El derecho: ¿por qué y para qué?
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Índice
1.Por qué el derecho. Las razones que fundamentan la existencia de sistemas jurídicos
1.1.Los problemas de interacción social y el papel de las normas
El derecho no es ni mucho menos un fenómeno reciente en nuestras sociedades, pese
a que en el último siglo, y especialmente en las últimas décadas, haya alcanzado unos
niveles de complejidad altísimos. Al contrario, parece ser más bien una constante
en la historia de la humanidad. Los antiguos romanos (grandes maestros del derecho)
tenían el dicho ubi societas, ibi ius, que puede traducirse como «Allí donde hay una sociedad, existe el derecho». De entre
los textos escritos más antiguos hallados en expediciones arqueológicas en Oriente
Medio, la gran mayoría son de naturaleza jurídica, como códigos legales o tratados
entre reinos. Los textos legales más antiguos conocidos son las tablillas de Ebla,
en Siria (hacia el 2400 a. C.), mientras que el código legal completo más antiguo
conocido es el de Ur-Nammu, en Sumeria (hacia el 2050 a. C.). Y con toda probabilidad,
en épocas anteriores ya existían preceptos legales expresados y transmitidos de manera
oral. Todo ello es un indicio de que el derecho es un instrumento necesario o, al
menos, un instrumento lo bastante importante o útil para la vida en sociedad como
para que todas las sociedades conocidas se hayan servido de él.
¿Pero cuáles podrían ser las razones o motivos por las que resultaría necesario, o
al menos útil, contar con un sistema legal? Si se trata de un fenómeno tan habitual,
parece razonable pensar que los motivos están relacionados con algunas de las características
básicas de los seres humanos y de las comunidades en las que se integran. El filósofo
griego Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) solía referirse al ser humano como «animal
racional» y «animal social». Con ello destacó dos características fundamentales: la
racionalidad y la vida social organizada. La racionalidad es entendida tanto como
la capacidad de plantearse objetivos, fines o propósitos (elección), como también
la de determinar los medios o instrumentos adecuados o más eficaces para alcanzarlos
(deliberación), mientras que el carácter «social» del ser humano pone el énfasis en
la necesidad, o al menos en la conveniencia, de la interacción, la coordinación y
la cooperación entre los individuos y la organización en grupos para satisfacer las
necesidades básicas (tales como alimento y protección) y para conseguir objetivos
que difícilmente serían alcanzables solamente mediante los medios y las capacidades
al alcance de uno mismo. La idea de un Robinson Crusoe, capaz (aunque con grandes
esfuerzos y sacrificios) de procurarse su subsistencia por sus propios medios, es
por tanto una excepción y no la regla.
Podría decirse, por tanto, que los seres humanos estamos «condenados», aunque sea
metafóricamente, a la interacción y a la vida en sociedad. Pero a pesar de las evidentes
ventajas de la vida en comunidad, la interacción social también es fuente de problemas
y dificultades. Una de las más evidentes es que es una fuente de potenciales conflictos. En la medida en que somos racionales y nos planteamos objetivos y propósitos diversos
(y en no pocos casos incompatibles), y que para ello normalmente necesitamos acceder
a todo tipo de recursos (que por definición son limitados) y precisamos de la colaboración
de otros para alcanzarlos, es relativamente habitual que surjan los conflictos. El
conflicto es, en consecuencia, una situación habitual y un estado casi natural del
ser humano. Pero aunque los conflictos sean prácticamente ineludibles, lo que sí está
a nuestro alcance es la forma de gestionarlos, y es en este punto donde, como se verá,
la idea del derecho cobra relevancia como mecanismo para evitar o al menos limitar
el recurso a la violencia, reduciendo así el riesgo de autodestrucción y favoreciendo
la propia subsistencia de los individuos y los grupos en los que se integran.
Pero, además, el conflicto no es el único contexto de interacción social en el que
el derecho puede resultar útil. En ocasiones, también surgen problemas o dificultades
derivadas de la interacción que no tienen que ver necesariamente con un conflicto
o una incompatibilidad en los fines que persiguen las personas involucradas, sino
que se plantean incluso cuando los objetivos perseguidos son compatibles o hasta coincidentes.
Son los denominados problemas de coordinación. Algunos sencillos ejemplos pueden ilustrar estas situaciones:
1) Imaginemos que dos personas están hablando por teléfono, pero se corta la comunicación.
Los dos interlocutores están interesados en seguir manteniendo la conversación (coincidencia
en los propósitos). Para ello, cada uno de ellos cuenta con dos alternativas (medios):
o bien llamar al otro interlocutor, o bien esperar a que sea el otro el que llame.
Pero si los dos toman la misma decisión (los dos llaman a la vez o los dos esperan),
la comunicación no se reanudará y se frustrará la finalidad perseguida. Para evitarlo,
resultaría conveniente establecer algún criterio, ya sea que en caso de corte llame
de nuevo quien inició la primera llamada o bien que lo haga el destinatario de la
misma.
2) Un grupo de amigos quiere ir al cine. Todos los miembros del grupo coinciden en que
su objetivo principal es ir todos juntos y ver la misma película. Pese a dicha coincidencia,
todavía tienen que coordinarse para acordar aspectos como a qué cine ir, qué película
ver y qué sesión, pues de lo contrario no conseguirán su objetivo. Para ello pueden
establecer criterios como la decisión por mayoría o echarlo a suertes.
3) A mayor escala, podría decirse que el propósito principal de todos los conductores
es conducir sus vehículos y llegar a sus destinos de la manera más eficiente y segura
posible, pero para que ello sea posible y que la circulación no sea un caos extremadamente
peligroso, son necesarias ciertas pautas básicas, como determinar por qué lado de
la vía hay que circular o quién tiene prioridad de paso cuando de cruzan varios vehículos.
En todos estos casos de problemas de coordinación, el aspecto más importante no es
cuál es la solución o la pauta «correcta» (si circular por el lado izquierdo o el
derecho de la vía, o quién tiene que llamar cuando se corta una comunicación telefónica),
sino que todas las personas involucradas se atengan a las mismas pautas o criterios.
En algunos casos, no obstante, los problemas de coordinación pueden ser muy serios
y dar pie a importantes conflictos. Por eso, aunque se suele decir que los problemas
de interacción social suelen ser de dos tipos (conflictos y problemas de coordinación),
esto no debe entenderse como que se trata de dos categorías totalmente separadas e
independientes, ya que, en no pocos casos, un problema de coordinación puede ser la
fuente de un conflicto (pensemos, por ejemplo, en el caso de que haya un desacuerdo
entre el grupo de amigos acerca de qué película ver y/o dónde y cuándo hacerlo). Un
ejemplo extremo de problema de coordinación y que a menudo implica un conflicto es
lo que en el ámbito de la teoría de juegos se conoce como el dilema del prisionero.
En la teoría económica del último siglo, un ámbito que ha experimentado un desarrollo
muy importante ha sido el de la «teoría de la decisión racional», o rational choice, dentro de la cual ocupa un lugar importante la llamada «teoría de juegos», en la
que destacan las aportaciones de autores como John von Neumann (1903-1957), Oskar
Morgenstern (1902-1977) o John Nash (1928-2015). Esta disciplina examina el comportamiento
racional de los agentes involucrados en contextos de interdependencia estratégica,
es decir, cuando hay varios agentes involucrados y cada uno de ellos persigue sus
propios fines y propósitos, y las decisiones de cada uno de ellos afectan no solo
a sí mismos, sino también a las posibilidades de los demás de alcanzar sus propios
objetivos (esto es, mis decisiones afectan a las posibilidades de que los demás alcancen
sus objetivos, y las decisiones de los demás afectan a mis posibilidades de alcanzar
mis objetivos).
En sus investigaciones, los teóricos de la teoría de juegos se dieron cuenta de que
en determinados contextos, si todos los involucrados toman la decisión más racional
para ellos (esto es, la que mejor favorece sus intereses), al final se llega a una
situación de equilibrio ineficiente, es decir, a una situación que es mala para todos
o al menos no tan buena para todos como podría haberlo sido si hubieran escogido otras
opciones que no eran las más racionales para el jugador. Dicho de otro modo, si cada
jugador actúa de manera racional, intentando maximizar sus objetivos o intereses y
evitando en lo posible las consecuencias negativas, se llegará a un resultado final
que no es el óptimo para ninguno de los jugadores. Para ilustrarlo, se suele utilizar
un ejemplo en el que hay dos presos que han de tomar una decisión, por lo que este
tipo de situaciones suele conocerse como casos de «dilema del prisionero».
Aunque existen algunas variaciones, el ejemplo clásico suele ser como el siguiente.
Dos personas son detenidas como sospechosos de haber cometido un determinado delito,
pero como la policía no sabe a ciencia cierta quién es realmente el culpable, los
separa sin posibilidad de comunicarse entre sí y les plantea a cada uno de ellos la
misma alternativa:
«Si confiesas que has cometido el delito y tu cómplice no lo hace, tú quedarás libre y tu cómplice será condenado a diez años de prisión, pero si tu cómplice también confiesa, seréis ambos condenados a cinco años. Si decides no confesar pero tu cómplice sí que confiesa, él quedará libre y tú serás condenado a diez años de prisión. Por último, si ninguno de los dos decide confesar, ambos seréis condenados a un año de prisión».
Si partimos de la base de que el propósito de ambos prisioneros es quedar libres o
al menos obtener la pena más baja posible, y presuponiendo que son agentes racionales,
necesariamente los dos acabarán confesando y ambos serán castigados con cinco años
de prisión, a pesar de que existe una alternativa mejor para ambos (que ninguno confiese).
Para llegar a esta conclusión, examinaremos brevemente la situación y las consecuencias
de las diversas opciones. Supongamos que somos el prisionero A. No sabemos qué hará
el prisionero B y, de todos modos, tampoco tenemos ningún control sobre ello. Por
tanto, hemos de examinar las consecuencias de nuestra decisión tanto bajo la hipótesis
de que el otro confiese, como bajo la hipótesis de que no confiese. Y si lo hacemos,
veremos que el resultado es siempre mejor (o menos malo) cuando confesamos: si el
otro prisionero confiesa, nos conviene confesar (pues así seremos condenados a cinco
años en lugar de a diez), mientras que si el otro prisionero no confiesa, también
nos conviene confesar (quedamos libres en lugar de ir un año a prisión). La opción
de no confesar siempre da peor resultado: si el otro confiesa, seremos condenados
a diez años en lugar de cinco, mientras que si no lo hace, seremos condenados a un
año en lugar de quedar libres. Como, por hipótesis, ambos agentes son racionales,
ambos llegarán a la misma conclusión y ambos confesarán. La posibilidad, mejor para
ambos, de que nadie confiese, es demasiado débil e inestable, ya que el incentivo
para traicionar al otro (o el miedo a ser traicionado) es demasiado fuerte: evitar
diez años de prisión.
El ejemplo del dilema del prisionero puede parecer demasiado artificial y exagerado,
pero en realidad las situaciones que tienen la misma estructura (donde lo racional
es llegar a un equilibrio ineficiente) son más habituales de lo que puede parecer
a primera vista. Unos ejemplos muy simples pueden ilustrarlo:
1) En una situación, bastante habitual, de un piso compartido, podemos presuponer que
todos tienen interés en que el piso esté razonablemente limpio, pero al mismo tiempo
todos pretenden contribuir lo mínimo posible a la limpieza. Cada uno de ellos se plantea,
por tanto, dos alternativas: limpiar o no limpiar. Si se analiza la situación desde
un punto de vista estrictamente racional y autointeresado, el resultado final será
que nadie limpiará, porque independientemente de lo que hagan los demás, lo racional
será no hacerlo: si los demás limpian, podré aprovecharme de disfrutar de un piso
más limpio sin esfuerzo, y si los demás tampoco limpian, aunque el piso esté sucio,
al menos me libraré del esfuerzo y evitaré que se aprovechen de mí. Pero si todos
realizan el mismo razonamiento, al final nadie limpiará y el resultado será malo para
todos.
2) En un trabajo en grupo para una asignatura, la calificación es global e idéntica
para todos los miembros del grupo. Cada miembro debe considerar si se esfuerza o no
en la realización del trabajo para obtener una buena nota. Si uno de ellos decide
esforzarse y los demás no lo hacen, estos últimos se aprovecharán del trabajo del
estudiante aplicado y obtendrán injustamente una calificación mejor que la que les
correspondería conforme a su esfuerzo, que de todas maneras será probablemente peor
que si todos se esforzaran. Y, análogamente, el estudiante aplicado, además de ser
«explotado» por quienes no colaboran, no conseguirá una calificación acorde con el
esfuerzo dedicado. Si se analiza la situación de manera racional, cada miembro del
grupo llegará a la conclusión de que no conviene esforzarse: si los demás se esfuerzan,
se podrán beneficiar de ello sin asumir los costes, y si tampoco se esfuerzan, no
habrán hecho un sacrificio inútil. El resultado, como es de esperar, será malo para
todos.
3) Supongamos por un momento que no existen consecuencias legales adversas por no pagar
impuestos. En este contexto, si nos planteamos si pagamos impuestos o no, lo racional
sería en todo caso no pagar: si los demás pagan, me beneficiaré de ello (en forma
de servicios públicos, infraestructuras, etc.) sin haber contribuido, y si los demás
no pagan, aunque no podré disfrutar de los servicios y prestaciones públicos por falta
de ingresos, al menos no haré el «primo» pagando mi parte, que aunque a mí me supone
un importante sacrificio, en el cómputo global apenas tiene impacto. Si todos realizan
el mismo razonamiento, nadie pagará y el resultado será peor para todos.
Lo problemático de las situaciones de dilema del prisionero es que no tienen solución,
y el único modo de resolverlas o superarlas es introduciendo cambios en el esquema
de incentivos que rompan precisamente con esa situación de equilibrio ineficiente,
en el que lo racional es no cooperar. Para eso hay que conseguir que lo racional,
desde el punto de vista del interés individual de cada jugador, sea cooperar. Y es
en este punto donde las normas, y con ello el derecho, pueden ser instrumentos útiles,
ya que permiten cambiar el esquema de incentivos.
Por ejemplo, el caso de los impuestos es muy claro. Si se establece un mecanismo de
inspecciones y sanciones por el cual, en el caso de no pagar lo que corresponde, se
aplicará una sanción más gravosa que la cuantía que correspondería pagar por el impuesto,
y además hay una alta probabilidad de recibir dicha sanción, la opción de no pagar
resultará más costosa y menos atractiva, y por tanto lo racional será pagar el impuesto.
En los otros ejemplos anteriores también pueden establecerse mecanismos que cambien
el sistema de incentivos para romper el dilema del prisionero y hacer que lo racional
sea colaborar: en el caso del trabajo en grupo, puede fijarse algún sistema para identificar
qué ha hecho cada uno de los miembros y que ello tenga repercusión en la calificación
de cada miembro; y en el ejemplo del piso compartido, para incentivar que todo el
mundo contribuya a la limpieza, pueden establecerse consecuencias negativas para el
caso de no hacerlo, como privar del acceso a ciertos servicios comunes u obligar a
realizar otras tareas adicionales.
Con todo lo apuntado hasta ahora, podría afirmarse que las normas resultan instrumentos
útiles o adecuados para afrontar los problemas de interacción social, ya que mediante
el establecimiento de pautas de conducta obligatorias, junto con el correspondiente
conjunto de medidas para intentar garantizar su cumplimiento, es posible modificar
la estructura de incentivos, de tal manera que eviten o mitiguen dichos problemas.
Recordemos que uno los principales riesgos asociados a situaciones de conflicto es
que se recurra a la violencia como método para su resolución. Gracias al establecimiento
de normas (respaldadas por medidas que garanticen su cumplimiento, como, por ejemplo,
un sistema de sanciones) es posible hacer que el recurso a la violencia sea más costoso
y, por tanto, menos atractivo (y menos racional). Si, por ejemplo, yo deseo poseer
algún objeto o recurso que está en posesión de otra persona, y no existe norma alguna
que ponga límites a mi comportamiento, puedo estar tentado a arrebatárselo por la
fuerza, si considero que tengo la capacidad física suficiente para ello. Pero si sé
que en caso de robo es muy probable que recaiga sobre mí una sanción que no solo me
privará del objeto o el bien que he arrebatado, sino que además me impondrá una carga
adicional (una multa, prisión, etc.), automáticamente la opción de robar será más
costosa y menos atractiva. Es decir, gracias a las normas se puede contribuir a la
limitación de la violencia mediante la modificación de la estructura de incentivos.
Por otra parte, las normas también resultan de gran utilidad a la hora de facilitar
la coordinación y superar las dificultades derivadas de la falta de esta, estableciendo
una serie de pautas comunes a seguir por todos los interesados.
Por ejemplo, los contratos no son en esencia sino promesas mutuas, es decir, acuerdos
por los que cada una de las partes se compromete a realizar algo para la otra en interés
de ambos. Imaginemos, por ejemplo, un acuerdo por el que una persona se compromete
a entregar un teléfono móvil a otra a cambio de un precio (cantidad de dinero). Este
acuerdo está en interés de ambos porque la parte que se compromete a entregar el teléfono
valora más el dinero que va a recibir por este que el aparato, mientras que la otra
parte valora más el teléfono que la cantidad de dinero que va a entregar a cambio.
Pero aun estando de acuerdo en los fines, todavía resultan necesarios ciertos criterios
o pautas que establezcan, por ejemplo, cuáles son las condiciones o requisitos que
debe reunir un acuerdo para ser vinculante (si se exige una cierta forma para el acuerdo
o una edad mínima, etc.), las condiciones o circunstancias en las que este debe cumplirse,
y para que, llegado el caso, se pueda llegar a contar con el respaldo del poder público
(jueces) para exigir por la fuerza el cumplimiento en caso de que una de las partes
no cumpla con su obligación o no lo haga correctamente. Por eso, las normas no solo
facilitan la coordinación, sino que además modifican la estructura de incentivos para
penalizar o hacer menos atractiva la opción de traicionar o querer aprovecharse ilegítimamente
de los que sí colaboran (pensemos también en las multas de tráfico por no seguir las
normas de circulación o en las sanciones por no pagar los impuestos).
Sin embargo, aunque hayamos llegado a la conclusión de que el establecimiento de pautas
o normas que guían la conducta resulta útil, adecuado, racional, aconsejable, etc.,
para afrontar los problemas de interacción social, alguien legítimamente podría decir
que es una razón demasiado débil (o al menos no lo suficientemente fuerte) como para
explicar que el derecho haya sido una constante en todas las sociedades humanas, y
eso sería así por al menos dos razones:
a) Primero, porque a lo sumo habríamos explicado la utilidad, o incluso la necesidad,
de contar con normas, pero no necesariamente con normas «jurídicas» o «legales», puesto
que existen otros tipos de normas o pautas de conducta (sociales, éticas o morales,
religiosas…) que también guían el comportamiento y quizá podrían también cumplir con
estas funciones.
b) Y en segundo lugar, porque no basta con que algo resulte útil o aconsejable para
que sea adoptado de manera generalizada. Por ejemplo, probablemente todos tenemos
interés en contar con un buen nivel de salud y bienestar físico, y para ello es muy
recomendable hacer deporte y abstenerse de fumar y consumir alcohol, pero parece bastante
obvio que este motivo no basta para que de manera generalizada todas o casi todas
las personas se comporten de ese modo.
Parecería, pues, si tenemos en cuenta que todas las sociedades conocidas han contado
con un sistema de normas que podría calificarse de algún modo como «derecho», que
este tiene que relacionarse de manera estrecha o intensa con ciertas características
básicas de los seres humanos y de las comunidades en las que se integra. De entre
los intentos de dar una respuesta a esta cuestión, nos centraremos brevemente en la
propuesta de H. L. A. Hart.
1.2.Hart y el «contenido mínimo del derecho natural»
Herbert L. A. Hart (1907-1992) fue uno de los teóricos del derecho más relevantes
del siglo xx y sigue siendo una referencia ineludible en la teoría y la filosofía del derecho
actuales. En su principal obra, The Concept of Law (1961), el autor dedica unas páginas (concretamente, el apartado 2 del capítulo IX)
a explicar su propuesta de cuáles serían las razones que justificarían la existencia
del derecho de manera generalizada en las sociedades humanas, así como el contenido
mínimo imprescindible que tendría cualquier sistema jurídico, por simple y básico
que fuera, a lo que denomina «contenido mínimo del derecho natural».
Es importante destacar que lo que se propone Hart es examinar las razones que justifican
o que hacen que sea racional contar con un conjunto de normas jurídicas, y no trata
de explicar ninguna conexión causal entre los seres humanos y la existencia de normas.
Es decir, no sostiene que la existencia del derecho sea algo necesario o ineludible,
como una ley de la naturaleza, por lo que no niega necesariamente la posibilidad de
que pudiera llegar a existir una sociedad humana sin derecho. Lo que afirma es más
bien que, teniendo en cuenta ciertos objetivos básicos y ciertas características comunes
de los seres humanos, es racional o está justificada la existencia del derecho con
(al menos) un cierto contenido mínimo, por ser el instrumento más adecuado para ello.
La idea principal del autor inglés, dicha de manera resumida, es que, teniendo en
cuenta la importancia que tiene para nosotros el objetivo de la supervivencia y considerando
ciertas características básicas comunes a todos los seres humanos, el derecho es,
si no necesario, sí al menos el instrumento más útil creado hasta la fecha para intentar
garantizar la supervivencia y alcanzar ciertos objetivos humanos básicos.
El punto de partida, pues, es la constatación de algo muy básico: que los seres humanos,
al menos en términos generales, tienen interés en seguir viviendo. Aunque el interés
en la supervivencia no se manifieste en todos los individuos y en todos los casos
o circunstancias, sí que puede sostenerse que los casos en que se desea o se persigue
la propia muerte son minoritarios, y que en términos generales las sociedades humanas
no son un «club de suicidas». La gran mayoría de las personas comparten este interés
básico en seguir viviendo, que es fundamental en el sentido de que cualquier otro
interés o finalidad que tengamos requiere esta condición previa.
Pero este fin, aunque sea general, compartido y fundamental, no basta por sí solo
para justificar la existencia de un sistema de normas jurídicas, a menos que partamos
de la base de ciertas características básicas que compartimos todos los seres humanos.
Si fuéramos de otra forma o si en el futuro somos capaces (por ejemplo, mediante avances
científicos o tecnológicos) de modificar o eliminar algunas de estas características,
es posible que el derecho dejara de ser un instrumento útil o necesario. ¿Cuáles son,
pues, estas características básicas comunes? Hart enumera las cinco siguientes:
1) Vulnerabilidad. Es bastante evidente que los seres humanos (todos) somos vulnerables frente a los
ataques físicos, que pueden acabar con nuestra vida o lesionar gravemente nuestra
integridad física. No existe (al menos hasta la fecha) ningún ser humano indestructible,
por lo que todos tenemos interés en preservarnos de los ataques violentos. Dado nuestro
interés en la supervivencia, esta vulnerabilidad constituye un fundamento para establecer
normas de conducta que limiten el uso de la violencia (como la prohibición de matar,
por usar el ejemplo más evidente). Como apunta Hart, si no podemos encontrar un fundamento
para las normas que impiden matar y lesionar, ¿qué otras normas podrían tenerlo? ¿qué
razones habría para tener normas «de cualquier otro tipo»?
2) Igualdad aproximada. A pesar de que pueden existir diferencias significativas entre personas sobre sus
características físicas (fuerza) e intelectuales, estas no dejan de ser relativas,
o en todo caso no son lo suficientemente importantes, en el sentido de que nadie es
lo suficientemente fuerte y/o inteligente como para someter por la fuerza o mediante
la astucia a todas las demás personas, al menos por algo más que un breve período
de tiempo. Como afirma gráficamente Hart, siguiendo a Hobbes, hasta los más fuertes
y poderosos duermen, y los débiles pueden unirse y aprovechar esos momentos de vulnerabilidad
para atacar al fuerte. Por tanto, nadie, por fuerte que sea, puede confiar exclusivamente
en sus propios medios para someter de manera estable o continuada al resto, y está
en interés de todos (no solo de los débiles) establecer límites al uso de la fuerza.
Por tanto, esta característica también serviría de fundamento para justificar la existencia
de normas que limitan y castigan el recurso a la violencia. Hipotéticamente, si lograra
existir alguien tan superior al resto como para poder imponerse de manera estable
a los demás sin riesgo para sí mismo, no tendría motivos egoístas para recurrir a
las normas que limitan el uso de la violencia.
3) Altruismo limitado. Usando una metáfora bíblica, Hart afirma que los seres humanos no somos ni ángeles
ni demonios. Con ello pone de manifiesto que ni actuamos exclusivamente por motivaciones
egoístas y buscando el propio beneficio en todos los casos, sin tener nunca en cuenta
los intereses o necesidades de otras personas, ni tampoco somos seres angelicales
o heroicos que anteponemos siempre el bienestar y los intereses ajenos a los propios,
sin importar las consecuencias. Con todas las diferencias individuales que pueda haber,
lo cierto es que todos nos situamos en un punto intermedio, y solo bajo esa premisa
tiene sentido establecer normas de conducta. Si fuésemos una especie de demonios egoístas,
no tendría sentido poner normas, porque nunca las seguiríamos (incluso la que prohíbe
matar) cuando no hacerlo nos resultase de algún modo beneficioso; es decir, nuestro
comportamiento nunca estaría motivado por las normas, sino exclusivamente por nuestro
propio interés egoísta. Y en una sociedad de ángeles tampoco tiene sentido establecer
normas que limiten el recurso a la violencia, porque nadie se sentiría nunca tentado
a recurrir a ella (aunque aun así, y a pesar de que Hart no hace referencia a ello,
todavía serían útiles las normas para resolver problemas de coordinación).
4) Recursos limitados. Incluso para la satisfacción de las necesidades y objetivos más básicos, como seguir
viviendo, los seres humanos necesitamos una serie de recursos, como alimento, agua,
cobijo o protección contra los elementos. Por desgracia, estos recursos son limitados
y en muchos casos su obtención requiere esfuerzo y trabajo y, en no pocas ocasiones,
la colaboración de distintas personas (como, por ejemplo, cultivar los campos y construir
herramientas para poder hacerlo, a fin de obtener alimentos). Este carácter limitado
hace conveniente establecer una serie de normas para regular el acceso a los recursos,
o como afirma Hart, para establecer alguna forma de propiedad (que no necesariamente
ha de ser la propiedad privada). Los derechos de propiedad pueden entenderse como
las pautas o criterios que regulan el acceso y la distribución de los recursos (quién
y en qué medida puede acceder a dichos recursos). Pero, además, como en muchos casos
la obtención de recursos requiere cooperación (por ejemplo, el agricultor precisa
de ciertas herramientas para poder cultivar la tierra y obtener alimentos, mientras
que el herrero que fabrica las herramientas precisa los alimentos obtenidos por el
agricultor), son necesarias ciertas normas básicas que regulen los aspectos fundamentales
de las relaciones contractuales, es decir, de las normas que generan obligaciones
o compromisos para asegurar la cooperación, como qué condiciones formales y sustantivas
debe reunir un acuerdo para que sea vinculante entre las partes y pueda asegurarse
su cumplimiento, si es necesario acudiendo a una institución pública (como un tribunal)
que garantice dicho cumplimiento, incluso coactivamente.
5) Comprensión y fuerza de voluntad limitadas. Hasta ahora Hart ha puesto de manifiesto algunas razones para justificar la existencia
de normas que limiten el uso de la violencia, y que regulen algún tipo de propiedad
y las relaciones contractuales. Las ventajas de contar con este tipo de normas parecen
bastante evidentes, y la mayoría de personas así lo verán sin demasiada dificultad.
A pesar de eso, existe el problema de que solemos tener mayores dificultades para
comprender o tener adecuadamente en cuenta los beneficios o intereses a largo plazo
que aquellos otros que son a corto plazo. Por ejemplo, no es extraño sucumbir a la
tentación del placer que supone consumir cierto tipo de alimentos, aun sabiendo que
a medio o largo plazo son perjudiciales para nuestra salud, o a la de comprar la última
novedad que ha salido al mercado, aunque realmente no la necesitemos y haríamos mejor
en ahorrar para afrontar posibles necesidades futuras. Algo similar puede ocurrir
en relación con las normas: aun siendo conscientes, tras reflexionar sobre ello, de
que es conveniente seguir las normas en beneficio de todos (incluido el nuestro),
sería fácil caer en la tentación de no hacerlo si con eso obtenemos algún beneficio
inmediato, aunque ello sea perjudicial a largo plazo o a mayor escala. En un contrato
de compraventa, por ejemplo, el vendedor podría verse tentado de no entregar el objeto
de la venta si previamente ya ha recibido el dinero del comprador, o viceversa, a
pesar de que ello dañaría a la propia institución contractual, ya que disminuiría
la confianza de la gente en que los contratos van a cumplirse, poniendo de este modo
en peligro la cooperación. A fin de evitar los efectos adversos de la tentación del
«beneficio inmediato», Hart señala la necesidad de respaldar las normas con un sistema
de sanciones que desincentive su incumplimiento (es decir, cambiar el esquema de incentivos,
según vimos en el apartado anterior). Para que ello funcione adecuadamente, es necesario
contar con un sistema institucional que, por un lado, tenga la capacidad de determinar
cuándo se ha incumplido una norma (por ejemplo, un sistema judicial) y que, además,
pueda recurrir a la coacción pública para asegurar el cumplimiento de las normas y
la aplicación de las sanciones.
En síntesis, pues, la tesis de Hart es que el objetivo fundamental de la supervivencia,
junto con ciertas características básicas de los seres humanos (vulnerabilidad, igualdad
aproximada, altruismo limitado, recursos limitados y comprensión y voluntad limitadas),
justifica racionalmente contar con un sistema de normas jurídicas que, como mínimo,
sirva para limitar la violencia y regular las bases de la propiedad y los contratos,
respaldado todo ello mediante un sistema institucionalizado de sanciones.
2.¿Para qué el derecho? Las funciones básicas del derecho: control social, seguridad jurídica, legitimación del poder y justicia
Al analizar las razones por las que las sociedades humanas cuentan con sistemas jurídicos,
en cierto modo ya estamos respondiendo también, al menos en parte, a la pregunta de
cuáles son las funciones, objetivos o finalidades que el derecho desempeña o pretende
desempeñar en la sociedad: nos sirve para dar respuesta a problemas de interacción
social a través de la limitación de la violencia y de la facilitación de la coordinación
y la cooperación. Pero los sistemas jurídicos son estructuras muy complejas que sirven
(o pueden servir) para otros muchos objetivos. Tradicionalmente, la sociología jurídica
ha destacado, entre otras, las siguientes funciones: el control social, la seguridad jurídica, la legitimación del poder político y la consecución de un cierto nivel de justicia.
Antes de entrar a comentar cada una de estas funciones principales, conviene tener
en cuenta, para evitar confusiones, que es posible realizar tanto una «interpretación
descriptiva» de tales funciones como una «interpretación valorativa», o prescriptiva,
de las mismas, y que conviene tener presente en qué contexto nos movemos (descriptivo
o valorativo), porque las consecuencias y/o la plausibilidad de nuestras afirmaciones
pueden ser muy distintas en uno u otro caso. Cuando se hace referencia a las funciones
del derecho entendidas como tesis o afirmaciones descriptivas (por ejemplo, afirmando
que los sistemas jurídicos realizan una función de control social), lo que se está
diciendo es que, de hecho, las cosas son de una determinada manera (en nuestro ejemplo,
que «de hecho» todos los sistemas jurídicos desempeñan esa función), y como tal afirmación
descriptiva, puede ser verdadera o falsa. Pero en ocasiones, y no siempre de manera
explícita, lo que se está sosteniendo es una afirmación «valorativa», acerca de lo
que sería «bueno» o «deseable» (en este caso, que sería deseable que los sistemas
jurídicos desempeñaran una función de control social, lo cual es compatible con la
afirmación de que, «de hecho», no todos los sistemas jurídicos cumplan dicha función).
Las tesis valorativas o prescriptivas no son per se ni verdaderas ni falsas, porque no describen ninguna realidad, sino que proponen
un modelo o ideal que se quiere seguir. En todo caso, han de ser valoradas conforme
a otros criterios, como su razonabilidad, justicia, posibilidad de alcanzarse, etc.
2.1.El control social
Como se acaba de apuntar, es habitual en la sociología jurídica afirmar que los sistemas
jurídicos desempeñan una función de control social. La primera dificultad, no obstante,
es que no existe un concepto o interpretación unívoca de lo que se entiende por «control
social». Así, es posible hablar de al menos dos concepciones, o al menos dos dimensiones,
distintas: una concepción «integradora» del control social, y una concepción «reguladora».
a) Entendida como función «integradora», se hace referencia a que el derecho contribuye
a reducir los conflictos en el seno de la sociedad, promoviendo una mayor cohesión
entre sus miembros y generando un sentimiento de integración y solidaridad, gracias
a que a través del derecho los ciudadanos se ven a sí mismos como formando parte de
una misma comunidad y como iguales (en tanto que sometidos o sujetos a las mismas
normas). En un contexto en el que los individuos se sientan «desvinculados», y que
vean el derecho y las instituciones como algo ajeno, es más probable que no se sientan
motivados a cumplir con las normas o que intenten evitarlas cuando ello sea posible.
Si esta afirmación se interpreta como una tesis descriptiva, lo que se está diciendo
es que, de hecho, todo sistema jurídico, por el mero hecho de existir, contribuye
a la integración social. Aunque en muchos casos parece ser así, una afirmación generalizada
de este tipo parece ser exagerada, pues probablemente existen ejemplos de sociedades
poco cohesionadas y muy conflictivas a pesar de estar sujetas a un mismo sistema jurídico,
y con toda probabilidad en la integración y la cohesión social intervienen muchos
otros factores, además del derecho (por ejemplo, los niveles generales de bienestar
o la percepción que tenga la propia población acerca de la justicia o injusticia de
las actuaciones de los poderes públicos o de la distribución de la riqueza). Si en
cambio se entiende como una tesis valorativa, lo que se está diciendo es que el derecho
«debería» contribuir a una menor conflictividad y a una mayor integración y cohesión
social. Probablemente nadie estaría en contra de esta afirmación, pero hay que tener
en cuenta que un sistema jurídico no consigue necesariamente este objetivo por el
mero hecho de existir.
b) Entendida como función «reguladora», que el derecho ejerce una función de control
social significa simplemente que sirve para guiar el comportamiento de los destinatarios
(tanto de los individuos como de los poderes públicos), incentivando o desincentivando
conductas, a través de normas, sanciones u otras medidas. En una interpretación descriptiva,
esta afirmación parece evidentemente cierta siempre que el sistema jurídico sea mínimamente
eficaz (pues precisamente el sistema es «eficaz» si consigue efectivamente dirigir
la conducta, es decir, que se cumplan las normas). Se trata, por tanto, casi de una
tautología (aunque no lo es en sentido estricto, porque cabe la posibilidad de que
el sistema sea totalmente ineficaz). Pero aunque sea verdadera en un sentido casi
trivial, lo que no lo es en absoluto es que se trata también de una afirmación «gradual»:
son posibles distintos niveles o grados de cumplimiento o eficacia de las normas jurídicas,
o dicho de otra manera, los miembros e instituciones de una sociedad pueden estar
motivados en mayor o menor medida por lo que establece el derecho a la hora de decidir
sus comportamientos.
En el caso de una interpretación valorativa, teniendo en cuenta que todos los sistemas
jurídicos mínimamente eficaces cumplen con esta dimensión reguladora, se entendería
como que el objetivo es que se cumpla la función de control social «en el mayor grado
posible», tanto en el sentido de alcanzar la máxima eficacia posible, como en el sentido
de que el derecho debe tener un papel predominante en el control de las conductas
y regular el mayor número de ámbitos posibles en detrimento de otros mecanismos de
control social (como, por ejemplo, la moral). Esta es una cuestión sobre la que existe
debate en el ámbito de la filosofía política y las teorías de la justicia, ya que
hay concepciones más favorables al intervencionismo estatal en distintos ámbitos (como,
por ejemplo, la economía o la familia), mientras que otras son partidarias de limitar
el papel del Estado y del derecho para dejar ciertos ámbitos al margen de la regulación
jurídica y dar mayor protagonismo a la autonomía individual y/o a otro tipo de normas,
como las sociales, las morales o las religiosas.
2.1.1.Las técnicas de control social
Como sabemos, el derecho es un instrumento para guiar el comportamiento, que intenta
desincentivar las conductas que se consideran indeseables e incentivar las que se
consideran deseables. Pero no siempre el sistema jurídico actúa del mismo modo o con
la misma técnica a la hora de intentar dirigir la conducta. Por un lado, tal y como
se acaba se señalar, es posible guiar la conducta tanto incentivando lo que se considera
positivo como desincentivando lo que se considera negativo. Y, por otra parte, el
derecho puede entrar en acción tanto antes de que se lleve a cabo la conducta que
se quiere incentivar/desincentivar como después de esta. Siguiendo la propuesta del
insigne jurista italiano Norberto Bobbio, de la unión de ambos criterios surge una
clasificación de cuatro combinaciones posibles, a las que podemos referirnos como
las distintas «técnicas de control social»:
a) Promoción: consiste en incentivar la conducta deseada antes de que esta se produzca. Algunos
ejemplos pueden ser las subvenciones para adquirir vehículos menos contaminantes,
las ayudas a proyectos de investigación científica o las becas para cursar estudios.
En todos estos casos, el incentivo es ofrecido antes de la realización del comportamiento
que se desea incentivar (que haya más vehículos poco contaminantes, promover la investigación
y el progreso científico, o facilitar la formación de personas con pocos ingresos
y a quienes de otro modo les sería muy difícil o imposible formarse).
b) Premio: consiste en incentivar la conducta deseada después de que esta se haya producido.
Algunos ejemplos son las bonificaciones fiscales por realizar aportaciones a planes
de pensiones o por hacer donaciones a determinadas ONG, las bonificaciones en las
cuotas de la Seguridad Social por contratar a trabajadores de ciertos colectivos desfavorecidos
(como los parados de larga duración), o el descuento en las tasas de la siguiente
matrícula por haber obtenido una calificación de matrícula de honor. En todos estos
casos, el incentivo se materializa después de que se haya producido la conducta deseada
(promover el ahorro, ayudar a colectivos desfavorecidos o promover la excelencia académica).
c) Prevención: consiste en desincentivar la conducta indeseada antes de que esta llegue a producirse.
Un ejemplo sería el despliegue de un dispositivo policial en un partido de fútbol
considerado de alto riesgo para evitar posibles altercados violentos. Los actos violentos
todavía no se han producido, pero el derecho entra en acción de manera preventiva.
Otros ejemplos podrían ser las medidas cautelares, como la prisión preventiva o la
fianza (todavía no ha habido condena pero se intenta evitar que haya fuga o destrucción
de pruebas), o la colocación de radares en las carreteras para evitar futuros excesos
de velocidad.
d) Represión: consiste en desincentivar la conducta indeseada después de que esta se haya producido.
El caso paradigmático es el de las sanciones (como las penas de cárcel por la comisión
de delitos o las multas de todo tipo por contravenir obligaciones legales). Cuando
interviene el derecho penal y se impone la pena al acusado, en cierto modo ya es demasiado
tarde, porque la conducta indeseada (el delito) ya se ha producido.
Conviene tener claro, para evitar confusiones, que la clasificación se basa en el
momento en que interviene el derecho y no en cómo influye este en la psicología del
individuo cuando toma sus decisiones.
Tomemos el caso de la represión: aunque el hecho de que yo sepa que un comportamiento
es considerado por el derecho como delito y que conlleva una importante pena de prisión
con toda probabilidad influirá en mi decisión de llevarlo o no a cabo, el sistema
jurídico solo actuará efectivamente (imponiendo la pena) una vez realizado dicho comportamiento,
por lo que se trata de una técnica de represión y no de prevención. De modo similar,
el hecho de que yo sepa que si obtengo una matrícula de honor me beneficiaré de una
rebaja en el precio de la matrícula del próximo curso puede influir en mi decisión
de esforzarme al máximo para obtener dicha calificación, pero el beneficio solo se
aplicará una vez consumado el hecho, por lo que se trata de una técnica de premio
y no de promoción.
2.2.La seguridad jurídica
La palabra seguridad suele ir unida a la noción de protección, es decir, a la idea de estar protegido frente a adversidades o perjuicios de todo
tipo, como, por ejemplo, los causados por agresiones físicas, accidentes, enfermedades
o desastres naturales. En este sentido, la seguridad está directamente relacionada
con la toma de medidas para evitar daños o cualesquiera otras consecuencias negativas.
El derecho tiene cierto papel a la hora de proveer cierto nivel de seguridad en este
sentido. Como hemos visto, un objetivo esencial de todo sistema jurídico es limitar
la violencia, lo cual otorga (en la medida de que haya un cierto nivel de eficacia
y cumplimiento de las normas) un cierto grado de protección frente a las agresiones.
Su papel es, no obstante, bastante más limitado y modesto frente a otros tipos de
riesgo: puede incidir en cierta medida en la evitación de accidentes (por ejemplo,
imponiendo ciertas obligaciones a los conductores, como no superar cierta velocidad,
u obligando a las empresas a adoptar determinadas medidas para intentar evitar accidentes
laborales), pero poco o nada puede hacer, por ejemplo, para evitar que la gente caiga
enferma o para impedir desastres naturales (naturalmente, el derecho sí que tiene
un papel importante a la hora de gestionar las consecuencias de situaciones como estar
enfermo o haber sufrido daños por catástrofes naturales, pero no puede evitar que
estas situaciones se produzcan).
Pero por otra parte, la palabra seguridad también se puede usar en el sentido de certeza, como en las afirmaciones «es seguro que el cuadrado de tres es igual a nueve», o
«estoy seguro de que dejé las llaves encima de la mesa», o al menos de alta probabilidad
(como en «seguramente llegaré dentro de una hora»). El concepto de seguridad jurídica
está relacionado con esta noción, y no con la idea de protección. Cuando se añade
el adjetivo jurídica, nos estamos refiriendo a la posibilidad de prever o determinar con antelación las
consecuencias jurídicas de nuestros comportamientos.
Por tanto, la seguridad jurídica consiste en la previsibilidad de las consecuencias que el sistema jurídico establece para nuestras acciones.
Este aspecto es muy importante, porque el conocimiento de las consecuencias legales
de nuestras acciones es, en muchos casos, un elemento fundamental para nuestra toma
de decisiones. Por ejemplo, si sé que determinado comportamiento implica la imposición
de una sanción y yo quiero evitarla, evitaré dicho comportamiento; o si pretendo ejercitar
un derecho y el único modo de hacerlo es realizando una determinada solicitud ante
un órgano concreto, actuaré de ese modo.
La previsibilidad es, no obstante, una propiedad gradual; esto es, podemos hablar
de distintos grados o niveles de seguridad jurídica. El nivel de seguridad jurídica
de un sistema concreto depende fundamentalmente de tres aspectos: la claridad de las disposiciones legales, la publicidad de las mismas y el cumplimiento por parte de los poderes públicos.
a) La posibilidad y el grado de precisión o certeza a la hora de poder prever las consecuencias
legales de nuestros actos está estrechamente vinculada con la claridad del lenguaje
usado en las disposiciones jurídicas. En la medida en que las leyes se expresen en
un lenguaje claro, preciso y fácilmente comprensible, será más sencillo saber con
mayor exactitud a qué nos exponemos con nuestro comportamiento. Si, por el contrario,
se utiliza un lenguaje oscuro, impreciso y de difícil comprensión e interpretación,
menos seguros podremos estar de si actuamos o no conforme a la ley o de qué nos exige
esta.
No debe confundirse la oscuridad y la imprecisión con la complejidad técnica. El lenguaje
jurídico es un lenguaje altamente tecnificado en el que muchas de sus expresiones
tienen significados muy precisos y determinados, y ello hace que sea a menudo de difícil
comprensión para alguien sin la formación adecuada. En ocasiones utiliza términos
que no son de uso corriente en el lenguaje coloquial (como por ejemplo usucapión o enfiteusis) y en otros casos utiliza las palabras o expresiones que aunque son también de uso
coloquial, en el contexto jurídico tienen significados muy precisos y no siempre coincidentes
con el lenguaje común. Por ejemplo, en el lenguaje corriente es habitual utilizar
la expresión robar indistintamente en las tres situaciones siguientes:
1) «Hace un par de días entraron en mi casa forzando una ventana y me robaron el dinero
y las joyas que allí guardaba».
2) «Dejé un momento mi cartera sobre el mostrador y alguien me la ha robado».
3) «El otro día le presté mi colección de monedas antiguas a otra persona y me las ha
robado».
Sin embargo, desde el punto de vista legal, robar es un concepto mucho más preciso y solo se aplicaría al primer caso, ya que en los
otros ejemplos nos encontramos frente a un hurto y a una apropiación indebida, respectivamente.
b) A fin de poder conocer las consecuencias legales de nuestros actos, es imprescindible
que podamos saber qué establece el derecho. Si las leyes son secretas, los afectados
por ella no podrán saber cómo les afectan y por tanto su comportamiento no podrá ser
motivado por lo que aquellas establecen. Por ello debe existir la posibilidad de conocer
las normas jurídicas, y por esa razón todos los sistemas jurídicos modernos establecen
la obligación de publicar oficialmente todas las disposiciones legales aprobadas como
requisito previo a su entrada en vigor. Además, suele establecerse un plazo entre
la publicación y la entrada en vigor, al que se denomina vacatio legis, y que, por regla general y salvo que la propia disposición publicada establezca
otra cosa, es en el derecho español de veinte días (art. 2.1 del Código civil). Este
plazo tiene por objeto precisamente facilitar el conocimiento de la disposición publicada,
y esta puede ampliarlo o reducirlo, pero la entrada en vigor nunca puede ser anterior
a la fecha de publicación oficial.
Existen distintos medios de publicación oficial, que dependen del ámbito de vigencia
de las disposiciones. Para el caso de disposiciones que afectan a todo el Estado (por
ejemplo, una ley aprobada por las Cortes Generales –Congreso de los Diputados y Senado–
o un real decreto del Gobierno central), la publicación oficial es el BOE (Boletín
Oficial del Estado). Existen también diarios oficiales para el ámbito autonómico (por
ejemplo, en el caso de Cataluña, se trata del DOGC, el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya). A nivel de la administración local, la publicación se realiza a través del BOP
(Boletín Oficial de la Provincia). Existen además otras publicaciones oficiales sectoriales,
como, por ejemplo, el BORME (Boletín Oficial del Registro Mercantil).
Hay que ser conscientes también de la diferencia que existe entre «conocer» el derecho
y tener la «posibilidad» de conocerlo. La publicación de las disposiciones legales
obviamente solo garantiza esto último, pero en sentido estricto solo podemos examinar
adecuadamente nuestras opciones si conocemos el derecho. El problema es que los sistemas
jurídicos actuales han alcanzado tal extensión y nivel de complejidad que resulta
en la práctica imposible conocerlo completamente, incluso para los especialistas,
que normalmente suelen ser expertos solo en determinados ámbitos o temáticas específicas
(de manera similar a los médicos, que tienen todos una base de formación general,
pero son especialistas en un determinado ámbito, como la cardiología, la neurología,
la traumatología, la nefrología, etc.). A causa de esta gran complejidad, no sería
razonable hacer depender la aplicación o la vigencia del derecho a su conocimiento
por parte de los destinatarios, y por esa razón el artículo 6.1 del Código civil establece
que «la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento».
c) De poco sirve que las leyes sean públicas, o incluso ampliamente conocidas, y redactadas
de manera clara y precisa, si los poderes públicos no suelen atenerse a ellas, ni
garantizan que estas sean cumplidas por los destinatarios. Aunque sobre el papel esté
muy claro cuáles son las consecuencias legales de nuestros actos, de nada servirá
si no contamos con ciertas garantías de que estas serán aplicadas por el Estado y
de que los poderes públicos no actuarán de manera arbitraria, pues en ese caso no
sabremos a qué atenernos (no tendremos elementos para decidir si cumplir o no la ley,
porque hagamos lo que hagamos las consecuencias son imprevisibles). Por eso un requisito
fundamental para poder hablar de seguridad jurídica es que las reglas del juego sean
efectivamente seguidas especialmente por quienes tienen la obligación de garantizar
su cumplimiento (los poderes públicos).
Una vez definido el concepto de seguridad jurídica y explicados los principales aspectos
que determinan el grado o nivel de la misma, corresponde analizar la plausibilidad
de la afirmación de que los sistemas jurídicos cumplen la función de proporcionar
seguridad jurídica.
Como sabemos, las tesis acerca de las funciones del derecho pueden interpretarse en
un sentido descriptivo o valorativo. Entendida como una afirmación descriptiva, lo
que viene a decirse es que, de hecho, los sistemas jurídicos proporcionan seguridad
jurídica. Pero hay que tener en cuenta que la seguridad jurídica es gradual, por lo
que esta afirmación podría entenderse al menos de dos maneras: a) como que todo sistema
jurídico proporciona «algún» grado de seguridad jurídica, aunque sea mínimo, o b)
como que todo sistema jurídico proporciona un nivel alto, o al menos suficiente, de
seguridad jurídica. Seguramente en la primera interpretación la afirmación es verdadera,
pues a menos que el sistema jurídico sea enormemente defectuoso e ineficaz (en cuyo
caso podría incluso decirse que no existe propiamente un sistema jurídico en esa sociedad),
proporcionará algún nivel de previsibilidad, aunque sea bajo. En cambio, parece mucho
más dudoso que la afirmación sea verdadera bajo la segunda interpretación.
Por eso puede parecer más razonable entender la seguridad jurídica como una tesis
valorativa, es decir, defendiendo que es algo positivo o deseable que los sistemas
jurídicos proporcionen un nivel alto, o al menos suficiente, de seguridad jurídica.
Una afirmación de este tipo sin duda genera un amplio consenso. Pero lo que es más
dudoso es si también lo generaría la afirmación de que los sistemas jurídicos deberían
proporcionar «el máximo grado posible» de seguridad jurídica. Un nivel muy alto de
seguridad jurídica sin duda mejora la previsibilidad de las consecuencias de nuestros
actos y decisiones, pero también puede contribuir a un exceso de rigidez y falta de
flexibilidad que puede tener, en ciertos casos, efectos negativos por lo que respecta
a la justicia o a la razonabilidad de las actuaciones de los poderes públicos.
Dos ejemplos pueden ilustrar esta idea. En primer lugar, hasta hace apenas unos años
solo era beneficiario de la pensión de viudedad de la Seguridad Social el cónyuge
viudo, porque así lo establecía claramente la normativa al respecto. Esto implicaba
que no tenía derecho a la pensión el superviviente de una pareja de hecho, al no existir
el acto formal del matrimonio, a pesar de que se tratase de una relación duradera
y que comparte las características normalmente asociadas al matrimonio (convivencia
estable, cuidado en común de los hijos, bienes compartidos, etc.). Sin duda, la seguridad
jurídica es mayor si nos atenemos a lo que clara y explícitamente establece le ley
(que de manera expresa exigía matrimonio), pero es cuestionable que en todo caso sea
siempre preferible un mayor grado de seguridad jurídica.
Un segundo ejemplo, basado en un caso real similar sucedido en Argentina, sería el
siguiente. La legislación sobre trasplantes de órganos a partir de un donante vivo
exige que el donante sea mayor de dieciocho años para poder dar su consentimiento.
Una paciente está muy enferma y necesita un trasplante urgente para salvar su vida,
y el único donante compatible es su hermano, que tiene diecisiete años y seis meses
y está dispuesto a donar. No puede esperar a cumplir los dieciocho porque ya será
demasiado tarde para su hermana. En esta situación, la seguridad jurídica es mayor
si se cumple la literalidad de la norma, que establece la edad mínima de dieciocho
años, y diecisiete años y medio no son dieciocho, por lo que no puede dar válidamente
su consentimiento. De nuevo, resulta aquí dudoso si dar prioridad a la seguridad jurídica
es siempre positivo.
2.3.La legitimación del poder político
Si bien una función básica del derecho es dirigir el comportamiento, difícilmente
podrá hacerlo de manera efectiva si no cuenta con una serie de recursos y procedimientos
para intentar asegurar el cumplimiento de las normas, lo que implica la posibilidad
de hacer uso de la coacción, aunque sea como último recurso. Solo así puede pretender
tener autoridad efectiva sobre los destinatarios y obligarles, si es necesario, a
cumplir forzosamente las normas. Por tanto, el derecho está indisolublemente ligado
al poder y al uso de la fuerza, aunque lo ideal sea que recurra a esta lo mínimo posible.
Aunque parezca paradójico, para poder limitar de manera efectiva el uso indiscriminado
de la violencia por parte de las personas, el derecho necesita poder recurrir a ella
cuando sea necesario, a través de estructuras institucionalizadas, como la administración
pública o los tribunales.
Esto nos plantea un problema: si analizamos los actos de estas instituciones que implican
el uso de la fuerza o la coacción de manera puramente objetiva, no encontramos demasiadas
diferencias respecto de otros usos de la violencia que en principio consideraríamos
ilegítimos. En esencia, por poner algunos ejemplos, una multa o sanción económica
no es sino una privación por la fuerza de nuestra propiedad, al igual que un robo;
una pena de prisión es una privación forzosa de la libertad, al igual que un secuestro;
los trabajos comunitarios o forzosos son como una forma de esclavitud; la pena de
muerte (en los sistemas jurídicos en que aún se aplica) consiste en causar la muerte
de una persona sin el consentimiento de esta, al igual que un asesinato, y los castigos
físicos que históricamente existían en muchas sociedades y que todavía hoy persisten
en algunos sistemas legales (como los latigazos) no son en esencia más que formas
de tortura o mutilación. Por eso podemos considerar que no le falta cierta razón al
pirata del ejemplo expuesto por Agustín de Hipona en el siglo v (en De Civitate Dei, libro IV, cap. IV), en el que aquel es capturado por el ejército de Alejandro Magno
y acusado de ladrón, ante lo cual responde: «Como yo lo hago con un pequeño barco
me llaman ladrón, y porque tú lo haces con grandes ejércitos te llaman emperador».
Como el poder político está indisolublemente ligado al uso de la fuerza, de no existir
una serie de pautas y reglas que regulen cuándo, cómo y cuánto hacer uso de ella,
existiría un serio riesgo de que sus actos fueran percibidos como un mero ejercicio
arbitrario, y por tanto ilegítimo, de la violencia. El derecho, pues, contribuye a
que la percepción de la violencia institucionalizada no sea vista como un ejercicio
arbitrario o despótico del poder, pues dicha violencia está sujeta a un conjunto de
reglas que (al menos en teoría) nos afectan a todos por igual y que regulan los procedimientos
que determinan quién puede ejercerla, en qué casos, de qué manera y en qué proporción,
estableciendo así una serie de límites que constituyen a su vez garantías para los
ciudadanos.
En suma, el derecho tiene un papel esencial en la percepción del poder político como
un uso legítimo (o al menos tolerable) de la fuerza y la coacción, y por eso se le
atribuye una función de «legitimación» de dicho poder. Ahora bien, el hecho de que
«sea percibido» mayoritariamente por la sociedad como legítimo no implica necesariamente
que lo sea. Por ello, conviene diferenciar entre los conceptos de legitimidad y legitimación.
La legitimidad es un concepto moral, que hace referencia a la corrección o justicia en términos
morales (con pretensión de objetividad y universalidad) de las decisiones, acciones
o normas del poder político. Que un sistema jurídico-político sea legítimo dependerá
de que se ajuste o no a las exigencias establecidas por una determinada teoría moral
o de la justicia (con pretensión de validez objetiva y universal). La legitimación, en cambio, es un concepto sociológico o descriptivo, que se refiere al hecho de
que la mayoría de los miembros de una determinada comunidad consideran que las acciones,
decisiones y normas del poder político son legítimas o moralmente correctas, o al
menos no manifiestamente injustas.
Desde el punto de vista de lo que estamos analizando, el concepto relevante es el
de legitimación y no el de legitimidad. Resulta bastante evidente que las normas o
las decisiones adoptadas por el poder político no son automáticamente justas o moralmente
correctas por el mero hecho de que hayan sido dictadas por ciertas autoridades siguiendo
determinados procedimientos (es decir, «conforme a derecho»), pero el hecho de seguir
las normas y procedimientos legalmente establecidos sí que puede facilitar la aceptación,
o cuando menos la tolerancia, por parte de los ciudadanos. Además, la legitimación
del poder político tiene un papel fundamental en la propia estabilidad del sistema.
Al margen de su justicia o injusticia en términos objetivos, difícilmente un sistema
jurídico-político conseguirá mantenerse por demasiado tiempo si es percibido mayoritariamente
como ilegítimo y tiene que recurrir de manera constante y generalizada a la violencia
para intentar hacer cumplir sus normas. Por tanto, la estabilidad de un sistema requiere
que un amplio sector de la propia comunidad lo perciba como legítimo o al menos aceptable.
2.4.La justicia
Suele decirse también que una de las funciones básicas del derecho es contribuir a
crear una sociedad más justa o que es un instrumento para promover la justicia.
Las relaciones entre el derecho y la justicia serán tratadas en el módulo «El derecho
y la justicia», con lo que por el momento nos limitaremos a unas pocas pinceladas.
Lo primero que conviene destacar es que justicia es tratado aquí como un concepto de tipo moral o perteneciente al ámbito moral. Esta
puntualización es necesaria porque en ocasiones se utiliza el término justicia como un concepto de tipo jurídico, como sinónimo o equivalente a «ley» o «derecho».
Esto ocurre, por ejemplo, al hablar de los «tribunales de justicia» o al referirnos
genéricamente al poder judicial como «la justicia». A veces también se habla de «la
solución justa» para hacer referencia a la solución correcta conforme a la ley. Naturalmente,
la tarea de los órganos judiciales es aplicar la ley, esto es, decidir los casos que
se les plantean conforme a derecho, y no tratar de encontrar soluciones «justas» de
acuerdo con parámetros éticos o morales. Cuando justicia se usa en sentido legal, no tiene demasiado sentido decir que una de las funciones
del derecho es «promover la justicia» o que «las leyes deben ser justas», ya que «justo»
y «conforme a derecho» es lo mismo, con lo que la afirmación sería un pleonasmo o
una tautología vacía de contenido. Análogamente, hablar de «ley o derecho injusto»
sería una contradicción en sus propios términos.
Desde una perspectiva moral, lo primero que puede afirmarse respecto de la justicia
es que se trata de uno de los conceptos más complejos y sobre los que existe mayor
debate y diferencias ente los teóricos que han tratado esta cuestión (los filósofos
de la moral y de la política). No puede hablarse propiamente de un concepto o definición
unívoca de la justicia o de lo que es «justo», sino que lo más apropiado sería decir
que existen múltiples concepciones teóricas o «teorías de la justicia», con diferencias
notables entre sí y, por tanto, en no pocas ocasiones con propuestas incompatibles
acerca de qué tipo de diseño institucional o legislación tiene que adoptar una comunidad
para que pueda considerarse justa.
Otro aspecto destacable es que, al margen de los debates y discrepancias teóricas,
resulta más apropiado referirse a la justicia como una «familia de conceptos», más
que como un concepto único. Así, es posible hablar de justicia formal y justicia material,
y dentro de esta última, de justicia retributiva y justicia distributiva. Y, naturalmente,
dentro de cada ámbito existen casi tantas posiciones o teorías distintas como autores.
No entraremos de momento en estas cuestiones, que serán abordadas en su momento.
Además, resulta útil trazar una distinción análoga a la que se estableció entre legitimidad y legitimación, en el sentido de que una cosa es que el sistema jurídico sea moralmente justo o
que promueva la justicia (desde el punto de vista de que se ajusta a una teoría ética
con pretensión de objetividad y validez universal) y otra distinta es que los miembros
de la comunidad, como cuestión de hecho, consideren que el sistema legal e institucional
en el que están inmersos es suficientemente justo o aceptable (esta última es una
cuestión sociológica, no ética).
Volviendo a la cuestión inicial, cuando se sostiene que una de las principales funciones
del derecho es promover la justicia o contribuir a una sociedad más justa, lo que
se está afirmando es que el sirve para que la sociedad sea más justa desde el punto
de vista moral. Pero como es habitual, las afirmaciones acerca de las funciones del
derecho pueden interpretarse desde un punto de vista descriptivo o valorativo.
Si se interpreta como una tesis descriptiva, lo que se afirma es que, de hecho, los
sistemas jurídicos contribuyen a promover la justicia. Esta afirmación parece bastante
discutible, pues a lo largo de la historia (y aun en la actualidad) ha habido numerosos
ejemplos de sistemas que instauraban, protegían o alentaban prácticas que no parecen
moralmente aceptables, como, por ejemplo, la esclavitud o la discriminación en sus
múltiples manifestaciones (racial, de género, de minorías…), o que no reconocían ni
protegían los derechos más básicos del ser humano. Claro que también es posible interpretar
esta afirmación en el sentido de que los sistemas jurídicos promueven «lo que la mayoría
de los miembros de la comunidad consideran justo» (independientemente de que lo sea
en términos objetivos). Pero tampoco esta interpretación parece acabar de ser plausible,
porque también encontramos numerosos ejemplos de cambios revolucionarios de regímenes
jurídico-políticos que se producen cuando la mayor parte de la sociedad considera
que sus sistemas políticos y legales son manifiestamente injustos y no están dispuestos
a seguir tolerando dichas injusticias, lo que les lleva a derrocarlos incluso por
la fuerza.
La interpretación valorativa de la tesis parece más plausible. Difícilmente se puede
estar en contra de la pretensión de que los sistemas jurídicos «deberían promover»
la justicia y ser un instrumento para contribuir a crear una sociedad más justa. El
principal problema es que más allá del acuerdo en este propósito genérico, existen
múltiples interpretaciones de qué se considera justo, es decir, múltiples teorías
y concepciones de la justicia. Por el momento, no obstante, no entraremos en esta
cuestión.
Resumen
En este primer módulo nos hemos centrado en las razones que justificarían o al menos
explicarían la existencia de sistemas jurídicos en las sociedades humanas, así como
en las principales funciones que dichos sistemas desempeñan en dichas sociedades.
Partiendo de la base de la necesidad de la interacción social y de los problemas,
casi inevitables, que esta conlleva (en forma de conflictos y/o de problemas de coordinación),
se ha puesto de manifiesto que las normas (en el sentido genérico de pautas de conducta
obligatorias, no necesariamente jurídicas en el sentido actual del término) pueden
resultar instrumentos útiles, en la medida en que pueden modificar los incentivos
para el comportamiento de los destinatarios de manera que no se enfrenten a los conflictos
de manera violenta, o para que no se vean inmersos en problemas de coordinación que
pueden evitarse.
Yendo algo más lejos, según Hart, el fin básico de los seres humanos de intentar garantizar
su propia supervivencia, junto con ciertas características comunes que todos compartimos
(vulnerabilidad, igualdad aproximada, altruismo limitado, recursos limitados y comprensión
y fuerza de voluntad limitadas) y la necesidad de interactuar y cooperar para alcanzar
casi cualquier objetivo, hace que sea racional disponer de un conjunto mínimo de normas
de conducta obligatorias que limitan el recurso a la violencia, sientan las bases
mínimas de la cooperación (contratos vinculantes) y establecen mecanismos para asegurar
su cumplimiento. Esto es lo que el autor inglés denomina como «el contenido mínimo
del derecho natural».
También hemos centrado la atención en las principales funciones que habitualmente
se atribuyen al derecho: el control social (para promover la integración y regular
la conducta de los miembros de la sociedad), la seguridad jurídica (favorecer nuestra
autonomía gracias a la previsibilidad de las consecuencias de nuestros actos), la
legitimación del poder político (regular y limitar el uso de la coacción institucionalizada
y contribuir a que no sea percibida como agresiones injustificadas) y la promoción
de la justicia. Todas estas funciones son susceptibles de interpretaciones diversas,
sobre todo en el sentido de ser concebidas como tesis descriptivas o valorativas,
por lo que conviene especificar a la hora de valorar su plausibilidad.