Según el profesor genovés Riccardo Guastini, es posible trazar una primera gran división
entre las técnicas interpretativas, diferenciando entre la interpretación literal, por una parte, y la interpretación correctora, por otra. Esta clasificación, como apunta el autor, es conjuntamente exhaustiva
(toda interpretación es o bien literal o bien correctora, sin que quepa ninguna otra
posibilidad) y mutuamente excluyente (si una interpretación es literal, entonces no
es correctora, y viceversa). No obstante, las categorías son algo imprecisas porque
la propia naturaleza del lenguaje (vaguedad, ambigüedad, etc.) implica que no sea
posible trazar una frontera clara entre aquello que es una interpretación literal
y aquello que es ya una interpretación correctora.
La interpretación literal (o declarativa) sería aquella que se ajusta al significado lingüístico de la expresión
interpretada, según la práctica habitual de la comunidad lingüística de la que se
trate (en este caso, la comunidad de los juristas).
Sería, por tanto, aquella interpretación que «se ajusta a las palabras» del legislador
a la hora de atribuir un significado a la disposición normativa, tal como estas se
entienden en un contexto jurídico, o, en palabras del artículo 3.1. del Código civil,
la interpretación que se realiza «según el sentido propio de sus palabras».
En contraste, la interpretación correctora sería aquella que se aparta de la interpretación literal (dicho de otro modo, la
que atribuye un significado distinto del que resulta de las estrictas palabras del
legislador o autoridad normativa).
A su vez, la interpretación correctora puede ser o bien extensiva, o bien restrictiva.
Una interpretación correctora extensiva, como su nombre sugiere, es la que «extiende» o amplía el ámbito de aplicación de
la norma y la hace aplicable a casos que, de acuerdo con una interpretación literal,
quedarían excluidos de su ámbito de aplicación.
Un ejemplo (hipotético) de interpretación correctora extensiva sería que frente a
la disposición «Prohibido el acceso de vehículos de motor al parque» un intérprete
sostuviera, mediante algún argumento (como, por ejemplo, que la finalidad de la norma
es garantizar la tranquilidad y la seguridad en el parque), que debe entenderse que
tampoco pueden acceder a él las bicicletas. El sentido literal de «vehículos de motor»,
tanto en el lenguaje común como en el ámbito jurídico, excluye las bicicletas, por
lo que según una interpretación literal, las bicicletas no se verían afectadas por
la prohibición. No obstante, mediante la interpretación ofrecida se amplía el ámbito
de aplicación, lo que afecta a un supuesto (las bicicletas), que de otro modo quedaría
excluido.
En contraste, la interpretación correctora restrictiva es la que restringe o limita el ámbito de aplicación de la norma en comparación con
una interpretación literal. Ello supone, por lo tanto, que supuestos que en principio
quedarían afectados por la norma resultan, gracias a la interpretación propuesta,
excluidos de su ámbito de aplicación.
Supongamos ahora que la disposición establece «Prohibida la entrada de perros en el
parque», pero algún intérprete sugiere (o impone, si se trata de una autoridad, como
un juez) que esta disposición debe interpretarse de manera que excluye a los perros
que vayan convenientemente atados con una correa y provistos de bozal. Es decir, algunos
casos que quedarían incluidos en el ámbito de aplicación de la norma según una interpretación
literal (la clase «perros provistos de correa y bozal» está claramente incluida en
la clase «perros») son excluidos, por vía interpretativa, de su ámbito de aplicación.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que cuando hablamos de interpretación literal,
no necesariamente estamos afirmando que exista siempre una «única» interpretación
literal. Los problemas del lenguaje que conocemos (vaguedad y textura abierta, ambigüedad,
carga emotiva) provocan que en no pocas ocasiones sea posible atribuir distintos significados
a un mismo texto sin salirnos de su literalidad. Por esa razón, algunas de las técnicas
interpretativas que veremos a continuación pueden ser usadas precisamente para elegir
o privilegiar una determinada interpretación de entre las diferentes interpretaciones
literales posibles. Es decir, no necesariamente estas técnicas han de verse como mecanismos
para justificar o proponer interpretaciones correctoras.
Siguiendo en la misma línea, normalmente cada una de estas distintas técnicas no está
necesaria o conceptualmente ligada a un tipo concreto de interpretación, sino que
pueden ser usadas, según las circunstancias, o bien para justificar interpretaciones
de distinto tipo (correctora extensiva, correctora restrictiva), o bien para elegir
entre distintas posibilidades de interpretación literal. Además, algunas técnicas,
más que ir dirigidas a ofrecer una interpretación de la disposición normativa, son
más bien instrumentos argumentativos para evitar o resolver problemas del sistema,
como lagunas o contradicciones normativas.
Finalmente, conviene destacar que, en no pocas ocasiones, el uso de distintas técnicas
interpretativas puede dar lugar a diferentes interpretaciones incompatibles y, en
estos casos, normalmente, no existe una clara ordenación o jerarquía entre las distintas
técnicas.
A continuación, veremos brevemente y de manera individualizada algunas de las técnicas
interpretativas más habituales:
1) El argumento sistemático.
2) El argumento histórico.
3) El argumento teleológico.
4) El argumento psicológico.
5) El argumento sociológico.
6) El argumento apagógico o reducción al absurdo.
7) El argumento a fortiori.
8) El argumento analógico.
9) El argumento a contrario sensu.
Como comprobaremos, aunque se trata de categorías fácilmente distinguibles desde el
punto de vista conceptual o teórico, a la hora de aplicarlos su distinción no es sencilla
en muchos casos, por lo que es posible que un mismo argumento o razonamiento pueda
entenderse como una aplicación de más de una de estas técnicas.
1) El argumento sistemático
Bajo este título se aglutinan varias técnicas de interpretación que tienen en común
la idea de que una disposición normativa no debe interpretarse aisladamente, sino
en relación o conexión con otras disposiciones, ya que el derecho es un «sistema»
(se asimila este concepto a la idea de un conjunto ordenado de elementos al que se
suele atribuir las propiedades de coherencia y completitud). Por lo tanto, a la hora
de determinar o atribuir un significado, debe tenerse en cuenta lo que establecen
otros elementos del sistema.
Pueden diferenciarse al menos dos modalidades distintas del «argumento sistemático»:
el argumento a cohaerentia y el argumento sedes materiae.
a) El argumento o razonamiento a cohaerentia establece que una disposición normativa debe interpretarse de modo que resulte coherente
(es decir, no contradictoria) con otras normas jurídicas del sistema (o, más exactamente,
con las interpretaciones de otras disposiciones normativas de la autoridad). Por esa
razón, frente a varios significados posibles, donde uno o varios de ellos son contradictorios
con otros preceptos, mientras que otro u otros no lo son, debe optarse por la interpretación
que no resulte contradictoria. Se trata, al menos en la mayoría de las ocasiones,
de una interpretación correctora, pues a partir de una interpretación literal se llegaría
a una contradicción.
Supongamos que contamos con dos disposiciones, a las que llamaremos D1 y D2. D1 establece «Se prohíbe fumar en la totalidad de las instalaciones deportivas», mientras
que D2 dispone textualmente: «Está permitido fumar en los bares y restaurantes de las instalaciones
deportivas, siempre que tengan una superficie mínima de cien metros cuadrados y zonas
físicamente separadas para fumadores y no fumadores». De acuerdo con una interpretación
literal de los preceptos, se produciría una antinomia o contradicción normativa, ya
que en los bares y restaurantes de las zonas deportivas (que cumplan ciertas condiciones)
fumar estaría simultáneamente prohibido y permitido, en función de la norma considerada.
En virtud de una interpretación a cohaerentia, podría sostenerse que D1 debe interpretarse como que se prohíbe fumar en las instalaciones deportivas, «a
excepción» de los bares y restaurantes que cumplan los requisitos establecidos por
D2. De ese modo, al entender que un precepto es una excepción a otra norma general,
se preserva la coherencia del sistema.
Un ejemplo o manifestación especialmente relevante de argumento a cohaerentia es el de la llamada interpretación conforme. Como sabemos, en los sistemas constitucionales actuales como el nuestro, las normas
constitucionales tienen un rango superior al de las normas legales (normas con rango
de ley), por lo que una condición para la validez de las normas legales es que no
resulten incompatibles con la Constitución. En algunas ocasiones se plantea la duda
de si cierto precepto legal resulta o no inconstitucional, y puede ocurrir que, interpretado
de cierto modo, resulte compatible con la Constitución, mientras que no lo sea bajo
otra interpretación (no deberíamos olvidar, sin embargo, que la constitucionalidad
o la inconstitucionalidad no dependerá únicamente de cómo se interprete el precepto
legal, sino también de cómo se interpreten los preceptos constitucionales). En situaciones
de ese tipo, lo que se hace es elegir aquella interpretación que resulta compatible
con la Constitución, esto es, se realiza una interpretación conforme a la Constitución.
En muchos de los supuestos que llegan al Tribunal Constitucional para el examen de
la constitucionalidad de uno o varios preceptos legales, este opta, siempre que sea
posible, por dictar una sentencia interpretativa, en la que establece que el precepto en cuestión es compatible con la Constitución,
siempre que sea interpretado de cierto modo. Esto supone, en virtud de la posición
que ocupa este tribunal en nuestro esquema institucional, que el resto de órganos
jurídicos deberá utilizar esa interpretación del precepto o, al menos, evitar la interpretación
o interpretaciones que el tribunal ha considerado contrarias a la Constitución.
b) El argumento sedes materiae consiste en sostener que, a la hora de interpretar una disposición, debe tenerse
en cuenta el contexto o marco normativo en el que esta se encuentra. Dicho «contexto
normativo» puede resultar muy variable, de modo que puede ser muy limitado (por ejemplo,
la sección concreta del capítulo concreto de la ley en el que se encuentra el precepto)
o considerablemente amplio (por ejemplo, la rama del ordenamiento del que se trate).
Un ejemplo sería el de los diferentes significados de «funcionario público», según
la rama del ordenamiento jurídico que estemos considerando. El concepto es originario
del derecho administrativo y hace referencia a un estatuto jurídico muy determinado
y rigurosamente regulado de ciertos trabajadores públicos. Si, en cambio, nos movemos
en el ámbito del derecho penal, el concepto de funcionario público es distinto (y
mucho más amplio), ya que no se limita a los individuos que ostenten la condición
jurídica formal de «funcionario» según las normas del derecho administrativo, sino
que, según el artículo 24.2 del CP, alcanza a cualquier persona (funcionario en sentido
administrativo, trabajador público con régimen laboral, cargos electos, etc.) que
«ejerza funciones públicas». Por esa razón, cuando la ley penal hace referencia a
delitos cometidos por «funcionarios», se entiende que ese concepto no se limita a
los funcionarios en sentido formal administrativo.
2) El argumento histórico
El llamado argumento histórico es un esquema de razonamiento según el cual las disposiciones jurídicas han de interpretarse
de acuerdo con la tradición jurídica, esto es, conforme a cómo se han entendido históricamente
los distintos conceptos e instituciones jurídicas.
Se trata, por lo tanto, de un argumento de tipo conservador que intenta mantener la
continuidad de la tradición jurídica a la hora de interpretar los preceptos normativos.
En este sentido, se puede oponer al «argumento sociológico», que veremos más adelante,
y que sostiene que la interpretación debe guiarse según el contexto social y los cambios
sociales y culturales propios del momento en el que el precepto debe aplicarse. Este
tipo de argumento también estaría en la base del recurso al precedente o a la jurisprudencia
como criterio para determinar la interpretación (se interpretan los preceptos tal
y como se ha venido haciendo tradicionalmente por la jurisprudencia en decisiones
anteriores).
Utilizando nuevamente un ejemplo que apareció con anterioridad, el del artículo 32.1
de la Constitución sobre el matrimonio, parece bastante evidente que la interpretación
tradicional de «matrimonio» es la que hace exclusiva referencia al matrimonio monogámico
y heterosexual, por lo que, de acuerdo con esta tradición, cualquier otra forma de
matrimonio quedaría excluida. De hecho, uno de los argumentos principales de los sectores
que se opusieron a la reforma legislativa que introdujo la figura del matrimonio entre
personas del mismo sexo era que esta unión no podía considerarse propiamente como
un «matrimonio». Si el argumento se limita a indicar que esa no es la interpretación
que tradicional o históricamente se ha hecho de matrimonio, entonces difícilmente
puede negarse ese extremo, pero queda en pie la cuestión de por qué debería privilegiarse
esta interpretación tradicional frente a otra más acorde con la evolución social y
cultural de nuestra comunidad.
Pero no necesariamente toda interpretación histórica conlleva una restricción de derechos
o libertades: podría, por ejemplo, recurrirse al argumento histórico para sostener
que determinadas limitaciones de derechos y libertades impuestas en nombre de la «lucha
contra el terrorismo global» son inconstitucionales, ya que resultan incompatibles
con lo que tradicionalmente se ha entendido que abarcan y protegen estos derechos
y libertades (derecho a la intimidad, secreto de las comunicaciones, etc.).
En cualquier caso, este tipo de argumento interpretativo presenta importantes problemas.
Por una parte, parece concebir la tradición jurídica como algo totalmente homogéneo,
casi monolítico, cuando en la mayoría de las cuestiones existen y han existido históricamente
controversias, distintas líneas jurisprudenciales o doctrinales, evoluciones, etc.
Y, por otro lado, ¿hasta dónde ha de retrotraerse esta apelación a la tradición? ¿Es
posible, por ejemplo, basarse en una tradición o en antecedentes propios del anterior
régimen predemocrático para interpretar leyes aprobadas por un parlamento democrático?
¿Es posible incluso ir más allá y apelar al derecho romano?
3) El argumento teleológico
El argumento teleológico (del griego télos, ‘finalidad’) consiste en atender al «espíritu», «finalidad», «objetivos», etc.,
de la ley a la hora de terminar el significado de sus disposiciones.
Puede considerarse que este es uno de los argumentos explícitamente reconocidos por
el artículo 3.1. del Código civil, que establece que la interpretación de las leyes
se realizará «atendiendo fundamentalmente al espíritu y la finalidad de aquellas».
Se suele entender este «espíritu», «objetivos», «propósito» o «finalidad» en términos
objetivos, esto es, como el propósito o la finalidad de la ley y no del legislador
o autoridad concreta que dictó la disposición. Esto ya nos plantea un primer problema
importante, que consiste en que, en sentido estricto, solo pueden atribuirse fines
u objetivos a sujetos provistos de voluntad y no a objetos. Por esa razón, solo puede
hablarse de la finalidad u objetivos de la ley en sentido metafórico, en una metáfora
que, por otro lado, resulta bastante oscura.
Este tipo de argumento es uno de los que más claramente dan lugar a una interpretación
correctora: usualmente, se recurre al argumento teleológico para interpretar una disposición
en términos distintos a los que resultan de una estricta interpretación literal, aduciendo
que dicha interpretación correctora, a pesar de alejarse de su literalidad, se ajusta
mejor al «espíritu» de la ley. Esta interpretación correctora puede ser restrictiva
o extensiva, según los casos.
Por ejemplo, supongamos que existe una disposición que establece «No se admitirá la
entrada de perros u otros animales domésticos en los restaurantes y demás recintos
donde se sirvan comidas». Si tomamos en consideración el supuesto de una persona invidente
que va guiada por un perro lazarillo, a partir de una interpretación literal, resulta
claro que no podrá entrar con su perro en un restaurante, pues un perro lazarillo
es claramente un perro (se subsume en el supuesto de hecho de la norma). Alguien podría
sostener, no obstante, que el espíritu o la finalidad del precepto no es crear impedimentos
o dificultades a los invidentes, sino tan solo ayudar a mejorar las condiciones sanitarias
de los recintos donde se sirven comidas, por lo que existiría una excepción para el
caso de los perros lazarillos. Dicha interpretación, que muchos considerarían razonable,
se aparta del significado literal y establece una interpretación correctora restrictiva
(excluye del campo de aplicación de la norma supuestos que estarían incluidos bajo
una interpretación literal).
En otros casos, el resultado puede ser el contrario, el de una interpretación correctora
extensiva. Ello ha sido así en un número bastante considerable de decisiones del Tribunal
Constitucional relativas a requisitos formales exigidos por las leyes procesales.
La tónica general en estas sentencias ha sido que una interpretación excesivamente
rigurosa o estricta (es decir, literal) de los preceptos procesales relativos a cuestiones
o requisitos formales para ejercitar acciones, interponer recursos, etc. (como los
que establecen plazos, o la documentación que hay que aportar) resulta incompatible
con la finalidad de estas normas, destinadas a establecer mecanismos que permitan
o faciliten la defensa o protección de derechos e intereses de las personas mediante
el acceso a los tribunales.
4) El argumento psicológico
El argumento psicológico o de la voluntad del legislador consiste en intentar fundamentar la interpretación
de la disposición en aquello que pretendía o entendía la autoridad concreta que la
dictó.
Se opone así al argumento teleológico en la medida en que lo relevante aquí no es
la «voluntad de la ley», entendida como algo objetivo y abstracto, sino la voluntad
de la autoridad que la elaboró. Sería pues un intento de descubrir el contenido de
una hipotética «interpretación auténtica» del texto.
Este argumento puede resultar persuasivo porque se presenta como el más respetuoso
con el legislador, el que más se somete a su autoridad y el que menor margen de maniobra
deja a la tarea «creativa» de los jueces y demás intérpretes. Con todo, presenta importantes
problemas, tanto desde una perspectiva epistemológica (de conocimiento) como justificativa.
a) Desde una perspectiva epistemológica, el mayor problema evidente es el de descubrir
cuál es esta supuesta «voluntad del legislador». En ocasiones pueden resultar de utilidad
algunos elementos, como los preámbulos o las exposiciones de motivos, los trabajos
preparatorios (proyectos y anteproyectos) o las discusiones parlamentarias, pero en
la mayoría de los casos, sobre todo si se trata de normas antiguas, es extremadamente
difícil llegar a conocer esta «voluntad del legislador».
Por otra parte, este esquema de razonamiento concibe esta «voluntad» como algo unitario
y perfectamente coherente, cuando en general las disposiciones jurídicas son la expresión
de un proceso en el que participan muchos individuos (órganos colegiados, como un
parlamento o un consejo de ministros) que no tienen por qué interpretar del mismo
modo el texto que se está aprobando.
En un parlamento, por ejemplo, las opiniones y voluntades de sus miembros pueden resultar
muy dispares; no tienen por qué entender un mismo precepto de un mismo modo, y es
posible que simplemente muchos de sus miembros actúen bajo la disciplina de voto de
los partidos políticos, por lo que su voluntad u opinión individuales resultarán irrelevantes.
Es más, no es infrecuente el caso en el que los distintos grupos parlamentarios se
ponen de acuerdo precisamente en aprobar un determinado texto, que resulta lo suficientemente indeterminado o flexible como para permitir distintas
interpretaciones, acordes con las respectivas orientaciones políticas. Un ejemplo
paradigmático fue el consenso conseguido para la aprobación de la actual Constitución
española de 1978.
b) Además, este argumento resulta problemático desde la perspectiva de su justificación.
Aun bajo la hipótesis de que esta «voluntad del legislador» fuera determinable y clara,
se plantearía la cuestión de por qué debería optarse por una interpretación psicológica
preferentemente a otras interpretaciones posibles.
En las últimas décadas, en Estados Unidos ha ido cobrando notable fuerza una corriente
de pensamiento jurídico conocida como «originalismo» (originalism), que sostiene fundamentalmente que la Constitución estadounidense debe interpretarse
de acuerdo con lo que pensaban sus autores, a finales del siglo xviii. Partiendo de esa base, resulta claro que la prohibición constitucional de aplicar
«penas crueles e inusuales» (octava enmienda) no excluye la pena de muerte, ya que
a finales del siglo xviii esta no era vista como una pena cruel, ni por supuesto inusual. También resulta clara
la diferencia de criterio en temas como la esclavitud, la discriminación racial o
el trato a la mujer. La cuestión clave es por qué considerar que las opiniones de
estas personas deben prevalecer sobre otras consideraciones, lo que da lugar a una
«tiranía de los muertos sobre los vivos» que difícilmente puede compatibilizarse con
la democracia.
5) El argumento sociológico
El argumento sociológico es el que propone que la determinación o atribución de significado a las disposiciones
normativas debe ir guiado fundamentalmente por la realidad social o el contexto histórico
del momento en el que deben aplicarse las normas.
Es, por tanto, un criterio que aboga por una interpretación «dinámica» de los preceptos
legales, que permite cambios en la interpretación para adecuarse al contexto, las
circunstancias o las exigencias sociales y culturales cambiantes.
En este sentido, se opondría al argumento histórico y al psicológico, partidarios
de la estabilidad en la interpretación y en la preeminencia de la tradición o el pasado.
La mayoría de los autores entiende, por otra parte, que este criterio aparece recogido
en el artículo 3.1 del Código civil, cuando este hace referencia a «la realidad del
tiempo en que han de ser aplicadas» las normas.
Este esquema argumentativo puede dar lugar tanto a interpretaciones extensivas como
restrictivas, según los casos (o, simplemente, a interpretaciones distintas que incluyan
supuestos que antes quedaban excluidos y excluyan situaciones que antes quedaban incluidas).
Como ejemplo de la primera posibilidad, podemos hacer referencia al caso, que ya apareció
anteriormente, del artículo 32 de la Constitución, relativo al matrimonio. Si nos
basáramos en una interpretación histórica o en una supuesta «voluntad del legislador»
(argumento psicológico), muy probablemente concluiríamos que el precepto, cuando dice
que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio», se refiere exclusivamente
al matrimonio monogámico heterosexual. En un contexto social y cultural como el actual,
con los cambios que ha sufrido nuestra sociedad en las últimas décadas, no existe
razón para entender que el artículo 32 deba interpretarse como que excluye los matrimonios
homosexuales. Y siguiendo con el mismo esquema, en un hipotético futuro los cambios
sociales podrían conducir a que dejara de tener sentido la concepción del matrimonio
como una figura estrictamente monogámica. En cualquier caso, una interpretación sociológica
da lugar a una ampliación de los supuestos que quedan cubiertos por la disposición
(matrimonios homosexuales), en comparación con otro tipo de interpretación más «conservadora».
En contraste un posible ejemplo de la interpretación restrictiva podría ser el de
la interpretación de términos como pornográfico u obsceno (recogidos en los arts. 185 y 186 del Código penal), que con toda probabilidad sería
más restringida que en décadas anteriores (pensemos, por ejemplo, en actos públicos
de afecto entre personas homosexuales, que hace unos años serían calificados como
obscenos).
6) El argumento apagógico
El argumento apagógico, también conocido como «reducción al absurdo», tiene como una de sus características
más destacadas el hecho de ser un argumento negativo o indirecto: en lugar de ofrecer
razones o apoyos directos a favor de una determinada tesis (una interpretación determinada
de una disposición normativa, en nuestro caso), se muestra que otra tesis distinta
o incompatible es rechazable por dar lugar a consecuencias o resultados «absurdos».
De ese modo, al rechazar una tesis o punto de vista contrario, se apoya indirectamente
la tesis o punto de vista propio.
Originalmente, se trata de un mecanismo que se utiliza en el ámbito de la lógica para
comprobar la corrección formal (validez lógica) de un razonamiento deductivo. En el
ámbito de la interpretación jurídica, no obstante, se utiliza una noción de absurdo mucho más laxa, que no se limita exclusivamente a la inconsistencia o contradicción
lógica. Una interpretación puede resultar «absurda», entre otros motivos, porque dé
como resultado una norma incompatible con otra norma de rango superior o sea considerada
como injusta, irrealizable o irracional desde el punto de vista económico, etc. En
tal caso, ese resultado se manifiesta como una razón para rechazar esa posibilidad
interpretativa, e indirectamente para aceptar la propuesta alternativa respaldada
por el intérprete.
La mayoría de países cuentan con una o varias figuras penales relacionadas con el
histórico concepto de «lesa majestad», ya acuñado por el derecho romano, y que en
términos más modernos suele denominarse «alta traición» o «rebelión». Se trata de
comportamientos que ponen en serio peligro la propia supervivencia del estado y de
su orden constitucional, y que llevan aparejadas condenas muy severas (tradicionalmente,
la pena de muerte o la cadena perpetua). En su configuración actual en los países
democráticos, para poder apreciar este delito suele exigirse que haya existido violencia.
Ahora bien, la «violencia» es un concepto que permite una gran gradación, porque esta
puede ejercerse en distintos niveles de intensidad, desde por ejemplo el simple corte
de una calle o la quema de un contenedor, hasta el uso de armamento militar en una
insurrección armada (como suele ocurrir en los golpes militares). La determinación
del nivel de violencia exigida es por tanto un asunto de gran importancia, porque
puede determinar si unos mismos hechos pueden considerarse o no como un delito de
alta traición.
Una posibilidad sería interpretar el concepto de «violencia» exigiendo un nivel de
coacción o de fuerza física tal que sea capaz de «doblegar al estado», es decir, de
superar la capacidad de este para neutralizar o contrarrestar la insurrección. Pero
es fácil ver que esta interpretación no resultaría adecuada, pues si se entendiera
de ese modo, se llegaría a la conclusión de que la norma resulta conceptualmente inaplicable,
lo que es absurdo desde el punto de vista jurídico (no tiene sentido dictar normas
que sean inaplicables en cualquier circunstancia). En efecto, si se exige un nivel
de violencia tan alto como para doblegar al estado, por definición todos los intentos
de golpe de Estado que no triunfen no cumplirán esa condición, ya que no han sido
capaces de doblegar al estado, como demuestra su fracaso. Y si la violencia utilizada
ha sido lo bastante intensa como para doblegar al estado, significará que el golpe
ha triunfado, con lo que se producirá un cambio de régimen constitucional y no se
aplicará la sanción penal (en todo caso el nuevo régimen castigaría como «traidores»
a quienes se hubieran mantenido fieles a la legalidad vigente, como ocurrió tras la
victoria de Franco). Es decir, pase lo que pase, no sería posible aplicar el delito
de alta traición, lo que muestra que la interpretación es rechazable por absurda.
Como es fácil detectar, pero de todas maneras conviene también destacar, el argumento
apagógico resulta bastante débil si es el único que se utiliza en apoyo de la interpretación
propuesta, ya que no ofrece argumento alguno a favor de esta, sino tan solo en contra
de otra alternativa posible. Por ello, es siempre aconsejable que vaya acompañado
de algún otro argumento o técnica interpretativa que ofrezca un apoyo directo a la
propuesta planteada.
7) El argumento a fortiori
Estrictamente hablando, el argumento o razonamiento a fortiori no es una técnica interpretativa, sino más bien un mecanismo para dar respuesta a
un supuesto de laguna normativa (ausencia de norma expresa aplicable al caso al que
el juez o aplicador debe dar respuesta). El presupuesto, pues, es que nos hallemos
frente a un supuesto para el que no existe ningún precepto que (al menos de manera
explícita) determine la respuesta del caso. Sería, en términos de la clasificación
de MacCormick, un problema de relevancia o determinación de la norma aplicable.
El argumento a fortiori consistiría en acudir a otra norma para resolver el caso (una norma que resuelve
otro/s caso/s distinto/s), justificando su aplicación por el hecho de que la razón
o fundamento que subyace en la norma aplicada se manifiesta aún con mayor intensidad
en el caso a decidir.
En suma, el argumento requiere: una laguna normativa, un juicio acerca de la supuesta
razón o fundamento de otra norma del sistema y un juicio de que, en el caso a decidir,
dicha razón o fundamento se manifiesta todavía con una mayor intensidad que en los
casos expresamente regulados por la norma.
Suele distinguirse entre dos modalidades o fórmulas de argumento a fortiori, si bien ambas se basan en la idea expuesta de la «mayor intensidad» de la razón
subyacente. En concreto, se habla de: a maiori ad minus y a minori ad maius.
a) La primera modalidad (a maiori ad minus) se usa cuando se trata de una norma que confiere derechos o posiciones ventajosas
en general, y se asemeja al dicho «Quien puede lo más, puede lo menos».
Supongamos, por ejemplo, que una disposición prohíbe el acceso de vehículos de motor
a un parque, pero permite el acceso de bicicletas, y nos preguntamos si está permitido
el acceso con patines, ya que la disposición guarda silencio al respecto. Un intérprete
podría sostener que la razón, fundamento o finalidad de la norma es garantizar la
tranquilidad de los usuarios del parque, y que si está permitido acceder en bicicleta,
con mayor razón estará hacerlo con patines, ya que afectan menos (en comparación con
las bicicletas) a la tranquilidad de los usuarios.
Otro ejemplo: supongamos que una disposición urbanística de un ayuntamiento establece
que no podrán edificarse viviendas de más de quince metros de altura en las calles
de menos de diez metros de anchura. No existe disposición alguna en relación con la
altura máxima de las edificaciones en las calles de más de diez metros de anchura.
En este contexto, podría decirse que si pueden edificarse viviendas de menos de quince
metros cuando la anchura de la calle es inferior a diez metros, con mayor razón podrán
construirse edificios de menos de quince metros de altura en las calles con anchura
superior a diez metros.
b) La segunda modalidad (a maiori ad minus) se utiliza cuando el precepto establece obligaciones o algún tipo de posición desventajosa
para los individuos afectados, basándose en que si una característica, situación,
elemento, etc. ha bastado para establecer una carga, deber, obligación, etc., también
debe establecerse esa consecuencia para las situaciones en las que dicha característica,
situación o elemento se manifiesta con aún mayor intensidad.
Por ejemplo, imaginemos que una disposición normativa establece que ciertas clases
de perros (identificados según su raza) deben inscribirse obligatoriamente en un registro
especial. Se aduce que la razón o fundamento de la norma es la peligrosidad de estos
animales, lo que justifica un mayor control de estos. Partiendo de esta base, se plantea
el caso de ciertas personas que poseen grandes felinos (por ejemplo, tigres). Los
grandes felinos no están incluidos expresamente en el precepto, pero podría argumentarse
que, a fortiori, estos animales deben también inscribirse, ya que son aún más peligrosos que los
perros a los que hace referencia el precepto.
8) El argumento analógico
El argumento analógico, analogia legis o simplemente «analogía», tiene muchos aspectos en común con el argumento a fortiori. Al igual que este, requiere una laguna normativa y acude a la aplicación de una
norma que regula otro caso para darle respuesta. La diferencia principal, según suele
aducirse, es que consiste en la aplicación de una norma que regula un caso similar
(entre el caso por decidir y el caso regulado por la norma aplicada analógicamente
existen similitudes relevantes), extremo que no se requiere en el argumento a fortiori. Y, por otro lado, no es necesario que la razón que fundamenta la norma aplicada
se manifieste con mayor intensidad en el caso que decidir.
Se trata de una técnica expresamente recogida en nuestro derecho positivo, concretamente
en el artículo 4.1 del Código civil, que establece literalmente: «Procederá la aplicación
analógica de las normas cuando estas no contemplen un supuesto específico, pero regulen
otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón».