que afectar al bien jurídico en la forma requerida por tal tipo (dimensión valorativa). Sólo así tendremos una conducta con relevancia penal.
  • Quien hace una fotocopia en color de un billete de curso legal, realiza una conducta que de facto encajaría en el art. 386.1.° CP (dimensión fáctica). Sin embargo, la conducta es atípica por no integrar la dimensión valorativa del tipo, pues una burda fotocopia carece de la idoneidad necesaria para lesionar el bien jurídico que se protege con la tipificación de la falsificación de moneda.

  • Quien conduce un vehículo a motor con una tasa de alcohol superior a 0,6 mg/l en aire espirado, por un circuito particular habilitado en su finca rústica, no incurre en el delito de conducción bajo los efectos del alcohol del art. 379, por más que se cumplimente la dimensión formal (fáctica) de este tipo penal, ya que no se da en este comportamiento la dimensión valorativa del tipo: la seguridad vial, y a través de ella la vida o la integridad de los intervinientes en el tráfico rodado no se ve afectada.

3.2.Funciones de la tipicidad

La tipicidad cumple, genuinamente, las dos funciones siguientes:
1) Función fundamentadora del injusto (= fundamenta la antijuridicidad): no hay conducta penalmente antijurídica que no sea típica.
2) Función negativa, o delimitadora de lo penalmente relevante: la tipicidad señala lo que queda fuera del ámbito de la relevancia penal.
Junto a las anteriores, se atribuyen a la tipicidad otras y muy variadas funciones, aunque con cierta inexactitud. Y ello porque,
1) O bien se trata de funciones que no cumplen exclusivamente la tipicidad. Es el caso de las llamadas:
a) Función de garantía (= de preservación de la seguridad jurídica): queriendo significar que el tipo es depositario de la legalidad penal ("expresión de las garantías dimanantes del principio de legalidad"). En otros términos: sólo los comportamientos subsumibles en el molde que él representa pueden ser objeto de sanción.
La atribución de tal función es cierta y puede añadirse a las anteriores; pero teniendo en cuenta que –como ya hemos advertido– no es exclusiva de la tipicidad, sino del conjunto de los elementos integrantes del delito (La legalidad debe predicarse de la ley penal, y no sólo del tipo).
b) Función indiciaria: queriendo expresar que la presencia de la tipicidad constituye un indicio del carácter antijurídico que acabará revistiendo la conducta.
Se replica, al respecto, que el tipo es a la vez más y menos que un indicio de la antijuridicidad.
  • Más, porque no es mero indicio (ratio cognoscendi), sino esencia de de la antijuridicidad (ratio essendi).

  • Menos, porque no es estadísticamente correcto acoger el esquema de regla-excepción: la regla no es que el comportamiento típico acaba siendo antijurídico (siendo la excepción el caso contrario); sino que en muchas figuras de delito lo normal será que la conducta esté justificada.

c) Función motivadora (o de determinación general): en la medida en que permite al destinatario de la norma conocer el contenido de la prohibición, motivándole a abstenerse de realizarla (prevención general). Con ser cierta la atribución, no es exclusiva de la categoría objeto de análisis.
2) O bien porque, sencillamente, no pueden atribuirse a la tipicidad.
Así, de forma inadecuada se ha atribuido en alguna ocasión a la tipicidad una función procesal, en virtud de la cual su presencia tendría una correspondencia clara en el terreno del proceso: conllevaría la apertura de sumario o diligencias previas. Tal afirmación es, sencillamente, incorrecta, pues la presencia del tipo puede ir acompañada de elementos suficientes para conocer de antemano que no será delictiva.

3.3.Los términos de la descripción típica

Atendiendo a los criterios y técnicas que hay que utilizar para alcanzar su sentido, habitualmente se ha señalado en la doctrina que los términos usados en la descripción legal pueden ser de las tres clases siguientes:
1) Descriptivos, para cuya comprensión basta el recurso a la experiencia, ya sea externa o interna (esta última en lo relativo a hechos anímicos).
En el art. 234 se tipifica el hurto como la conducta de quien con ánimo de lucro "tomare" las cosas muebles ajenas sin la voluntad del su dueño. La expresión entrecomillada –se dirá– constituye un elemento descriptivo objetivo, por cuanto puede ser abarcado en este caso por la vista y contemplado, por tanto, por un espectador objetivo.
2) Normativos, para cuya comprensión se requiere un juicio de valor. Este juicio de valor puede venir ya realizado por el ordenamiento (se habla entonces de términos normativos ya valorados, p. ej., los conceptos de "autoridad/funcionario", "incapaz" o "documento" definidos por el propio CP en sus arts. 24, 25 y 26 respectivamente) o no (en cuyo caso se habla de términos normativos pendientes de valoración, como el de "especial gravedad" del art. 235 3.°, utilizado por muchos otros delitos como circunstancia agravante específica).
3) Teoréticos o cognoscitivos, para cuya comprensión se hace necesario un juicio técnico, de conocimiento (no de valor). Frecuentemente, la comprobación de su concurrencia requerirá en el ámbito del proceso de prueba pericial.
Desde el punto de vista de la técnica legislativa, se suele afirmar también que, en beneficio de la taxatividad, resultan preferibles los términos descriptivos sobre los normativos; y, si estos últimos se hacen necesarios, los normativos ya valorados sobre los pendientes de valoración.
Esta convicción descansa en la creencia de que los términos descriptivos no son susceptibles de generar tantas ambigüedades, y por lo tanto resultan más acordes con las exigencias de legalidad. Sin embargo, no se puede desconocer que la tipicidad, cualesquiera que sean los términos en los que se exprese, presenta una dimensión valorativa –ya comentada– que conlleva que su significado aparezca necesariamente vinculado a la tutela de un bien jurídico, y por lo tanto, le sea inherente una valoración.
Por consiguiente, aunque la clasificación es –repetimos– clásica, y, desde el punto de vista teórico, sumamente clara, su aplicación práctica resulta menos nítida y su rendimiento debe acogerse, por lo dicho, con cautela.

3.4.Clasificaciones básicas de los tipos penales

Existen, naturalmente y en función del criterio que se quiera emplear, multitud de clasificaciones posibles de los tipos penales; algunas –no debe haber problema en admitirlo– sin mayor interés que el puramente terminológico, pudiendo, al no derivarse mayores consecuencias sistemáticas, relegarse la aclaración correspondiente al estudio de las concretas figuras de la parte especial.
El objeto de atención debe ser ahora, pues, el de las clases de tipos dotados de mayor proyección en el terreno de las consecuencias dogmáticas, y por ello, de continua referencia en el curso de parte general.
1) En función del grado de afectación del bien jurídico:
a) Delitos de lesión
La consumación del delito requiere un daño efectivo, una lesión del bien jurídico.
b) Delitos de peligro
Se consuman con la mera puesta en peligro del bien jurídico.
A su vez, dentro de estos últimos, se distingue entre:
  • Delitos de peligro concreto: el riesgo ha de materializarse en un objeto determinado.

  • Delitos de peligro abstracto: no es necesaria la concreción del peligro (aunque ello no puede significar que el peligro se presuma).

Presunto peligro
La doctrina italiana suele referirse, en lugar de al abstracto, al peligro presunto. Entienden por tal, no el inherente a la conducta y, en todo caso, comprobable, sino el que la ley decide asociar a la acción, de manera que no admite excepción: la conducta se presume peligrosa, por lo que su mera realización comporta la presunción sin prueba contraria del peligro. Tal forma de entender la categoría resulta inadmisible, pues vulnera por completo el principio de ofensividad y acaba negando la dimensión valorativa de la tipicidad para limitarse a comprobar su mera dimensión fáctica.
En otras palabras: peligro abstracto no equivale a presunción iuris et de iure del peligro. Supone, simplemente, atender el legislador a la consideración de que un determinado comportamiento se ha revelado por experiencia peligroso, por lo que desde el punto de vista político-criminal se opta por anticipar la barrera de protección sin necesidad de aguardar, en la confección del tipo correspondiente, a que se verifique el peligro en concreto. Pero todo ello, insistimos, sin renunciar a la lesividad del comportamiento, ni, por tanto, a que quepa prueba o apreciación en contrario en el supuesto concreto.
Con todo, no cabe desconocer que el legislador español ha ido dando pasos que niegan el anterior planteamiento teórico; así, el art. 379.2, introducido por la LO 15/2007, convierte el anterior peligro abstracto que caracterizaba el delito de conducción bajo los efectos del alcohol en una presunción: se cometerá, sin posible prueba en contrario sobre el nivel de afectación y peligrosidad para la seguridad vial, si se rebasa una tasa de alcohol de 0,6 mg/l en aire espirado (o 1,2 g/l en sangre).
2) En función de la estructura:
a) Delitos de mera actividad
La estructura típica requiere, para la consumación, únicamente la verificación de una conducta, sin necesidad de resultado.
b) Delitos de resultado (material)
Junto a la acción, el tipo requiere la producción de un resultado objetivamente atribuible a aquella.
Sólo estos delitos toleran, estructuralmente, la ejecución imperfecta (tentativa).
A su vez, dependiendo de la concreción con la que el tipo especifique la forma en que debe producirse el resultado, se distingue entre
b') Delitos descritos de forma libre, o resultativos, o prohibitivos de causación, en los que simplemente se especifica el resultado cuya producción se prohíbe, sin tasar los medios a través de los cuales debe producirse.
b'') Delitos con medios (comisivos) determinados, en caso contrario.
Junto a las –esenciales– clasificaciones anteriores, se recogen a continuación otras subsidiarias o de interés más localizado, ya sea por sus repercusiones en la parte general o por su frecuencia en la especial, importando en este momento básicamente la familiarización con la terminología:
3) En función del sujeto activo:
a) Delitos comunes y especiales; a su vez, dentro de estos, especiales propios e impropios.
Distinción entre delitos comunes y especiales
Esta fundamental distinción entre delitos comunes y especiales tiene relevancia a efectos de participación en el delito. Sobre el concepto y problemática, podéis ver el módulo 3.
b) Delitos de propia mano, en los que se requiere la intervención personal del autor (no admiten la autoría mediata).
4) Por el número de intervinientes:
a) Unipersonales (o unisubjetivos), si pueden ser llevados a cabo por un solo interviniente.
b) Pluripersonales (o plurisubjetivos): requieren la intervención de varios sujetos (autores). Dentro de estos:
Delitos de participación necesaria
Distinto de los plurisubjetivos auténticos son los sólo aparentemente plurisubjetivos: requieren la intervención activa de varios sujetos, pero algunos no son autores (sino forzados por el autor, con consentimiento viciado o sujetos pasivos del delito). Es el caso de los denominados delitos de participación necesaria. Ej.: el menor consintiente en los abusos sexuales –183 CP.
  • De convergencia (o de conducta unilateral): los diversos sujetos realizan la misma conducta dirigida al mismo objetivo típico, para, al reunirse, verificar la tipicidad.

  • De encuentro (o de conducta bilateral): los sujetos realizan conductas distintas aunque complementarias, para, al cruzarse, adquirir su significación típica. Persiguen un objetivo distinto y tienen distinto sentido.

5) Por el número de bienes jurídicos afectados (contenido de injusto):
a) Uniofensivos, que lesionan o ponen en peligro un único bien jurídico (lo que no impide que puedan alterar otros intereses, pero tal afectación no forma parte del contenido de injusto). Vg., el homicidio.
b) Pluriofensivos, que incorporan varios bienes jurídicos que deben ser afectados para realizar el comportamiento típico.
6) En función de que requieran o no diferentes fases para su consumación:
a) Unisubsistentes, si se consuman con un solo comportamiento. Vg., homicidio.
b) Plurisubsistentes, si requieren la realización de diversos comportamientos para su consumación.
Delitos plurisubsistentes
Dentro de los plurisubsistentes, deben mencionarse los denominados delitos habituales, caracterizados porque en ellos se requiere la repetición del mismo acto para que el comportamiento sea delictivo (habituales propios). (Habituales impropios, si la conducta es por sí sola delictiva, determinando su repetición únicamente un diferente trato punitivo. Vg., malos tratos en el ámbito familiar, 173.2 CP.)
7) En función de la coincidencia o no de los momentos de consumación y terminación del delito
a) Instantáneos: es suficiente con una actividad momentánea para considerar producida la afectación al bien jurídico. Ej. homicidio (art. 138).
b) Permanentes: es necesario que la actividad lesiva se prolongue durante un cierto tiempo para entender cometido el delito. Ej. detención ilegal (art. 163).
8) En el ámbito de los delitos portadores de elementos subjetivos del injusto, se distingue entre:
a) Delitos de intención, en los que la conducta objetivamente realizada va orientada por una específica finalidad (intención) que la trasciende (por ello son también denominados delitos de tendencia interna transcendente). Tal finalidad debe impregnar la conducta que objetivamente se lleva a cabo, sin que importe su consecución para la consumación típica.
Dentro de los delitos de intención se distingue, a su vez, entre:
  • Delitos de resultado cortado: en los que la eventual consecución del resultado sería independiente de la voluntad del sujeto.

  • Hurto (art. 234 CP). Elemento subjetivo del injusto: ánimo de lucro. (Explicación: la persecución del lucro es necesaria para que la conducta sea típica de hurto. Si no concurre tal ánimo, la conducta es atípica –como hurto). Pero su efectiva consecución –aumento del patrimonio del autor en detrimento del ajeno– no afecta a la consumación del hecho. Tal consecución o frustración, sería ajena al autor (p. ej., una vez consumado el hurto, su autor pierde el objeto).

  • Encubrimiento (art. 451.2 CP). Elemento subjetivo del injusto: intención de impedir el descubrimiento del delito.

  • Delitos mutilados de dos actos: en los que el acto (objetivamente realizado) es querido como medio para un actuar posterior del sujeto (y, por lo tanto, su eventual consecución –que, repetimos, en ningún caso se requiere para la consumación del delito– dependería de su voluntad).

  • Abandono de destino (art. 407 CP). Elemento subjetivo del injusto: propósito de no impedir determinados delitos.

  • Descubrimiento de secretos (art. 197.1 CP). Elemento subjetivo del injusto: intención de descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro.

  • Cohecho pasivo propio (art. 419 CP). Elemento subjetivo del injusto: intención de realizar una acción contraria a los deberes del cargo.

  • Delitos de tendencia. En ellos, el elemento sujetivo del injusto no viene constituido por una intención o finalidad que trasciende (va más allá) de lo que objetivamente se lleva a cabo; sino que se trata de un componente subjetivo que debe impregnar la actuación objetivamente realizada. Por ello son también conocidos como delitos de tendencia interna intensificada.

  • Delitos sexuales. Elemento subjetivo del injusto: ánimo lúbrico.

  • Conducción temeraria del art. 381 CP. Elemento subjetivo del injusto: manifiesto desprecio por la vida de los demás.

9) Desde el punto de vista terminológico, en fin, es útil conocer la denominación que se utiliza para expresar la relación existente entre determinadas figuras delictivas. Se habla así de:
a) Tipo básico, para referirse al que contiene los elementos característicos del tipo en cuestión.
b) Tipos cualificados (o agravados): recogen, junto a las características del tipo básico, otras que, al concurrir, determinan un mayor contenido de injusto o de culpabilidad, implicando mayor pena.
c) Tipos privilegiados (o atenuados): recogen, junto a las características del tipo básico, otras que, al concurrir, conllevan la imposición de una pena inferior a la prevista para el tipo básico (ya sea por representar un menor contenido de injusto, bien por alguna actuación posterior del sujeto tendente a disminuir o reparar el daño.

3.5.Estructura del tipo de injusto

Recordemos que, según la concepción dual o mixta del injusto que a efectos expositivos seguiremos aquí, el tipo de injusto se compone de dos partes: objetiva y subjetiva.
1) Una parte o dimensión objetiva (que suele denominarse tipo objetivo), en la que ha de comprobarse la existencia de una acción u omisión humana (apartado 4.3), que presente todos los elementos objetivos requeridos por el tipo respectivo, y materialmente lesiva o peligrosa para un bien jurídico. En los delitos de resultado material (homicidio, lesiones, daños), esta dimensión objetiva de la tipicidad sólo se producirá cuando el resultado (la muerte, el menoscabo de la integridad física o psíquica, la destrucción del bien) se encuentren unidos a la acción por una relación de causalidad y de imputación objetiva (apartado 5); por su parte, en los delitos omisivos la afirmación de la tipicidad requerirá unas condiciones específicas que también serán estudiadas separadamente (apartado 6).
2) Una parte o dimensión subjetiva de la conducta (tipo subjetivo), en la que estudiaremos la existencia de dolo (apartado 7) o imprudencia (apartado 8), así como (cuando el tipo los requiera) los llamados elementos subjetivos del tipo (también llamados "elementos subjetivos del injusto"). Además, como reverso de lo anterior, deberemos, asimismo, analizar el error de tipo (apartado 9), que excluye el dolo, y que puede dar lugar si es vencible a un delito imprudente, de haberlo, o, en otro caso e igual que ocurre cuando dicho error es invencible, a la impunidad.

4.Tipicidad objetiva (I). Elementos del hecho típico. La acción

4.1.Sujeto activo y sujeto pasivo

Se denomina sujeto activo a la categoría dogmática que nos indica quién tiene capacidad potencial de realización del tipo.
Se llama autor, por el contrario, a quien ha realizado efectivamente la concreta conducta típica.
Según lo expresado, por tanto, la categoría del sujeto activo delimita el círculo de posibles autores del delito.
  • Sujeto activo del delito de prevaricación judicial tipificado en el art. 446 CP es "el juez o magistrado" (se trata de un delito especial propio). Autor del concreto delito de prevaricación judicial cometido en fecha 25. 11. 2011 resultó ser el juez A. J. F., del Juzgado de Instrucción n° XX de los de Palma de Mallorca.

  • Sujeto activo del delito de homicidio (art. 138 CP) es "cualquiera" (se trata, en este caso, de un delito común). Fue condenado como autor del homicidio cometido el 27 de mayo de 2010 el procesado Juan H.N.

Interesa notar que, aunque algún autor ha afirmado ya que la reforma del Código penal operada por la LO 5/2010 ha modificado sustancialmente la cuestión del sujeto activo del delito al incorporar la previsión de responsabilidad criminal de las personas jurídicas, esta no se ha visto en realidad afectada, en el sentido de que siguen siendo plenamente válidos los términos anteriormente expuestos. En efecto, la aludida reforma permite la atribución de responsabilidad a las personas jurídicas, pero por las conductas típicas realizadas por personas físicas que actúan en nombre, por cuenta o en provecho de las mismas. El círculo de autores –capaces de realizar el tipo–, a lo que hace referencia la categoría del sujeto activo, permanece inalterado. No así –si se quiere– el de sujetos responsables penalmente.
Se denomina sujeto pasivo al titular del bien jurídico protegido por la norma (y, por consiguiente, lesionado o puesto en peligro por la conducta típica).
Puede observarse como no se establecen limitaciones respecto a la capacidad para ser sujeto pasivo del delito: lo será cualquiera que pueda ser titular de un derecho o de un interés. Ello incluye (a diferencia de lo que sucede con el sujeto activo) a personas físicas pero también jurídicas, e incluso a colectividades carentes de personalidad jurídica a quienes se atribuya la titularidad de intereses.
No debe confundirse el sujeto pasivo con el perjudicado por el delito, por más que, en el caso concreto, ambas calificaciones puedan coincidir en una misma persona.

4.2.Bien jurídico y objeto material

Objeto formal y bien jurídico protegido son expresiones equivalentes. Por tanto, podemos identificar el objeto formal con el valor tutelado por la norma, con su objeto de tutela.
Los valores pueden ser susceptibles de materialización o no. Existen valores, como el honor, fuertemente espiritualizados, que sólo muy impropiamente se singularizan en un objeto concreto.
Otros, en cambio, sí que se materializan.
Se denomina objeto material a la concreción física del bien jurídico, del valor.
Como categoría dogmática, el objeto material no desempeña función alguna.
A lo sumo puede significarse que su (limitado) papel podrá apreciarse en los delitos que comportan un resultado material que suponga la lesión del bien jurídico, en la medida en que esta se concretará más fácilmente en el objeto material. Lo mismo sucederá en los delitos de peligro concreto, donde la existencia de un objeto material cuya integridad se haya visto cuestionada puede ser un excelente indicativo para comprobar el riesgo y, por ende, la consumación.

4.3.La acción

4.3.1.Concepto de acción
Usamos habitualmente el término acción como sinónimo de comportamiento humano. Un terremoto o la coz de un mulo –se dirá– no son acciones, ni por consiguiente pueden ser delito, por más que produzcan como resultado, por ejemplo, la muerte de una persona. Semejante obviedad, no obstante, dista mucho de agotar la cuestión en el ámbito penal, pues de inmediato pueden asaltar las dudas acerca de, por ejemplo, qué es lo característico del comportamiento humano (¿la causación de modificaciones en el mundo exterior?; ¿el fin al que se dirige la actuación?; ¿su sentido para los demás?, etc.). Indicativo de que la cuestión no ha resultado en absoluto sencilla es el hecho de que la tarea de clarificar qué debe entenderse por acción en nuestro ámbito ha mantenido ocupada a la dogmática penal durante prácticamente los dos últimos siglos. Y que, aunque ha habido innegables avances, el debate no puede aún hoy considerarse zanjado. Sí puede adelantarse, en cualquier caso, que el volumen de dicho debate ha estado claramente sobredimensionado, exagerando el rendimiento que de él se pretendía.
Pero para entender por qué ha sido cuestión tan debatida, por qué podemos decir que ha habido avances en la discusión o por qué, en fin, puede juzgarse hipertrofiada o sobredimensionada la atención que ha merecido, lo primero que debe identificarse es, obviamente, el problema a resolver, o, por mejor decir, el problema que (necesaria o tal vez un tanto innecesariamente) se ha querido resolver. Sólo así sabremos si se ha resuelto y en qué medida, y si ha merecido la pena el camino y en qué.
En concreto, la ciencia penal se ha empeñado secularmente en encontrar un concepto de acción:
1) Ontológico, esto es, perteneciente al mundo del ser, de la realidad (y no al axiológico o de los valores).
De este dictado se separará la concepción social de la acción, que elaborará un concepto normativo. Pero no las concepciones causal y final, que cronológicamente la precedieron.
2) Y prejurídico: se trata de definir la acción como algo previo a su conversión en delito, separado de su significación jurídica y aun social.
De forma esquematizada, el reto cuya superación se ha considerado camino ineludible para contar con un concepto de acción útil como categoría dogmática se resume en la localización de un supraconcepto capaz de cumplir satisfactoriamente las cuatro funciones siguientes:
1) Función clasificatoria. El concepto formulado debe dar cobijo a todas las formas de conducta humana que interesan al derecho penal: hacer activo, omisivo, doloso, imprudente, en concepto de autor o de partícipe. No puede existir, en otros términos, ningún delito que no sea acción o que sea algo distinto de acción.
2) Función definitoria. El concepto diseñado habrá de operar como sustrato, como sustantivo del que se habrán de poder predicar como atributos o adjetivos su carácter de típica, antijurídica y culpable. En ese sentido, la acción desempeñará un papel de enlace o, si se quiere, de soporte de los demás elementos que conforman el concepto dogmático de delito.
3) Función de coordinación. El concepto debe ser común a todos los predicados (acción típica, acción antijurídica y acción culpable), lo que se traduce en que tal concepto no podrá contener ninguna de las cualidades de dichos predicados. Dicho de otro modo: deberán existir acciones que lo sean y que no sean típicas; acciones que no sean antijurídicas; acciones que no sean culpables.
4) Función negativa o limitadora. El concepto ha de poder excluir apriorísticamente, antes de llegar a los siguientes elementos, los comportamientos penalmente irrelevantes: los que no son ni pueden ser delito. La acción debe ser capaz de distinguir lo que puede ser delito de lo que no: todo lo que no sea acción.
Si decidimos que acción debe ser una alteración causal de la realidad existente, quedarán fuera del ámbito de lo penalmente relevante las omisiones.
La búsqueda de un supraconcepto de acción ha sido una opción constante desde que se abriera camino la construcción de un concepto dogmático de delito. Tal empresa se ha visto en buena medida avivada por la creencia de que a ese hallazgo habían de venir aparejadas toda una serie de consecuencias necesarias para la arquitectura del delito (p. ej., la ubicación sistemática del dolo).
Como se ha señalado anteriormente, la importancia de esta polémica ha sido sobredimensionada, si bien es cierto que el curso de la discusión ha repercutido en un notable desarrollo del sistema del delito, justamente por los elevados rendimientos sistemáticos que en este campo se le pretendían al concepto de acción.
1) Por una parte, compatibilizar las exigencias de un concepto prejurídico de acción con el cabal cumplimiento de las cuatro funciones propuestas al inicio era una tarea no ya ardua, sino imposible. Hoy sabemos que, además, era un objetivo inútil planteado en esos términos.
2) Por otra parte, pese a las altas expectativas sistemáticas que auspiciaron la búsqueda, lo cierto es que el concepto de acción tiene escasa relevancia en la construcción de la moderna Teoría del Delito, y ninguno de sus problemas viene realmente predeterminado por el concepto de acción que se siga ni se resuelve a través de él, como no se resuelven a través de él los restantes problemas fundamentales que tiene actualmente planteada la ciencia penal.
La acción no es más que, a los efectos que aquí nos interesan, el significado de un determinado hecho, con independencia del sustrato que lo sustente. Pero de ello no tiene que querer deducirse la completa estructura del sistema penal.
Esta relativización de la importancia de la polémica llevará a prescindir, en una obra de esta naturaleza, de la exposición detallada de las distintas concepciones existentes. Únicamente imprescindible nos parece dar cuenta de dos enfoques claramente distintos en la forma de abordar el problema:
1) para los planteamientos clásicos (por otra parte bien distintos entre sí), lo que habrá que buscar al preguntarse por la acción a efectos penales es un sustrato –material (= físico) o no– del que poder predicar las características del comportamiento delictivo;
2) la concepción significativa de la acción, en cambio, se desprende de la necesidad de no apoyarse en sustrato previo alguno: lo que interesará será el significado de una realidad concreta en la que aparece implicado normativamente (conforme a reglas que informan de su sentido) un ser humano.
Este segundo enfoque resulta ser, a nuestro juicio, el correcto. La acción no es una realidad concreta (material o inmaterial) sino el significado de esa realidad entendido conforme a reglas.
4.3.2.La integración del concepto de acción en el tipo y su pérdida de autonomía. La acción como acción típica
Si el significado nace necesariamente del sometimiento a reglas, estas influirán forzosamente en aquel; y si entre las reglas se encuentran los imperativos procedentes de la tipicidad, será difícil mantener que el concepto de acción es previo al de su predicado (típica).
Así pues, y después de haber alcanzado el tan buscado concepto de acción, debe relativizarse a renglón seguido su papel en la teoría del delito para integrarlo en la tipicidad, convertido en el concepto de acción típica.
En general: analizar la acción sin tener en cuenta su consideración de acción típica no tiene utilidad. Cierto que cualquier hecho con intervención humana tendrá un significado, pero, de todos modos,
el significado de cualquier comportamiento variará en el momento en el que se convierta en típico, es decir, en el instante en que se le otorgue relevancia penal.
Por ello no es la acción en abstracto la que debe ostentar el protagonismo, sino que la acción debe interesar en cuanto típica. Lo trascendente para la teoría del delito no es, así, la valoración separada y apriorística de un significado, sino que lo único trascendente resulta ser si se ha verificado el significado requerido en el tipo penal correspondiente.
Caminar es un hecho con significado, y por tanto es una acción. Pero la afirmación no interesa en abstracto, pues precisamente ese hecho puede tener varios significados, ya que no es lo mismo pasear por el pasillo de nuestra casa que hacerlo por el de la casa del vecino en contra de su voluntad (véase art. 202 CP). Por lo tanto, identificar sustratos con significado potencial desprovistos del sentido que se les da desde una concreta tipicidad carece de utilidad. Caminar sí interesa si se hace en morada ajena sin consentimiento del dueño. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, del mantenimiento de una relación sexual.
4.3.3.Ausencia de acción
No obstante, la relativización del papel que corresponde al concepto general de acción en el seno de la teoría del delito sí le resta en pie su función negativa: antes de hablar de acción típica, pueden ser efectivamente descartados determinados hechos en los que, pese a la implicación fenomenológica de un ser humano, no se contiene en ellos un significado.
En concreto, entendida la acción en abstracto como significado, deberá negarse tal carácter a aquellos hechos que no provengan de decisiones humanas dominables, puesto que, en tal caso, carecerán de significado.
Conforme a lo anterior, son supuestos de ausencia de acción:
1) La fuerza irresistible
  • A es empujado por B, ocasionando con su caída lesiones a C.

  • Al ser atado, el guardagujas A no puede evitar la colisión en la que mueren varias personas.

El Código penal derogado contemplaba expresamente la fuerza irresistible entre sus circunstancias eximentes.
El antiguo art. 8.9.ª CP proclamaba exento de responsabilidad criminal al que obraba "violentado por una fuerza irresistible".
Esta referencia expresa desapareció, sin embargo, en el código vigente, que ya no la recogió ni en el homólogo catálogo de eximentes (actual art. 20 CP) ni en el resto de su articulado. Tal desaparición se debió simplemente al carácter superfluo de la previsión: en la medida en que en supuestos como los descritos no hay acción (no pueden significar conforme a las reglas sociales que A ha lesionado a C o que A ha matado a varios pasajeros, en los ejemplos propuestos), se hace simplemente innecesario que la ley afirme expresamente que se está en ellos exento de responsabilidad criminal.
No obstante su desaparición, los años de vigencia de aquella previsión propiciaron la consolidación de un determinado entendimiento jurisprudencial y doctrinal del concepto de fuerza irresistible, con precisiones que por inercia se conservan aún hoy asociadas a su utilización. Con el uso de este término tan acuñado no se hace, pues, referencia indiscriminada a cualquier supuesto de ausencia de acción ocasionado por una fuerza ajena al sujeto, sino que sigue asociándose a un concepto tasado (y no meramente descriptivo) de fuerza, que en concreto viene caracterizado por las siguientes notas esenciales:
a) Debe tratarse de una vis física
¿Qué tratamiento debe recibir entonces la vis moralis? Sin duda, amenazar con un mal grave (violencia moral) puede ser tan determinante como el uso de la fuerza física. Se puede impedir que el guardagujas haga su trabajo atándole o apuntándole con una pistola, y en ambos casos faltará, lógicamente, la responsabilidad. Pero reservaremos el concepto de fuerza irresistible para el primero de los supuestos, pues en el segundo (violencia moral) la pasividad sí que tiene un significado (sí hay acción), bien que la afectación de la motivación normal que en este caso experimenta el sujeto deba canalizarse hacia la ausencia de culpabilidad por inexigibilidad de otra conducta (miedo insuperable, art. 20.6.ª).
b) Debe tratarse de una vis absoluta, esto es, no resistible físicamente. ¿Qué tratamiento debe recibir, entonces, la fuerza física resistible? Si la fuerza es resistible habrá acción, puesto que no se anula plenamente la decisión humana. Como se dijo, actualmente no es siquiera planteable la exención incompleta por fuerza al no constar expresa mención de tal circunstancia en el capítulo de las eximentes. Por ello, la incidencia sobre la responsabilidad del sujeto podrá sólo canalizarse, en su caso, a través del miedo insuperable (ya sea, ahora sí, como eximente completa o incompleta), en la medida en que se den efectivamente sus requisitos. En otro caso, a lo sumo podría atenderse a la rebaja simple que proporcionaría la atenuante analógica (art. 21.7.ª CP) por una disminución de la culpabilidad, siempre que se acepte que la analogía puede establecerse en relación con la ratio de las atenuantes en su conjunto, y no con la de cada una en particular.
c) Debe tratarse de una violencia que tenga origen personal.
En el caso de que la fuerza, por más que irresistible, tenga un origen distinto (p. ej., A es empujado contra B por un viento de 120 km/h), resultará preferible hablar de caso fortuito, reservando el término fuerza irresistible para aquellos supuestos en los que la misma provenga de un tercero.
2) Los distintos estados de inconsciencia imaginables, entre los que se cuentan el hipnotismo (siempre que excluya una decisión humana dominable), el sonambulismo, el sueño o la embriaguez letárgica.
En relación con esta última: el carácter esencialmente graduable de los estados de intoxicación etílica (y análogos) se traduce en distintos niveles de consecuencias en el terreno de la responsabilidad criminal.
Cierto que, en principio, los estados de embriaguez afectan a la imputabilidad, determinando desde la exención total de responsabilidad por ese concepto (embriaguez plena, art. 20.2 CP) a la mera atenuación (art. 21.2ª o 21.7.ª con relación al 21.2.ª CP), pasando por la atenuación cualificada que supone la eximente incompleta (embriaguez semiplena, art. 21.1.ª en relación con el art. 20.2 CP).
Sin embargo, los supuestos de embriaguez letárgica determinan no ya que la acción se lleve a cabo sin la necesaria capacidad de comprender la ilicitud del hecho (imputabilidad), sino, directamente, la ausencia de acción.
3) Los movimientos reflejos, es decir, los que no aparecen dirigidos por la actividad cerebral o, al menos, por la inteligencia del individuo ni, por tanto, derivan de su voluntad.
Pensemos en las reacciones físicas incontrolables ante un fuerte estímulo externo, como un grito, un susto o un haz luminoso; o en el movimiento de la pierna producido como reacción a un golpe recibido en la rodilla.
Distintos de los movimientos reflejos deben considerarse los denominados comportamientos automatizados.
En tanto en estos casos se estime que ha existido una decisión consciente, la exclusión de responsabilidad habrá de provenir en ellos de la apreciación de un trastorno mental transitorio (art. 20.1 CP), y no de la inexistencia de acción.
Debe tenerse en cuenta que incluso aunque el comportamiento del que se deriva inmediatamente el resultado lesivo se realice bajo una de las causas que eliminan la acción, puede llegar a imputarse responsabilidad criminal en un supuesto concreto: ello ocurre cuando el sujeto ha buscado conscientemente colocarse en tal situación para cometer el delito o también cuando no ha evitado colocarse en tal situación sabiendo que de la misma se podía derivar un resultado lesivo (por ejemplo, un supuesto frecuente en la jurisprudencia es el del conductor que advierte que se está quedando dormido al volante y no detiene el vehículo, tras lo que se queda dormido y estándolo atropella a un peatón; o el que se duerme al volante por efecto de unos fármacos cuando se trata de medicamentos que causan somnolencia y se advierte que no debe conducirse bajo sus efectos). En tales supuestos, aunque en el momento decisivo para producir la lesión no puede hablarse de comportamiento humano por faltar la más mínima voluntariedad (el sujeto causa una muerte estando dormido), la imputación se retrotrae al momento anterior en el que el sujeto buscó esta situación para delinquir o como mínimo pudo preverla y evitarla. A esta construcción se la denomina actio libera in causa, para expresar que este hecho es "libre" en su causa, o, más precisamente, ha sido causado por una conducta humana anterior a la cual puede atribuirse jurídico-penalmente.
Como veremos, esta figura se aplica también en el campo de la culpabilidad a las causas de inimputabilidad, que es de hecho donde aparece con mayor frecuencia. Por ello, su explicación detallada se realiza en el módulo V (apartado 2.7).

5.La tipicidad objetiva (II). La tipicidad en los delitos activos de resultado material: la relación de causalidad e imputación objetiva

5.1.Introducción

Para poder afirmar la tipicidad de una conducta en relación con un delito de resultado material (homicidio, lesiones, daños, etc.), se requiere la comprobación de una determinada relación entre la acción y dicho resultado: una relación que en etapas anteriores de la teoría del delito se definía en términos de causalidad pero que en épocas más recientes denominamos de imputación –o, en sentido más estricto, de imputación objetiva–. Imaginemos, por ejemplo, que durante una discusión, A empuja con cierta violencia a B, quien al caer al suelo se golpea la cabeza con el bordillo de la acera y muere desnucado. Pues bien, como enseguida veremos, en la actualidad la cuestión no se reduce a dilucidar si A "ha causado" la muerte de B (pues desde un punto de vista meramente naturalístico resulta evidente que así ha sido); una vez afirmada dicha relación de causalidad, todavía es necesario determinar (desde un prisma ya no naturalístico sino plenamente normativo) si dicha conducta puede valorarse jurídicamente como "matar".
Se trata, en suma, de determinar los criterios que permiten que el resultado producido pueda realmente ser atribuido o imputado al sujeto como obra suya, lo que significa descartar que sea fruto del azar (más o menos desgraciado) o de la intervención de otras personas (terceros ajenos al hecho inicial, pero también la propia víctima del mismo).
Nos encontramos, sin duda, ante uno de los grandes problemas de la dogmática penal, que como es lógico ha dado lugar a numerosos intentos de resolución. Señalaremos primero, y tan sólo a grandes rasgos, cuál ha sido la evolución de su tratamiento hasta el momento actual, para centrarnos después en la teoría que hoy cabe considerar mayoritaria tanto en la doctrina como en la jurisprudencia (la teoría de la imputación objetiva del resultado).

5.2.El tratamiento del problema desde el prisma de la causalidad. Breve referencia a las principales teorías de la causalidad

A finales del s. XIX, y como consecuencia del predominio en esa época de una visión del mundo en términos naturalísticos o cientificistas, se pretende trasladar al ámbito jurídico–penal el concepto de causa propio de las ciencias naturales. Según dicho concepto, condición de un resultado es todo factor necesario para su aparición, es decir, todo aquello cuya ausencia hubiera determinado la no producción del resultado; a partir de aquí, causa del resultado es todo ese complejo de condiciones necesarias –todas ellas, por tanto, igualmente relevantes o equivalentes desde el punto de vista causal–. Trasladada al ámbito penal, esta teoría, denominada teoría de la equivalencia de las condiciones, considera causa de un resultado a toda aquella acción sin la cual este no se hubiera producido (es decir, toda condición es igualmente causa).
El problema evidente de la teoría de la equivalencia de las condiciones residía en su completa inviabilidad como criterio (siquiera inicial, en el ámbito de la tipicidad) de atribución de la responsabilidad, puesto que inevitablemente comportaba (como parte de su esencia misma) una afirmación desmedidamente amplia del ámbito de lo causal (siguiendo con nuestro ejemplo, también sería causa de la muerte de B el que la madre de A matriculase a este en el colegio donde se conocieron de niños, pues si no se hubieran conocido no hubieran discutido, etc.). De ahí que surgieran otras teorías de la causalidad que pretendieran, en definitiva, restringir su apreciación.
Surge así, por ejemplo, la teoría de la adecuación o de la causalidad adecuada, que introduce el criterio esencial de la previsibilidad (un criterio que en puridad no era físico-causal sino valorativo, y que en realidad sigue manejándose en la actualidad como parte esencial de la imputación objetiva); según esta visión del problema, causa de un resultado es aquella acción generalmente adecuada para producirlo, esto es, aquella acción de la que pudiera preverse que podía causarlo (la acción, por tanto, peligrosa ex ante). Y también podría mencionarse en este momento la llamada teoría de la relevancia, según la cual, una vez afirmada la relación causal entre acción y resultado (determinada según la fórmula de la teoría de equivalencia de las condiciones), todavía habría de valorarse (con criterios jurídicos) la relevancia de dicha acción a la luz del núcleo y sentido del concreto tipo examinado.
Teorías de la causalidad
En realidad, cada una de las teorías que acabamos de citar ha influido de alguna manera en la construcción de la visión actualmente dominante. La teoría de la relevancia, por ejemplo, sentó lo que hoy constituye el punto de partida de la teoría de la imputación objetiva, separando en planos diferentes la afirmación de la mera relación de causalidad como juicio naturalístico (que por su parte se formula aceptando la idea de la equivalencia de las condiciones) del juicio de imputación propiamente dicho, que necesitará de criterios valorativos esencialmente jurídicos. Y entre tales criterios de imputación juega un papel esencial, sin duda, la idea de la peligrosidad ex ante de la conducta, que se valora, como enseguida veremos, de acuerdo con parámetros sentados por la teoría de la adecuación.

5.3.La moderna teoría de la imputación objetiva

Lo que hoy llamamos teoría de la imputación objetiva se desarrolla como tal en la doctrina alemana, sobre todo a partir de los años sesenta del siglo XX, y constituye en la actualidad como doctrina dominante, tanto en la ciencia penal como en la jurisprudencia de nuestro país, en la que ha ido consolidándose progresivamente a partir de los años ochenta y noventa. Con todo, ha de dejarse constancia de que ni siquiera entre sus partidarios se trata de una construcción totalmente uniforme (pues algunos criterios son tratados de forma diversa según los autores –así sucede, por ejemplo, con el del fin de protección de la norma–), y de que tampoco cabe considerarla establecida de modo definitivo (pues su construcción continúa enriqueciéndose con nuevas aportaciones, como las relativas, por ejemplo, al principio de confianza).
5.3.1.La diferenciación entre el plano de la causalidad y el de la imputación objetiva en sentido estricto
La construcción se asienta sobre la delimitación de dos planos consecutivos en la apreciación de esa conexión entre acción y resultado imprescindible para afirmar la tipicidad: un primer paso (necesario pero no suficiente) ha de ser, sin duda, la constatación de la relación de causalidad entre la acción y el resultado, pues si esta no existe carece de sentido seguir ahondando en la posibilidad de imputación. En la doctrina mayoritaria en la actualidad se acepta la visión de la causalidad propugnada por la teoría de la equivalencia de las condiciones, en el sentido de aceptar que causa es toda condición relevante para la aparición de un fenómeno.
Constatada la relación de causalidad, habrá de realizarse el verdadero juicio de imputación objetiva, que prescinde de criterios físico-naturalísticos para operar, en cambio, con criterios valorativos propiamente jurídicos. Dicho de un modo gráfico, causar la muerte de otra persona no es siempre jurídicamente valorable como "matar", esto es, como conducta típica de homicidio.
5.3.2.Algunos supuestos problemáticos de determinación de la relación de causalidad
Antes de adentrarnos en los criterios de imputación objetiva propiamente dichos, ha de mencionarse alguna otra cuestión relativa a la determinación de la causalidad.
A pesar de que la jurisprudencia sigue utilizando con frecuencia la fórmula de la conditio sine qua non como modo de comprobación de la causalidad, la doctrina mayoritaria hace tiempo que ha puesto de relieve los resultados injustos a los que dicha fórmula puede conducir en determinados supuestos.
1) Pensemos, por ejemplo, en los supuestos denominados de causalidad hipotética, es decir, aquellos casos en los que el resultado se produce en virtud de unas determinadas condiciones (las que han funcionado como sus causas reales), pero se habría producido de igual modo en virtud de unas condiciones diferentes si aquellas no hubieran existido.
Dos sujetos tienen decidido matar a otro en plena calle, para lo que le esperan apostados en lugares distintos; A es quien debe disparar primero desde una determinada posición, pero si A no llegara a disparar por no encontrar el ángulo adecuado, B está también preparado para disparar desde el lugar en que se encuentra.
En casos de este tipo, la fórmula de la conditio sine qua non conduciría al absurdo de tener que negar la relación de causalidad entre el disparo de A y la muerte de la víctima, puesto que si A no hubiera disparado, B lo hubiera hecho y la víctima hubiera muerto igualmente.
2) Algo parecido sucede en los casos llamados de causalidad doble o alternativa, cuando dos conductas operan conjuntamente como condiciones de un resultado, pero una sola de ellas hubiera bastado para producirlo.
Dos sujetos deciden matar a la misma persona aunque no lo hacen por acuerdo mutuo, sino cada uno sin saber de las intenciones del otro. Actuando por separado, cada uno de ellos vierte una dosis de veneno en la taza de bebida que luego ingiere la víctima. Cada una de las dosis hubiera resultado letal por sí misma.
De nuevo en este caso la fórmula de la conditio sine qua non nos conduciría a un resultado injusto: ninguna de las dos conductas sería considerada causa del resultado porque, de no haberse llevado a cabo, de todos modos la víctima hubiera muerto (por la conducta del otro).
En la actualidad, la doctrina dominante opta por comprobar la causalidad por la fórmula de la condición ajustada a las leyes de la naturaleza. No se trata aquí de realizar ningún juicio hipotético, sino de comprobar lo que ha sucedido realmente: es decir, de comprobar si la conducta realizada por un sujeto ha condicionado el resultado de acuerdo con las leyes que rigen el acontecer causal (lo que se suelen llamar las "leyes generales"): si la condición puesta en juego por el sujeto a través de su comportamiento (un disparo realizado a determinada distancia con un determinado tipo de arma, etc., una determinada dosis de un determinado veneno) va unida de modo regular con un resultado como el acaecido (la muerte del sujeto), existirá relación de causalidad entre ambos, y ello con total independencia de que hubiera podido hipotéticamente entrar en juego otro factor igualmente causal.
Con todo, la comprobación de la causalidad con este nuevo parámetro puede presentar también algunos problemas en la práctica, que no obstante han quedado resueltos por la jurisprudencia. El problema se plantea por los que solemos denominar cursos causales no verificables, de los que la jurisprudencia española (7) ofrece (junto al caso alemán conocido como "caso Contergan" o "caso de la talidomida") una inmejorable muestra en el llamado "caso del aceite de colza".
El problema reside aquí en que en casos novedosos como estos, desconocidos para la ciencia, puede suceder –dada la imposibilidad de experimentar con seres humanos y por tanto de reproducir en laboratorio la concreta cadena de reacciones químicas acaecidas en el organismo– que no se llegara a constatar la concreta ley natural que encadenaba el consumo de tales sustancias con unos determinados resultados lesivos. Sin embargo, ha de subrayarse (y así lo hizo la referida sentencia) que para la comprobación de la causalidad no es imprescindible el conocimiento completo de la concreta ley natural explicativa del fenómeno; la relación de causalidad puede considerarse probada por otras vías como las estadísticas (se comprobó que todas las personas que presentaron ese tipo característico de síndrome habían consumido el aceite), aunque no llegue a tenerse un completo conocimiento de cómo o por qué el consumo desencadenaba tales resultados.
5.3.3.Los criterios de imputación objetiva
Una vez constatada la relación de causalidad, hemos de realizar el juicio de imputación jurídica del resultado propiamente dicho.
Según la formulación mayoritaria, la imputación de un resultado a una determinada acción requiere la comprobación sucesiva de varios extremos:
1) Criterio de creación del riesgo: en primer lugar, la conducta ha de haber creado un riesgo jurídicamente desaprobado de producción de dicho resultado.
2) Criterio de realización del riesgo: en segundo lugar, el resultado tiene que ser concreción precisamente de dicho riesgo y no de otro distinto.
Veamos separadamente cada uno de estos grandes requisitos.
1) Creación de un riesgo jurídicamente desaprobado.
La exigencia de este requisito como primer elemento de la imputación objetiva comporta, según la doctrina dominante, la exclusión de esta en los supuestos de:
  • ausencia de riesgo (o riesgo insignificante),

  • actuación dentro de la esfera del riesgo permitido,

  • disminución de riesgo,

y a ello se añade
  • el problema de si debe afirmarse o negarse la imputación del resultado a un sujeto en los casos en que la propia víctima asume voluntariamente el riesgo de que se produzca.

a) Exclusión de la imputación objetiva en casos de ausencia de riesgo o riesgo irrelevante. En primer lugar, para poder imputar objetivamente un resultado a una conducta, esta ha de crear un riesgo o peligro de cara a la producción de ese resultado: si la acción no pone en peligro de forma relevante el bien jurídico protegido, el que acabe causando el resultado lesivo para el mismo es fruto del mero azar, lo que supone que no podamos imputar dicho resultado al autor del comportamiento como obra suya. Ello nos conduce directamente a la noción de la previsibilidad, puesto que crear un peligro o riesgo para un bien jurídico supone crear una situación de la que es previsible que se derive un determinado resultado lesivo para dicho bien.
Este juicio sobre la creación de un riesgo, es decir, sobre la previsibilidad del resultado, se realiza en la teoría de la imputación objetiva tomando el criterio sentado en su día por los partidarios de la teoría de la adecuación: todo depende de si un observador inteligente antes del hecho (ex ante) hubiera considerado que la correspondiente conducta es arriesgada o que aumenta el peligro (esto es, si hubiera podido prever que podía producirse el resultado) dotando a ese observador ideal –además de los conocimientos propios de la persona inteligente– de los conocimientos especiales de los que (en su caso) dispusiera dicho autor.
Imaginemos el ejemplo clásico del sobrino que con ánimo de heredar a su millonario tío convence a este de que suba a un avión, con la esperanza de que se estrelle y el tío muera. Si el avión efectivamente sufre un accidente y el tío muere, ¿diríamos que la muerte se puede imputar al sobrino, esto es, que este "ha matado"? Obviamente, no. Y la razón es que la conducta de convencer a otro para que viaje en avión no aparece ex ante como una conducta peligrosa para la vida, en la medida en que un espectador objetivo que conozca la casi insignificante tasa de accidentes de aviación no podría prever que este concreto accidente pudiera producirse. Ahora bien, la cuestión cambiaría por completo si el sobrino hubiera convencido a su tío de que subiera a un avión el 11 de septiembre del 2001, sabiendo que el mismo iba a estrellarse contra las Torres Gemelas de Nueva York. En tal caso resulta necesario incorporar tales conocimientos especiales al juicio de peligrosidad: cualquier persona inteligente que supiera que en un avión viajan terroristas suicidas sí que consideraría peligroso para la vida convencer a un tercero de que suba al aparato, pues con tales conocimientos la muerte de los pasajeros resulta totalmente previsible.
Lo dicho sirve para resolver (rechazando la imputación del resultado) aquellos supuestos en los que es claro que la conducta no crea ningún riesgo o en todo caso un riesgo insignificante de cara a su producción. Supuestos, por ejemplo, como el propinar un mero empujón que, a consecuencia de una mala caída, determina la muerte por lesión cerebral de la víctima (8) . La cuestión no es tan sencilla, sin embargo, cuando el riesgo no es tan claramente irrelevante; surge así, entonces, el problema de determinar a partir de qué grado de posibilidades de producción del resultado podemos considerar que existe previsibilidad y, por tanto, creación de riesgo.
(8) Distinto sería, obviamente, si el leve empujón se hubiera propinado en unas circunstancias en las que el resultado sí que fuera previsible, como sucedería, por ejemplo, si se empujara a alguien en la calle en el borde de una acera: dado que en tales circunstancias es previsible ex ante que pueda caer a la calzada y ser atropellado si tal cosa sucede, los resultados sí que serán imputables a quien le empujó (SAP Barcelona de 9 de marzo del 2001).
Pensemos en un fuerte puñetazo o patada que hace caer a una persona y golpearse violentamente en la cabeza contra el suelo: lo más frecuente es que este tipo de acciones no causen caídas con traumatismos craneales o hemorragias cerebrales mortales, pero desde luego no es completamente imprevisible que así ocurra. ¿Puede decirse entonces que estas conductas han creado un riesgo de muerte suficientemente relevante? Sólo si respondemos afirmativamente a esta pregunta podremos decir (si se cumplen los restantes requisitos de la imputación objetiva) que el sujeto "ha matado", esto es, que se da el tipo objetivo de homicidio –que sea doloso o imprudente es otra cuestión, que deberá analizarse posteriormente. Condena por homicidio doloso la STS de 22 de diciembre de 2008 en un caso de violenta patada en la cabeza-caída-traumatismo craneal, e incluso la STS de 4 de julio de 2003 condena (por homicidio imprudente) en un caso similar en el que la conducta consistió en un fuerte empujón arrojando a la víctima contra el suelo.
Este problema no se resuelve de modo uniforme en doctrina ni en jurisprudencia. Para algunos autores, el criterio de la creación del riesgo se cumple con que haya un mínimo de previsibilidad, mientras que otros exigen la probabilidad (es decir, un alto grado de posibilidades), y otros, en posición más intermedia, se conforman con que pueda contarse con la producción del resultado como algo "no anómalo" de acuerdo con las reglas de la experiencia común.
De este modo, conductas como disparar o herir a otro con un arma blanca aunque sea a una zona no vital (como los brazos o las piernas) sí suele estimarse que generan un riesgo de muerte, pues aunque no sea lo más común que la produzcan, sí que existe la posibilidad de que sobrevengan fuertes hemorragias o infecciones que a la postre desencadenen el fallecimiento.
Mención especial merece en este contexto, por su relevancia práctica, el problema de las especiales condiciones físicas de la víctima, sobre todo las patologías previas que contribuyeran sustancialmente a agravar un resultado lesivo inicial. Es cierto que un caso (extremo) de este tipo suele utilizarse en la doctrina como ejemplo paradigmático de exclusión de la imputación objetiva por falta de previsibilidad: así, suele decirse que no podría imputarse la muerte de la víctima a quien le causa unas heridas de muy poca importancia si el fallecimiento se produce por pérdida de sangre al ser la víctima hemofílico y ser esta condición desconocida para el autor. Sin embargo, la jurisprudencia del TS mantiene –como mínimo en casos no tan límites como el anterior– una solución favorable a la imputación, y suele insistir en que las patologías preexistentes de la víctima no impiden la imputación del resultado, pues negarla supondría, a la postre, proteger menos intensamente la vida o la salud del débil o enfermo que la del fuerte o sano.
En la STS de 29 de mayo de 1999 se substancia un supuesto de imputación objetiva del resultado de muerte a quien propina un puñetazo en el vientre de un enfermo de sida, que en una persona sana no hubiera tenido mayores consecuencias, pero que en esta víctima ocasionó su muerte dado el extremo deterioro de sus órganos (aunque se casa la sentencia de instancia por razones de procedibilidad).
b) Exclusión de la imputación objetiva en casos de riesgo permitido. Existen algunas actividades básicas para el funcionamiento de las sociedades actuales (y de entre ellas el mejor ejemplo es sin duda el tráfico rodado) que per se crean un cierto riesgo para bienes jurídicos, pero que el ordenamiento jurídico permite precisamente en razón de su enorme utilidad social –exigiendo, eso sí, que quien las lleve a cabo respete unas determinadas normas de diligencia o cuidado–. De este modo, quien cause un resultado en el desarrollo de alguna de estas actividades, pero manteniéndose dentro de los márgenes de riesgo permitido (delimitados sobre todo por las normas de diligencia reguladoras de dicha actividad), no será objetivamente responsable del mismo.
1) Sin duda, la conducción de vehículos siempre crea un cierto riesgo para la vida e integridad de los peatones; sin embargo, no se imputará el resultado de muerte a quien, conduciendo correctamente, atropella a un peatón descuidado que aparece súbitamente intentando cruzar corriendo la calzada –es decir, el conductor sin duda "ha causado" la muerte del viandante, pero ello no es valorado jurídicamente como un homicidio–.
2) También genera ciertos riesgos el que los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad porten armas de fuego para en su caso utilizarlas (siquiera de modo intimidatorio) en el ejercicio de sus funciones; sin embargo, la STS de 9 de diciembre de 2009 entiende que actuaba dentro del riesgo permitido el agente que, ante la resistencia de un detenido, le intimida con su arma reglamentaria manteniendo puesto el seguro de la misma, de manera que no se le imputa la muerte de aquel, producida tras un forcejeo entre agente y detenido al intentar este último hacerse con la pistola.
c) Exclusión del riesgo permitido en casos de disminución del riesgo.
No se imputará el resultado lesivo causado por un sujeto si con su actuación disminuyó el riesgo de que se produjera un resultado más grave.
d) El problema del riesgo asumido por la víctima
Uno de los problemas más interesantes que suelen abordarse en la imputación objetiva se centra en el papel que a estos efectos puede jugar la asunción de riesgos por la propia víctima. Aunque se trata de un tema muy discutido a nivel doctrinal, la postura dominante suele resolverlo sobre la base de distinguir varias posibilidades:
  • Favorecimiento de una autopuesta en peligro de la propia víctima. Esta expresión se utiliza para referirse a los casos en los que es la víctima la que se pone a sí misma en peligro de modo voluntario; en tal caso, la persona que con su comportamiento de alguna manera ha favorecido dicha puesta en peligro no será responsabilizada de los resultados acaecidos.

1) El sujeto que provee a otro de una cantidad de droga para su consumo sólo será sancionado como autor de un delito de tráfico de drogas y no por homicidio en caso de que el consumidor –conocedor del riesgo que asume– muera de una sobredosis (aunque argumentando todavía en términos de causalidad, así la STS 11 de noviembre 1987, o la STS 23 de junio de 1995);
2) La doctrina dominante sostiene que no debe imputarse a quien crea un riesgo jurídicamente desaprobado (p. ej., un incendio) los resultados lesivos sufridos por quienes realizan voluntariamente tareas de salvamento o extinción del mismo (no obstante, condena STS 17 de enero de 2001);
3) El que convence a otro para que realice una actividad peligrosa (patinar sobre un lago helado) no responderá por el resultado de muerte, por muy previsible que este fuera, si la víctima asumió voluntariamente el riesgo.
La base de este entendimiento del problema se encuentra en el que suele denominarse principio de autorresponsabilidad de la víctima –cada ciudadano es el primer responsable de su propia indemnidad. Ahora bien, existen numerosos factores que pueden mediatizar una decisión de autopuesta en peligro convirtiéndola en no responsable (coacción, engaño, defectos cognitivos del sujeto, etc.), y en tal caso sí debe imputarse los resultados a quien la favorece.
Convencer a un niño pequeño de que patine en un lago helado, u ofrecer droga a otro ocultándole que esta se halla adulterada sí generará responsabilidad por los resultados lesivos.
En relación con lo anterior, la jurisprudencia considera que debe imputarse el resultado lesivo finalmente acaecido a quien coloca a una persona en una situación de presión o amenaza extrema siendo previsible que podría intentar huir incluso a costa de ponerse a sí misma en grave peligro.
1) A recoge a B en autostop, y comienza a hacerle insinuaciones sexuales cada vez más explícitas, ante lo que B le pide que la deje bajar; como A no se lo permite y la situación se hace cada vez más amenazadora, B, aterrorizada, se tira del camión, sufriendo la amputación de una pierna (STS 8 de noviembre de 1991, que imputa la lesión).
2) A propina continuos malos tratos a su mujer, embarazada de 8 meses, hasta el punto de privarla de libertad en su domicilio durante días de continuas palizas. Aterrorizada ante la posibilidad de morir a manos de su marido, B intenta escapar por la ventana, precipitándose al vacío (condena por homicidio y aborto SAP Vizcaya de 29 de junio de 2006).
3) Según el TS, no se debe imputar el resultado a quien presiona, amenaza o persigue si la víctima opta por una huida extremadamente peligrosa ante un peligro mucho menor (STS 26 de febrero de 2000) o corre un riesgo en modo alguno previsible para el tercero (sujeto que al ser perseguido por otros sufre una fractura muy compleja de la rodilla al intentar saltar un muro de 1 metro, a resultas de la cual ha de serle amputada la pierna: STS 3 de junio de 2008).
  • La heteropuesta en peligro con consentimiento de la víctima. Esta expresión se emplea para designar aquellas situaciones en las que (a diferencia de las anteriores, en que es la propia víctima la que realiza la acción peligrosa) es un tercero el que domina el curso de la acción creadora del peligro (p. ej., el conducir de forma manifiestamente peligrosa), aunque con el consentimiento de la víctima en someterse a tal acción con conocimiento de su peligrosidad (p. ej., aceptando ir de pasajero). En tales casos, al menos un sector de doctrina y jurisprudencia tienden a imputar el resultado al autor, sobre la base de que al ser él quien realiza la acción, es él y no la víctima quien en definitiva controla el riesgo (así, la STS de 17 de noviembre de 2005). La solución es, no obstante, discutida, pues un importante sector doctrinal entiende que tales casos deberían equipararse a los primeros (y no imputarse el resultado) siempre que la víctima conozca perfectamente el riesgo y el autor no se desvíe de los márgenes de riesgo aceptados por ella.

Para concluir con este primer nivel o requisito de la imputación objetiva, conviene aclarar que, de producirse alguna de estas situaciones de falta de creación de riesgo jurídicamente desaprobado (ausencia de riesgo, riesgo permitido, disminución del riesgo, o atribución del riesgo únicamente a la esfera de responsabilidad de la víctima), la conducta será atípica, y aunque exista dolo por parte del sujeto no podrá ser sancionada ni siquiera en grado de tentativa.
En el ejemplo antes mencionado del sobrino que pretende conseguir matar a su tío haciéndole volar en avión con la esperanza de que se produzca un accidente –ocurriendo este por mera casualidad– no se podrá imputar la muerte pero tampoco siquiera tentativa de homicidio, a pesar de que el sujeto sí actuaba con dolo de matar.
2) Realización del riesgo en el resultado
Una vez comprobada la concurrencia del primer requisito, y presupuesta por tanto una conducta creadora de un riesgo desaprobado, sólo podrá imputarse el resultado a su autor si dicho resultado es concreción o realización precisamente del riesgo creado por el comportamiento, y no de otro distinto. Esta relación entre riesgo y resultado ha de constatarse una vez producidos los hechos (por ejemplo, en supuestos de homicidio será determinante la autopsia para explicar cuál ha sido exactamente el desencadenante del fallecimiento), de modo que el examen de este segundo requisito de la imputación objetiva se realiza desde una perspectiva ex post, analizando, una vez conocidos todos los datos, qué es lo que ha ocurrido exactamente –para determinar luego cómo debe ser valorado desde el punto de vista jurídico.
Si se comprueba que el resultado no es concreción del riesgo inherente a la conducta, sino de algún otro, el resultado no podrá imputarse (no podrá sancionarse, por tanto, por delito consumado). Como máximo, si la conducta se realizó con dolo de producirlo, podrá sancionarse por el delito en grado de tentativa.
A dispara a B con ánimo de matarle, y B muere en un accidente de la ambulancia que le trasladaba, o bien en un incendio desencadenado en el hospital. En estos casos, el riesgo que explica la muerte de B no son las heridas causadas por el disparo, sino una fuente de riesgo distinta y completamente imprevisible (el accidente o el incendio). De este modo, a pesar de que B haya muerto, A sólo podrá ser sancionado por tentativa de homicidio –y en caso de que no hubiera habido dolo de matar sino sólo de lesionar, imputaremos a A las lesiones consumadas causadas a B como efecto directo del disparo.
En cambio, sí deberá imputarse cuando el resultado sea concreción de un riesgo inherente a la conducta, aunque no sea el riesgo principal creado por ella o el que el sujeto pensaba (caso de haber dolo) que se realizaría en el resultado.
1) A propina a B varias patadas en la cabeza; aunque B no muere de un traumatismo craneal o una hemorragia cerebral, que serían los riesgos más habituales en este tipo de casos, sino asfixiado por penetrar en los pulmones la sangre que manaba de la fractura de los huesos nasales y del hueso situado en la base de la lengua, su muerte puede ser imputada a A, pues el riesgo que se concreta en el resultado es uno de los desencadenados por su acción (STS de 7 de marzo de 2006).
2) A asesta a B una puñalada con arma blanca en un muslo, lo que crea el riesgo de una fuerte hemorragia que eventualmente puede llegar a ser mortal; ahora bien, también se imputará el resultado a A si B contrae el tétanos y muere, puesto que la infección por tétanos, aun no siendo el riesgo más importante creado por la conducta, sí es inherente a la misma (no se trata, por tanto, de una fuente de riesgo distinta).
3) A arroja a B por un puente sobre un caudaloso río, pretendiendo matarle por ahogamiento; si la autopsia demuestra que B ha muerto no ahogado sino por el golpe sufrido en la cabeza contra un pilar del puente, el resultado será igualmente imputable a A, pues aunque no se trate del riesgo principal creado por la conducta, sí es un riesgo inherente a ella.
En este ámbito cobran especial relevancia práctica los supuestos caracterizados por la existencia de un primer comportamiento creador de un riesgo desaprobado, que (aun no siendo directamente sustituido por otro riesgo, como sucede en los ejemplos anteriores de la ambulancia o el incendio), sí se ve favorecido (hasta llegar a producir el resultado) por una posterior conducta peligrosa de una tercera persona; en la práctica tal cosa sucede sobre todo respecto de actuaciones posteriores de profesionales sanitarios o de la propia víctima. La solución no es uniforme ni en la doctrina ni en la propia jurisprudencia, pero lo cierto es que en casos de deficiente atención sanitaria el TS tiende a imputar el resultado al autor del comportamiento inicial, especialmente si las heridas causadas eran en sí mismas aptas para producir la muerte (paradigmático el caso resuelto por la STS de 19 de mayo de 1994).
Tendencia a imputar
Dicha tendencia a imputar se acentúa cuando las conductas de terceros constituyen meras omisiones; es decir, cuando lo que sucede es que las personas responsables de controlar ese riesgo inicial omiten hacerlo adecuadamente (los médicos no practican al herido el escáner cerebral que hubiera estado indicado y, por tanto, no detectan el edema que produce la muerte, la víctima o sus acompañantes no recaban asistencia sanitaria, o la ambulancia se demora indebidamente retrasando demasiado el inicio de la atención médica al herido). La imputación del resultado al primer agente en casos de este tipo suele fundarse en que tales omisiones en nada han modificado el curso de riesgo inicialmente creado (SSTS 4 de julio de 2003, 22 de diciembre de 2008).
En todo caso, sí parece adecuado negar la imputación en supuestos en los que el riesgo inicialmente creado (p. ej., una herida con pocas probabilidades de producir la muerte) experimente un incremento muy notable por este tipo de actuaciones de terceros (en este sentido, p. ej., la SAP Sevilla 21 de julio de 2003, que absuelve de homicidio y condena sólo por lesiones en un caso de puñalada en una pierna que provoca una hemorragia sustancialmente agravada por la conducta de la propia víctima y por el retraso en solicitar ayuda médica).
Por otra parte, aunque algunos autores utilizan el criterio del fin de protección de la norma como independiente, este criterio también puede utilizarse en este contexto para descartar la imputación del resultado por incumplimiento del requisito que nos ocupa. Así, una conducta puede rebasar el nivel de riesgo permitido y causar un resultado, pero no por ello este ha de serle imputado al autor: no lo será si la norma infringida no tiene el sentido de evitar resultados como el producido.
1) A, conduciendo a una velocidad superior a la autorizada atropella a B, un suicida que se tira bajo las ruedas de su coche. A pesar de que A había rebasado el riesgo permitido, no podrá imputársele la muerte de B, puesto que la norma de cuidado infringida (la limitación de velocidad) no está concebida para evitar la muerte de sujetos que inopinadamente se arrojen bajo el vehículo.
2) En el caso resuelto por la STS de 30 de mayo de 1988, A conduce su ciclomotor llevando como pasajero a B –algo prohibido para ese tipo de vehículo–; B muere en una colisión del ciclomotor con un camión. El TS anula la sentencia de instancia (que había condenado a A por homicidio imprudente) argumentado acertadamente que la norma infringida por A sólo tiene el sentido de evitar los resultados directamente conectados con la mayor dificultad de conducción que implica al transporte de otra persona en el ciclomotor, cosa que no ocurrió en este caso (pues el riesgo para B en relación con el camión hubiera sido exactamente el mismo en una motocicleta de otro tipo).
3) Aquí podrían incluirse también los llamados casos de daños producidos por shock: A mata a B (dolosa o imprudentemente); el padre de este, C, muere de un ataque cardíaco al recibir la noticia. No puede imputarse a A la muerte de C porque la norma infringida al matar a B –el tipo de homicidio– no pretende evitar este tipo de resultados indirectos sobre familiares o allegados. Lo mismo cabría decir en algunos casos en los que, sin embargo, el TS sí ha condenado (STS de 27 de febrero de 2001): así, si A, conduciendo imprudentemente, colisiona con el vehículo de B y le causa unas leves lesiones, sólo podrán imputársele estas, y no la muerte de B si este fallece horas después de un infarto causado por el estrés sufrido con el accidente, puesto que el sentido de las normas de conducción es únicamente el de evitar las lesiones y muertes directamente conectadas con los accidentes (vid. igualmente STS de 27 de enero de 1984).

6.Tipicidad objetiva (III). El tipo en los delitos de omisión

6.1.Introducción

El art. 10 del CP define como delitos
"las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la ley".
Y es que los delitos se pueden realizar bien de forma activa bien de forma omisiva.
  • Ejemplo de los primeros: A induce a su vecino menor de edad a abandonar el domicilio familiar (224 CP).

  • Ejemplo de los segundos: A, que ha sido designado para ejercer como presidente de una mesa electoral, deja de comparecer a su constitución en la jornada electoral (143 LOREG).

Cuando hablamos de omisiones lo hacemos necesariamente a partir de normas, pues la propia idea de omisión no nos remite a cualquier acción que un sujeto pueda dejar de realizar entre los miles de cursos de acción imaginables (por ej., no comer un helado, no correr, etc.), sino particularmente a aquella concreta acción que en un momento determinado se esperaba que el sujeto realizara y no ha hecho (p. ej., no saludar). Esto es, la omisión únicamente se explica a partir de un sistema normativo: solo en ese contexto se generan expectativas concretas de acción que pueden verse defraudadas en caso de no llevarse a cabo. Y desde el derecho penal, tan solo cobra sentido hablar de omisiones a propósito del incumplimiento de una previa obligación de actuar, es decir, desde la perspectiva de los tipos penales que recogen dichas obligaciones. Dichos mandatos de actuar deben tener su fundamento en la necesidad de protección de un bien jurídico, de modo que se enderezan lógicamente a exigir la realización de acciones de salvaguarda del mismo cuando pueda encontrarse en peligro.
Mientras que en las realizaciones típicas activas es la conducta del sujeto la que genera o incrementa un peligro para el bien jurídico, en el caso de las omisiones dicha situación de peligro ya existe y el ordenamiento espera que el sujeto concernido intervenga activamente para neutralizarlo. Y así como los tipos de acción se cumplen cuando el sujeto realiza la conducta en ellos descrita, los de omisión se verifican por la no realización de la conducta exigida (pudiendo realizar, por cierto, cualquier otra conducta activa alternativa o ninguna, pues lo importante es que dejan de llevar a cabo la única que tienen el deber de realizar). De modo que, desde el punto de vista normológico implicado, así como los delitos activos implican la infracción de una prohibición (una norma que prohíbe actuar en un determinado sentido), los omisivos, por su parte y como se ha señalado, suponen la infracción de un mandato (una norma que prescribe actuar en cierta dirección).
Son lógicamente más numerosas las normas penales prohibitivas –libertad general de obrar excepto para lesionar bienes ajenos– que las prescriptivas –obligación de actuar en un determinado sentido. Por eso, los delitos de omisión cobran sobre todo sentido en el paso de un Estado liberal –donde lo que importa es que el individuo no lesione bienes ajenos– a un Estado más social, uno de cuyos rasgos es la idea de solidaridad –en el que no es suficiente que el sujeto se abstenga de verificar conductas lesivas, sino que interesa también que intervenga positivamente para su salvaguarda.
Ahora bien, esa no realización de una prestación positiva de salvaguarda del bien en peligro puede infringir deberes de distinta intensidad. En algunos casos, cuando el sujeto no ocupa una especial posición con respecto al bien, se le castigará simplemente por la no realización de la conducta debida (omisión pura). En otros, por contra, la abstención de actuar puede llegar a suponer que se atribuya el resultado a la omisión si el sujeto tenía un deber especial de haberlo evitado, de manera que puede ser hecho responsable igual que si lo hubiera causado de forma activa (comisión por omisión).
Un niño que no sabe nadar cae al agua y perece ahogado mientras en su presencia el socorrista titulado del polideportivo municipal y un bañista amigo suyo continúan jugando a cartas. Al primero le imputaríamos la muerte del niño como si la hubiese causado activamente (homicidio en comisión por omisión), al segundo le sancionaremos por no haber actuado (omisión pura del deber de socorro).

6.2.Los delitos de omisión pura

En los delitos de omisión pura u omisión propia el sujeto no realiza una determinada conducta destinada a la salvaguarda de un bien jurídico que se encuentra en peligro.
Pese a observar cómo un ciclista, que acaba de sufrir un accidente, yace en la cuneta demandando auxilio, A opta por no detener su vehículo, prosiguiendo su camino (art. 195.1: omisión del deber de socorro).
En la omisión pura se sanciona la no realización de la conducta debida tendente a la evitación de un resultado lesivo para un bien jurídico protegido, sin que, no obstante, la responsabilidad del sujeto se vea condicionada por el hecho de que a la omisión haya seguido o no la producción de dicho resultado. Se trata, por eso, de una categoría correlativa a los delitos de mera actividad (puede hablarse en ese sentido de delitos de mera inactividad), en la que se sanciona por la omisión en sí misma, sin que quepa imputar a esta resultado alguno.
Los delitos de omisión pura se vinculan a deberes cívicos generales, inspirados en criterios de solidaridad, que incumben a cualquier ciudadano, constituyendo, por ello, delitos comunes, comisibles por cualquiera, y se encuentran expresamente previstos por la ley.
Otros ejemplos: omisión del deber de impedir determinados delitos (450.1), omisión de auxilio a menores o incapaces abandonados (618.1), negarse a juzgar (448), inasistencia a mesa electoral (143 LOREG), etc.
Elementos del tipo de la omisión pura
1) Situación típica generadora del deber de actuar: es necesario que concurran las circunstancias descritas en el tipo penal a las que se vincula el surgimiento de la obligación de actuar y que fundamentalmente se concretan en la existencia de una situación de peligro para un bien jurídico protegido (probabilidad de producción de una lesión o de agravamiento de una lesión ya iniciada). Así, en el caso de la omisión del deber de socorro es preciso estar ante una persona desamparada y en peligro manifiesto y grave (art. 195.1), o en la omisión del deber de impedir determinados delitos ante la próxima comisión de un hecho que revista esas características (art. 450.1). La obligación genérica de actuar incumbe a todo aquel que se halle en el contexto descrito.
2) No realización de la acción típicamente indicada tendente a la neutralización del peligro que se cierne sobre el bien jurídico (no socorrer a la persona desamparada o no impedir un delito de próxima comisión, respectivamente, en el 195.1 y 450.1). La acción omitida debe ser objetivamente idónea desde un punto de vista ex ante para la salvación del bien (aunque ex post se revele que no habría podido evitar la lesión), de modo que resulta atípico dejar de llevar a cabo una acción que ya ex ante aparezca como inapropiada para lograr dicho cometido (a pesar de que quede refutado ese juicio desde una perspectiva ex post). Tanto da que el sujeto reste pasivo, sin hacer nada, como que realice otra conducta distinta de la indicada, pues lo único relevante es que deje de actuar en el sentido indicado.
Por otra parte, la conducta debida puede verificarse personalmente o a través de terceros, aunque no es infrecuente ex lege que esta segunda opción sólo entre en juego subsidiariamente en caso de imposibilidad de la prestación personal (p. ej., petición de auxilio a tercero en la omisión del deber de socorro, 195.2, o a la autoridad pública en la omisión del deber de impedir determinados delitos, 450.2). Y todo ello, recuérdese, con independencia de que el peligro llegue a concretarse en lesión o no, pues el delito de omisión pura se agota en el simple incumplimiento del mandato de actuar en el sentido prescrito.
3) Posibilidad de realizar la acción debida: no hay omisión si no le resulta posible al sujeto actuar en el sentido esperado (ad impossibilia nemo tenetur). Se trata, en primer lugar, de la capacidad actual y concreta de poder intervenir para conjurar el peligro, referida al individuo que se halla en la situación típica ("cuando pudiere hacerlo", 195.1, "pudiendo hacerlo", 450.1) y comprende tanto los medios materiales a su alcance (instrumentos, etc.) como los personales (características físicas, conocimientos teóricos, etc.) de los que pueda disponer, más la cognoscibilidad de la situación típica y de las opciones de neutralización del peligro.
Además de lo indicado, es necesario añadir que dicha posibilidad de realizar la conducta exigida debe ser entendida en un sentido normativo (y no sólo de absoluta imposibilidad física o material de llevarla a cabo), de modo que si la prestación de auxilio ajeno comporta para el propio sujeto un riesgo relevante, que pueda ir más allá de lo razonable –un comportamiento heroico– no surge ya el deber de actuar: no se le exige al sujeto actuar, aunque pudiera hacerlo, en el sentido esperado. En esa dirección se inscriben las cláusulas "sin riesgo propio ni de terceros" (art. 195.1) o "sin riesgo propio o ajeno" (art. 450.1) que contienen algunos tipos de omisión pura. No obstante, se trata de una cuestión no pacífica: un sector doctrinal considera preferible ubicar dicha problemática en la culpabilidad (vid. en el módulo V el apartado dedicado a la inexigibilidad y sus causas).

6.3.Los delitos de comisión por omisión

Los delitos de comisión por omisión u omisión impropia consisten en la no realización de la conducta dirigida a evitar un resultado lesivo para un bien jurídico protegido por parte de quien estaba especialmente obligado a impedirlo, de manera que la no evitación se hace equivalente a su causación.
En la comisión por omisión se imputa el resultado a la omisión en los mismos términos que se tendría lugar si aquel se hubiera causado de forma activa. Desde ese punto de vista pueden ser catalogados como delitos de resultado (pues aquí no se castiga sólo por no haber actuado, como ocurre en la omisión pura). En este caso, el mandato de evitar el resultado incumbe estrictamente a determinadas personas a quienes la salvaguarda del bien jurídico se halla particularmente confiada, de modo que devienen garantes de su indemnidad. La concurrencia de esa posición de garantía los convierte en delitos especiales propios (a diferencia de la omisión pura, donde no existe un deber especial de actuar, sino que la tutela del bien interesa a todos en general).
Los delitos de comisión por omisión no se encuentran específicamente recogidos en el CP de forma separada de sus equivalentes modalidades activas: existe una cláusula general de tipificación de dichos comportamientos, en el art. 11, que debe ser puesta en conexión con los distintos tipos de resultado susceptibles de ser realizados, además de por una conducta activa, por medio de una omisión, como ocurre en el homicidio (vid. infra).
Sin embargo, hay delitos, como los recogidos en el art. 176 (funcionario que, faltando a los deberes de su cargo, permite que otras personas inflijan torturas u otros delitos contra la integridad moral) o el 432.1 (funcionario que consiente que un tercero sustraiga los caudales públicos que tiene a su cargo), en los que sí se contiene una equiparación ex lege entre las omisiones mencionadas (permitir/consentir que un tercero actúe) y las modalidades comisivas paralelas llevadas a cabo por el propio garante (otros ejemplos: 414.1 o 415). Se trata de "omisiones con equivalencia comisiva legalmente determinada" que pueden ser entendidas como una variante, expresamente prevista en los tipos penales, de la comisión por omisión.
Precisamente por eso las denominaciones de omisión pura y comisión por omisión, que acabamos de ver, resultan preferibles a las de omisión propia y omisión impropia, con frecuencia utilizadas como sinónimas respectivamente de las anteriores pero no siempre coincidentes, pues a menudo se recurre a estas últimas respectivamente para referirse a las omisiones expresamente previstas en la ley penal –las propias– y a las omisiones no tipificadas –que serían las impropias.
Se ha propuesto asimismo la existencia de una tercera clase de supuestos expresamente tipificados, unas omisiones de gravedad intermedia, en las que a pesar de hallarse el sujeto en una posición de garantía respecto del bien jurídico protegido –y ese dato las aproxima a la comisión por omisión– no pueden equipararse a la producción activa de un resultado –y eso las acerca, en cambio, a las omisiones puras. En ese sentido, se les da el gráfico nombre de omisiones puras de garante: sería el caso de la omisión del deber de socorro agravada del art. 195.3, en las que el omitente ha sido el causante del accidente, ocasionado imprudente o fortuitamente, que ha colocado a la víctima en una situación de riesgo, lo que origina un deber de socorro cualificado. Otros ejemplos: 189.5, 196 ó 619.
Elementos del tipo de la comisión por omisión
Como se ha dicho, el CP de 1995, en su artículo 11, recoge una cláusula general reguladora de la comisión por omisión:

Art. 11 CP:

"Los delitos que consistan en la producción de un resultado sólo se entenderán cometidos por omisión cuando la no evitación del mismo, al infringir un especial deber jurídico del autor, equivalga, según el sentido del texto de la ley, a su causación. A tal efecto se equiparará la omisión a la acción:

a) Cuando exista una específica obligación legal o contractual de actuar.

b) Cuando el omitente haya creado una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión precedente."

A pesar de no contemplarse expresamente en el art. 11 (que no contiene por tanto una regulación acabada de los elementos constitutivos de la omisión impropia, sino que se centra, como veremos, en el problema de la posición de garantía y en la equivalencia con el delito activo), los elementos típicos de la omisión pura resultan comunes a la comisión por omisión, por lo que puede darse aquí por reproducido lo señalado anteriormente con respecto a la primera (supra):
1) Situación típica generadora del deber de actuar
2) No realización de la acción típicamente indicada para la evitación del resultado
3) Posibilidad de realizarla
A ellos debe añadirse lógicamente, la producción del resultado no evitado que tiene que poderse imputar objetivamente a la omisión. Para ello, será necesario en primer término constatar la causalidad hipotética (pues, como se sabe, la omisión no causa nada: ex nihilo nihil fit), esto es, de un juicio de probabilidad que permita concluir que en el caso de haberse llevado a cabo la acción omitida se hubiera evitado la producción del resultado con una probabilidad rayana en la certeza (aunque hay quien se conforma con que hubiera disminuido de modo más o menos relevante dicha probabilidad –teoría del incremento del riesgo– o, al contrario, quien exige la seguridad de la evitación). Al ser, con todo, una tarea difícil de comprobar, parece preferible atenerse a la convicción del juzgador en el sentido típico requerido, la evitación del resultado, "más allá de toda duda razonable". Por otra parte y en segundo lugar, para la imputación será también necesaria constatar la presencia de un riesgo que supera el nivel de riesgo permitido y que sea precisamente dicho riesgo no neutralizado por el garante omitente el que se haya realizado en el resultado (vid. supra imputación objetiva).
Sin embargo, todo ello resulta todavía insuficiente para afirmar la tipicidad de la omisión impropia. Para poder considerar que quien omite la conducta debida realiza el comportamiento típico del mismo modo que si hubiera obrado de forma activa, constituye un presupuesto indeclinable que se encuentre en una determinada posición: la posición de garantía (vid. infra 2), de la que surge el deber de evitar la producción del resultado. Además, para que el resultado lesivo no evitado pueda ser imputado a la omisión resulta imprescindible la apreciación de una verdadera equivalencia entre la conducta activa y la omisiva (vid. infra 2).
1) Posición de garantía
No cualquier persona comete un delito de resultado por omisión, sino únicamente aquel que ocupa una determinada posición con respecto al bien protegido: el garante. El art. 11 CP recoge en su párrafo segundo las posibles fuentes de las posiciones de garantía: la ley, el contrato y el actuar precedente (o injerencia):
a) Ley ("obligación legal [...] de actuar"): el caso más frecuente en la práctica de posición de garantía derivada de una disposición legal es la que ocupan los padres en relación con sus hijos menores, fundamentado en el art. 39.3 CE ("Los padres deben prestar asistencia de todo orden a los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio, durante su minoría de edad y en los demás casos en los que legalmente proceda") y el art. 154.1 Cc ("la patria potestad se ejercerá siempre en beneficio de los hijos [...] y comprende los siguientes deberes: [...] velar por ellos"). Sobre esa base se ha imputado a los padres a título de autoría los resultados lesivos producidos a causa de la desatención de las necesidades básicas del menor.
En el mismo sentido, cabe apreciar la concurrencia de deberes de garantía en quienes ejerzan funciones de tutela de menores no emancipados o incapaces (art. 269 Cc: "El tutor está obligado a velar por el tutelado y en particular [...] a procurarle alimentos"). Se ha admitido también en situaciones de guarda de hecho.
Más problemática puede resultar la articulación de una posición de garantía entre cónyuges (art. 68 Cc: "Los cónyuges están obligados a [...] socorrerse mutuamente") o con respecto a los padres ancianos (arts. 142 y ss. Cc: "Están obligados recíprocamente a darse alimentos", amén de los cónyuges, "los ascendientes y descendientes"; entendiendo por alimentos todo lo que sea indispensable para el sustento o la asistencia médica), que debe pasar necesariamente por la existencia de una situación de dependencia total y efectiva respecto de los cuidados del otro (así, el progenitor anciano postrado en la cama, el cónyuge tetrapléjico, etc.) y por la recepción voluntaria del auxilio por parte del necesitado.
Otras posiciones de garantía derivadas de la ley pueden apreciarse en los funcionarios de policía o de instituciones penitenciarias respecto de personas detenidas o reclusas o en el caso de médicos y personal de instituciones sanitarias en relación con los pacientes a su cargo (aunque en no pocos de dichos supuestos se trata realmente de la asunción por contrato de una posición a la que la legislación asigna determinados deberes).
b) Contrato ("obligación [...] contractual de actuar"): la jurisprudencia ha considerado que pueden darse posiciones de garantía que tienen su origen en una vinculación contractual en el caso del guardabarreras responsable de un paso a nivel, el encargado de una línea de alta tensión, socorristas en una playa o piscina, maestros, cuidadores de niños pequeños o de ancianos, trabajadores de guarderías, de locales donde se organizan fiestas para niños o de colonias y campamentos de vacaciones, arquitectos y jefes de obra, médicos y personal sanitario, etc. (aunque en alguno de estos casos puede darse asimismo obligación legal de actuar), a los que podrían añadirse los clásicos ejemplos del guía de montaña o del monitor de natación.
c) Injerencia ("Cuando el omitente haya creado una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión precedente"): quien ha creado una ocasión de riesgo para el bien jurídico con un actuar precedente está obligado a evitar que dicha situación se traduzca en un resultado lesivo.
Observación
Quizá el problema mayor que se plantea en este ámbito venga dada por la controvertida delimitación entre estos supuestos y el tipo de omisión de auxilio a la propia víctima del art. 195.3. Efectivamente, este precepto recoge una omisión del deber de socorro cualificada cuando ha sido el propio omitente quien ha causado la situación de peligro por accidente fortuito o imprudente. Por ejemplo, A atropella a B en un accidente de circulación y no se detiene a socorrerlo. Aquí sólo puede dejarse apuntado que la jurisprudencia opta en estos casos, no infrecuentes en el tráfico rodado, por castigar por omisión del deber de socorro agravada del art. 195.3 en concurso con el delito activo imprudente que corresponda en función del resultado acaecido –lesiones o muerte del atropellado– (excepto en los casos en que el accidente fuera fortuito, en los que sólo se aplicaría el 195.3: por ejemplo, un suicida se arroja de forma imprevista a las ruedas del automóvil). Por su parte, la doctrina dominante propone, con carácter general, restringir la comisión por omisión por injerencia a la creación dolosa de la situación de peligro, reservando la omisión pura agravada del art. 195.3 para la fortuita y la imprudente, lo que conduce de facto a la práctica desaparición del ámbito de aplicación del art. 11 b), pues el recurso a la ingerencia resulta superfluo si en la verificación de la conducta precedente el dolo del autor abarca el resultado finalmente producido y no evitado, ya que, si así ocurre, este es directamente imputado a la conducta activa precedente a título de dolo (p. ej., A atropella a B con ánimo de matarlo y tras la colisión no evita que muera a consecuencia de las heridas producidas). Por todo ello resultan preferibles aquellas opciones que, más allá de la naturaleza del actuar precedente (ingerencia imprudente o fortuita, si se admite esta última) generador de la situación de peligro, aquilatan las distintas posibilidades de tratamiento en función de si concurre dolo o imprudencia, no ya en relación con la propia conducta omitida (el dolo aquí resulta imprescindible, pues en otro caso decae la posible aplicación del 195.3), sino con los eventuales resultados lesivos derivados de la misma. En cualquier caso, se trata de una compleja cuestión que debe merecer una mayor atención con ocasión del estudio de las concretas figuras delictivas concernidas en derecho penal 2.
La doctrina mayoritaria ha rechazado la opción legislativa de explicitar ex lege las fuentes –ley, contrato, injerencia– de las posiciones de garantía (teoría formal de las fuentes o del deber jurídico), inclinándose por vincular la existencia de las mismas a la relación funcional materialmente existente entre el sujeto y un bien jurídico o una fuente de peligro para bienes jurídicos (teoría material de las funciones). De acuerdo con esta última opción, podría apreciarse posición de garantía tanto en aquellos casos en los que el sujeto ejerce una función de protección de un bien jurídico ante las posibles peligros que le puedan amenazar (casos de estrecha vinculación familiar, comunidades de peligro con asunción de socorro mutuo, asunción voluntaria de protección de un bien) como cuando cumple una función de control de una fuente de peligro con respecto a los bienes jurídicos ajenos a los que puede dañar (conducta precedente o injerencia, focos de peligro en el ámbito de dominio, deber de vigilar por el comportamiento de otras personas a nuestro cargo).
Si bien es verdad que, tomando uno u otro punto de partida, se puede alcanzar una coincidencia importante entre el catálogo de concretas posiciones de garantía tomadas en consideración (así las surgidas a partir de disposiciones legales del derecho de familia en relación con las que, desde la teoría de las funciones, se consideran casos de estrecha vinculación familiar, o entre las dimanadas de obligaciones contractuales con las que tienen por base la asunción voluntaria de una función de protección), debe reseñarse que en ocasiones la teoría de las funciones permite dar cobertura a determinados supuestos que quedan orillados del radio de aplicación del art. 11, pues constituyen asunciones de funciones de protección no subsumibles en la ley o el contrato, y que, ciertamente, pueden guardar alguna similitud con otros sí expresamente contemplados (así, situaciones de estrecha vinculación personal como la comunidad de vivienda, como compañeros sentimentales que conviven bajo un mismo techo, o casos de comunidad de riesgo, como el grupo de amigos que emprenden conjuntamente una actividad arriesgada, como una expedición de montaña). En todo caso, el catálogo de fuentes de posiciones de garantía del art. 11, sin perjuicio de su defectuosa redacción, constituye un elenco cerrado y no ejemplificativo –no cabe interpretarlo de otro modo por imperativo del principio de legalidad–, y no parece adecuado, por razones de seguridad jurídica, intentar suplir sus pretendidas deficencias abriendo la posibilidad de apreciar posiciones de garantía a casos no directamente vinculables a dicho precepto.
2) Equivalencia entre la conducta omisiva y la activa
La concurrencia de una posición de garantía no basta por sí sola para la imputación del resultado a quien ha omitido actuar infringiendo un deber especial (contra lo que pudiera interpretarse a partir de una lectura precipitada del desafortunado inciso del art. 11 que señala que "se equipará la omisión a la acción" cuando concurran los deberes de garantía analizados supra), pues se requiere además, como ha quedado dicho anteriormente, una auténtica equivalencia entre la realización omisiva y la activa "según el sentido del texto de la ley". La sola concurrencia de un deber legal o contractual de actuar para evitar un resultado lesivo para un bien jurídico, por ejemplo, no comporta per se la posibilidad de imputarlo a la omisión.
Al no explicitar lógicamente el art. 11 cuáles deben ser los criterios de equivalencia, nos hallamos ante una cuestión abierta a la interpretación. Así, por parte de la doctrina se ha apuntado, por ejemplo, la necesidad de que se dé una identidad estructural y material entre la comisión omisiva y la activa, algo que se vincula a la asunción por parte del sujeto de un compromiso específico de actuar a modo de barrera de contención de riesgos concretos para bienes determinados (Silva Sánchez), la consideración de la omisión como verdadera fuente de creación o incremento del peligro por encima del riesgo permitido (Gimbernat Ordeig) o la necesidad de una previa creación o incremento del peligro por el omitente, respecto del cual el bien jurídico ha de encontrarse en una situación de dependencia personal en el momento de la omisión (Mir Puig).
No obstante, el art. 11 sí que establece de forma meridiana que la omisión debe equivaler a la causación "según el sentido del texto de la ley", exigencia que comporta que la conducta omisiva resulte subsumible en la formulación legal del delito, algo que debe determinarse a partir los correspondientes verbos típicos utilizados y teniendo en cuenta el contexto valorativo específico de cada figura delictiva (Vives Antón).
Puede considerarse equivalente causar la muerte del bebé asfixiándolo con una almohada que dejarlo morir por inanición al no proporcionarle el alimento necesario. En ambos casos, puede decirse que la madre mata en el sentido del tipo del homicidio (art. 138). En cambio, no parece posible afirmar sin violentar el uso del lenguaje que quien presencia impasible la violación de su propia hija a manos de un tercero la está violando.
Por ese motivo y al hacer referencia el art. 11 CP a "delitos" que consistan en la producción del resultado", no resulta posible la aplicación de la comisión por omisión a los delitos de propia mano, de mera actividad o, incluso, a los de medios determinados, sino que su ámbito de aplicación se restringe a los delitos puros de resultado.
Con independencia de la opción que se considere más adecuada, a partir de la regulación legal debe quedar clara la necesidad de que tales criterios de equivalencia sean utilizados como restricciones a la posibilidad de apreciar la comisión por omisión automáticamente una vez constatada una posición de garantía incardinable en alguna de las fuentes recogidas en el art. 11 CP.

7.Tipicidad subjetiva (I). El dolo

7.1.Introducción. Formas de imputación subjetiva

En estos últimos apartados del módulo 2 abordaremos la parte subjetiva del tipo, esto es, el dolo (podéis ver el apartado 7), y la imprudencia (apartado 8), así como los llamados elementos subjetivos del tipo (también llamados "elementos subjetivos del injusto", requeridos tan sólo en algunos tipos penales: podéis ver el apartado 3.4.8). Además, como reverso de lo anterior, deberemos asimismo analizar el error de tipo (podéis ver el apartado 9), cuya concurrencia, como veremos, excluye el dolo, pudiendo dar lugar (si es un error vencible) a un delito imprudente (podéis ver el apartado 2.1 i 3.5).
Ya hemos visto que la concurrencia de los elementos objetivos de un tipo penal –esto es, la constatación de la tipicidad objetiva– no resulta todavía suficiente para poder atribuir relevancia penal a una conducta. Efectivamente, además de eso resulta necesario que pueda ser subjetivamente atribuida al autor la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico protegido que la misma haya entrañado. Es en el tipo subjetivo donde se analiza dicha dimensión interna de la conducta: para que la conducta sea típica se requiere que el sujeto haya actuado con dolo o, al menos (aunque no para todos los delitos, como veremos), con imprudencia. De este modo, el dolo y la imprudencia se erigen en los dos posibles títulos, niveles o grados de imputación subjetiva del hecho realizado a su autor.
Si A mata a B nos hallamos ante una conducta subsumible en el tipo objetivo del homicidio. Si desconoce (ausencia de dolo) ni ha podido conocer (ausencia de imprudencia) que con su conducta podía causar el resultado de muerte de B, por ejemplo, por no haber advertido –ni haber podido advertir– su insólita presencia en la galería de tiro donde cada mañana se ejercita, nos hallamos ante un hecho atípico, penalmente irrelevante.
Esta exigencia de imputación subjetiva (manifestación del principio de culpabilidad o responsabilidad subjetiva) queda consagrada en el art. 5 del Código penal cuando se establece que "no hay pena sin dolo o imprudencia" o, como se ha visto con anterioridad, en la propia definición de infracción penal del art. 10: "son delitos las acciones y omisiones dolosas e imprudentes penadas por la ley".
De este modo, en el derecho penal español queda desterrado un sistema de responsabilidad objetiva que pudiera dar cobijo a la sanción por la sola producción, aun fortuita, de resultados (lo que supondría una responsabilidad por lo que tiene lugar, y no, como exige el principio de culpabilidad, una responsabilidad por lo que se comete).
Las dos posibles formas de imputación subjetiva de un hecho a su autor son, pues, el dolo, como modo de atribución más grave, y la imprudencia, más leve, aunque, en este último caso, no para todos los delitos. Ciertamente, en el Código penal se opta por una incriminación cerrada de los delitos imprudentes, manifestación inequívoca del principio de intervención mínima. Solo puede sancionarse la realización imprudente si así se ha dispuesto expresamente con relación a la figura delictiva de que se trate: conforme con el art. 12 "las acciones u omisiones imprudentes sólo se castigarán cuando expresamente lo disponga la ley" (podéis ver el apartado 8). Dicho de otro modo: las conductas descritas en las distintas formulaciones típicas del código únicamente interesan, en principio, si han sido cometidas de forma dolosa (la necesaria concurrencia de dolo ni siquiera aparece reflejada en ellas, que tan solo recogen la parte objetiva del hecho típico: cuando el art. 138 sanciona la conducta de quien "matare a otro" se sobreentiende que se refiere a quien matare dolosamente a otro). Así pues, resulta indispensable una previsión explícita de la posibilidad de realización imprudente de la conducta para que la misma adquiera relevancia penal (por ejemplo, en relación con el homicidio, a través de lo establecido en el art. 142, que castiga a quien "por imprudencia grave causare la muerte de otro").
Lógicamente, el tratamiento que se dispensa a cada una de las dos posibles formas de imputación subjetiva guarda relación con la gravedad de una y otra: se sanciona más severamente el delito doloso que la correlativa realización imprudente del mismo hecho punible, si es que esta última se encuentra tipificada.
Mientras el homicidio doloso se castiga con una pena de prisión de diez a quince años (art. 138), el imprudente se sanciona con una pena de uno a cuatro años de prisión si la imprudencia es grave (art. 142) o con una pena de multa si es leve (art. 621.2). En cambio, así como la defraudación tributaria dolosa se castiga con una pena de prisión de uno a cinco años y multa (art. 305), resulta impune la comisión imprudente.
La razón de este tratamiento dispar de la forma principal y más grave de imputación subjetiva (el dolo) y de la menos grave y subsidiaria (imprudencia) radica en la distinta significación de una y otra desde la perspectiva de los bienes jurídicos protegidos: mientras que la conducta dolosa expresa una decisión del autor contra el bien jurídico (un compromiso, se ha podido decir, con la lesión o puesta en peligro del bien), lo que refleja la realización imprudente es más bien una despreocupación reprochable por la suerte del bien (que resulta afectado por una falta de cuidado). Ello explica, en un derecho penal cuyo fin último se cifra en definitiva en la tutela de bienes jurídicos, la diferencia de pena entre la atribución dolosa y la imprudente y el hecho de que mientras la primera siempre resulta punible, la segunda únicamente lo sea de modo excepcional.
A la vista de todo lo señalado, cabe concluir que resultará de la máxima importancia la calificación de un hecho como doloso o imprudente: optar por una u otra posibilidad supondrá en algunos casos –cuando la imprudencia esté tipificada– el tránsito de un marco penal más grave a otro más benigno, y en otros –cuando la imprudencia no esté tipificada– el paso de la sanción penal a la impunidad. También resultará necesario, en aquellos delitos que admiten la realización imprudente, extremar la atención a la hora de fijar el umbral a partir del cual debe considerarse que concurre efectivamente imprudencia (que, como se verá más adelante, deberá ser grave, en la mayoría de los casos), pues por debajo del mismo se sitúa la irrelevancia penal de la conducta.

7.2.El dolo: definición

El Código penal no contiene una definición de dolo ni concreta qué características debe reunir una conducta para poder ser calificada como dolosa. Sin embargo, sí puede extraerse a contrario del tratamiento que recibe, este sí expresamente regulado, la ausencia de dolo. En efecto, de acuerdo con el art. 14.1 del CP, si el autor desconoce total o parcialmente que concurren los elementos pertenecientes al tipo penal no puede ser castigado por delito doloso, sino a lo sumo, incurriendo en un error de tipo, por delito imprudente (si este se encuentra expresamente tipificado). Así, p. ej., si A no era consciente de estar disparando sobre otra persona al confundirla con una pieza de caza no podrá ser condenado por homicidio doloso, sino por delito imprudente si se dan las circunstancias para ello. Esto es, el conocimiento constituye un elemento indispensable del dolo, desde el momento en que, como se ha dicho, el desconocimiento excluye el dolo (el error "sobre un hecho constitutivo de la infracción penal", en la fórmula del art. 14.1).
De acuerdo con lo dicho, el dolo se identifica con el conocimiento de la realización del hecho típico: mata dolosamente quien sabe que está matando.
Forma de culpabilidad
Tradicionalmente, cuando se atribuía al dolo la naturaleza de forma de culpabilidad, se entendía que englobaba, como dolus malus, no solo el conocimiento del hecho típico, sino también el de su significación antijurídica (o conocimiento de la prohibición): es decir, actuaba dolosamente quien sabía qué estaba haciendo y, además, era consciente que eso que estaba haciendo se encontraba prohibido (p. ej., sé que conduzco sin carné y que dicha conducta está prohibida). El paso del dolo desde la culpabilidad al tipo de injusto, como integrante del tipo subjetivo y restringido, como dolus naturalis o neutro, al conocimiento del hecho típico, deja desgajado del mismo al conocimiento de la antijuridicidad, que permanece ahora como elemento autónomo dentro del juicio de culpabilidad. De modo que, así como el desconocimiento del hecho típico (ausencia de dolo) constituye un error de tipo, el desconocimiento de la antijuridicidad (ausencia de conocimiento de la antijuridicidad) entraña un error de prohibición, y uno y otro reciben un tratamiento diverso (podéis ver el apartado 9 de este mismo módulo para el error de tipo y módulo 5 apartado 3.2 para el error de prohibición).
El dolo se proyecta, entonces, sobre el tipo objetivo, sobre los elementos que lo conforman, tanto los esenciales –que se puedan corresponder con el tipo básico, como los accidentales que puedan dar paso a un subtipo agravado (sobre el desconocimiento de estos últimos el podéis ver el apartado 9.4). De manera que debe abarcar en primer lugar aquellas circunstancias descritas en el tipo legal que concurren en el momento de llevar a cabo la conducta, pero también, en los delitos de resultado, una previsión del curso causal y del resultado. Todos estos elementos han de ser conocidos por el sujeto, aunque ciertamente existen diferencias de matiz al respecto: es un verdadero conocimiento el que versa sobre elementos preexistentes o coetáneos a la acción (p. ej., sé que tengo ante mí a otra persona), mientras que el predicable de un acontecimiento que aún no ha tenido lugar no es tanto conocimiento como representación: el sujeto no puede conocer lo que todavía no existe, sino que para afirmar la presencia de dolo lo que tiene que ocurrir es que se haya representado el resultado típico (p. ej., me represento el resultado de muerte de B como consecuencia de disparar mi arma en la dirección en la que se encuentra).
Por otra parte, la clase de conocimiento que se precisa en relación con los elementos normativos típicos, para cuya comprensión se requiere un juicio de valor (podéis ver el apartado 3.3), resulta distinta que el que afecta a los elementos descriptivos. Para constatar la presencia de conocimiento de aquellos, no aprehensibles por percepción sensorial, no es necesario, particularmente en el caso de los elementos normativos de contenido jurídico ("cosas muebles ajenas" en el delito de hurto, art. 234) que sean captados por el sujeto del mismo modo que lo hiciera un jurista, sino que es suficiente con que los haya podido comprender de un modo equivalente desde su perspectiva de profano (que haya podido realizar una "valoración paralela en la esfera del lego").
Para afirmar que un sujeto sabe que un determinado escrito constituye un documento a efectos penales, no hace falta que conozca la definición de documento contenida en el art. 26 CP como "todo soporte material que exprese o incorpore datos, hechos o narraciones con eficacia probatoria o cualquier otro tipo de relevancia jurídica". Basta que sea consciente de que dicho escrito sirve como medio de constatación de la información que contiene.
De acuerdo con lo dicho hasta ahora, acogemos aquí una concepción cognitiva del dolo (sobre la que luego volveremos), centrada en el conocimiento de los elementos típicos. Ha de reconocerse, con todo, que a pesar de gozar cada vez de mayor predicamento en la doctrina, esta concepción dista del entendimiento habitual y tradicional de dicha figura, que (aun requiriendo también el elemento del conocimiento) identifica fundamentalmente dolo con voluntad. En efecto: según esta concepción tradicional (la llamada concepción volitiva del dolo), el dolo se integra de dos elementos (de ahí que se denomine también "concepción bipartita del dolo"): conocimiento y voluntad. El conocimiento constituiría más bien un presupuesto necesario para poder verificar si concurre o no voluntad, que queda caracterizada como el elemento fundamental del dolo y serviría para diferenciarlo de la imprudencia: mientras que actúa dolosamente quien quiere realizar el delito, dicha nota se hallaría ausente de la conducta imprudente.
Asimismo, a partir, en principio, de dicho elemento volitivo se ha distinguido tradicionalmente entre tres clases de dolo. A pesar de no compartirse aquí dicho punto de partida, resulta apropiado, por su amplia difusión, hacerse eco de dicha clasificación.

7.3.Modalidades de dolo: clasificación tradicional

Tradicionalmente, desde la mencionada concepción volitiva del dolo, se distingue entre un dolo directo de primer grado, un dolo directo de segundo grado o de consecuencias necesarias y, finalmente, un dolo eventual.
1) dolo directo de primer grado: el sujeto actúa con la intención de producir el resultado, que se erige en la meta u objetivo de su conducta. Por tanto, persigue directamente el resultado como un fin.
El miembro de una organización terrorista dispara contra un diputado con el propósito de matarlo.
2) dolo directo de segundo grado o de consecuencias necesarias: aquí el sujeto se ha representado como segura la producción del resultado y, a pesar de que no constituya el propósito de su actuación y de que incluso pueda no desearla, la acepta sin reservas y actúa.
El terrorista adosa una bomba lapa en los bajos del vehículo oficial del político sabiendo que, como consecuencia de su acción, también morirán necesariamente el chofer y el escolta. Igualmente, puede servir de ejemplo el conocido como caso Thomas: un armador de Bremen provoca el hundimiento de un barco por medio de explosivos para cobrar el seguro, conociendo que se hallaban tripulantes a bordo que perecerían inevitablemente con la deflagración.
3) dolo eventual: el sujeto no dirige su conducta a la producción de un resultado ni sabe con certeza si este tendrá lugar, pero en todo caso actúa, asumiendo con ella las eventuales consecuencias que pudieran producirse.
El terrorista sabe que la bomba lapa se activa con el movimiento del vehículo y que este transitará calles muy concurridas de la ciudad, de manera que pueden morir otras personas.
A pesar de que, según se ha visto, la clasificación queda articulada a partir de una gradación de mayor a menor contenido volitivo, lo que en principio cabría interpretar como reflejo de una distinta gravedad – se persigue en el dolo directo de primer grado, se acepta en el dolo directo de segundo grado y simplemente se asume en el dolo eventual–, lo cierto es que
dicha tripartición carece por lo general de trascendencia, pues el tratamiento que se dispensa a las tres modalidades de dolo es idéntico en el Código penal (que no distingue entre formas de dolo).
Donde sí se produce, en cambio, un salto valorativo determinante es en la calificación de la conducta como dolosa (mayor pena) o imprudente (menor pena o, incluso, impunidad si no está tipificada). Es lógico que sea precisamente en ese cometido de proponer criterios de delimitación entre el dolo y la imprudencia donde mayor empeño ha puesto la doctrina, pues ciertamente no resulta fácil fijar la frontera entre la forma más tenue de dolo –el eventual– y la más cargada de imprudencia –la consciente o con representación, en la que el sujeto se ha representado la posibilidad del resultado–: ¿hasta dónde puede afirmarse que el sujeto todavía quiere el resultado y a partir de cuándo se encuentra ya ausente dicho contenido volitivo que impide poder continuar hablando de dolo?

7.4.Distinción entre dolo eventual e imprudencia consciente: los términos del debate

Desde la tradicional concepción bipartita del dolo, que según se ha dicho lo entiende integrado por un elemento volitivo y otro intelectivo, se han formulado muy variadas propuestas para distinguir entre dolo eventual e imprudencia consciente, que pueden ser agrupadas en función de si pivotan sobre uno u otro de tales elementos:
1) las teorías del consentimiento (o de la aprobación) ponen el acento en el aspecto volitivo, de modo que resulta determinante la actitud con la que se afronta la producción del resultado: mientras en el dolo eventual, se dice, el sujeto "consiente", "asiente", asume, en definitiva, el eventual resultado, en la imprudencia consciente, a pesar de habérselo representado, espera que no se producirá, confía en poder evitarlo. Los principales inconvenientes de esta posición se asocian a la dificultad de captar (y probar) dicha actitud interna del sujeto en relación con el resultado. Veámoslos brevemente al hilo de algunas de las formulaciones más conocidas que se han propuesto para su constatación:
a) teoría hipotética del consentimiento (primera fórmula de Frank): debemos preguntarnos qué hubiera pasado si el sujeto se hubiese representado el resultado como seguro: si aun así hubiera actuado, concurre dolo, mientras que si, por el contrario, hubiese desistido de actuar, habrá de calificarse el hecho como imprudencia. Como se puede fácilmente deducir, en la respuesta a esta hipótesis sobre lo que hubiera hecho o no el autor (¿hubiera actuado?, ¿hubiera dejado de actuar?) se corre el riesgo de acabar condicionando la decisión a una valoración sobre su personalidad, algo incompatible con las exigencias mínimas del principio de responsabilidad por el hecho y de culpabilidad. Por otra parte, la fórmula fracasa en todos aquellos supuestos en los que el resultado representado y los fines realmente perseguidos resultan incompatibles: es el caso de la red de mendigos rusos de La ópera de tres peniques, de Brecht, que mutila niños para utilizarlos de forma más efectiva en sus actividades mendicantes, en una práctica que resulta tan peligrosa para sus vidas, que algunos terminan muriendo; la hipótesis conduciría necesariamente a sancionar sólo por imprudencia, pues si los mendigos se hubieran representado el fallecimiento de un niño como cierto, no hubiesen procedido a la mutilación (muerto no les reporta ninguna utilidad).
Ved igualmente el Caso Lacmann (un sujeto apuesta que podrá alcanzar con un disparo el vaso que sostiene una muchacha en una barraca de feria, dispara y falla; de saber con seguridad qué iba a ocurrir, no hubiese disparado porque la muerte de la chica le supone perder la apuesta) o el Caso Bultó (STS 28-11-1986: unos terroristas secuestran a un industrial para pedir un rescate y le adosan un artefacto explosivo al cuerpo que estalla al intentar la víctima desprenderse del mismo).
b) teoría positiva del consentimiento (segunda fórmula de Frank): concurre dolo si el sujeto actúa a toda costa, pase lo que pase, con práctica indiferencia o desconsideración hacia las consecuencias que su conducta pudiera acarrear para el bien jurídico. Por contra, se apreciará imprudencia si se ha obrado con el ánimo de eludir el resultado. Nuevamente, son también las dificultades de prueba de la demandada actitud interna los principales escollos a los que se enfrenta esta propuesta.
2) las teorías de la probabilidad (o representación): frente a las anteriores, las teorías de la probabilidad pivotan sobre el elemento intelectivo (por lo que no resultan coherentes con su propio punto de partida, que se halla en una concepción volitiva del dolo). Si el sujeto se representa el resultado como probable, hay dolo, e imprudencia consciente si lo prevé solo como posible. Pues bien, aunque puede ser de cierta utilidad para los casos más claros (ya sea de elevado o de escaso grado de probabilidad de producción del resultado) dicha teoría también resulta insatisfactoria y sumamente imprecisa en supuestos intermedios.
3) las teorías mixtas o eclécticas: de un tiempo a esta parte se abre paso una posición intermedia, tanto en la doctrina como en la jurisprudencia del TS, que para la atribución dolosa exige que en primer término el autor se haya tomado en serio o contado con la posible producción del resultado; a ello se suele añadir la necesidad de que el sujeto se haya "conformado" con dicha eventualidad (lo que satisfaría el elemento volitivo del dolo), de manera que se resigna ante lo que pueda acabar ocurriendo, abandonándose en cierta manera al curso de las cosas. Lo cierto es, sin embargo, que en la práctica esta "aceptación" o "asunción" por el sujeto simplemente acaba deduciéndose de la previa constatación de la representación que tenía del resultado; es decir, una vez atribuido al sujeto el conocimiento del riesgo, la aceptación del resultado se aprecia con un cierto automatismo como una conclusión añadida enderezada a reforzar la apreciación del dolo. En sus resultados, pues, dicha manera de proceder no se halla muy alejada de la que comporta la adopción de una concepción cognitiva del dolo como la que aquí se propone, que pasamos a perfilar de modo breve.

7.5.Recapitulación y toma de postura

Para una concepción cognitiva del dolo, en la distinción entre dolo eventual e imprudencia consciente solo resulta decisivo el elemento intelectivo, que se cifra en el conocimiento del peligro concreto de la acción, no siendo suficiente el conocimiento de la peligrosidad meramente estadística que pueda concurrir en general en la clase de acciones a la que pertenece la realizada por el sujeto. En otras palabras, para la imputación a título de dolo se exige el conocimiento de la concreta capacidad de la conducta para producir el resultado fuera del marco del riesgo permitido. Concurrirá imprudencia, desde luego, si el sujeto ni siquiera se representa el peligro de su conducta (la llamada imprudencia inconsciente), pero también si se representa de algún modo el riesgo, aunque por error no llega a identificarlo como un peligro concreto (imprudencia consciente).
El conductor suicida que para ganar una apuesta se introduce en una autopista en sentido contrario y colisiona con otro vehículo, resultando muertos sus ocupantes, actúa con dolo eventual, puesto que sabe que está generando un peligro concreto para la vida e integridad física de otros conductores. En cambio, quien realiza un adelantamiento antirreglamentario convencido de que puede regresar a su carril en caso de aproximarse un coche en sentido contrario y que, ante esa eventualidad, no puede evitar la colisión, actúa de forma imprudente.
El hecho de prescindir por completo de cualquier nota adicional de contenido volitivo aproxima esta posición a las teorías de la representación o la probabilidad, evitando, no obstante, la inconsecuencia detectable en estas últimas (pues, como se ha dicho, a la postre operaban prácticamente ignorando el elemento volitivo al que sin embargo no querían renunciar como integrante del dolo).
Caso de la colza
Este posicionamiento ha tenido eco en una línea jurisprudencial cada vez más relevante que tiene su punto de arranque en el caso de la colza (ya citado al explicar la relación de causalidad: empresarios que a principios de la década de los ochenta destinaron a consumo humano aceite de colza desnaturalizado, comercializado en venta ambulante como aceite de oliva, produciéndose un envenenamiento masivo que se cobró más de trescientas vidas y provocó lesiones de distinta consideración en decenas de miles de personas): "obrará con dolo el autor que haya tenido conocimiento de dicho peligro concreto jurídicamente desaprobado para los bienes jurídicos" (STS 23-04-1992).
En cualquier caso, un punto de corte nítido entre el dolo y la imprudencia no resulta posible. Constituyendo el peligro una medida gradual, no puede señalarse un nivel de probabilidad de producción del resultado a partir del cual, conocido por el autor, pueda trazarse inequívocamente la presencia de uno u otro título de imputación subjetiva.
Observación
Dicha constatación ha empujado a algunos a proponer incluso la incorporación de una forma de imputación subjetiva de gravedad intermedia entre el dolo directo y la imprudencia, al modo de la recklessness anglosajona, donde pudieran tener cobijo estos supuestos alejados de la práctica certeza de producción del resultado, pero que representen ya un cierto nivel de peligrosidad. Incluso ha tenido reflejo en la jurisprudencia, aunque no puede considerarse un posicionamiento consolidado: "es prioritario indicar que, entre el llamado dolo eventual y la culpa consciente, existe un escalón tan tenue de diferenciación que es muy difícil llegar a conclusiones generales y abstractas realmente definitorias de cuándo al autor del hecho le es imputable su acción de una u otra forma [...], en opinión de muchos, y en la nuestra, sería conveniente que, en el futuro (aun comprendiendo la dificultad que ello entraña) esta figura del dolo eventual tuviera un tratamiento legislativo de carácter específico, intermedio entre el dolo directo y la culpa consciente" (STS 24-10-1989).
Es inevitable desde este planteamiento caracterizar dolo e imprudencia como dos escalones consecutivos que albergan de mayor a menor gravedad y sin solución de continuidad desde las conductas en las que cabe apreciar el dolo directo de segundo grado o de consecuencias necesarias (en el cual, según se dice, el resultado es de acaecimiento seguro) hasta los supuestos de muy baja peligrosidad rayanos en la irrelevancia penal. En función del grado de probabilidad concurrente conocido por el autor, deberá calibrarse cuál es el marco penal que mejor refleja la desvaloración que su conducta merece. Ello resultará más fácil en aquellas figuras delictivas que prevén marcos penales contiguos, pues ofrecen un abanico que permite aquilatar la sanción al grado de atribución subjetiva que se considere oportuno. En los delitos con salto de marco penal (como es el caso, desafortunadamente, del homicidio, por ejemplo) habrá que recurrir a otros instrumentos de ajuste, como la circunstancia atenuante analógica del art. 21.7. Huelga decir que, tras estas consideraciones, pierde trascendencia la clasificación del dolo en tres clases diferenciadas.

8.Tipicidad subjetiva (II). La imprudencia

Abordamos seguidamente el concepto y las clases de imprudencia.

8.1.Cuestiones generales. El sistema de incriminación tasada de la imprudencia

De acuerdo con el artículo 10 del Código penal, no sólo son delitos los hechos dolosos, sino también "las acciones y omisiones [...] imprudentes penadas por la ley".
En lo que a cuestiones de fondo se refiere, la novedad más esencial que en este ámbito presenta el Código penal de 1995 (que puede calificarse, incluso, de una de las más destacadas de todo su articulado) consiste, sin duda, en la consagración en su artículo 12 del ya citado sistema de incriminación tasada (numerus clausus) de los delitos imprudentes, frente al tradicional sistema abierto (numerus apertus) de sanción de la imprudencia (que el CP 1973 regulaba genéricamente en su artículo 565, imponiendo la pena de prisión menor a quien "por imprudencia temeraria ejecutare un hecho que, si mediare dolo, constituiría delito").
Artículo 12 CP

"Las acciones u omisiones imprudentes sólo se castigarán cuando expresamente lo disponga la ley."

Este es el caso, por ejemplo, del homicidio (142 y 621.2), aborto (146), lesiones (152 y 621.3), lesiones al feto (158), alteraciones en el genotipo (159.2), sustitución de un niño por otro en centros sanitarios (220.5), daños en cuantía superior a 80.000 € (267), blanqueo imprudente de capitales (301.3), delito de peligro para la vida, salud o integridad física de los trabajadores (art. 317), daños en bienes de valor histórico, artístico, cultural, científico o monumental por cuantía superior 400 € (324), delitos relativos a la energía nuclear (334), estragos (347), incendios (358), delitos contra la salud de los consumidores (art. 367), etc.
Esto quiere decir que, a diferencia de la situación anterior (en donde la admisibilidad de la comisión imprudente de una conducta típica era una cuestión interpretativa no siempre de fácil solución), en la actualidad un determinado delito sólo puede castigarse en su forma imprudente cuando así lo haya dispuesto expresamente el legislador al abordar su concreta regulación en la parte especial del texto punitivo, lo cual, sin duda, supone un claro reflejo del carácter fragmentario del derecho penal.
Sin duda, además de resultar más acorde con el principio de intervención mínima, la adopción de este sistema de incriminación de la imprudencia favorece enormemente la seguridad jurídica, lo cual se pone claramente de manifiesto si tenemos en cuenta que, bajo la regulación anterior, no eran pocos los delitos cuya compatibilidad con la comisión imprudente constituía objeto de intensa controversia doctrinal (así, por ejemplo, las detenciones ilegales o determinadas infracciones contra la libertad sexual). En la actualidad, por tanto, sólo podrá sancionarse la imprudencia expresamente prevista, con las fundamentales consecuencias que ello comporta respecto de cuestiones como la sanción del error vencible de tipo (que, al reconducirse a la imprudencia por mor del artículo 14.1 Código penal, sólo será punible, como luego veremos, en caso de existir la forma imprudente del concreto delito cometido) o la diferenciación entre dolo eventual e imprudencia consciente, que tiene que ser especialmente cuidadosa respecto de los delitos que no admiten la forma imprudente, pues de la apreciación de uno u otra dependerá que se haya de imponer la pena del delito doloso o dejar impune la conducta.
Cuestión distinta es el grado de acierto del legislador a la hora de seleccionar, sin que puedan advertirse con claridad los criterios seguidos, las concretas figuras delictivas susceptibles de cometerse por imprudencia. Así, por ejemplo, se ha discutido la conveniencia de la incriminación de los daños imprudentes o de los ataques contra ciertos bienes jurídicos supraindividuales (caracterizados, además, como delitos de peligro); pero, a la vez, se ha cuestionado la desaparición de la posibilidad de comisión imprudente de la agresión o abuso sexual sobre menores de trece años o personas privadas de sentido (por error vencible de tipo sobre tales extremos).
Por otra parte (siempre que se trate de un delito que admita la forma imprudente), no existe ningún problema en admitir la compatibilidad entre imprudencia y comisión por omisión.
1) Comete un homicidio imprudente en comisión por omisión el dueño de un perro peligroso que omite adoptar las debidas medidas de control sobre este, de tal forma que el perro puede atacar y matar a un niño (SJP n.° 4 Palma de Mallorca, de 19 de enero de 2000).
2) Comete homicidio imprudente en comisión por omisión la madre que deja a su hija pequeña sola con su pareja –quien ya la había golpeado con dureza otras veces– pudiendo haber previsto que nuevamente podía agredirla y llegar incluso a matarla a golpes, cosa que efectivamente sucede (STS de 2 de julio de 2009).

8.2.El concepto de imprudencia

La imprudencia puede definirse como la realización de una conducta peligrosa que produce unas consecuencias típicas previsibles, y que podían haberse evitado si el sujeto se hubiera comportado de acuerdo con el deber de cuidado que le era exigible.
Ha de tenerse en cuenta, no obstante, que en puridad varios de estos elementos que suelen utilizarse para definir la imprudencia no son privativos del delito imprudente, sino comunes con el delito doloso. Aun sin entrar a profundizar aquí en la discusión doctrinal al respecto, puede decirse, en efecto, que los delitos dolosos y los imprudentes comparten una misma tipicidad objetiva, pues los requisitos para la imputación del resultado son idénticos en ambos casos (recuérdese que en el apartado dedicado a la imputación objetiva nos valíamos indistintamente de ejemplos de delitos dolosos e imprudentes). Lo que diferencia ambas clases de delitos radica entonces en un aspecto personal o subjetivo que iremos desgranando a continuación.
1) La previsibilidad del resultado. Al estudiar el primer gran requisito de la imputación objetiva (el que la conducta cree un riesgo jurídicamente desaprobado de que tal resultado se produjera) aparecía ya, en primer lugar, la noción de previsibilidad. Decíamos, en efecto, que la conducta sólo crea un riesgo cuando es previsible que el resultado se produzca, lo cual supone excluir la imputación de los resultados imprevisibles, esto es, los accidentales o fortuitos –si bien se discute a partir de qué grado de previsibilidad puede entenderse satisfecho este requisito.
Pues bien, en torno a la noción de previsibilidad aparece la fundamental diferencia entre el delito doloso e imprudente (relacionada, como hemos dicho, con un aspecto subjetivo). Veamos cuál es:
Como hemos mencionado al estudiar el dolo, para que este exista es necesario que el sujeto conozca todos los elementos del tipo, y entre ellos que se haya representado (realmente) la posibilidad de producir el resultado típico; se trata, por tanto, de un conocimiento que necesariamente ha de existir para poder afirmar el dolo (con independencia de que luego sea calificado –según la tripartición tradicional– como directo de primer grado, directo de segundo grado, de consecuencias necesarias o eventual). En la imprudencia, en cambio, no se produce esta previsión efectiva del resultado; a lo sumo, lo que puede concurrir (así sucede en la forma de imprudencia más próxima al dolo eventual, esto es, la llamada imprudencia consciente) es una cierta conciencia de la peligrosidad general o abstracta de la conducta, aunque por error el sujeto no llega a identificarla con un peligro real o concreto (vid. supra la explicación sobre la diferencia entre imprudencia consciente y dolo –eventual–).
Por tanto, lo que es imprescindible para que exista imprudencia no es la efectiva previsión (propia del dolo), sino que el sujeto hubiera podido prever las consecuencias de su comportamiento –esto es, la previsibilidad potencial.
Esta cuestión sirve de base, por tanto, a una diferenciación entre dos clases de imprudencia:
a) si el sujeto ha sido consciente de la peligrosidad abstracta de su conducta, nos encontraremos ante lo que se suele llamar imprudencia consciente o con representación, la cual, insistimos, hace frontera –nada fácil de deslindar– con el dolo eventual.
b) en cambio, si el sujeto no ha llegado a darse cuenta de que su comportamiento podía desencadenar el resultado lesivo se producirá una imprudencia inconsciente o sin representación.
1) Imprudencia consciente: un sujeto adelanta en un cambio de rasante sin visibilidad, dándose cuenta de que lo que hace es en principio peligroso, pero pensando que no va a venir ningún otro coche o que si lo hace tendrá tiempo de esquivarlo; choca con un vehículo, produciendo unas lesiones a su conductor.
2) Imprudencia inconsciente: una monitora de guardería limpia la cocina del centro, dejando sobre una repisa una botella de detergente líquido, que olvida guardar. Al salir, no se acuerda de cerrar la puerta de la cocina, a donde poco después accede uno de los niños, que bebe de la botella y resulta gravemente lesionado (SAP Madrid de 11 de septiembre de 2009).
2) La infracción del deber de cuidado o diligencia (la actuación fuera del margen de riesgo permitido). Al estudiar la imputación objetiva, vimos también que para imputar un resultado a la conducta es necesario que esta haya creado un riesgo no permitido (pues en caso contrario, esto es, si el sujeto se ha comportado dentro de los márgenes de riesgo autorizados, no podrán imputarse los resultados lesivos que puedan haberse causado). Pues bien, cuando nos referimos a esta cuestión en relación con el delito imprudente, solemos hablar de vulneración del deber objetivo de cuidado; en todo caso, aunque la terminología pueda variar, la cuestión es la misma: faltará ya la tipicidad objetiva del delito imprudente (esto es, el resultado no podrá ser objetivamente imputado a la conducta) cuando el sujeto se haya comportado correctamente (respetando las normas de cuidado, diligencia o prudencia, esto es, dentro del riesgo permitido).
Un piloto de una embarcación de recreo arrolla y mata a un buceador cuando navegaba correctamente por zona de navegación libre (absuelve de homicidio imprudente SAP Murcia de 2 de octubre de 2000). En realidad, en muchos casos en que el sujeto ha actuado sin vulnerar las normas de cuidado falla ya el presupuesto de la previsibilidad del resultado. Pero puede no ser así necesariamente, en la medida en que existen actividades peligrosas per se (como la conducción de vehículos a motor) de las que siempre puede preverse que eventualmente puedan producir resultados lesivos –precisamente por ello han de realizarse respetando unas normas de prudencia. Si a pesar de actuarse cuidadosamente se causa el resultado, como en el ejemplo propuesto, este no será imputable al autor.
Los deberes de cuidado (delimitadores del nivel de riesgo permitido) cobran especial relevancia en el delito imprudente. En el delito doloso –sobre todo si se trata de dolo directo o de consecuencias necesarias– el tipo de acciones realizadas no suelen presentar problemas a este respecto, puesto que normalmente resulta claro que se está actuando fuera del ámbito de riesgo permitido por el ordenamiento. Sin embargo, en el delito imprudente es precisamente esta la cuestión que se ha de dirimir: ¿se ha comportado el sujeto de acuerdo con el nivel de diligencia que le era exigible?
El papel del resultado
En cuanto al papel desempeñado por el resultado en los delitos imprudentes, ello ha constituido objeto de gran polémica doctrinal (ligado al concepto de injusto del que se parta). En cualquier caso, ha de aceptarse una realidad indudable: el que se produzca o no el resultado lesivo una vez realizada una conducta peligrosa contraria a los deberes de diligencia depende en muchas ocasiones (aunque no siempre) del puro azar (por ejemplo, por referirnos a uno de los ejemplos anteriores, depende de que justo en ese momento en que se adelanta sin visibilidad se aproxime o no un vehículo en sentido contrario). ¿Qué ocurre entonces en los casos en los que a pesar de realizarse una conducta descuidada no se produce un resultado lesivo? Pues bien: en nuestro ordenamiento sólo se sancionan como delitos imprudentes las vulneraciones del deber de cuidado que efectivamente produzcan el resultado lesivo, de modo que en principio tales comportamientos quedarán impunes, a menos que se trate de un ámbito de actividad en el que el legislador haya intervenido especialmente creando delitos de peligro. Esta clase de delitos se prevé, como sabemos, en áreas de la vida que per se generan ciertos riesgos (manipulación o expedición de sustancias peligrosas, de alimentos o medicamentos, intervención en el tráfico rodado, etc.), no obstante lo cual, son permitidas por el ordenamiento (en función de su gran utilidad social) siempre que se lleven a cabo dentro de unos niveles de cuidado y prudencia; ahora bien, como contrapartida a dicha autorización, el legislador no se limita a hacer intervenir el derecho penal frente a los supuestos de conductas descuidadas que causen resultados lesivos –sancionables a título de imprudencia–, sino que adelanta las barreras de punición al momento en que se produce la infracción de determinados deberes de diligencia, aunque no se produzcan resultados.
El padre que deja una botella de lejía abierta al alcance de un niño pequeño realiza sin duda una conducta contraria a los deberes de cuidado, que en función del resultado acaecido sería sancionable como homicidio o lesiones imprudentes si el niño ingiere el líquido. Pero si no lo hace, la conducta resultará impune, porque en este ámbito doméstico el legislador no ha creado delitos de peligro. En cambio, quien conduce con temeridad manifiesta creando un peligro concreto para la vida o la integridad de las personas sí será sancionado (por el delito de peligro del art. 380.1 CP) aunque no produzca ningún resultado lesivo.
Los deberes de cuidado pueden emanar de fuentes muy diversas: en ocasiones se encuentran específicamente consagrados en normas jurídicas (Código de la circulación, normativa administrativa sobre las medidas de seguridad aplicables en la construcción de edificios, normativa laboral y convenios colectivos sobre medidas protectoras de la salud de los trabajadores...), pero no es necesario que así sea; así, por ejemplo, las normas de prudencia propias del desempeño de una determinada profesión (p. ej., la medicina) pueden no consagrarse en normativa alguna, sino deducirse del saber propio y de la praxis comúnmente aceptada en dicho ámbito de actividad (lo que suele llamarse la lex artis). En determinados ámbitos de actividad (por ejemplo, el doméstico), las normas de cuidado vienen dadas simplemente por la propia experiencia general de la vida.

8.3.Clases de imprudencia

1) Imprudencia consciente e inconsciente
Al estudiar el elemento de la previsibilidad del resultado, ya hemos explicado la diferenciación entre estas dos clases de imprudencia (no contemplada en el código), basada en que el sujeto haya tenido un conocimiento real (en la imprudencia consciente, límite con el dolo eventual) o sólo potencial (en la inconsciente) de la peligrosidad de su conducta.
2) Imprudencia grave y leve
El Código penal distingue entre la imprudencia llamada grave (que coincide con la imprudencia temeraria del ACP) y la leve (identificada con la anteriormente llamada imprudencia simple). La diferencia entre ambas modalidades de imprudencia estriba en la importancia de las normas de cuidado infringidas. Si lo que se infringe son las normas de cuidado más elementales, aquellas que habrían sido observadas incluso por el más descuidado de los ciudadanos, la imprudencia es grave (si bien ocasionalmente la jurisprudencia también la aprecia aunque la violada fuera sólo la diligencia media). En cambio, la imprudencia será meramente leve cuando suponga la desatención de normas de cuidado no tan elementales como las otras, normas que respetaría no ya el ciudadano menos diligente, sino el cuidadoso.
Gravedad de la imprudencia y relación con la diferenciación entre imprudencia consciente e inconsciente
Es importante señalar que lo que se está teniendo en cuenta para apreciar la gravedad de la imprudencia no es el elemento psicológico de la conciencia de la peligrosidad, que nada tiene que ver con la distinción que ahora nos ocupa. De ahí que no deba identificarse la imprudencia grave con la consciente y la leve con la inconsciente. Puede perfectamente ocurrir que una imprudencia sea grave a la vez que inconsciente (porque el sujeto ni siquiera se ha planteado que la falta total de diligencia con la que actuaba implicara un peligro para bienes jurídicos).
En el Código penal solo son punibles los hechos cometidos por imprudencia grave. Anteriormente estaban incriminados también el homicidio y las lesiones cometidos por imprudencia leve, como faltas únicamente perseguibles a instancia de parte, conductas que tras la reforma de la LO 1/2015 carecen actualmente de relevancia penal.
3) La imprudencia profesional
La denominada imprudencia profesional (que vendría a coincidir con la impericia o negligencia profesional del Código penal derogado) únicamente se recoge, como forma cualificada de imprudencia grave, en los delitos de homicidio (142.3), aborto (146), lesiones (152.3) y lesiones al feto (158), infracciones en las que, caso de ser constatada, deberá sumarse a la pena privativa de libertad prevista la de inhabilitación especial para el ejercicio de profesión, oficio o cargo. Esta cualificación presupone, por tanto, la gravedad de la imprudencia.
En cualquier caso, no siempre que la imprudencia grave tiene lugar en el ámbito del desempeño de una profesión (medicina, arquitectura, ingeniería, etc.), nos encontramos automáticamente ante una imprudencia profesional. La jurisprudencia insiste en distinguir entre la imprudencia profesional y la imprudencia del profesional. La primera, única que verificaría la agravación pretendida, debe responder bien a la falta de capacidad o preparación necesarias para el ejercicio de la profesión correspondiente (por desconocimiento de técnicas especializadas, de las reglas de la lex artis, etc.) –impericia–, bien a la ejecución defectuosa del acto profesional a causa de una aplicación incorrecta, desatenta, etc., de esas técnicas o reglas –negligencia. En cambio, la imprudencia del profesional no representaría más que una imprudencia común cometida por el profesional en el ejercicio de su actividad, esto es, una imprudencia debida a la infracción de normas de cuidado generales, no específicas de la profesión. Con todo, la delimitación dista de ser clara, hasta el punto de que un sector doctrinal reclama incluso la supresión de la agravación.
Asimismo, el Código penal también contempla que, si en el caso del homicidio o las lesiones imprudentes el resultado se ha verificado utilizando vehículos a motor o ciclomotores o bien armas de fuego, a la pena correspondiente se le añada, respectivamente, la de privación del derecho a conducir (142.2 y 152.2) y la de privación del derecho a la tenencia y porte de armas (142.2 y 152.2).

9.El error de tipo

9.1.Concepto de error de tipo y tratamiento legal

1) De acuerdo con el art. 14.1 del Código penal:

"El error invencible sobre un hecho constitutivo de la infracción penal excluye la responsabilidad criminal. Si el error, atendidas las circunstancias del hecho y las personales del autor, fuera vencible, la infracción será castigada, en su caso, como imprudente."

En el error de tipo, el sujeto desconoce la concurrencia de una circunstancia perteneciente al hecho típico. Dicho error excluye el dolo, que exige para su apreciación el conocimiento del hecho típico.
El cazador A, creyendo estar disparando sobre un venado, abate a un compañero de montería.
Error de prohibición
A diferencia del error de tipo, el error de prohibición supone el desconocimiento por parte del sujeto de la significación antijurídica de su conducta. Incurren en este error aquellas personas que no saben que actúan de forma contraria al ordenamiento jurídico. Su apreciación comporta la exclusión del conocimiento de la ilicitud como elemento de la culpabilidad, y allí será estudiado. Mientras que el error de tipo se proyecta sobre el hecho valorado como ilícito, el error de prohibición versa sobre la valoración como ilícito que recae sobre el hecho. En el error de prohibición, el sujeto desconoce que la conducta que realiza está prohibida por el ordenamiento jurídico. En el de tipo, en cambio, el autor no percibe correctamente aquello que está haciendo (ignora que al disparar contra aquello que cree que es un animal está matando realmente a una persona) (podéis ver el módulo 5, apartado 3).
El error de tipo puede ser invencible, si no se puede eliminar mediante el recurso al esfuerzo de conciencia que es exigible al sujeto, en cuyo caso este restará impune (el sujeto no era consciente de estar realizando la conducta típica ni podía haberlo sido: no habrá ni dolo ni imprudencia), o vencible, si puede ser eliminado con dicho esfuerzo (el sujeto debía haber sido consciente de que estaba realizando el hecho típico y, por tanto, haberlo evitado). En este último caso, el sujeto puede ser hecho responsable por imprudencia, siempre y cuando esta se encuentre tipificada en relación con la concreta figura delictiva que corresponda, dado el sistema de incriminación tasada de la misma en el CP. Adviértase que la imprudencia, en la gran mayoría de los casos, según ha quedado reseñado más arriba, deberá ser grave (ello debe vincularse al grado de vencibilidad del error).
El error de tipo excluye el dolo. Si es vencible sólo será posible el castigo por imprudencia si se encuentra tipificada la comisión imprudente del delito; si es invencible, queda excluida la responsabilidad.
Las repercusiones sistemáticas del error de tipo dependerán lógicamente de la ubicación asignada en cada caso al dolo y a la imprudencia.
Error, dolo e imprudencia
Para quien ubique desde posiciones más tradicionales al dolo en la culpabilidad, pese a la presencia de error, restará en todo caso en pie un hecho típicamente antijurídico, el cual se atribuirá al autor si resulta incriminada la imprudencia y el error fuese personalmente vencible.
En cambio, para la doctrina mayoritaria al pertenecer en todo caso el dolo al tipo de injusto, el error origina evidentemente la exclusión del tipo doloso. A partir de ahí, si no se encuentra incriminada la realización imprudente, el hecho será atípico, mientras que si se halla tipificado el castigo imprudente y el error es vencible se aplicará el correspondiente delito imprudente.
Ejemplo de error sobre los elementos normativos
A causa de un conocimiento equivocado de las disposiciones civiles que rigen la transmisión de la propiedad, el sujeto destruye por diversión el coche de otra persona en la creencia de que no se trata de un bien "ajeno" (Podéis ver el art. 263).
2) El error de tipo puede versar tanto sobre elementos descriptivos (como es el caso del ejemplo arriba transcrito) como sobre elementos normativos típicos, y, dentro de estos, sobre elementos normativos de contenido jurídico. En el caso de los elementos normativos, para apreciar la presencia de dolo (y con ello la ausencia de error), no se exige su conocimiento jurídico exacto, sino que es suficiente con que el sujeto haya captado su significado en lo que se denomina la valoración paralela en la esfera del profano.

9.2.Modalidades particulares de error de tipo

1) Error sobre el curso causal: el resultado perseguido se produce a través de un curso causal distinto del representado por el sujeto. En algunos casos, si la desviación causal es muy relevante, quedará ya excluida la imputación objetiva (y a lo sumo, cabrá castigar por tentativa). Si esta subsiste pese a la desviación y el curso causal realmente acaecido no merece una valoración jurídica distinta, debe apreciarse delito doloso consumado.
Una modalidad relevante la constituyen aquellos casos en los que el error versa sobre la secuencia temporal del curso causal:
a) casos de dolus generalis: el autor cree en un primer momento haber realizado ya el hecho típico pretendido, pero este sólo se produce a través de una segunda conducta tendente a encubrir u ocultar la primera. Debe apreciarse un concurso real entre un delito intentado (el hecho que se cree haber cometido con la primera acción) y un delito imprudente consumado (el hecho realmente producido ulteriormente), siempre y cuando, para este segundo momento, quepa apreciar un error vencible. No resulta satisfactoria la solución del dolus generalis (y que da nombre a esta constelación de casos) de imputar unitariamente por el delito consumado a título de dolo.
b) casos de anticipación del resultado: el autor realiza el hecho típico a través de una acción no dolosa anterior en el tiempo a la que, según su representación, iba a producir el resultado. Aunque mayoritariamente se considera un error irrelevante y se castiga por delito doloso consumado, parece más correcto acudir, presuponiendo la imputación objetiva, al concurso ideal entre la tentativa y el delito imprudente consumado. Debe tratarse en cualquier caso de un acción ya ejecutiva: si la acción que produce el resultado es sólo constitutiva de un acto preparatorio, el concurso será entre este (si fuera punible) y el delito imprudente consumado.
2) Aberratio ictus (o error en el golpe): se produce una desviación en la ejecución (en realidad constituye una modalidad de error sobre el curso causal) de modo que el objeto o persona alcanzado no es el que el autor pretendía lesionar. No se trata, como veremos que ocurre en el error sobre el objeto, de una confusión sobre el objeto del ataque, que es correctamente identificado por el autor, sino que afecta a la realización misma del ataque, que no recae sobre el objeto elegido sino sobre otro distinto (no comprendido por el dolo del autor, ni aun de forma eventual, pues en ese caso no concurriría error alguno).
Estos casos de doble injusto (lesión de un bien y puesta en peligro de otro) deben resolverse acudiendo al concurso ideal entre un delito imprudente consumado (si el error es vencible y la imprudencia punible), para el hecho que realmente ha tenido lugar (siempre y cuando la desviación del curso causal no sea tal que impida ya la imputación objetiva), y una tentativa de delito, para el pretendido y no realizado.
No obstante, cabe matizar que si el autor se hubiera representado la posibilidad alternativa de alcanzar un resultado u otro, recíprocamente excluyentes (dispara a A siendo consciente de la probabilidad de matar a C), no concurre error, sino dolo eventual: son casos de dolo alternativo que deben castigarse por el delito doloso consumado (si ninguno de los resultados que se encuentran en relación de alternatividad, en cambio, llegara a producirse, habría que sancionar por tentativa de delito).
3) Error sobre el objeto o sobre la persona: el autor yerra sobre la identidad del objeto sobre el que recae la acción típica (su modalidad más importante es el error sobre la persona, cuando se confunde a la víctima con otra persona distinta). Se trata de un error de identificación, que se produce en el momento de la elección del objeto del ataque (el curso causal tiene lugar tal y como se lo había representado el autor). Cabe distinguir dos supuestos:
  • No hay cambio en la valoración jurídica de los hechos (los objetos son intercambiables): el hecho realmente acaecido merece la misma calificación típica que el que se creía realizar. En este caso el error es irrelevante: se querían causar daños en "propiedad ajena" y se han causado (se protegen los bienes ajenos careciendo de importancia quién sea su dueño); se quería matar a "otro" y se ha matado a "otro" (se tutela la vida humana prescindiendo de su titular).

  • Hay cambio en la valoración jurídica de los hechos: en este caso deben diferenciarse aquellos supuestos en los que el hecho equivocadamente realizado origina un cambio de tipo de aquellos otros en los que supone el paso del tipo básico a un subtipo agravado o atenuado o viceversa. En el primero (cambio de tipo) el error es relevante, debiendo apreciarse un concurso ideal de delitos entre el hecho pretendido (en grado de tentativa, y sólo si concurriera un mínimo de idoneidad) y el realmente acaecido (cometido por imprudencia, si el error es vencible y la imprudencia punible). En el segundo (paso del tipo básico a un subtipo agravado o atenuado o viceversa), debemos acudir a las reglas de solución del error sobre elementos accidentales (art. 14.2).

Los casos de error sobre la persona en los que concurre una protección penal diferente entre la víctima pretendida y la realmente atacada (se pretende matar al rey –art. 485– y por confusión se mata a un ciudadano corriente –art. 138– o viceversa), deben ser resueltos de acuerdo con las reglas que rigen el tratamiento del error sobre elementos accidentales.

9.3.La preterintencionalidad

La preterintencionalidad consiste en una combinación entre una conducta inicialmente dolosa y un resultado imprudente; no es una forma distinta de imputación subjetiva, añadida al dolo y la imprudencia, sino una tipología de conductas en las que se combinan las dos formas ya conocidas. Ocurre, por lo tanto, que el resultado finalmente producido va más allá del que inicialmente se pretendía causar. Puede decirse, entonces, que estamos ante la situación inversa a la tentativa: si en la tentativa, como veremos, lo subjetivo desborda a lo objetivo (se quiere producir un resultado y no se consigue), en la preterintención ocurre que lo objetivo desborda a lo subjetivo, yendo más allá de lo que deseaba subjetivamente causarse.
Se caracteriza entonces por varias notas:
  • La conducta inicial era dolosa; el sujeto intencionadamente quiere causar un resultado. No existe preterintencionalidad si la conducta inicial era imprudente.

  • Se produce finalmente un resultado lesivo de mayor gravedad que el propuesto.

  • Existe relación de causalidad e imputación objetiva entre la acción dolosa y el resultado imprudente. Conviene insistir en que para poder imputar objetivamente ese resultado –aunque sea sólo a título de imprudencia– es necesario que se trate de un resultado cuya producción el sujeto hubiera podido y debido prever, y no de un resultado meramente fortuito. Por expresarlo con un ejemplo: si un sujeto empuja a otro con ánimo de lesionarle, y este cae al suelo con tan mala fortuna que su cabeza golpea contra el suelo y se desnuca, no estaremos ante un caso de preterintención, puesto que la muerte finalmente acaecida no es objetivamente imputable (o, si se prefiere hablar en términos de causalidad, no está unida a la acción por un vínculo previsible: para el hombre medio situado ex ante, empujar levemente a otra persona no constituye una conducta de la que sea previsible que se pueda derivar un resultado de muerte). Dicho supuesto deberá ser sancionado únicamente, si cabe, por el empujón propinado, y la muerte producida no se considerará siquiera típica. En cambio, la calificación cambiaría si un sujeto propinase un puñetazo a otro durante una discusión que tiene lugar, pongamos por caso, en un malecón formado por rocas de enormes y afiladas aristas: en tal contexto, sí que resulta previsible que de un puñetazo pueda derivarse un golpe mortal, de modo que hay causalidad e imputación objetiva del resultado más grave finalmente producido. Siempre y cuando, en este último caso, el ulterior resultado más grave no hubiera sido abarcado por el dolo del autor, pues si así fuera respondería por un único delito doloso (con dolo eventual) por el resultado acaecido.

La doctrina distingue entre preterintención homogénea y heterogénea. La primera se da cuando el resultado querido y el producido constituyen delitos del mismo género (se quería causar una lesión leve y se causa una grave). La heterogénea se produce cuando se da lugar a delitos distintos (lesiones-homicidio).
Hasta hace unos años (concretamente la reforma del anterior CP operada en 1983), ambos supuestos recibían el mismo tratamiento, castigándose también por el segundo resultado aunque fuera puramente fortuito. Sin embargo, ello violaba claramente el principio de culpabilidad, y en 1983 se introdujo una reforma que eliminaba ya el castigo por el resultado fortuito. En la actualidad, el CP de 1995 omite por completo cualquier referencia expresa al tema, de modo que la solución a este tipo de casos ha de ser obtenida por vía interpretativa. Doctrinal y jurisprudencialmente, la solución más aceptada para estos casos es la de aplicar un concurso ideal de delitos entre la conducta inicial dolosa en grado de tentativa y la conducta consumada imprudente. Así, en el caso del que queriendo lesionar termina produciendo una muerte que podía y debía haber previsto y evitado (el caso del malecón que antes proponíamos), se castigaría por la tentativa de lesiones dolosas en concurso ideal con el homicidio imprudente consumado. Hablamos de concurso ideal porque esta es la figura que se aplica cuando un mismo hecho da lugar a dos delitos distintos –lo estudiaremos módulo 6–; en este caso, la aplicación tan sólo de las lesiones no abarcaría todo el injusto producido, de igual manera que castigar tan sólo por el homicidio imprudente no tomaría en cuenta el disvalor inicial de la conducta, que era el de lesionar dolosamente.

9.4.El error sobre elementos accidentales

De acuerdo con el apartado segundo del artículo 14 del Código penal, "el error sobre un hecho que cualifique la infracción o sobre una circunstancia agravante, impedirá su apreciación".
Quedan con esta formulación equiparados los efectos del error vencible y el invencible: el desconocimiento del autor acerca de la concurrencia del elemento cualificador impide la aplicación del tipo o subtipo cualificado o agravado (subsistiendo el tipo básico, este sí, realizado con dolo).
Nada se recoge, por el contrario, en el Código penal acerca del, en principio equiparable, error inverso sobre una circunstancia privilegiante (o, desde otra perspectiva, error directo sobre el tipo básico), concurriendo realmente el tipo básico.
Aplicar en estos casos el tipo básico constituiría un quebranto del principio de culpabilidad (adviértase en cualquier caso que únicamente resultaría posible en la mayoría de los casos la aplicación de un tipo básico doloso –por no encontrarse incriminada la imprudencia–, cuando el sujeto ha actuado desconociendo la concurrencia de una de sus circunstancias). La solución más razonable pasa por entender que el tipo básico realmente verificado no constituye más que un subtipo agravado en relación con el subtipo (privilegiado) que se creía estar realizando y aplicar, entonces, la regla contenida en el art. 14.2 (aplicación del subtipo privilegiado).
Por otro lado, se discute el tratamiento que hay que dispensar al error inverso sobre una circunstancia cualificante o agravante, esto es, a la suposición de la concurrencia de un subtipo agravado (concurriendo en la realidad el tipo básico) o al igualmente equiparable error directo sobre una circunstancia privilegiante (o, desde otra perspectiva, error inverso sobre el tipo básico). Pese a que se trata de una cuestión extraordinariamente compleja, lo más razonable en estos casos es aplicar el tipo básico y el subtipo privilegiado, respectivamente, únicos concurrentes en la realidad.

Resumen

En este módulo hemos comenzado el estudio de la teoría del delito, por lo que interesaba hacer hincapié en la organización estructural del mismo, introduciendo las grandes categorías o elementos que lo componen. Además de esta tarea introductoria, el módulo se centra ya en la primera parte del estudio de la antijuridicidad: la expresión de la misma a través del tipo.
En el estudio del tipo, hemos partido de la sistemática más extendida que considera que el injusto tipificado se integra de una parte objetiva y una subjetiva. A la primera de ellas pertenece el estudio de los elementos del hecho típico, la acción, y la relación de causalidad e imputación objetiva (en los delitos de resultado material); por otra parte, atendiendo a las especificidades propias de la tipicidad objetiva en los delitos omisivos, se dedica a estos una atención diferenciada.
En el tipo subjetivo hemos estudiado las dos formas posibles de comisión del delito desde el punto de vista interno del autor: dolo e imprudencia, dedicando un apartado diferenciado al error de tipo (que en caso de concurrir impide precisamente la existencia de dolo).

Ejercicios de autoevaluación

Contestad a las diferentes cuestiones teniendo en cuenta que a cada pregunta sólo le corresponde una respuesta correcta:1. Si A consigue, mediante engaño, que B sustraiga la cartera que lleva C y que es propiedad de D, sujeto(s) pasivo(s) de un delito contra el patrimonio es (son)...

a) B.
b) C.
c) D.
d) C y D.

2. El responsable de una industria papelera que intuye los efectos presumiblemente nocivos para el medio ambiente de un nuevo producto para blanquear el papel y ordena su utilización pese a asumir en todo caso el riesgo de una probable contaminación que, en principio, ni busca ni desea actúa...

a) con dolo directo, de primer grado.
b) con dolo de consecuencias necesarias.
c) con dolo eventual.
d) con imprudencia consciente.

3. La comisión por omisión...

a) implica la imputación de la no disminución del riesgo para el bien jurídico.
b) requiere la posición de garante.
c) es un delito de mera inactividad.
d) sólo puede cometerse dolosamente.

4. La omisión propia...

a) implica siempre la equiparación con la acción.
b) implica la equiparación con la acción cuando se dan determinados requisitos.
c) implica la imputación del resultado como si se hubiera causado.
d) implica la imputación de la no disminución del riesgo para el bien jurídico.

5. El Código penal trata el error sobre un elemento del tipo...

a) rebajando la pena en un grado si es vencible y en dos grados si es invencible.
b) excluyendo siempre la responsabilidad criminal.
c) rebajando en todo caso la pena en uno o dos grados.
d) excluyendo la pena si es invencible y remitiendo, si procede, a la imprudencia si es vencible.

6. El bien jurídico es...

a) el objeto materialmente destruido por la acción.
b) el valor tutelado por la norma.
c) el conjunto de objetos susceptibles de ser perjudicados.
d) el interés de la víctima.

7. Un delito de mera actividad...

a) no requiere la imputación objetiva de un resultado material.
b) requiere la imputación de la lesión del bien jurídico.
c) se consuma con la puesta en peligro del bien jurídico sin que requiera en ningún caso la lesión efectiva del mismo.
d) no requiere la comprobación de la lesión o puesta en peligro del bien jurídico.

8. Un delito de peligro abstracto...

a) requiere la imputación objetiva de un resultado material.
b) requiere la imputación de la lesión del bien jurídico.
c) se consuma con la puesta en peligro del bien jurídico sin que requiera en ningún caso la lesión efectiva del mismo.
d) no requiere la comprobación de la lesión o puesta en peligro del bien jurídico.

9. Los elementos subjetivos del hecho típico...

a) no pueden darse en los delitos de mera actividad.
b) pertenecen a la culpabilidad.
c) pertenecen al tipo de injusto.
d) se dan en todos los delitos que admiten la modalidad imprudente.

10. En un delito que sólo admite la modalidad dolosa, la ausencia del dolo determina...

a) la atipicidad.
b) la imprudencia.
c) la justificación.
d) el error sobre el tipo.

Ejercicios de autoevaluación
1. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.
d) Incorrecto.

2. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.
d) Incorrecto.

3. a) Incorrecto.
b) Correcto.
c) Incorrecto.
d) Incorrecto.

4. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Incorrecto.
d) Correcto.

5. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Incorrecto.
d) Correcto.

6. a) Incorrecto.
b) Correcto.
c) Incorrecto.
d) Incorrecto.

7. a) Correcto.
b) Incorrecto.
c) Incorrecto.
d) Incorrecto.

8. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.
d) Incorrecto.

9. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.
d) Incorrecto.

10. a) Correcto.
b) Incorrecto.
c) Incorrecto.
d) Incorrecto.


Glosario

acción f
Significado expresado mediante un comportamiento humano.
antijuridicidad f
Contrariedad a derecho.
bien jurídico m
Valor tutelado por el ordenamiento; si la tutela es penal, será un bien jurídico penal.
comisión por omisión f
No realización del comportamiento por quien ostenta una posición especial de deber (posición de garantía) y que, dado el sentido del texto legal, se equipara a la causación de un determinado resultado que se imputa a la omisión.
culpa f
ved: imprudencia.
delito m
Comportamiento humano típicamente antijurídico y personalmente exigible.
dolo m
Conocimiento (y voluntad) de la realización del hecho típico. Componente del tipo de injusto en aquellos delitos sólo susceptibles de ser cometidos de forma dolosa y forma más grave de culpabilidad en el resto.
dolus malus loc
Conocimiento de la realización del hecho típico y de su carácter antijurídico.
dolus naturalis loc
Conocimiento de la realización del hecho típico.
error de tipo m
Desconocimiento de la realización del hecho típico.
imprudencia f
Forma menos grave de imputación subjetiva de la conducta, realizada sin dolo y en la que el sujeto, infringiendo el deber de cuidado que le era personalmente exigible, podía y debía prever y evitar.
justificación f
Conformidad a derecho de una conducta típica.
norma penal f
Regla jurídica que define una conducta –es decir, que prohíbe– como delito y a cuya verificación asocia una pena.
omisión f
No realización de un comportamiento esperado y debido.
tipicidad f
Cualidad del comportamiento de relevancia penal que implica su coincidencia con la descripción de un precepto penal y la verificación de su significación jurídica.

Bibliografía

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