El derecho en acción: interpretación y aplicación del derecho

  • David Martínez Zorrilla

    Doctor en Derecho. Profesor Agregado de los Estudios de Derecho y Ciencia Política de la UOC.

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1.La aplicación del derecho y la justificación de las decisiones jurídicas

Hasta ahora hemos centrado nuestra atención en el derecho visto como un conjunto o sistema normativo. Pero estas normas tienen un propósito principal, que es guiar la conducta de sus destinatarios (es decir, hacer que estos se comporten conforme a las normas, o al menos de manera no incompatible con ellas). Para ello, tanto las instituciones como los particulares deben mostrar que sus acciones y comportamientos son «conforme a derecho», pues solo de ese modo estarán jurídicamente justificados. Dicho de otro modo, los comportamientos jurídicamente correctos o justificados son aquellos que «siguen» o «cumplen» las normas jurídicas. Es en este contexto donde cobran importancia los conceptos de aplicación e interpretación (como paso previo a la aplicación) del derecho.
Usualmente reservamos la etiqueta «aplicación del derecho» a ciertos actos que llevan a cabo ciertas autoridades públicas (jueces y funcionarios, principalmente), en los que estas toman decisiones basadas en normas jurídicas (y que normalmente cuentan además con el respaldo de la coacción pública institucionalizada propia del Estado).
No solemos decir que nosotros, como individuos, «aplicamos» el Código de la circulación cuando circulamos respetando los límites de la velocidad en la carretera, o que «aplicamos» el Código civil cuando cumplimos nuestras obligaciones contractuales. En lugar de ello, decimos que «seguimos» o «cumplimos» estas normas.
Con todo, tanto en los actos de aplicación de las autoridades como en el simple seguimiento de las normas como individuos, es necesario poder determinar el contenido del derecho, aquello que jurídicamente corresponde hacer. Una decisión de una autoridad tan solo estará justificada si es «conforme a derecho», esto es, si coincide con lo que el derecho establece, o al menos no resulta incompatible con este o contraria al sistema jurídico.
La justificación de las decisiones de las autoridades públicas es un aspecto de gran importancia, hasta el punto de que en un gran número de ellas no basta simplemente con que, efectivamente, la decisión sea correcta (conforme a derecho), sino que además se exige que haya por parte del órgano una actividad de argumentación mediante la que se justifique la corrección de la decisión tomada. El caso más claro es el de las sentencias judiciales. De acuerdo con un deber constitucional (art. 120.3 CE), los jueces y tribunales deben fundamentar sus sentencias, de modo que sería inconstitucional que una decisión se limitara, por ejemplo, a establecer «Condeno al acusado a la pena de prisión de cinco años», incluso cuando, efectivamente, esta fuese la decisión correcta de acuerdo con el contenido del derecho y con los hechos del caso. En otros tipos de decisiones (por ejemplo, en las providencias), no se exige esta actividad de motivación o argumentación, pero ello no significa que no deban estar justificadas.
Es decir, para cualquier decisión, independientemente de que exista o no una obligación de motivación, deberá ser posible construir un argumento que muestre que aquella se ajusta a lo que establece el derecho para ese caso o, al menos, que está permitida o no resulta contraria al sistema jurídico.

1.1.El silogismo jurídico

Si reflexionamos acerca de cómo debe ser un argumento o razonamiento que justifique una decisión jurídica (esto es, que muestre que esa decisión es jurídicamente correcta o conforme a derecho), veremos que, como mínimo, esta deberá contar con los siguientes elementos: por un lado, una afirmación relativa a cuáles son los hechos del caso, y por otro lado, otra afirmación relativa a lo que el derecho establece para ese tipo de situaciones como la examinada. Además, entre ambas afirmaciones deberá existir una relación tal que permita deducir o extraer como consecuencia lógica la solución al caso examinado.
Este esquema tan simple es lo que se conoce habitualmente bajo el título de «silogismo jurídico» o «silogismo judicial». El silogismo jurídico consta de la llamada premisa normativa, relativa al contenido del derecho, y de la llamada premisa fáctica, relativa a los hechos del caso que ha de decidirse. De ambas premisas puede obtenerse la conclusión o respuesta jurídica del caso mediante un razonamiento lógico-deductivo (de ahí el nombre silogismo, que significa «razonamiento deductivo»).
Veamos el siguiente ejemplo muy simple:
1) Si alguien mata a otra persona, debe ser condenado a la pena de quince años de prisión (premisa normativa).
2) X ha matado a Y (premisa fáctica).
3) Por lo tanto, X debe ser condenado a la pena de quince años de prisión (conclusión, respuesta jurídica al caso concreto).
De acuerdo con una corriente de pensamiento conocida como formalismo jurídico, de gran importancia sobre todo durante el siglo xix, la totalidad (o al menos la gran mayoría) de las decisiones jurídicas consistiría en una aplicación mecánica del silogismo jurídico, de modo que el juez (o el aplicador del derecho en general) actuaría casi como un autómata, limitándose, en palabras de Montesquieu, a ser «la boca de la ley», extrayendo de manera casi automática e inmediata la consecuencia jurídica para el caso.

Un autor clásico como Cesare di Beccaria, en su famosa e influyente obra De los delitos y las penas (1768), explicaba la tarea de aplicación judicial del derecho en el ámbito penal en los siguientes términos: «En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Pondráse como mayor la ley general, por menor la acción conforme o no con la ley, de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena».

No obstante, esta visión «optimista» de la tarea de aplicación del derecho tiene muchas dificultades. Una de ellas, bastante evidente, es que normalmente los problemas a los que debe darse respuesta jurídica no son tan simples como para poder resolverlos mediante este esquema tan sencillo de una única premisa normativa y una única premisa fáctica, de modo que, aun considerando válido este modelo de razonamiento, normalmente será necesaria una sucesión o encadenamiento de silogismos para llegar hasta la decisión final.
Por ejemplo, supongamos que se intenta justificar la imposición de una determinada pena al acusado por el delito de asesinato. Un asesinato, desde el punto de vista legal, no es un simple homicidio (matar a otro), sino un homicidio cualificado por determinadas circunstancias, como la alevosía (art. 22.1 del Código penal). El razonamiento justificatorio contendría, al menos, los elementos siguientes:
  • Si el agresor utiliza métodos o medios que intentan asegurar la comisión del delito y evitar los riesgos de la posible defensa de la víctima, actúa con alevosía.

  • Si el agresor ataca a su víctima mientras esta duerme, intenta asegurarse la comisión del delito al tiempo que evitar los riesgos de la defensa del agredido.

  • Si el agresor ataca a su víctima mientras esta duerme, actúa pues con alevosía.

  • El acusado mató a su víctima mientras esta dormía.

  • El acusado mató a su víctima con alevosía.

  • Si alguien mata a otro con alevosía, comete un asesinato.

  • El acusado cometió un asesinato.

  • Si alguien comete un asesinato, debe ser condenado a la pena de veinte años de prisión.

  • El acusado debe ser condenado a la pena de veinte años de prisión.

1.2.Justificación interna y justificación externa de las decisiones jurídicas

Sin embargo, la anterior no es la principal dificultad. Un problema de mayor calado es que para la corrección o justificación de cualquier argumento o razonamiento (incluyendo, por supuesto, los jurídicos) no basta simplemente con que la conclusión se derive o deduzca de manera lógica de un conjunto de premisas. La justificación tiene dos aspectos o dimensiones distintas, a las que es habitual referirse como justificación interna y justificación externa del argumento.
La justificación interna hace referencia a la corrección lógico-deductiva del razonamiento, esto es, a que la conclusión se deduzca lógicamente (sea consecuencia lógica) de las premisas. Dicho en otros términos, el argumento está justificado internamente si entre las premisas y la conclusión existe una conexión lógica correcta.
Por su parte, la justificación externa se refiere a que las premisas del argumento sean correctas, verdaderas o sólidas, esto es, el razonamiento ha de estar basado en las premisas adecuadas, y hemos de contar con buenas razones que justifiquen la selección de nuestras premisas en el razonamiento.
Un argumento precisa de los dos elementos (justificación interna y externa) para ser un argumento correcto o justificado (en otras palabras, para ser un buen argumento). Se trata, con todo, de dos aspectos totalmente independientes: un argumento puede ser correcto desde el punto de vista de su justificación interna, pero no desde la externa, o viceversa (e igualmente, puede no estar justificado desde ninguna de las dos perspectivas o estarlo desde ambas).
Supongamos, por ejemplo, el razonamiento siguiente:
1) Si alguien mata a otro, debe ser castigado con la pena de muerte (premisa normativa).
2) El acusado ha matado a otro (premisa fáctica).
3) Por tanto, el acusado debe ser castigado con la pena de muerte (conclusión).
Este argumento no sería correcto porque, a pesar de que la conclusión se deriva lógicamente de las premisas (justificación interna), estas (al menos la premisa normativa) no están justificadas desde el punto de vista externo, puesto que el derecho penal español no contempla la pena de muerte.
De modo similar, un argumento puede contar con premisas correctas, externamente justificadas, pero ser erróneo por razones lógicas (la conclusión no se deriva de las premisas):
1) Si alguien mata a otro, debe ser castigado con la pena de prisión de diez a quince años (premisa normativa).
2) El acusado ha matado a otro (premisa fáctica).
3) Por tanto, el acusado debe ser castigado con la pena de muerte (conclusión).
En este razonamiento, incluso considerando que la premisa normativa es adecuada y también (por hipótesis) lo es la premisa fáctica, resulta evidente que de ellas no se puede derivar la conclusión. Por ende, el argumento no está internamente justificado.
Con todo, se plantea aquí un problema importante: mientras que la justificación interna depende de criterios claros (las reglas de la lógica), que nos permiten determinar con seguridad si un razonamiento está o no justificado desde esta perspectiva, ¿de qué depende exactamente la justificación externa? O, dicho de otro modo, ¿cuándo podemos afirmar que un razonamiento está externamente justificado?
Se trata de algo complejo porque, a diferencia del aspecto lógico, la solidez de las premisas parece ser una cuestión gradual: una afirmación estará más justificada o será más sólida cuantas más y mejores razones tenga en su apoyo.
Así, por ejemplo, una afirmación en el ámbito de las ciencias naturales puede considerarse correcta y justificada si responde o se ajusta a una teoría científica consolidada y ampliamente aceptada. Pero podría ocurrir que alguien mostrara, con argumentos convincentes, que esa teoría ampliamente aceptada tiene problemas y resulta más adecuado sustituirla por otra teoría alternativa, que explica mejor cierto tipo de fenómenos. Si ese fuera el caso, la afirmación original (apoyada por la teoría «estándar») ya no parecería tan justificada externamente o, dicho en otros términos, contaríamos con distintos grados de justificación. De modo similar, en el ámbito jurídico parece que la justificación externa de las premisas fácticas opera del mismo modo: una afirmación sobre ciertos hechos estará en principio más justificada en la medida en que resulte apoyada por más y mejores pruebas.
Por su parte, la justificación externa de las premisas normativas parece en principio vinculada al hecho de que describan adecuadamente el contenido del derecho: si coinciden con lo que el derecho realmente establece para ese caso, será una premisa correcta (justificada), y no lo será en caso contrario. A primera vista, puede parecer que se trata de una cuestión muy simple, ya que fundamentalmente basta con conocer la ley para saber cuáles son las normas que se aplican a cada caso y que es una tarea que cualquier jurista medianamente competente puede realizar sin excesivos problemas. Pero, si bien en muchos casos es así, y la justificación externa de las premisas normativas no suele resultar problemática, por desgracia el conocimiento de las normas jurídicas, por amplio que sea, no siempre es suficiente para superar este paso.
Puede ocurrir, por ejemplo, que el texto de la ley resulte muy oscuro y plantee problemas de interpretación, o que el sistema jurídico pueda presentar algunos defectos (lagunas, contradicciones entre normas, etc.) que dificulten en gran medida la selección de la/s premisa/s normativa/s. En estos casos, resultará fundamental poder argumentar y justificar por qué se hace uso de esas premisas en lugar de otras alternativas, y su justificación externa dependerá de la solidez de las razones que las apoyen.
En síntesis, la justificación de un razonamiento jurídico depende, pues, por una parte, de que la conclusión se obtenga correctamente a partir de las premisas normativas y fácticas utilizadas (justificación interna), y, por otra, de que dichas premisas normativas y fácticas estén externamente justificadas. A su vez, una premisa normativa está externamente justificada si se ajusta al derecho aplicable (que no necesariamente se corresponde con el derecho válido, como vimos en su momento), mientras que una premisa fáctica estará externamente justificada si describe un hecho adecuadamente probado.

1.3.Casos fáciles y casos difíciles

Es bastante sencillo darse cuenta de que no todas las situaciones plantean el mismo nivel de dificultad a la hora de justificar jurídicamente una respuesta. Es en este punto en el que cobra relevancia una distinción habitual en la teoría jurídica, que distingue entre los llamados «casos fáciles» o «casos claros» (clear cases) y los «casos difíciles» (hard cases).
Los casos fáciles o casos claros serían aquellos en los que la justificación de la respuesta jurídica no plantea dificultades, en la medida en que las premisas normativas y fácticas son claramente identificables. Para ello, en relación con las premisas normativas, debe existir un amplio consenso entre los juristas acerca de cuál o cuáles son las normas aplicables, así como en relación con su interpretación, mientras que en relación con las premisas fácticas, deben resultar claros cuáles son los hechos del caso (hechos probados), así como su calificación jurídica.
En los casos claros es posible extraer con relativa facilidad, casi de manera mecánica, la respuesta jurídica al caso planteado, utilizando argumentos como el del silogismo jurídico. La idea central es que todas las premisas están claras y, gracias al razonamiento deductivo, existe una única (y determinada) respuesta correcta al caso.
En contraste, los casos difíciles son aquellos en los que, debido a ciertos problemas que afectan a la/s premisa/s normativa/s y/o fáctica/s, surgen problemas de justificación externa que hacen imposible aplicar automáticamente mecanismos como el silogismo jurídico y que ponen en cuestión que exista una única respuesta correcta y determinada para el caso.
Si, por ejemplo, existen discrepancias acerca de la interpretación de cierto precepto de una ley (siempre que estas den lugar a respuestas divergentes a un mismo caso), tendremos (al menos) dos premisas normativas posibles, ninguna de ellas claramente «evidente», por lo que surgirá un problema de justificación externa y la necesidad de aportar razones a favor de la interpretación elegida. Además, esta dificultad hará imposible convertir la respuesta al caso en una tarea automática, directa o mecánica de aplicación del silogismo jurídico.
El filósofo del derecho escocés Neil MacCormick (1941-2009) realizó una clasificación de cuatro distintos tipos o categorías de casos difíciles, en función de la premisa a la que afectan (normativa o fáctica) y el tipo de dificultad del que se trate. Así, en relación con las premisas normativas, podemos encontrarnos frente a problemas de relevancia o problemas de interpretación en sentido estricto, mientras que en relación con las premisas fácticas pueden surgir problemas de prueba o problemas de calificación jurídica.
1.3.1.Problemas vinculados con las premisas normativas
1) Los problemas de relevancia o de determinación de la norma aplicable
Un posible problema con el que podemos toparnos consiste en que no podamos determinar (al menos, con plenas garantías) cuál es la norma o normas aplicables al caso, no por desconocimiento del derecho, sino por ciertos problemas imputables al propio sistema jurídico. Por ejemplo, puede ocurrir que el sistema presente una antinomia o contradicción normativa (que varios preceptos regulen de manera distinta e incompatible la misma situación, de modo que, pongamos por caso, un determinado comportamiento resulte simultáneamente permitido y prohibido por el derecho), o podemos encontrarnos con que existe una laguna normativa (ninguna norma regula, al menos de manera explícita, el caso planteado) y el ordenamiento no nos ofrece de manera directa y clara una respuesta para el caso.
En situaciones como estas, tenemos un problema para determinar cuáles son las normas relevantes o aplicables al caso; en otras palabras, para saber cuál es la premisa normativa. En nuestro sistema, como en muchos otros, los jueces tienen el deber jurídico de resolver los casos que se les plantean, de manera que de algún modo deberán superar estas dificultades y suplir estas carencias, aportando las premisas normativas correspondientes. Pero como el ordenamiento no ofrece una única y clara respuesta, la justificación de las premisas normativas elegidas dependerá de la solidez de las razones que respaldan la selección de dichas premisas.
A pesar de tratarse de un defecto importante, las antinomias no son situaciones tan excepcionales como podría pensarse, debido a la gran cantidad de disposiciones que contienen los sistemas jurídicos y la gran complejidad de estos. Por esa razón, existe un conjunto de criterios para tratar de resolverlas (elegir entre las distintas alternativas incompatibles) que cuentan con una larga tradición jurídica (lo que muestra que son situaciones relativamente habituales). Entre ellos, destacarían los tres siguientes:
a) El criterio jerárquico (lex superior derogat legi inferiori). Conforme a este criterio, si las normas en conflicto derivan de disposiciones de distinto rango jerárquico (por ejemplo, Constitución y ley ordinaria, o ley y reglamento), prevalecerá la norma de mayor rango o jerarquía.
b) El criterio cronológico (lex posterior derogat legi priori). Conforme a este criterio, si las disposiciones en conflicto han sido promulgadas en distintos momentos temporales, prevalecerá la más reciente en el tiempo. Este criterio está estrechamente relacionado con el mecanismo de la derogación en sentido estricto (derogación tácita).
c) El criterio de especialidad (lex specialis derogat legi generali). Conforme a este criterio, si entre las normas en conflicto puede plantearse una relación de especialidad (una resulta más concreta o específica en relación con la otra, más genérica), prevalecerá la norma más concreta (norma especial).
Si bien estos criterios pueden resultar útiles en muchos casos, desgraciadamente no nos permiten resolver todos los supuestos de antinomia. En primer lugar, podría ocurrir que la contradicción se planteara entre dos disposiciones del mismo rango jerárquico, aprobadas en un mismo momento y sin que entre ellas se pueda establecer una relación de especialidad. En estos supuestos, por lo tanto, no podríamos utilizar ninguno de los criterios citados. En segundo lugar, como han puesto de relieve autores como Norberto Bobbio (1909-2004), en ciertos casos la aplicación de distintos criterios da lugar a soluciones contrapuestas (son las denominadas «antinomias de segundo grado»).
Por ejemplo, cuando de acuerdo con el criterio jerárquico, debería prevalecer la norma N1, mientras que de acuerdo con el criterio cronológico prevalecería N2, o bien, usando otro ejemplo, cuando de acuerdo con el criterio cronológico prevalecería N1, pero de acuerdo con el de especialidad la solución sería la opuesta.
Estos casos pueden ser bastante problemáticos, ya que, si bien podría decirse con carácter general que el criterio jerárquico prevalece sobre los demás (cronológico y de especialidad), la relación entre estos dos últimos no resulta muy clara, dado que si acudimos a la jurisprudencia, podemos encontrar tanto sentencias que dan prioridad al criterio de especialidad frente al cronológico (prevalece la norma anterior y especial respecto a la posterior más general), como también decisiones de signo contrario (prioridad de la norma posterior general sobre la anterior especial).
Por lo que respecta a las lagunas normativas (situaciones de «vacío legal»), para su resolución suele acudirse a ciertos tipos de esquemas o argumentos interpretativos, como la analogía o el argumento a sensu contrario. A ellos nos referiremos brevemente al abordar la cuestión de la interpretación jurídica.
2) Los problemas de interpretación en sentido estricto
También puede ocurrir que, a pesar de que, a primera vista, sea posible identificar qué precepto o preceptos jurídicos son los relevantes para el caso en cuestión, surjan dudas o pueda discutirse acerca de cuál es la interpretación adecuada de dicho precepto o preceptos (entre varias alternativas razonables y que dan lugar a consecuencias jurídicas distintas e incompatibles). Ello puede deberse a la propia redacción de los preceptos (problemas de ambigüedad, vaguedad o indeterminación de los conceptos utilizados, etc.), a su encaje con otros preceptos o ámbitos de la regulación, a un cambio de las circunstancias o el contexto respecto del que existía en el momento de su aprobación, etc. En cualquier caso, el aspecto interpretativo es de gran importancia, ya que interpretaciones divergentes pueden dar lugar a respuestas completamente distintas a la cuestión que ha de resolverse. En estos casos, de nuevo, es primordial la solidez de las razones que apoyan la premisa normativa elegida.
Podemos ilustrar esta cuestión mediante el ejemplo de la interrupción de la prescripción de la responsabilidad penal. Si, desde la comisión del ilícito penal, trascurre el plazo legalmente establecido sin que haya juicio ni condena, se extingue la responsabilidad penal y, por lo tanto, el infractor no podrá ser castigado penalmente por esos hechos. No obstante, determinados actos o hechos hacen que el plazo de prescripción se interrumpa y vuelva a empezar de cero. La interrupción de la prescripción se regula en el artículo 132.2 del Código penal, que establece literalmente que «La prescripción se interrumpirá, quedando sin efecto el tiempo transcurrido, cuando el procedimiento se dirija contra el culpable, comenzando a correr de nuevo el término de la prescripción desde que se paralice el procedimiento o se termine sin condena».
Como puede verse, este precepto se refiere, de un modo muy vago e indeterminado, a que «el procedimiento se dirija contra el culpable», sin indicar qué tipo de acto o resolución puede considerarse, a estos efectos, como una dirección del procedimiento contra esa persona. Ello ha dado pie a distintas interpretaciones: según la jurisprudencia mayoritaria del Tribunal Supremo, es suficiente con la presentación de una denuncia o querella contra el presunto culpable (eso supondría ya que «el procedimiento se dirija contra el culpable»), mientras que otras interpretaciones, como la asumida por el Tribunal Constitucional, entienden que para que el procedimiento se dirija contra alguien, es necesario que exista algún tipo de decisión o resolución por parte del órgano judicial que ponga en marcha el proceso penal (la admisión a trámite de una querella o la apertura de diligencias previas, por ejemplo). Estas diferencias pueden dar lugar a importantes consecuencias, ya que puede ocurrir (y de hecho ha ocurrido en algunos casos) que, de acuerdo con una interpretación, un delito ya esté prescrito, mientras que de acuerdo con la otra, se haya interrumpido la prescripción y, por lo tanto, pueda procesarse y condenarse al acusado. Eso ocurriría cuando, en el momento de interponer la denuncia, todavía no había transcurrido totalmente el plazo de prescripción, pero sí en el momento de que el órgano judicial iniciara el proceso. Las diferencias en la interpretación determinarán, en consecuencia, aun basándonos exactamente en los mismos hechos, si esa persona puede o no ser condenada penalmente.
1.3.2.Problemas vinculados con las premisas fácticas
1) Los problemas de prueba
Los problemas de prueba afectan a las premisas fácticas y consisten en la imposibilidad de establecer, más allá de toda duda razonable (o, más exactamente, más allá del mínimo de certeza exigido por la ley), que determinados hechos han acontecido (o que no han acontecido). Son, pues, situaciones en las que existe desconocimiento o conocimiento incompleto de los hechos relevantes (o situaciones en las que, a pesar de conocer los hechos del caso concreto, estos no pueden acreditarse jurídicamente por no cumplir con las mínimas condiciones legales exigibles).
Sin embargo, en muchas ocasiones los problemas de prueba no plantean muchas dificultades desde el punto de vista pragmático, puesto que usualmente los sistemas jurídicos establecen que en los casos en los que una afirmación no pueda considerarse probada (por falta del nivel mínimo de certeza exigido legalmente), los hechos cuya ocurrencia es dudosa se consideran como no acontecidos, no en el sentido de que se niegue que ocurrieron, sino en el sentido de que no se puede válidamente utilizar como premisa de una decisión jurídica la que afirma unos hechos no suficientemente constatados. Esto tiene su principal expresión en el conocido principio del derecho penal in dubio pro reo o presunción de inocencia. Por tal razón, en los supuestos en los que alguna afirmación fáctica no haya quedado suficientemente constatada, el decisor debe actuar como si los hechos no hubiesen ocurrido.
2) Los problemas de calificación
Los problemas de calificación consisten en las dificultades que en algunas ocasiones se plantean en relación con la subsunción de los hechos del caso individual en el supuesto de hecho de la norma, debido a problemas lingüísticos como la vaguedad y la textura abierta (que veremos en el apartado correspondiente de este mismo módulo). En estos casos, el problema no se encuentra en un conocimiento defectuoso de los hechos, sino en que, a pesar de conocer perfectamente lo ocurrido empíricamente, existen dudas acerca de cómo calificar jurídicamente tales hechos y, por tanto, sobre si una determinada norma será o no aplicable al caso.
Un ejemplo de esta dificultad podría ser el siguiente: imaginemos que una persona de talante bromista decide gastar una broma a otra persona, y finalmente resuelve esperarla escondido en la entrada de su casa a que llegue y darle un susto cuando aparezca. Sin embargo, la víctima tiene el corazón delicado de salud (algo que el bromista desconoce, por otra parte) y, con la impresión del susto, sufre un ataque cardíaco y fallece. Aunque los hechos se conozcan perfectamente, puede surgir el siguiente problema: ¿se ha de considerar que esta persona ha «matado» a su víctima, en el sentido de que estos hechos son subsumibles en el antecedente del delito de homicidio (art. 138 del Código penal)? La situación plantea dudas. Por una parte, el susto responde a una acción consciente y voluntaria del agresor, y es de suponer que la víctima no hubiera fallecido de no haber sufrido la acción del bromista. Esto parece inclinarnos a pensar que el susto ha causado la muerte y, por lo tanto, que el agresor ha matado a su víctima. Pero, por otra parte, parece también que el hecho de dar un susto no es un comportamiento del tipo adecuado para poder imputar a alguien la muerte de una persona. Esto es, la persona falleció por sus especiales circunstancias de salud, pero no es imputable la muerte al susto porque el hecho de dar un susto no es un comportamiento que pueda considerarse adecuado para provocar la muerte de las personas (máxime si se desconoce su enfermedad), y así poderlo incluir en el antecedente del delito de homicidio. En este sentido, no puede decirse que el agresor haya matado a su víctima. En conclusión, no parece poder decirse de modo concluyente ni que el agresor ha matado a la víctima ni que no la ha matado.

2.La interpretación del derecho

Interpretar es un término ambiguo, utilizado en muchos contextos distintos. Se habla, por ejemplo, de interpretar una obra de teatro, interpretar la reacción de una persona al recibir cierta noticia, interpretar hechos históricos, interpretar ciertos documentos, etc. No todos estos sentidos de interpretar parecen relacionados directamente con el lenguaje (interpretación lingüística). La interpretación lingüística sería aquella relacionada con la determinación del significado de ciertas expresiones lingüísticas (orales o escritas), es decir, qué significan dichas expresiones. Si nos centramos en la interpretación jurídica, parece que nos estamos refiriendo a un tipo de interpretación lingüística, principalmente a la interpretación de ciertos textos dictados por el legislador (disposiciones normativas).
Por ello, en una primera aproximación, la interpretación jurídica sería la determinación del significado de las disposiciones normativas del legislador, que es un paso previo para su posterior aplicación.
No siempre se presta a la interpretación jurídica la atención que merece o se le reconoce la importancia que tiene en realidad. Como hemos tenido la ocasión de comentar brevemente, la interpretación desempeña un papel muy destacado, ya que distintas interpretaciones de un mismo precepto (esto es, distintos significados asignados a una misma expresión lingüística) pueden suponer consecuencias jurídicas totalmente distintas, aun sobre la base de unos mismos hechos.
Podemos ilustrar este punto con algunos ejemplos. El Código penal de 1995 regula, en los artículos 248 y siguientes, el delito de estafa. A fin de poder sancionar penalmente esta actividad, deben satisfacerse todos los requisitos establecidos por el artículo 248.1: error, acto de disposición, perjuicio patrimonial, etc. Entre estos elementos se encuentra el de que haya habido por parte del estafador un «engaño bastante», dando a entender que no sirve cualquier tipo de engaño, por burdo y simple que sea, sino que para poder imponer una pena dicho engaño debe ser de una cierta entidad (esto es, mínimamente sofisticado).
En relación con este punto, existen dos interpretaciones contrapuestas, que pueden calificarse como la «interpretación objetiva» y la «interpretación subjetiva» del engaño, respectivamente. Los partidarios de la «interpretación objetiva» entienden que la entidad del engaño debe tener en cuenta el modelo del «hombre medio», es decir, la persona corriente que no es experta ni especialista en la materia sobre la que se ha producido el engaño. Por el contrario, los partidarios de la «interpretación subjetiva» consideran que el engaño debe calibrarse en función de las circunstancias de la víctima: así, si se trata de un especialista en la materia, se exigiría un nivel de engaño muy superior al que sería exigible tratándose de una persona no experta, porque se parte de la base de que si alguien es un experto, puede detectar más fácilmente la trampa y es más difícil el engaño. Estas diferencias no son solo teóricas, sino que tienen importantes repercusiones prácticas: pueden suponer que unos mismos hechos (por ejemplo, la venta de un cuadro que resulta ser una falsificación) sean sancionados o que no lo sean (y, por lo tanto, que el acusado vaya a prisión o no), en función de la interpretación adoptada. En esencia, se trata de que un mismo precepto puede expresar normas distintas y ofrecer soluciones incompatibles a un mismo caso.
Otro ejemplo, bastante común, de la importancia de la interpretación, es el que se produce en muchos de los casos en los que el Tribunal Constitucional examina la constitucionalidad de algún precepto legal (o norma con rango de ley, para ser más estrictos). Salvo algunas excepciones, normalmente el precepto impugnado (un artículo de una ley, por ejemplo) no es ni claramente inconstitucional ni claramente constitucional, sino que dependerá de cómo se interpreten los preceptos constitucionales y de cómo se interpreten los preceptos legales que se impugnan. Por eso, puede ocurrir que un precepto legal se entienda como contrario a la Constitución, si se interpreta de cierto modo (ya sea dicho precepto legal y/o la Constitución), mientras que no se considere inconstitucional bajo otra interpretación. Sea como fuere, lo más destacable es que en ningún caso lo que se discute es cuáles son las «palabras» del legislador o del constituyente, sino el «significado» de dichas palabras.
Utilizando un ejemplo relativamente reciente, algunos juristas pusieron en duda que la reforma del Código civil que introdujo la posibilidad del matrimonio entre personas del mismo sexo fuera compatible con el artículo 32.1 de la Constitución, que establece literalmente: «El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica». Esta expresión admite, al menos, dos posibilidades de interpretación: que el hombre y la mujer tienen derecho a casarse (entre sí, es decir, un hombre con una mujer) con plena igualdad de derechos y obligaciones, o que tanto los hombres como las mujeres tienen derecho a casarse (sin especificar con quién, ya que esto lo determinará la regulación legal), y que han de poder hacerlo con plena igualdad de derechos y deberes. Bajo la primera interpretación, la regulación legal sería inconstitucional, mientras que no lo sería bajo la segunda interpretación. Esta cuestión fue resuelta por el TC mediante la Sentencia 198/2012, de 6 de noviembre, en la que se decantó por la constitucionalidad del matrimonio entre las personas del mismo sexo.
Teniendo esto en cuenta, es fácil ver por qué un filósofo del derecho tan destacado como Hans Kelsen (1881-1973), cuando escribe sobre la interpretación del derecho en la Teoría general del derecho y del Estado (1945), cita el siguiente pasaje del obispo Hoadly (1717):

«Whoever hath an absolute authority to interpret any given or spoken laws, it is he who is truly the Law-giver to all intents and purposes, and not the person who first wrote or spoke them» («Quien tiene una total autoridad para interpretar cualesquiera leyes orales o escritas es quien verdaderamente es el legislador para todos los fines y propósitos, y no la persona que en primer lugar las escribió o pronunció»).

2.1.Problemas del lenguaje: vaguedad, ambigüedad y carga emotiva

La mayor parte de los problemas o dificultades a la hora de determinar el significado de las expresiones lingüísticas tiene que ver con determinadas características de los propios lenguajes naturales (entendiendo aquí «lenguajes naturales» en contraposición con los «lenguajes artificiales», como los de las matemáticas, la lógica o los lenguajes de programación informática).
Usualmente, utilizamos los lenguajes naturales, como el castellano, el inglés o el francés, por ejemplo, para comunicarnos y argumentar. Normalmente, estos lenguajes cumplen sus funciones de manera satisfactoria, pero hay que señalar también que se ven aquejados por ciertos problemas que pueden dar lugar a algunas dificultades, lo que nos impide saber con exactitud o seguridad cuál es el significado de ciertas expresiones. Tales problemas no obedecen a un conocimiento deficiente del lenguaje, sino a determinadas características del lenguaje mismo. Entre estas, podemos destacar las siguientes: la vaguedad, la ambigüedad y la carga emotiva.
2.1.1.La vaguedad
La vaguedad es una característica de los conceptos, esto es, del significado de las palabras, y no de las propias palabras en tanto que expresiones o enunciados lingüísticos.
Consiste, en síntesis, en la relativa indeterminación de los límites de un concepto (la connotación del término), que nos impide determinar con precisión si un objeto cae dentro o fuera de su denotación.
La denotación de un término es el conjunto de objetos designados por el término (por ejemplo, la denotación de silla sería el conjunto de todas las sillas, esto es, de todos los objetos que son calificables como «silla»). Por su parte, la connotación de silla estaría formada por el conjunto de propiedades que hace que cierto objeto sea calificable como «silla»: entre otras, que sea un objeto apto para sentarse, que esté pensado para una sola persona, etc.
Los nombres propios designan un único objeto y, por tanto carecen de vaguedad, puesto que no se plantean dudas acerca de si la expresión se aplica o no a un determinado objeto. Pero la situación es distinta en los nombres de clase, que designan conjuntos de objetos definidos por ciertas propiedades (como silla). Muchos filósofos del lenguaje han destacado que, junto al núcleo de certeza de un concepto, existe también una zona de penumbra, en la que surgen dudas acerca de la aplicación o no de dicho concepto a un objeto determinado.
Por ejemplo, así como no tendríamos dudas acerca de calificar a Pau Gasol como «alto», ni tampoco dudaríamos en excluir de la tal denotación a un varón que mida 1,50 metros (son casos del núcleo de certeza), en otros casos podemos tener dudas. ¿Es «alto» un varón que mida 1,75 metros? ¿Cuántos cabellos hay que tener para no ser «calvo»? ¿Cuándo deja una persona de ser «joven»? ¿Puede calificarse como «roja» una tonalidad que tiende hacia el anaranjado o hacia el púrpura? ¿Cuántos granos de arena son necesarios para formar un «montón»? ¿Sería una «silla» el tronco de un árbol en el bosque con el tamaño, altura y forma adecuados para que una persona pueda sentarse cómodamente?
En algunos casos, la vaguedad es especialmente intensa, hasta el punto de que la discusión o controversia acerca del significado es central y forma parte del mismo significado del término, por ejemplo, en expresiones como bueno, perfecto, justo, etc. A estas situaciones se las suele denominar conceptos esencialmente controvertidos. En el contexto jurídico existen los llamados conceptos jurídicos indeterminados, como razonable, interés público, fuerza mayor, buen padre de familia, justiprecio, etc., en los que el nivel de vaguedad es especialmente destacable.
Es posible tratar de limitar la vaguedad mediante definiciones que ofrezcan un mayor rigor y exactitud en la determinación de los significados. De hecho, esa es la estrategia habitual en el ámbito de los lenguajes técnicos, como el jurídico. Los conceptos jurídicos, elaborados por la propia legislación, la jurisprudencia o la doctrina de los juristas, son, por lo general, mucho más precisos que los que usamos en el lenguaje corriente. Con todo, la vaguedad no es nunca totalmente suprimible, ya que, al menos teóricamente, siempre pueden surgir nuevas situaciones o casos que vuelvan a plantearnos dudas sobre su inclusión o no en el ámbito de un determinado concepto. Esta vaguedad potencial (e indeleble) de los conceptos es lo que se conoce como textura abierta del lenguaje.
Siguiendo un ejemplo usado por el filósofo Genaro R. Carrió, ¿calificaríamos como «gato» a un animal con forma de gato pero que midiera 1,80 metros y pudiera hablar? El ejemplo puede parecernos muy forzado o fantasioso, pero eso no debe hacernos perder de vista que siempre es posible que surjan situaciones que de nuevo nos vuelvan a plantear el problema de la vaguedad. Pensemos ahora en un ejemplo, el de la palabra libro. Según el diccionario, libro significa «Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen». La definición parece clara, pero los avances tecnológicos provocan la aparición de nuevas situaciones (por ejemplo, los «libros electrónicos») en las que se planteen dudas acerca de si pueden o no calificarse adecuadamente como «libros». O pensemos en los «cigarrillos electrónicos». ¿Hasta qué punto son «cigarrillos»? ¿Está realmente «fumando» quien hace uso de estos artilugios?
2.1.2.La ambigüedad
A diferencia de la vaguedad, la ambigüedad es un problema que afecta a las palabras o expresiones lingüísticas, y no a los conceptos. Consiste en que un mismo enunciado (palabra u oración) es susceptible de expresar varios significados distintos e incompatibles.
Es posible diferenciar entre distintos tipos o categorías de ambigüedad. Una primera división básica sería la que diferencia entre la ambigüedad extracontextual y la ambigüedad contextual.
a) La ambigüedad extracontextual es la que se produce cuando una determinada expresión tiene diferentes significados al margen de cualquier contexto (en el sentido de que el contexto en el que dicha expresión se inserta determina de manera unívoca el significado).
Este es el caso de la simple polisemia o de las palabras homónimas. Muchas palabras, como cara, gato, luna, banco, etc., son ambiguas en este sentido. Así, la palabra cara puede significar tanto 'rostro' o 'faz' como ‘cada una de las superficies de un objeto' (por ejemplo, cuando se habla de las caras de una moneda). Pero desde el momento en el que la palabra se inserta en un determinado contexto, resulta claro cuál es el significado de la expresión. Si se nos pregunta: «¿Te has lavado la cara?», sabremos que se están refiriendo a nuestro rostro; si decimos «Voy a dar de comer al gato», difícilmente alguien pensará en un gato hidráulico; o si alguien nos comenta «Acabo de hacer un ingreso en el banco», sabemos que se refiere a una entidad de crédito y no a un objeto de la vía pública para sentarse.
b) La ambigüedad contextual, por su parte, es la que se produce cuando una determinada expresión tiene diferentes significados, incluso dentro de un contexto dado.
Este tipo de situaciones suele darse cuando los distintos significados están relacionados entre sí, o por razones sintácticas (ambigüedad sintáctica), y, como es fácil suponer, plantean muchas más dificultades que la ambigüedad extracontextual, pues el contexto no nos permite determinar con claridad cuál es el significado de entre todos los posibles.
A su vez, una palabra o expresión puede ser ambigua dentro de un contexto, ya sea de manera alternativa (ambigüedad contextual alternativa, de modo que o bien tiene el significado a o bien tiene el significado b, pero solo uno de ellos), ya sea de manera simultánea (ambigüedad contextual simultánea o acumulativa, en la que la expresión tiene distintos significados en un mismo contexto y al mismo tiempo).
Un caso habitual de ambigüedad contextual alternativa es el de la ambigüedad sintáctica, en la que los distintos significados posibles responden a la estructura sintáctica de la expresión, que permite ser entendida de maneras distintas (por ejemplo, en las oraciones de relativo):
El enunciado «A la fiesta acudieron hombres y mujeres elegantes» puede entenderse como que a la fiesta acudieron, por una parte, hombres, y, por otra, mujeres elegantes, o que tanto los hombres como las mujeres que acudieron a la fiesta eran elegantes. O, poniendo otro ejemplo, si afirmamos «He vendido los libros y los discos que me regalaron», es posible entender que he vendido tanto los libros como los discos que me regalaron o que he vendido los libros, por un lado, y los discos que me regalaron, por otro.
En el ámbito jurídico, en ocasiones también se plantean problemas de ambigüedad sintáctica. En relación con el régimen económico matrimonial de gananciales, el artículo 1346.7 del Código civil establece: «Son privativos de cada uno de los cónyuges: [...] 7. Las ropas y objetos de uso personal que no sean de extraordinario valor». ¿El «extraordinario valor» se refiere tan solo a los objetos de uso personal o también incluye las ropas? ¿Sería o no privativo un caro abrigo de pieles?
Pero no todos los casos de ambigüedad contextual alternativa son casos de ambigüedad sintáctica. Una expresión como «A y B están casados» también es ambigua: puede interpretarse como que A y B están casados entre sí, o como que A y B son personas casadas (A con C y B con D, por ejemplo). Otro supuesto habitual es el de la ambigüedad proceso-producto: una misma expresión puede referirse a una actividad o al resultado de dicha actividad. Ese es el caso, por ejemplo, de la propia palabra interpretación: puede referirse a la actividad de determinar el significado de una expresión lingüística o al resultado de esa actividad (los significados propiamente dichos).
Por último, también pueden darse casos de ambigüedad contextual simultánea, en los que la pluralidad de significados se manifiesta al mismo tiempo. A diferencia de los casos anteriores que hemos visto, este tipo de ambigüedad suele ser buscada expresamente, y es propia del lenguaje del «doble sentido» o de contextos humorísticos.
Cierta publicación periodística tiene el siguiente eslogan: «El primer diario que no se vende». Con ello se refiere, simultáneamente, a dos cosas: que se trata de una publicación gratuita, por la que no hay que pagar, y que además es una publicación independiente, que no está al servicio de ciertos intereses políticos y/o económicos («no se vende» en ese sentido, a diferencia de lo que –supuestamente– harían los demás).
2.1.3.La carga emotiva
Resulta bastante habitual encontrar expresiones que, junto a su significado descriptivo, cuentan también con una dimensión evaluativa o valorativa, que puede ser positiva o negativa, y que resulta inseparable del significado de la expresión. Esta dimensión valorativa es lo que se denomina carga emotiva.
Por ejemplo, decir que alguien es «perseverante» no es lo mismo que afirmar que es «obstinado», pues la primera expresión suele implicar una valoración positiva, al contrario que la segunda, pese a que, en ambos casos, nos referiríamos a una persona que mantiene su punto de vista o sus convicciones o propósitos a pesar de las circunstancias o argumentos en contra. De modo similar, no es igual calificar a alguien como «intuitivo» o «espontáneo» que como «irreflexivo» o «irracional», a pesar de que, desde un punto de vista descriptivo, estamos afirmando básicamente lo mismo (persona que no guía su comportamiento conforme a la reflexión racional).
Conviene ser conscientes del impacto de la carga emotiva del lenguaje, y estar en guardia porque suele ser una fuente de falacias argumentativas. Así, cuando se pretende defender o promocionar algo, se tiende a hacer uso de expresiones con una fuerte carga emotiva positiva, mientras que ocurre lo contrario cuando se trata de atacar o desprestigiar una posición, decisión, punto de vista, teoría, etc. Basta con imaginar la gran diferencia de que, en el contexto de una discusión acerca de a quién contratar para un puesto de trabajo de entre los distintos candidatos, alguien califique a un aspirante como «intuitivo y perseverante» en lugar de «irreflexivo y obstinado».
Un caso curioso de carga emotiva es la que acompaña a la noción de «democracia». Hoy en día es innegable que esta palabra cuenta con una fortísima carga emotiva positiva, hasta el punto de que muchos dirigentes políticos de regímenes que difícilmente podrían calificarse como democráticos (no satisfacen la regla de la mayoría, los derechos individuales y políticos básicos, la separación de poderes, la supremacía de la ley, etc.) se esfuerzan en presentarlos como «democráticos», para así obtener la legitimidad y el prestigio asociados a ella. Históricamente, no obstante, las cosas eran muy distintas, ya que durante siglos la democracia se concibió como un ejemplo de mal sistema político (así ocurre, por ejemplo, en el pensamiento de Platón, para quien ocupa el penúltimo lugar, tan solo por delante de la tiranía; o en el de Aristóteles, para quien era una forma degenerada de la República) y, por lo tanto, calificar un sistema político como «democrático» era criticarlo y desprestigiarlo. Durante la revolución estadounidense, los críticos afirmaban que el nuevo modelo propuesto era una «democracia», y frente a ello sus partidarios se defendían sosteniendo que no se trataba de una democracia, sino de algo mucho mejor que una democracia. Con el paso del tiempo, han resultado obvios los cambios producidos en este punto.

2.2.Tipos de interpretación jurídica

En el ámbito de la interpretación jurídica, una vez vistas las cuestiones generales anteriores, es posible realizar varias clasificaciones. Únicamente centraremos nuestra atención en dos de ellas: por un lado, la que tiene en cuenta quién es el sujeto que lleva a cabo la interpretación y, por otro lado, la que tiene en cuenta la técnica interpretativa utilizada.
2.2.1.Tipos de interpretación en función del intérprete
Es habitual atribuir un nombre o denominación distinta a la interpretación realizada de un precepto normativo en función de quién es el intérprete que la lleva a cabo. En este sentido, las categorías más habituales son las siguientes: interpretación auténtica, interpretación oficial, interpretación judicial, interpretación doctrinal e interpretación operativa o estratégica.
1) La interpretación auténtica es aquella que lleva a cabo la misma autoridad que ha dictado la disposición normativa que es objeto de interpretación (por ejemplo, cuando el legislador dicta una ley interpretativa de otra ley).
2) La interpretación oficial es la llevada a cabo por una autoridad pública (órganos del Estado, en sentido amplio) en el ejercicio de sus funciones. Por ejemplo, es el caso de las circulares dictadas por la Dirección General de Tributos acerca de cómo interpretar ciertos preceptos de la Ley del impuesto sobre la renta de las personas físicas. Para diferenciarla de la interpretación auténtica, la interpretación oficial suele restringirse a los casos en los que el intérprete no es el mismo órgano que dictó la disposición interpretada.
3) La interpretación judicial, como su propio nombre sugiere, es la realizada por los órganos jurisdiccionales en su actividad de aplicación del derecho. Esta es, posiblemente, la de mayor relevancia de cara a la determinación de la respuesta del caso planteado (al menos esto es así en los casos decididos en sede judicial).
4) La interpretación doctrinal es aquella realizada por los juristas en su actividad teórica de descripción y sistematización del derecho (por ejemplo, mediante libros y artículos jurídicos). La relevancia e impacto de este tipo de interpretación depende del prestigio del autor y de las razones ofrecidas en apoyo de las interpretaciones propuestas.
5) La interpretación operativa o estratégica es la utilizada por los abogados o asesores jurídicos de las partes, y obviamente está guiada sobre todo por los intereses de la parte que defiende, aunque ello no significa que no puedan ofrecer razones sólidas en apoyo de las interpretaciones propuestas.
2.2.2.Tipos de interpretación en función de las técnicas interpretativas
Al menos en teoría, el intérprete no realiza su tarea del modo que libremente le apetezca, sin seguir guía o pauta alguna, sino que se ajusta a cierto tipo de técnicas, esquemas argumentativos o conjuntos de reglas que gozan de una larga tradición jurídica y que, también teóricamente, limitan el conjunto de interpretaciones posibles o admisibles.
Incluso el propio derecho positivo suele refiere a los criterios o técnicas interpretativas, como ocurre, en el caso español, con el artículo 3.1. del Código civil, que establece: «Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en el que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas».
Este precepto enumera un conjunto de criterios o técnicas interpretativas (las que se conocen como interpretación literal, sistemática, histórica, etc.), pero ni mucho menos resuelve los problemas o las dificultades que se plantean en sede interpretativa. Se siguen planteando muchos interrogantes, fundamentalmente por el hecho de que el propio artículo 3.1 es, a su vez, una disposición normativa, susceptible de ser interpretada de varios modos: ¿es la interpretación literal un límite absoluto o son admisibles interpretaciones que sobrepasen las fronteras de sus significados lingüísticos?, ¿debe entenderse que la enumeración es exhaustiva o son admisibles también otras técnicas no enumeradas?, ¿se plantea una relación jerárquica entre ellas o todas las técnicas están en un mismo nivel? Y si es ese el caso, ¿qué ocurre si los resultados de aplicar distintas técnicas interpretativas son incompatibles?, ¿qué interpretación es la que debería ser elegida?
Según el profesor genovés Riccardo Guastini, es posible trazar una primera gran división entre las técnicas interpretativas, diferenciando entre la interpretación literal, por una parte, y la interpretación correctora, por otra. Esta clasificación, como apunta el autor, es conjuntamente exhaustiva (toda interpretación es o bien literal o bien correctora, sin que quepa ninguna otra posibilidad) y mutuamente excluyente (si una interpretación es literal, entonces no es correctora, y viceversa). No obstante, las categorías son algo imprecisas porque la propia naturaleza del lenguaje (vaguedad, ambigüedad, etc.) implica que no sea posible trazar una frontera clara entre aquello que es una interpretación literal y aquello que es ya una interpretación correctora.
La interpretación literal (o declarativa) sería aquella que se ajusta al significado lingüístico de la expresión interpretada, según la práctica habitual de la comunidad lingüística de la que se trate (en este caso, la comunidad de los juristas).
Sería, por tanto, aquella interpretación que «se ajusta a las palabras» del legislador a la hora de atribuir un significado a la disposición normativa, tal como estas se entienden en un contexto jurídico, o, en palabras del artículo 3.1. del Código civil, la interpretación que se realiza «según el sentido propio de sus palabras».
En contraste, la interpretación correctora sería aquella que se aparta de la interpretación literal (dicho de otro modo, la que atribuye un significado distinto del que resulta de las estrictas palabras del legislador o autoridad normativa).
A su vez, la interpretación correctora puede ser o bien extensiva, o bien restrictiva. Una interpretación correctora extensiva, como su nombre sugiere, es la que «extiende» o amplía el ámbito de aplicación de la norma y la hace aplicable a casos que, de acuerdo con una interpretación literal, quedarían excluidos de su ámbito de aplicación.
Un ejemplo (hipotético) de interpretación correctora extensiva sería que frente a la disposición «Prohibido el acceso de vehículos de motor al parque» un intérprete sostuviera, mediante algún argumento (como, por ejemplo, que la finalidad de la norma es garantizar la tranquilidad y la seguridad en el parque), que debe entenderse que tampoco pueden acceder a él las bicicletas. El sentido literal de «vehículos de motor», tanto en el lenguaje común como en el ámbito jurídico, excluye las bicicletas, por lo que según una interpretación literal, las bicicletas no se verían afectadas por la prohibición. No obstante, mediante la interpretación ofrecida se amplía el ámbito de aplicación, lo que afecta a un supuesto (las bicicletas), que de otro modo quedaría excluido.
En contraste, la interpretación correctora restrictiva es la que restringe o limita el ámbito de aplicación de la norma en comparación con una interpretación literal. Ello supone, por lo tanto, que supuestos que en principio quedarían afectados por la norma resultan, gracias a la interpretación propuesta, excluidos de su ámbito de aplicación.
Supongamos ahora que la disposición establece «Prohibida la entrada de perros en el parque», pero algún intérprete sugiere (o impone, si se trata de una autoridad, como un juez) que esta disposición debe interpretarse de manera que excluye a los perros que vayan convenientemente atados con una correa y provistos de bozal. Es decir, algunos casos que quedarían incluidos en el ámbito de aplicación de la norma según una interpretación literal (la clase «perros provistos de correa y bozal» está claramente incluida en la clase «perros») son excluidos, por vía interpretativa, de su ámbito de aplicación.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que cuando hablamos de interpretación literal, no necesariamente estamos afirmando que exista siempre una «única» interpretación literal. Los problemas del lenguaje que conocemos (vaguedad y textura abierta, ambigüedad, carga emotiva) provocan que en no pocas ocasiones sea posible atribuir distintos significados a un mismo texto sin salirnos de su literalidad. Por esa razón, algunas de las técnicas interpretativas que veremos a continuación pueden ser usadas precisamente para elegir o privilegiar una determinada interpretación de entre las diferentes interpretaciones literales posibles. Es decir, no necesariamente estas técnicas han de verse como mecanismos para justificar o proponer interpretaciones correctoras.
Siguiendo en la misma línea, normalmente cada una de estas distintas técnicas no está necesaria o conceptualmente ligada a un tipo concreto de interpretación, sino que pueden ser usadas, según las circunstancias, o bien para justificar interpretaciones de distinto tipo (correctora extensiva, correctora restrictiva), o bien para elegir entre distintas posibilidades de interpretación literal. Además, algunas técnicas, más que ir dirigidas a ofrecer una interpretación de la disposición normativa, son más bien instrumentos argumentativos para evitar o resolver problemas del sistema, como lagunas o contradicciones normativas.
Finalmente, conviene destacar que, en no pocas ocasiones, el uso de distintas técnicas interpretativas puede dar lugar a diferentes interpretaciones incompatibles y, en estos casos, normalmente, no existe una clara ordenación o jerarquía entre las distintas técnicas.
A continuación, veremos brevemente y de manera individualizada algunas de las técnicas interpretativas más habituales:
1) El argumento sistemático.
2) El argumento histórico.
3) El argumento teleológico.
4) El argumento psicológico.
5) El argumento sociológico.
6) El argumento apagógico o reducción al absurdo.
7) El argumento a fortiori.
8) El argumento analógico.
9) El argumento a contrario sensu.
Como comprobaremos, aunque se trata de categorías fácilmente distinguibles desde el punto de vista conceptual o teórico, a la hora de aplicarlos su distinción no es sencilla en muchos casos, por lo que es posible que un mismo argumento o razonamiento pueda entenderse como una aplicación de más de una de estas técnicas.
1) El argumento sistemático
Bajo este título se aglutinan varias técnicas de interpretación que tienen en común la idea de que una disposición normativa no debe interpretarse aisladamente, sino en relación o conexión con otras disposiciones, ya que el derecho es un «sistema» (se asimila este concepto a la idea de un conjunto ordenado de elementos al que se suele atribuir las propiedades de coherencia y completitud). Por lo tanto, a la hora de determinar o atribuir un significado, debe tenerse en cuenta lo que establecen otros elementos del sistema.
Pueden diferenciarse al menos dos modalidades distintas del «argumento sistemático»: el argumento a cohaerentia y el argumento sedes materiae.
a) El argumento o razonamiento a cohaerentia establece que una disposición normativa debe interpretarse de modo que resulte coherente (es decir, no contradictoria) con otras normas jurídicas del sistema (o, más exactamente, con las interpretaciones de otras disposiciones normativas de la autoridad). Por esa razón, frente a varios significados posibles, donde uno o varios de ellos son contradictorios con otros preceptos, mientras que otro u otros no lo son, debe optarse por la interpretación que no resulte contradictoria. Se trata, al menos en la mayoría de las ocasiones, de una interpretación correctora, pues a partir de una interpretación literal se llegaría a una contradicción.
Supongamos que contamos con dos disposiciones, a las que llamaremos D1 y D2. D1 establece «Se prohíbe fumar en la totalidad de las instalaciones deportivas», mientras que D2 dispone textualmente: «Está permitido fumar en los bares y restaurantes de las instalaciones deportivas, siempre que tengan una superficie mínima de cien metros cuadrados y zonas físicamente separadas para fumadores y no fumadores». De acuerdo con una interpretación literal de los preceptos, se produciría una antinomia o contradicción normativa, ya que en los bares y restaurantes de las zonas deportivas (que cumplan ciertas condiciones) fumar estaría simultáneamente prohibido y permitido, en función de la norma considerada. En virtud de una interpretación a cohaerentia, podría sostenerse que D1 debe interpretarse como que se prohíbe fumar en las instalaciones deportivas, «a excepción» de los bares y restaurantes que cumplan los requisitos establecidos por D2. De ese modo, al entender que un precepto es una excepción a otra norma general, se preserva la coherencia del sistema.
Un ejemplo o manifestación especialmente relevante de argumento a cohaerentia es el de la llamada interpretación conforme. Como sabemos, en los sistemas constitucionales actuales como el nuestro, las normas constitucionales tienen un rango superior al de las normas legales (normas con rango de ley), por lo que una condición para la validez de las normas legales es que no resulten incompatibles con la Constitución. En algunas ocasiones se plantea la duda de si cierto precepto legal resulta o no inconstitucional, y puede ocurrir que, interpretado de cierto modo, resulte compatible con la Constitución, mientras que no lo sea bajo otra interpretación (no deberíamos olvidar, sin embargo, que la constitucionalidad o la inconstitucionalidad no dependerá únicamente de cómo se interprete el precepto legal, sino también de cómo se interpreten los preceptos constitucionales). En situaciones de ese tipo, lo que se hace es elegir aquella interpretación que resulta compatible con la Constitución, esto es, se realiza una interpretación conforme a la Constitución.
En muchos de los supuestos que llegan al Tribunal Constitucional para el examen de la constitucionalidad de uno o varios preceptos legales, este opta, siempre que sea posible, por dictar una sentencia interpretativa, en la que establece que el precepto en cuestión es compatible con la Constitución, siempre que sea interpretado de cierto modo. Esto supone, en virtud de la posición que ocupa este tribunal en nuestro esquema institucional, que el resto de órganos jurídicos deberá utilizar esa interpretación del precepto o, al menos, evitar la interpretación o interpretaciones que el tribunal ha considerado contrarias a la Constitución.
b) El argumento sedes materiae consiste en sostener que, a la hora de interpretar una disposición, debe tenerse en cuenta el contexto o marco normativo en el que esta se encuentra. Dicho «contexto normativo» puede resultar muy variable, de modo que puede ser muy limitado (por ejemplo, la sección concreta del capítulo concreto de la ley en el que se encuentra el precepto) o considerablemente amplio (por ejemplo, la rama del ordenamiento del que se trate).
Un ejemplo sería el de los diferentes significados de «funcionario público», según la rama del ordenamiento jurídico que estemos considerando. El concepto es originario del derecho administrativo y hace referencia a un estatuto jurídico muy determinado y rigurosamente regulado de ciertos trabajadores públicos. Si, en cambio, nos movemos en el ámbito del derecho penal, el concepto de funcionario público es distinto (y mucho más amplio), ya que no se limita a los individuos que ostenten la condición jurídica formal de «funcionario» según las normas del derecho administrativo, sino que, según el artículo 24.2 del CP, alcanza a cualquier persona (funcionario en sentido administrativo, trabajador público con régimen laboral, cargos electos, etc.) que «ejerza funciones públicas». Por esa razón, cuando la ley penal hace referencia a delitos cometidos por «funcionarios», se entiende que ese concepto no se limita a los funcionarios en sentido formal administrativo.
2) El argumento histórico
El llamado argumento histórico es un esquema de razonamiento según el cual las disposiciones jurídicas han de interpretarse de acuerdo con la tradición jurídica, esto es, conforme a cómo se han entendido históricamente los distintos conceptos e instituciones jurídicas.
Se trata, por lo tanto, de un argumento de tipo conservador que intenta mantener la continuidad de la tradición jurídica a la hora de interpretar los preceptos normativos. En este sentido, se puede oponer al «argumento sociológico», que veremos más adelante, y que sostiene que la interpretación debe guiarse según el contexto social y los cambios sociales y culturales propios del momento en el que el precepto debe aplicarse. Este tipo de argumento también estaría en la base del recurso al precedente o a la jurisprudencia como criterio para determinar la interpretación (se interpretan los preceptos tal y como se ha venido haciendo tradicionalmente por la jurisprudencia en decisiones anteriores).
Utilizando nuevamente un ejemplo que apareció con anterioridad, el del artículo 32.1 de la Constitución sobre el matrimonio, parece bastante evidente que la interpretación tradicional de «matrimonio» es la que hace exclusiva referencia al matrimonio monogámico y heterosexual, por lo que, de acuerdo con esta tradición, cualquier otra forma de matrimonio quedaría excluida. De hecho, uno de los argumentos principales de los sectores que se opusieron a la reforma legislativa que introdujo la figura del matrimonio entre personas del mismo sexo era que esta unión no podía considerarse propiamente como un «matrimonio». Si el argumento se limita a indicar que esa no es la interpretación que tradicional o históricamente se ha hecho de matrimonio, entonces difícilmente puede negarse ese extremo, pero queda en pie la cuestión de por qué debería privilegiarse esta interpretación tradicional frente a otra más acorde con la evolución social y cultural de nuestra comunidad.
Pero no necesariamente toda interpretación histórica conlleva una restricción de derechos o libertades: podría, por ejemplo, recurrirse al argumento histórico para sostener que determinadas limitaciones de derechos y libertades impuestas en nombre de la «lucha contra el terrorismo global» son inconstitucionales, ya que resultan incompatibles con lo que tradicionalmente se ha entendido que abarcan y protegen estos derechos y libertades (derecho a la intimidad, secreto de las comunicaciones, etc.).
En cualquier caso, este tipo de argumento interpretativo presenta importantes problemas. Por una parte, parece concebir la tradición jurídica como algo totalmente homogéneo, casi monolítico, cuando en la mayoría de las cuestiones existen y han existido históricamente controversias, distintas líneas jurisprudenciales o doctrinales, evoluciones, etc. Y, por otro lado, ¿hasta dónde ha de retrotraerse esta apelación a la tradición? ¿Es posible, por ejemplo, basarse en una tradición o en antecedentes propios del anterior régimen predemocrático para interpretar leyes aprobadas por un parlamento democrático? ¿Es posible incluso ir más allá y apelar al derecho romano?
3) El argumento teleológico
El argumento teleológico (del griego télos, ‘finalidad’) consiste en atender al «espíritu», «finalidad», «objetivos», etc., de la ley a la hora de terminar el significado de sus disposiciones.
Puede considerarse que este es uno de los argumentos explícitamente reconocidos por el artículo 3.1. del Código civil, que establece que la interpretación de las leyes se realizará «atendiendo fundamentalmente al espíritu y la finalidad de aquellas».
Se suele entender este «espíritu», «objetivos», «propósito» o «finalidad» en términos objetivos, esto es, como el propósito o la finalidad de la ley y no del legislador o autoridad concreta que dictó la disposición. Esto ya nos plantea un primer problema importante, que consiste en que, en sentido estricto, solo pueden atribuirse fines u objetivos a sujetos provistos de voluntad y no a objetos. Por esa razón, solo puede hablarse de la finalidad u objetivos de la ley en sentido metafórico, en una metáfora que, por otro lado, resulta bastante oscura.
Este tipo de argumento es uno de los que más claramente dan lugar a una interpretación correctora: usualmente, se recurre al argumento teleológico para interpretar una disposición en términos distintos a los que resultan de una estricta interpretación literal, aduciendo que dicha interpretación correctora, a pesar de alejarse de su literalidad, se ajusta mejor al «espíritu» de la ley. Esta interpretación correctora puede ser restrictiva o extensiva, según los casos.
Por ejemplo, supongamos que existe una disposición que establece «No se admitirá la entrada de perros u otros animales domésticos en los restaurantes y demás recintos donde se sirvan comidas». Si tomamos en consideración el supuesto de una persona invidente que va guiada por un perro lazarillo, a partir de una interpretación literal, resulta claro que no podrá entrar con su perro en un restaurante, pues un perro lazarillo es claramente un perro (se subsume en el supuesto de hecho de la norma). Alguien podría sostener, no obstante, que el espíritu o la finalidad del precepto no es crear impedimentos o dificultades a los invidentes, sino tan solo ayudar a mejorar las condiciones sanitarias de los recintos donde se sirven comidas, por lo que existiría una excepción para el caso de los perros lazarillos. Dicha interpretación, que muchos considerarían razonable, se aparta del significado literal y establece una interpretación correctora restrictiva (excluye del campo de aplicación de la norma supuestos que estarían incluidos bajo una interpretación literal).
En otros casos, el resultado puede ser el contrario, el de una interpretación correctora extensiva. Ello ha sido así en un número bastante considerable de decisiones del Tribunal Constitucional relativas a requisitos formales exigidos por las leyes procesales. La tónica general en estas sentencias ha sido que una interpretación excesivamente rigurosa o estricta (es decir, literal) de los preceptos procesales relativos a cuestiones o requisitos formales para ejercitar acciones, interponer recursos, etc. (como los que establecen plazos, o la documentación que hay que aportar) resulta incompatible con la finalidad de estas normas, destinadas a establecer mecanismos que permitan o faciliten la defensa o protección de derechos e intereses de las personas mediante el acceso a los tribunales.
4) El argumento psicológico
El argumento psicológico o de la voluntad del legislador consiste en intentar fundamentar la interpretación de la disposición en aquello que pretendía o entendía la autoridad concreta que la dictó.
Se opone así al argumento teleológico en la medida en que lo relevante aquí no es la «voluntad de la ley», entendida como algo objetivo y abstracto, sino la voluntad de la autoridad que la elaboró. Sería pues un intento de descubrir el contenido de una hipotética «interpretación auténtica» del texto.
Este argumento puede resultar persuasivo porque se presenta como el más respetuoso con el legislador, el que más se somete a su autoridad y el que menor margen de maniobra deja a la tarea «creativa» de los jueces y demás intérpretes. Con todo, presenta importantes problemas, tanto desde una perspectiva epistemológica (de conocimiento) como justificativa.
a) Desde una perspectiva epistemológica, el mayor problema evidente es el de descubrir cuál es esta supuesta «voluntad del legislador». En ocasiones pueden resultar de utilidad algunos elementos, como los preámbulos o las exposiciones de motivos, los trabajos preparatorios (proyectos y anteproyectos) o las discusiones parlamentarias, pero en la mayoría de los casos, sobre todo si se trata de normas antiguas, es extremadamente difícil llegar a conocer esta «voluntad del legislador».
Por otra parte, este esquema de razonamiento concibe esta «voluntad» como algo unitario y perfectamente coherente, cuando en general las disposiciones jurídicas son la expresión de un proceso en el que participan muchos individuos (órganos colegiados, como un parlamento o un consejo de ministros) que no tienen por qué interpretar del mismo modo el texto que se está aprobando.
En un parlamento, por ejemplo, las opiniones y voluntades de sus miembros pueden resultar muy dispares; no tienen por qué entender un mismo precepto de un mismo modo, y es posible que simplemente muchos de sus miembros actúen bajo la disciplina de voto de los partidos políticos, por lo que su voluntad u opinión individuales resultarán irrelevantes. Es más, no es infrecuente el caso en el que los distintos grupos parlamentarios se ponen de acuerdo precisamente en aprobar un determinado texto, que resulta lo suficientemente indeterminado o flexible como para permitir distintas interpretaciones, acordes con las respectivas orientaciones políticas. Un ejemplo paradigmático fue el consenso conseguido para la aprobación de la actual Constitución española de 1978.
b) Además, este argumento resulta problemático desde la perspectiva de su justificación. Aun bajo la hipótesis de que esta «voluntad del legislador» fuera determinable y clara, se plantearía la cuestión de por qué debería optarse por una interpretación psicológica preferentemente a otras interpretaciones posibles.
En las últimas décadas, en Estados Unidos ha ido cobrando notable fuerza una corriente de pensamiento jurídico conocida como «originalismo» (originalism), que sostiene fundamentalmente que la Constitución estadounidense debe interpretarse de acuerdo con lo que pensaban sus autores, a finales del siglo xviii. Partiendo de esa base, resulta claro que la prohibición constitucional de aplicar «penas crueles e inusuales» (octava enmienda) no excluye la pena de muerte, ya que a finales del siglo xviii esta no era vista como una pena cruel, ni por supuesto inusual. También resulta clara la diferencia de criterio en temas como la esclavitud, la discriminación racial o el trato a la mujer. La cuestión clave es por qué considerar que las opiniones de estas personas deben prevalecer sobre otras consideraciones, lo que da lugar a una «tiranía de los muertos sobre los vivos» que difícilmente puede compatibilizarse con la democracia.
5) El argumento sociológico
El argumento sociológico es el que propone que la determinación o atribución de significado a las disposiciones normativas debe ir guiado fundamentalmente por la realidad social o el contexto histórico del momento en el que deben aplicarse las normas.
Es, por tanto, un criterio que aboga por una interpretación «dinámica» de los preceptos legales, que permite cambios en la interpretación para adecuarse al contexto, las circunstancias o las exigencias sociales y culturales cambiantes.
En este sentido, se opondría al argumento histórico y al psicológico, partidarios de la estabilidad en la interpretación y en la preeminencia de la tradición o el pasado. La mayoría de los autores entiende, por otra parte, que este criterio aparece recogido en el artículo 3.1 del Código civil, cuando este hace referencia a «la realidad del tiempo en que han de ser aplicadas» las normas.
Este esquema argumentativo puede dar lugar tanto a interpretaciones extensivas como restrictivas, según los casos (o, simplemente, a interpretaciones distintas que incluyan supuestos que antes quedaban excluidos y excluyan situaciones que antes quedaban incluidas). Como ejemplo de la primera posibilidad, podemos hacer referencia al caso, que ya apareció anteriormente, del artículo 32 de la Constitución, relativo al matrimonio. Si nos basáramos en una interpretación histórica o en una supuesta «voluntad del legislador» (argumento psicológico), muy probablemente concluiríamos que el precepto, cuando dice que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio», se refiere exclusivamente al matrimonio monogámico heterosexual. En un contexto social y cultural como el actual, con los cambios que ha sufrido nuestra sociedad en las últimas décadas, no existe razón para entender que el artículo 32 deba interpretarse como que excluye los matrimonios homosexuales. Y siguiendo con el mismo esquema, en un hipotético futuro los cambios sociales podrían conducir a que dejara de tener sentido la concepción del matrimonio como una figura estrictamente monogámica. En cualquier caso, una interpretación sociológica da lugar a una ampliación de los supuestos que quedan cubiertos por la disposición (matrimonios homosexuales), en comparación con otro tipo de interpretación más «conservadora».
En contraste un posible ejemplo de la interpretación restrictiva podría ser el de la interpretación de términos como pornográfico u obsceno (recogidos en los arts. 185 y 186 del Código penal), que con toda probabilidad sería más restringida que en décadas anteriores (pensemos, por ejemplo, en actos públicos de afecto entre personas homosexuales, que hace unos años serían calificados como obscenos).
6) El argumento apagógico
El argumento apagógico, también conocido como «reducción al absurdo», tiene como una de sus características más destacadas el hecho de ser un argumento negativo o indirecto: en lugar de ofrecer razones o apoyos directos a favor de una determinada tesis (una interpretación determinada de una disposición normativa, en nuestro caso), se muestra que otra tesis distinta o incompatible es rechazable por dar lugar a consecuencias o resultados «absurdos». De ese modo, al rechazar una tesis o punto de vista contrario, se apoya indirectamente la tesis o punto de vista propio.
Originalmente, se trata de un mecanismo que se utiliza en el ámbito de la lógica para comprobar la corrección formal (validez lógica) de un razonamiento deductivo. En el ámbito de la interpretación jurídica, no obstante, se utiliza una noción de absurdo mucho más laxa, que no se limita exclusivamente a la inconsistencia o contradicción lógica. Una interpretación puede resultar «absurda», entre otros motivos, porque dé como resultado una norma incompatible con otra norma de rango superior o sea considerada como injusta, irrealizable o irracional desde el punto de vista económico, etc. En tal caso, ese resultado se manifiesta como una razón para rechazar esa posibilidad interpretativa, e indirectamente para aceptar la propuesta alternativa respaldada por el intérprete.
La mayoría de países cuentan con una o varias figuras penales relacionadas con el histórico concepto de «lesa majestad», ya acuñado por el derecho romano, y que en términos más modernos suele denominarse «alta traición» o «rebelión». Se trata de comportamientos que ponen en serio peligro la propia supervivencia del estado y de su orden constitucional, y que llevan aparejadas condenas muy severas (tradicionalmente, la pena de muerte o la cadena perpetua). En su configuración actual en los países democráticos, para poder apreciar este delito suele exigirse que haya existido violencia. Ahora bien, la «violencia» es un concepto que permite una gran gradación, porque esta puede ejercerse en distintos niveles de intensidad, desde por ejemplo el simple corte de una calle o la quema de un contenedor, hasta el uso de armamento militar en una insurrección armada (como suele ocurrir en los golpes militares). La determinación del nivel de violencia exigida es por tanto un asunto de gran importancia, porque puede determinar si unos mismos hechos pueden considerarse o no como un delito de alta traición.
Una posibilidad sería interpretar el concepto de «violencia» exigiendo un nivel de coacción o de fuerza física tal que sea capaz de «doblegar al estado», es decir, de superar la capacidad de este para neutralizar o contrarrestar la insurrección. Pero es fácil ver que esta interpretación no resultaría adecuada, pues si se entendiera de ese modo, se llegaría a la conclusión de que la norma resulta conceptualmente inaplicable, lo que es absurdo desde el punto de vista jurídico (no tiene sentido dictar normas que sean inaplicables en cualquier circunstancia). En efecto, si se exige un nivel de violencia tan alto como para doblegar al estado, por definición todos los intentos de golpe de Estado que no triunfen no cumplirán esa condición, ya que no han sido capaces de doblegar al estado, como demuestra su fracaso. Y si la violencia utilizada ha sido lo bastante intensa como para doblegar al estado, significará que el golpe ha triunfado, con lo que se producirá un cambio de régimen constitucional y no se aplicará la sanción penal (en todo caso el nuevo régimen castigaría como «traidores» a quienes se hubieran mantenido fieles a la legalidad vigente, como ocurrió tras la victoria de Franco). Es decir, pase lo que pase, no sería posible aplicar el delito de alta traición, lo que muestra que la interpretación es rechazable por absurda.
Como es fácil detectar, pero de todas maneras conviene también destacar, el argumento apagógico resulta bastante débil si es el único que se utiliza en apoyo de la interpretación propuesta, ya que no ofrece argumento alguno a favor de esta, sino tan solo en contra de otra alternativa posible. Por ello, es siempre aconsejable que vaya acompañado de algún otro argumento o técnica interpretativa que ofrezca un apoyo directo a la propuesta planteada.
7) El argumento a fortiori
Estrictamente hablando, el argumento o razonamiento a fortiori no es una técnica interpretativa, sino más bien un mecanismo para dar respuesta a un supuesto de laguna normativa (ausencia de norma expresa aplicable al caso al que el juez o aplicador debe dar respuesta). El presupuesto, pues, es que nos hallemos frente a un supuesto para el que no existe ningún precepto que (al menos de manera explícita) determine la respuesta del caso. Sería, en términos de la clasificación de MacCormick, un problema de relevancia o determinación de la norma aplicable.
El argumento a fortiori consistiría en acudir a otra norma para resolver el caso (una norma que resuelve otro/s caso/s distinto/s), justificando su aplicación por el hecho de que la razón o fundamento que subyace en la norma aplicada se manifiesta aún con mayor intensidad en el caso a decidir.
En suma, el argumento requiere: una laguna normativa, un juicio acerca de la supuesta razón o fundamento de otra norma del sistema y un juicio de que, en el caso a decidir, dicha razón o fundamento se manifiesta todavía con una mayor intensidad que en los casos expresamente regulados por la norma.
Suele distinguirse entre dos modalidades o fórmulas de argumento a fortiori, si bien ambas se basan en la idea expuesta de la «mayor intensidad» de la razón subyacente. En concreto, se habla de: a maiori ad minus y a minori ad maius.
a) La primera modalidad (a maiori ad minus) se usa cuando se trata de una norma que confiere derechos o posiciones ventajosas en general, y se asemeja al dicho «Quien puede lo más, puede lo menos».
Supongamos, por ejemplo, que una disposición prohíbe el acceso de vehículos de motor a un parque, pero permite el acceso de bicicletas, y nos preguntamos si está permitido el acceso con patines, ya que la disposición guarda silencio al respecto. Un intérprete podría sostener que la razón, fundamento o finalidad de la norma es garantizar la tranquilidad de los usuarios del parque, y que si está permitido acceder en bicicleta, con mayor razón estará hacerlo con patines, ya que afectan menos (en comparación con las bicicletas) a la tranquilidad de los usuarios.
Otro ejemplo: supongamos que una disposición urbanística de un ayuntamiento establece que no podrán edificarse viviendas de más de quince metros de altura en las calles de menos de diez metros de anchura. No existe disposición alguna en relación con la altura máxima de las edificaciones en las calles de más de diez metros de anchura. En este contexto, podría decirse que si pueden edificarse viviendas de menos de quince metros cuando la anchura de la calle es inferior a diez metros, con mayor razón podrán construirse edificios de menos de quince metros de altura en las calles con anchura superior a diez metros.
b) La segunda modalidad (a maiori ad minus) se utiliza cuando el precepto establece obligaciones o algún tipo de posición desventajosa para los individuos afectados, basándose en que si una característica, situación, elemento, etc. ha bastado para establecer una carga, deber, obligación, etc., también debe establecerse esa consecuencia para las situaciones en las que dicha característica, situación o elemento se manifiesta con aún mayor intensidad.
Por ejemplo, imaginemos que una disposición normativa establece que ciertas clases de perros (identificados según su raza) deben inscribirse obligatoriamente en un registro especial. Se aduce que la razón o fundamento de la norma es la peligrosidad de estos animales, lo que justifica un mayor control de estos. Partiendo de esta base, se plantea el caso de ciertas personas que poseen grandes felinos (por ejemplo, tigres). Los grandes felinos no están incluidos expresamente en el precepto, pero podría argumentarse que, a fortiori, estos animales deben también inscribirse, ya que son aún más peligrosos que los perros a los que hace referencia el precepto.
8) El argumento analógico
El argumento analógico, analogia legis o simplemente «analogía», tiene muchos aspectos en común con el argumento a fortiori. Al igual que este, requiere una laguna normativa y acude a la aplicación de una norma que regula otro caso para darle respuesta. La diferencia principal, según suele aducirse, es que consiste en la aplicación de una norma que regula un caso similar (entre el caso por decidir y el caso regulado por la norma aplicada analógicamente existen similitudes relevantes), extremo que no se requiere en el argumento a fortiori. Y, por otro lado, no es necesario que la razón que fundamenta la norma aplicada se manifieste con mayor intensidad en el caso que decidir.
Se trata de una técnica expresamente recogida en nuestro derecho positivo, concretamente en el artículo 4.1 del Código civil, que establece literalmente: «Procederá la aplicación analógica de las normas cuando estas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón».
Con todo, su diferenciación respecto al argumento a fortiori resulta problemática. Como hemos visto, se dice que la analogía se basa en la similitud entre casos, y este requisito no es necesario en el razonamiento a fortiori. Una ilustración sería el ejemplo antes propuesto de los grandes felinos y la obligación de inscripción en un registro especial: la justificación de que también se inscriban los felinos no se basa en que estos y los perros sean semejantes, sino en otras consideraciones (peligrosidad). Pero si atendemos a lo que establece el artículo 4.1 CC, no basta una mera similitud, sino que se exige que exista una «identidad de razón». Es decir, como señala Guastini, tanto la analogía como el argumento a fortiori exigirían acudir al fundamento o principio que subyace a la disposición, con lo que los límites entre ambas figuras se diluyen.
Este precepto subraya que la analogía no puede fundamentarse en meras similitudes superficiales o accidentales, sino que esta «identidad de razón» exige que se trate de similitudes centrales o relevantes entre los casos. El problema evidente aquí es que la «relevancia» de la similitud es un concepto valorativo y bastante vago que otorga grandes dosis de discrecionalidad al intérprete a la hora de decidir si procede o no la aplicación del argumento analógico.
La analogía se ha usado en ocasiones para aplicar normas relativas al matrimonio para casos de uniones de hecho. Hace apenas un par de décadas, el ámbito de las parejas de hecho era prácticamente un «desierto jurídico» en el que apenas había normas relativas a ese tipo de situaciones, que las regulaba de manera muy fragmentaria. Ante esta situación, algunos jueces que debían tomar decisiones sobre casos en los que estaba involucrada una relación de hecho acudían a las normas del matrimonio para dar una solución al caso (por ejemplo, para permitir la subrogación de la pareja de hecho en un contrato de alquiler), atendiendo a las similitudes que, en muchos extremos, comparten ambos tipos de situaciones.
El uso de la analogía, con todo, cuenta con ciertas limitaciones, bastante comunes entre los diferentes sistemas jurídicos. En el caso del derecho español, el artículo 4.2 del Código civil establece ciertas excepciones al posible uso del argumento analógico: «Las leyes penales, las excepcionales y las de ámbito temporal no se aplicarán a supuestos ni en momentos distintos de los comprendidos expresamente en ellas». Ello supone que, en estos casos, existe la obligación de realizar una interpretación literal.
De todos los supuestos del artículo 4.2 CC, resulta especialmente destacable la prohibición del uso de la analogía en el derecho penal, por las cuestiones que plantea. En principio, esta limitación responde a las exigencias de los principios de legalidad y tipicidad penal (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia), que impiden castigar penalmente conductas distintas de las expresamente indicadas por la ley penal. El propio Código penal, en el artículo 4.1, reitera, de modo casi idéntico al artículo 4.2 del Código civil, esta idea: «Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas». No obstante, existen al menos dos aspectos problemáticos que destacar:
a) En primer lugar, gran parte de la doctrina sostiene que, si bien no es posible la analogía en derecho penal, sí que puede realizarse una interpretación extensiva de sus disposiciones. No está del todo claro qué se entiende exactamente por una interpretación extensiva en este contexto, ni tampoco cuáles serían sus diferencias respecto a la analogía. Parece que muchos autores entienden que una interpretación extensiva es una interpretación que de algún modo amplía el ámbito de aplicación o los supuestos afectados por la norma (en relación con el significado literal «común» o «normal»), pero sin superar los límites del significado literal. Es decir, de entre varios significados literales posibles, se optaría por la interpretación más amplia (la que incluye un mayor número de supuestos o, dicho de otro modo, la que además de incluir el núcleo de certeza incluye otros supuestos de la zona de penumbra). La analogía, en cambio, se produciría al extralimitarse del significado literal posible del precepto (casos que no estarían incluidos ni siquiera en la zona de penumbra).
Aunque conceptualmente la distinción entre ambas figuras parece clara, en la práctica plantea muchas dudas, y no es en absoluto fácil determinar si estamos frente a una interpretación extensiva o frente a una analogía.
b) Aunque las disposiciones normativas citadas son muy taxativas a la hora de excluir el uso de la analogía en el derecho penal, la doctrina y la jurisprudencia, en una larga tradición, limitan esta prohibición tan solo a lo que denominan analogía in malam partem, es decir, al uso de la analogía cuando esta daría lugar a resultados perjudiciales para el acusado (por ejemplo, si se decidiera castigar a alguien por una conducta no contemplada como delito o falta, pero similar a otra que sí está sancionada). Por el contrario, entienden que sí cabe la analogía cuando esta es in bonam partem, es decir, cuando beneficia al acusado. Los casos más claros serían los de la aplicación analógica de las causas de exención o atenuación de la responsabilidad criminal; por ejemplo, considerando como atenuante alguna circunstancia que, sin estar expresamente recogida en la ley, es similar a alguna que sí está contemplada. Puede afirmarse, de hecho, que la analogía in bonam partem está explícitamente reconocida en la propia ley penal, ya que el artículo 21.6 del Código penal establece literalmente como atenuante «Cualquier otra circunstancia de análoga significación que las anteriores». En este sentido, la sentencia del Tribunal Supremo de 10 de noviembre de 1998 estableció que se podía aplicar analógicamente la circunstancia de «parentesco» cuando, pese a no existir tal relación, existieran vínculos afectivos y vivenciales de carácter estable, análogos a los que usualmente se plantean entre parientes.
9) El argumento a contrario sensu
El argumento a contrario sensu (o simplemente a contrario) consiste, dicho en términos muy genéricos, en limitar la aplicación de un precepto normativo a los casos o supuestos estrictamente indicados en aquel, sin que quepa su «extensión» o «ampliación» a otros casos o supuestos distintos de los expresamente mencionados.
Aparece así como una técnica interpretativa muy apegada a la letra de la ley y, por lo tanto, como un mecanismo interpretativo propio de la interpretación literal.
Con todo, tal como señalan autores como Tarello o Guastini, bajo la etiqueta de «argumento a contrario» los juristas suelen incluir dos actividades distintas, que no pueden reconducirse a una única categoría. Por esa razón, es posible hablar de dos tipos o modalidades de argumento a contrario:
a) Por un lado, puede hablarse de argumento a contrario como una técnica o argumento interpretativo en sentido estricto, que da lugar a una interpretación literal de la disposición interpretada.
Por ejemplo, partiendo de lo que dispone el artículo 19 de la Constitución de 1978: «Los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional», se diría que esta disposición establece la norma por la que cierta categoría de sujetos (los españoles) gozan de ciertos derechos (libertad de residencia y circulación por el territorio nacional), sin que establezca nada al respecto de otras categorías de sujetos (extranjeros y apátridas): el artículo 19 CE ni reconoce ni excluye de esos derechos a los extranjeros y apátridas, sencillamente guarda silencio al respecto, ya que se refiere exclusivamente a «los españoles». La situación de los extranjeros y apátridas en relación con la posibilidad de circular o residir en España no depende del artículo 19 CE, sino de otras normas, en el caso de que estas existan (pues podría haber una laguna normativa).
b) Pero, por otro lado, es también muy habitual hablar de argumento o razonamiento a contrario para hacer referencia no ya a una técnica interpretativa en sentido estricto, sino a un «argumento creador de normas» (más allá del sentido literal del precepto), de modo similar al argumento analógico o al argumento a fortiori (es decir, para dar respuesta a un caso de laguna). En este sentido, el argumento diría que si un precepto se refiere expresamente a un cierto caso o conjunto de casos, debe entenderse que cualquier otra situación distinta a las expresamente mencionadas debe tener una solución también distinta («a casos distintos, soluciones distintas»), normalmente bajo el presupuesto de que si el legislador hubiera querido incluir también ese otro caso, así lo hubiera hecho, y que su no inclusión demuestra que no quería que esos casos fueran tratados del mismo modo. Se basa, pues, en una presunta voluntad del legislador o autoridad normativa.
Bajo esta modalidad argumentativa, se afirmaría que del artículo 19 CE se sigue que los extranjeros y apátridas no gozan de la libertad de residencia y circulación, ya que el precepto se refiere exclusivamente a «los españoles», y que con ello el constituyente ha querido excluir expresamente a los extranjeros y apátridas, pues si hubiera querido que también gozaran de estos derechos, así lo habría establecido.
A veces se afirma que el argumento a contrario es un razonamiento lógico, como algo que «se deduce lógicamente» de los preceptos afectados. Un ejemplo de este punto de vista puede encontrarse en la sentencia del Tribunal Constitucional 21/1981, de 15 de junio. En esta, el TC se pronuncia acerca de la posibilidad de que la administración militar imponga sanciones que, directa o subsidiariamente, supongan una privación de libertad. El artículo 25.3 de la Constitución establece que «La Administración civil no podrá imponer sanciones que, directa o subsidiariamente, impliquen privación de libertad», pero guarda silencio en relación con la administración militar. El tribunal afirmó (fundamento 8.º) que de ahí se deriva a sensu contrario que la administración militar sí que puede imponer ese tipo de sanciones, y que esta posibilidad se deduce de la Constitución.
No obstante, no es cierto que el argumento a contrario sea un razonamiento lógico, en el que la conclusión de deduzca o derive lógicamente de las premisas. De hecho, su estructura se corresponde con la denominada «falacia de negación del antecedente» que, como su nombre indica (falacia), es un razonamiento erróneo desde el punto de vista deductivo. De hecho, la estructura del razonamiento es idéntica a la del argumento siguiente, que es a todas luces incorrecto:
1) Los perros son mamíferos.
2) Los caballos no son perros.
3) Por lo tanto, los caballos no son mamíferos.
Pero si se trata de un razonamiento incorrecto, ¿por qué se sigue utilizando? Aunque no se trate de un argumento deductivo, puede resultar bastante persuasivo si se parte de la base de la presunta voluntad del legislador (si hubiera querido que este otro caso quedara cubierto por la norma, así lo hubiera establecido). Es posible incluso que en algunas ocasiones resulte razonable sostener que la no inclusión de un supuesto manifiesta la voluntad de la autoridad de excluirlo del ámbito de aplicación de la norma, pero en cualquier caso será el intérprete/aplicador quien deberá justificar este extremo mediante los argumentos pertinentes.
Para finalizar, es necesario hacer las dos puntualizaciones siguientes:
a) En muchas ocasiones, cuando uno o varios preceptos normativos establecen un listado o una enumeración de situaciones, casos o supuestos, puede plantearse la duda de si tal enumeración es taxativa (excluye cualquier otro supuesto no contemplado expresamente) o meramente ejemplificativa, de manera que podrían incluirse otros casos similares). Al menos en algunos casos, la respuesta no es sencilla, y no puede hablarse de una solución objetivamente correcta, sino que queda a decisión del intérprete (por ejemplo, del órgano judicial). Si se opta por una interpretación a contrario, el intérprete se está inclinando por considerar que la enumeración es cerrada o taxativa.
Puede ilustrarse esta idea mediante el siguiente ejemplo. El artículo 81.1 de la Constitución establece: «Son Leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución». El artículo 81.2, por su parte, establece ciertas exigencias formales (mayoría absoluta del Congreso) para la aprobación de leyes orgánicas. Aquí se planteó la duda acerca de si la enumeración del artículo 81.1 era o no cerrada, puesto que de no serlo cabría la posibilidad de aprobar otras materias mediante el procedimiento de la ley orgánica, lo que da así pie a otras «leyes orgánicas» distintas a las expresamente previstas por la Constitución. La sentencia del TC 76/1983, de 5 de agosto, cerró la cuestión estableciendo que la relación era taxativa, aunque había habido previamente bastante discusión entre los constitucionalistas.
b) Aunque el argumento a contrario (en su segunda versión) puede resultar un instrumento útil de cara a resolver casos de laguna normativa, en la gran mayoría de los supuestos da lugar a soluciones distintas (casi siempre incompatibles) a las que ofrecen otros argumentos útiles para el mismo fin, como el argumento analógico o el argumento a fortiori.
Lo más habitual, a la hora de comparar dos situaciones, será que estas no son tan similares como para compartir todas sus propiedades relevantes (pues, en ese supuesto, estaríamos hablando del mismo caso), pero tampoco tan distintas como para no compartir ninguna circunstancia relevante, por lo que, en suma, la decisión de optar por la analogía o el argumento a contrario dependerá de la valoración del intérprete, que elegirá según su consideración acerca de qué aspectos son los más determinantes: las similitudes o las diferencias.

Resumen

Aunque normalmente el derecho es visto como un conjunto o sistema de normas, estas tienen una dimensión práctica evidente, pues tales normas existen para dirigir el comportamiento de sus destinatarios. Por lo tanto, los individuos y las propias instituciones u órganos del Estado deben ajustar su comportamiento a lo que dispone el derecho o bien asumir las consecuencias de no hacerlo (que están también determinadas por el derecho). Esto implica que las normas jurídicas son «usadas» para justificar decisiones y comportamientos, lo que requiere previamente conocer qué es lo que el Derecho establece en cada caso, o cuál es la decisión correcta «conforme a derecho».
Dicho de otra manera, las decisiones que se toman deben justificarse o fundamentarse jurídicamente, para lo cual es necesario conocer el significado de las disposiciones legales. Es por ello que los conceptos de «interpretación» y «aplicación» del derecho tienen una importancia capital.
El concepto de aplicación del derecho afecta a determinadas instituciones públicas (como el poder judicial o la administración), que deben basar sus decisiones en el derecho. Esto exige que tales decisiones estén jurídicamente justificadas (conforme a derecho). El esquema justificatorio básico de toda decisión jurídica es el silogismo jurídico, que parte de una serie de premisas normativas (acerca del derecho) y fácticas (acerca de los hechos) para fundamentar o justificar la decisión a través de un razonamiento lógico o deductivo. Ahora bien, para que la decisión sea correcta, no solo debe haber una conexión lógica entre las premisas y la conclusión (justificación interna), sino que las propias premisas utilizadas deben ser sólidas y adecuadas (justificación externa). En muchas ocasiones, ello es sencillo y no plantea demasiados problemas (casos fáciles), pero en otros casos surgen dificultades que pueden afectar a las premisas normativas y/o a las fácticas, y que complican la actividad de justificar la decisión (casos difíciles), exigiendo un mayor esfuerzo argumentativo para fundamentar o justificar la elección de las premisas utilizadas. Siguiendo la clasificación del profesor escocés Neil MacCormick, existen cuatro grandes tipos o categorías de problemas: problemas de relevancia, de interpretación, de prueba y de calificación. Los dos primeros afectan a las premisas normativas, y los dos últimos, a las fácticas.
Por otra parte, la interpretación consiste en la determinación del significado de las disposiciones o preceptos jurídicos dictados por las autoridades, y es una actividad previa y necesaria para cualquier tipo de aplicación, es decir, no es posible aplicar el derecho sin interpretarlo previamente, aunque sí que cabe la interpretación sin aplicación. Como el derecho se expresa a través del lenguaje (aunque sea un lenguaje técnico), está afectado por diversos tipos de problemas que pueden dificultar la tarea interpretativa, como la vaguedad o textura abierta (imprecisión o indeterminación relativa del significado), la ambigüedad (pluralidad de significados) o la carga emotiva (vinculación de ciertos aspectos valorativos a los significados). Es posible clasificar distintos tipos de interpretación jurídica según los intérpretes o según las técnicas utilizadas. En este último ámbito, es posible distinguir entre la interpretación literal y la correctora (que, a su vez, puede ser extensiva o restrictiva, según si amplía o reduce el ámbito de aplicación respecto de la interpretación literal).
La última parte del módulo se ha destinado a presentar brevemente algunos de los argumentos y técnicas interpretativas más habituales que los juristas utilizan para fundamentar o justificar las interpretaciones que utilizan en sus razonamientos o decisiones.