Derecho y justicia
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Índice
Introducción
En este último módulo nos detendremos brevemente en algunas de las numerosas cuestiones
que plantea la relación entre el derecho y la justicia. Incluso a primera vista, y
a pesar de que el concepto de «justicia» es propio del ámbito de la filosofía moral
y de la filosofía política, parece existir una estrecha relación entre el derecho
y la justicia, que se refleja en el propio lenguaje. Así, por ejemplo, es habitual
referirse al poder judicial como la «administración de justicia», o a los jueces y
tribunales como «la justicia», a pesar de que estrictamente hablando lo que corresponde
hacer a los tribunales es aplicar el derecho o decidir conforme a derecho, y no «impartir
justicia». Pero al mismo tiempo, si entendemos que en sus decisiones el poder judicial
ha vulnerado la ley, también podemos decir que su decisión ha sido «injusta» o que
no ha actuado «con justicia». Por otra parte, es habitual también reaccionar ante
a una situación de injusticia con la expresión «no hay derecho». Y el propio sistema
jurídico, en no pocas ocasiones, utiliza expresiones o conceptos propios del discurso
moral, sobre todo en ciertos ámbitos, como el de los derechos fundamentales (estrechamente
vinculados con el concepto de «derechos humanos», proveniente de la filosofía moral).
Además, como ya comentamos en el primer módulo, parece innegable que se produce algún
tipo de conexión entre estos dos ámbitos, pues una de las funciones básicas de todo
sistema jurídico es contribuir a generar una sociedad más justa, o al menos intentar
acabar con las expresiones más extremas, claras o evidentes de injusticia. Pero aunque
parece obvio que existen relaciones entre derecho y justicia, se plantean, al menos,
dos cuestiones distintas:
a) ¿Hasta qué punto existe una relación conceptual entre el derecho y la justicia? O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto la justicia
o corrección moral del contenido de las normas puede afectar a su carácter jurídico?
¿Puede considerarse «derecho» una norma manifiestamente injusta, que vulnera los requisitos
o las exigencias morales y de justicia más básicas y fundamentales? Esta cuestión
ha recibido tradicionalmente bastante atención por parte de los filósofos del derecho,
y podemos referirnos a ella como «la cuestión conceptual de la relación entre el derecho
y la moral», porque afecta al propio concepto o definición de qué es «derecho» o qué
puede considerarse como «derecho».
b) Independientemente de la respuesta que se dé a la cuestión anterior, está el problema
de qué se entiende por «justicia», esto es, qué normas, instituciones, etc. pueden
considerarse «justas» o «injustas». Existen intensos debates sobre estas cuestiones
en los ámbitos de la filosofía moral y política, a los que solo podremos referirnos
con breves pinceladas. Además, no siempre nos referimos al mismo tipo de cuestiones
o problemas al hablar de «justicia», puesto que puede diferenciarse entre la justicia
formal y la material, y dentro de esta última, entre la justicia retributiva y la
distributiva.
En los siguientes apartados nos referiremos a las cuestiones aquí apuntadas: en primer
lugar, a las diferentes posiciones respecto a la relación o conexión conceptual entre
el derecho y la justicia o corrección moral, y en segundo lugar, a algunos aspectos
relacionados con la propia noción de «justicia», diferenciando entre la justicia formal
y material, y la justicia retributiva y distributiva. Por razones de espacio y por
el carácter introductorio de estas páginas no podremos detenernos en otras interesantes
cuestiones, como, por ejemplo, acerca de si existe o no un deber moral de obediencia
al derecho o si está justificado utilizar los mecanismos coactivos propios del derecho
para tratar de imponer o proteger una cierta concepción moral (imposición de la moral
a través del derecho).
1.La relación conceptual entre el derecho y la moral
Desde antiguo, la cuestión de la conexión conceptual (o la falta de esta) entre el
Derecho y la moral ha reclamado la atención de muchos pensadores. En la medida en
que el Derecho está conectado con el poder coactivo del Estado, para no pocos autores
la justificación principal, o incluso la única, de esta coacción o violencia institucionalizada
es que contribuya a la promoción de la justicia o que al menos no resulte manifiestamente
injusta (recordemos que una de las funciones básicas que se atribuyen al derecho es
la legitimación del poder político), con lo que algo merecería la calificación de
«derecho» solo si satisface unas mínimas exigencias de moralidad o justicia.
Sobre esta cuestión, a pesar de las grandes diferencias entre los distintos autores
y épocas, pueden identificarse dos grandes corrientes: el iusnaturalismo y el iuspositivismo (o positivismo jurídico).
1.1.El iusnaturalismo
El iusnaturalismo ha sido la corriente históricamente dominante en el pensamiento
jurídico, ya desde la antigüedad y el medievo. A pesar de las diferencias significativas
entre los diversos autores y épocas, todas las teorías o concepciones de carácter
iusnaturalista comparten dos tesis principales, a las que podemos referirnos como
el dualismo jurídico, por una parte, y la superioridad del derecho natural sobre el derecho positivo, por otra.
a) El dualismo jurídico
El iusnaturalismo es una concepción dualista del derecho, ya que entiende que existen dos conjuntos de normas jurídicas: el derecho
natural y el derecho positivo.
Este último sería el conjunto de normas y disposiciones dictadas por las autoridades
humanas, mientras que el derecho natural haría referencia a un conjunto de normas
y principios de carácter objetivo, universal e inmutable, comunes a todo ser humano
con independencia del lugar y momento histórico, e independientes, por tanto, de la
voluntad de las autoridades políticas de turno.
Existen grandes diferencias acerca del fundamento de estas normas universales e inmutables.
Según los autores, puede situarse en la propia «naturaleza de las cosas», en la voluntad
divina o en la razón humana (capacidad racional de los seres humanos, compartida y
universal en tanto miembros de la especie humana). A grandes rasgos, estas serían
las concepciones predominantes en la antigüedad clásica, en la edad media y en la
modernidad. En cualquier caso, lo que tienen en común es que se trataría de normas
y principios independientes de la voluntad o los caprichos de la autoridad que circunstancialmente
ejerce el poder.
b) Prevalencia del derecho natural sobre el positivo
La segunda (y fundamental) característica del iusnaturalismo es la prioridad o prevalencia
del derecho natural sobre el positivo, en el sentido de que este último carece de
validez si resulta contrario o incompatible con los principios morales y de justicia
del derecho natural.
Dicho de otro modo, una condición para que las normas de la autoridad política puedan
ser consideradas como genuino «derecho» es que no vulneren el derecho natural. Por
tanto, estrictamente hablando, la expresión ley injusta sería una contradicción en sus propios términos, ya que para ser ley debe ser justa, y si no lo es, no es ley. Una de las expresiones más famosas en este sentido es
la afirmación lex iniusta non est lex, es decir, el derecho injusto no es derecho, que puede encontrarse, en distintas
variantes, en la obra de pensadores como Aristóteles, Cicerón, Agustín de Hipona o
Tomás de Aquino. En el debate contemporáneo también suele hacerse referencia a esta
idea como la «fórmula de Radbruch» (en referencia al jurista alemán Gustav Radbruch,
uno de los jueces de los tribunales de Nüremberg que juzgaron los crímenes de la Alemania
nazi), para quien las normas extremada o radicalmente injustas (como las que lesionan
los derechos humanos más básicos) carecen de toda validez jurídica. Importantes juristas
actuales, como el también alemán Robert Alexy, asumen la «fórmula de Radbruch».
1.1.1.Problemas de las concepciones iusnaturalistas
La concepción iusnaturalista del derecho resulta intuitivamente muy atractiva, ya
que apela directamente a la justicia, que es uno de los valores o conceptos básicos
de la moralidad y que ocupa un lugar muy importante en nuestras concepciones de cómo
debe ser el mundo. Sin embargo, debe afrontar al menos dos tipos de problemas o dificultades
importantes, a los que podemos referirnos, respectivamente, como el problema epistemológico y el problema conceptual.
a) En primer lugar, cualquier concepción iusnaturalista debe enfrentarse a un importante
problema epistemológico (es decir, de conocimiento): se sostiene que existe un conjunto
de principios morales y de justicia objetivos (independientes de la voluntad y las
decisiones humanas), universales (válidos para todos en cualquier tiempo y lugar)
e inmutables (que no cambian con el tiempo), pero ¿cómo podemos identificar cuáles
son? ¿Cómo podemos estar seguros de que los principios que identificamos como universalmente
válidos son esos y no otros? ¿Cómo resolvemos, en caso de desacuerdo, quién tiene
razón?
En este sentido, resulta bastante ilustrativo lo que afirma Hans Kelsen (un destacado
iuspositivista) en un trabajo titulado «La doctrina del derecho natural frente al
tribunal de la ciencia», de 1949. En este artículo pone de manifiesto cómo distintos
autores han defendido como «derecho natural objetivo» las más variadas e incompatibles
concepciones morales y políticas, como la monarquía, la república, el comunismo, el
fascismo, la democracia, la propiedad privada, la ausencia de esta, el liberalismo,
la teocracia, etc. Por supuesto, todos los autores aseguraban tener la razón. A diferencia
de las ciencias naturales, no contamos con criterios objetivos e independientes (como
la correspondencia con los hechos observados empíricamente) para evaluar las distintas
hipótesis.
b) Por otro lado, el iusnaturalismo parece incurrir en un error conceptual al intentar
abordar como una cuestión definicional (qué es o qué puede considerarse como derecho)
lo que en realidad sería una cuestión valorativa o un juicio de valor (que determinadas
normas son moralmente rechazables y que no existe un deber de obedecerlas –o más aún,
que existe un deber de desobedecerlas–). Parece que el elemento o aspecto verdaderamente
importante que quieren destacar las concepciones iusnaturalistas es que las normas
positivas injustas o inmorales no deben ser obedecidas. Pero esto no es una cuestión
sobre la definición de lo que es el derecho, sino una cuestión referida al debate
filosófico acerca de la existencia o no de un deber moral de obediencia al derecho
positivo y a las autoridades políticas.
Al entremezclar los dos aspectos (el conceptual y el valorativo), no solo no se obtendría
ninguna ventaja práctica, sino que se incrementaría el riesgo de confusiones y malentendidos
teóricos.
Desde el punto de vista práctico, poco o nada se gana con el hecho de negar la calificación
de «derecho» a una norma injusta, ya que no por ello va a desaparecer de la realidad.
Como irónicamente puso de manifiesto el filósofo del derecho argentino de origen ruso
Eugenio Bulygin en una conferencia en Barcelona hace unos años, si no se quiere llamar
derecho a unas normas que se consideran injustas, se le puede llamar «derucho», pero
entonces se daría la circunstancia de que los jueces aplicarían el «derucho» y que
los estudiantes irían a estudiar a las facultades de «Derucho».
Y desde el punto de vista teórico, tampoco es positivo entremezclar aspectos conceptuales
o descriptivos con aspectos valorativos. En este sentido, el iusnaturalismo sería
como si un geólogo afirmara: «Solo son verdaderas rocas las rocas bellas; las rocas feas no son auténticas rocas».
1.2.El iuspositivismo
Como es fácil suponer, el iuspositivismo o positivismo jurídico se contrapone a las
concepciones iusnaturalistas del derecho. Sin embargo, es importante destacar que
solo niegan necesariamente la segunda tesis iusnaturalista (la prioridad del derecho
natural sobre el positivo), ya que no todos los positivistas rechazan la idea de un
conjunto de normas y principios de justicia objetivos y universales (aunque por lo
general suelen mostrarse bastante escépticos al respecto). Así, un destacado iuspositivista
como John Austin (1790-1869) defendía la existencia de un derecho natural objetivo,
pero concebía el derecho positivo como un conjunto de órdenes del soberano respaldadas
por amenazas del uso de la fuerza en caso de incumplimiento, para lo cual era irrelevante
(para su calificación como «normas jurídicas») si estas podían considerarse justas
o injustas. Es decir, no por el hecho de contravenir un supuesto derecho natural,
las normas positivas dejan de tener validez o de ser consideradas como normas jurídicas.
Por eso, un modo muy habitual de sintetizar la concepción iuspositivista es afirmar
que una cosa es el derecho que es y otra el que debería ser. O, dicho con otras palabras,
una cosa es el derecho existente y otra su mérito o demérito moral. Para el iuspositivismo
existe, pues, una separación o independencia conceptual entre el derecho y la moral
(son dos ámbitos conceptualmente diferenciados).
El auge del iuspositivismo se produjo sobre todo a partir del siglo xix, cuando empezaron a configurarse las llamadas «ciencias sociales» (como la antropología,
la economía, la sociología, la ciencia política, etc.) y empezó a manifestarse un
gran interés por convertir el estudio del derecho en una disciplina científica, es
decir, como una actividad primordialmente descriptiva y neutral desde el punto de
vista valorativo. Aunque ha habido desde entonces una importante evolución acerca
del concepto y los presupuestos de lo que se considera una «ciencia», los autores
iuspositivistas todavía conservan una pretensión de neutralidad valorativa en su tarea
de descripción del derecho y parten del presupuesto metodológico denominado como «las
fuentes sociales del derecho»: que algo pueda ser considerado como «derecho» depende
de hechos sociales, empíricamente observables, y no de su valoración moral. Estos
hechos sociales son variados y existen diferencias entre autores, pero hacen referencia
a aspectos como, por ejemplo, si los miembros de una comunidad obedecen habitualmente
los preceptos, cuáles son los criterios que utiliza esa comunidad o parte de ella
(abogados, jueces, funcionarios…) para identificar algo como «derecho», si los preceptos
han sido o no dictados o aprobados por determinadas personas o instituciones, si se
ha seguido un determinado procedimiento, si existe o no incompatibilidad con otros
preceptos también identificados como «derecho», etc.
La tesis de las fuentes sociales del derecho y de la separación conceptual respecto
de la moral no implica que estos dos ámbitos no guarden estrechas relaciones. En los
sistemas jurídicos actuales de los países democráticos, muchas normas jurídicas hacen
referencia a conceptos y categorías propios del discurso moral (pensemos, por ejemplo,
en la «legítima defensa», el «estado de necesidad», el «interés del menor», etc.),
y en no pocos casos (sobre todo los que están relacionados con los derechos fundamentales
y los principios constitucionales) es casi imposible aplicarlas sin acudir a razonamientos
y argumentaciones propios del discurso moral. Pero aun así, desde el positivismo se
sigue afirmando que son ámbitos conceptualmente distintos, puesto que si los conceptos
y el discurso moral son jurídicamente relevantes, es porque el derecho positivo así
lo establece y no porque el derecho dependa necesariamente de su corrección moral.
1.2.1.Positivismo metodológico y positivismo ideológico
En no pocas ocasiones, bajo la etiqueta «positivismo jurídico» se han englobado un
conjunto de tesis o afirmaciones de distinto tipo y naturaleza que no tienen por qué
defenderse conjuntamente. Algunos autores iusnaturalistas han criticado el positivismo
jurídico basándose (incorrectamente) en esta falta de distinción, asumiendo que el
positivismo supone la defensa conjunta de todos estos postulados, y argumentando que,
de algún modo, los autores positivistas serían «amorales» o incluso inmorales.
Para clarificar las cosas, el jurista italiano (iuspositivista) Norberto Bobbio (1909-2004)
diferenció entre el positivismo metodológico, el positivismo teórico y el positivismo ideológico. Solo nos referiremos brevemente al primero (metodológico) y al tercero (ideológico).
No necesariamente todo autor iuspositivista tiene que sostener las tesis o postulados
de los distintos tipos de positivismo, aunque sí que al menos debe compartir las tesis
del positivismo metodológico, que sería lo que realmente lo calificaría como positivista.
1) El positivismo metodológico consiste en una cierta manera de aproximarse al estudio del derecho, es decir, en
una cierta metodología, caracterizada por la neutralidad valorativa o axiológica y
por basarse en la observación y análisis de ciertos hechos, a fin de elaborar teorías.
Se trata pues de características propias de cualquier metodología que aspire a ser
considerada como científica.
2) El positivismo ideológico, por su parte, consiste en la defensa de la existencia de un deber u obligación moral
de obedecer al derecho positivo, independientemente del contenido de este. No es,
por tanto, una teoría sobre el concepto o la definición de «derecho», sino una teoría moral acerca de la obediencia al mismo, que sostiene, en síntesis, que el derecho positivo,
por el mero hecho de serlo, es justo. Sus defensores suelen destacar el papel que
tiene el sistema jurídico en la promoción y protección de valores como el orden, la
seguridad y la previsibilidad, lo que justificaría un deber incondicional de obediencia.
Como se ha apuntado, el positivismo jurídico, como concepción metodológica acerca
de lo que es el derecho, no presupone la defensa del positivismo ideológico, aunque
circunstancialmente algunos positivistas metodológicos fueran también positivistas
ideológicos. Desde el positivismo metodológico no existe contradicción alguna en sostener
que una norma jurídica es válida y que existe una obligación legal de cumplirla, y
al mismo tiempo afirmar que esa misma norma es moralmente injusta y que en consecuencia
no existe un deber moral de obedecerla (o más aún, que existe un deber moral de desobedecerla),
ya que derecho y moral son ámbitos conceptualmente distintos. Paradójicamente, esta
distinción no puede hacerse desde una perspectiva iusnaturalista, ya que desde esta
óptica solo caben dos opciones: o la norma positiva es válida y existe un deber no
solo legal, sino también moral, de obedecerla, o no es una norma jurídica y, por tanto,
no existe un deber moral de obediencia. Es decir, el deber moral y el deber jurídico
son inseparables.
2.El derecho como instrumento para promover la justicia
El concepto de justicia es uno de los más resbaladizos de todo el ámbito de la moral,
la política y el derecho, y suscita grandes debates y discusiones teóricas entre los
distintos autores y corrientes de pensamiento. En el campo del derecho, una de las
definiciones más tradicionales y repetidas es la del jurista romano Ulpiano (170-228
d.C.): Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi, que puede traducirse como «La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar
a cada uno su derecho» (es decir, lo que le corresponde). Aunque difícilmente se puede
estar en desacuerdo con la afirmación de Ulpiano, el problema consiste en saber qué
es lo que corresponde a cada uno, y es aquí donde entran en juego las diversas concepciones
o teorías de la justicia, como el utilitarismo, el liberalismo, el socialismo, el
comunitarismo, el feminismo, el republicanismo, el multiculturalismo, etc., todas
ellas con múltiples versiones y variantes.
2.1.La justicia formal y la «moral interna» del derecho
Entrar en la descripción y examen de las diversas teorías de la justicia excede los
límites de estas páginas, aunque más adelante se harán algunas referencias a esta
cuestión. Pero lo que sí puede destacarse ahora es que, independientemente de la concepción
sustantiva de la justicia que se defienda, existen ciertos aspectos formales o procedimentales
que actuarían como condiciones necesarias (aunque no suficientes) para poder hablar
de un «derecho justo» o de un sistema jurídico que contribuye a una sociedad justa.
Estos aspectos son los que conformarían un concepto «formal» de justicia, que también
contribuye (aunque no basta) a que el derecho positivo tenga valor moral.
Probablemente, el autor que mejor ha explicado cómo ciertas propiedades formales de
los sistemas jurídicos hacen que el derecho positivo tenga valor moral es Lon Fuller
(1902-1978), con su noción de la «moralidad interna del derecho». La idea de Fuller
de la moralidad interna del derecho puede resumirse en que el hecho de que el sistema
jurídico satisfaga ciertas condiciones de tipo formal, y que de algún modo están implícitas
en el propio concepto o naturaleza de los sistemas jurídicos (al menos de los que
merezcan tal nombre y que no sean un simple ejercicio despótico y arbitrario del poder),
ya supone en sí un valor moral positivo.
1) La primera de estas condiciones es la de generalidad de las normas. Que las normas sean generales no significa necesariamente que se apliquen
al conjunto de todos los ciudadanos o a amplios sectores de la sociedad, sino que
sus destinatarios son «clases» definidas por «propiedades» (por ejemplo, «Los mayores
de veinticnco años que sean propietarios de bienes inmuebles») y no individuos concretos.
Por tanto, una norma puede ser general y al mismo tiempo específica (si se refiere
a una clase de destinatarios muy determinada).
La generalidad de las normas contribuye a que el sistema jurídico pueda desempeñar
adecuadamente su función de guiar el comportamiento de los destinatarios de las normas,
ya que estos pueden prever cuándo les serán de aplicación, y las consecuencias que
se derivan de la misma (seguridad jurídica). Si una norma se refiere, por ejemplo,
a «los compradores» y establece la obligación de pagar un impuesto sobre el precio
de venta cada vez que se celebra un contrato, los destinatarios sabrán a qué atenerse.
Además, implica una «igualdad de trato», en el sentido de que la norma se aplicará
por igual a todos los casos concretos en los que se cumplan las condiciones establecidas
en su antecedente. Esto es, con independencia de la justicia del contenido de la norma,
esta se aplica por igual a todos los casos iguales.
2) Otra condición es que las normas jurídicas deben tener una cierta estabilidad y no cambiar constantemente, pues esto provocaría que los destinatarios no supieran
a qué atenerse y, por tanto, arruinaría también el papel del derecho como guía de
la conducta, además de comprometer la seguridad jurídica.
3) Relacionado con lo anterior, los jueces y demás autoridades que tienen entre sus
funciones la aplicación de las normas jurídicas deben interpretarlas de manera similar a como lo harían sus destinatarios, pues en caso contrario, es decir, si las interpretaciones
son totalmente dispares, las normas tampoco servirían como guía de la conducta de
los destinatarios, porque ciudadanos y autoridades entenderían de forma totalmente
distinta lo que las normas están exigiendo.
4) Las normas jurídicas, al menos en su inmensa mayoría, deben ser también cumplir con
la exigencia de la irretroactividad, es decir, no deben aplicarse a supuestos anteriores al momento de su entrada en
vigor. Si el derecho debe ser un instrumento para guiar la conducta, debe referirse
a comportamientos futuros, ya que es imposible cambiar los comportamientos pasados.
Además, la retroactividad de las normas también afecta negativamente a la seguridad
jurídica, ya que los destinatarios toman sus decisiones considerando las consecuencias
legales previsibles de sus actos, y si resulta que después esas consecuencias son
modificadas de manera sobrevenida (una vez realizado el comportamiento), la previsión
realizada previamente no habrá servido de nada. Por ello, en los sistemas jurídicos
actuales, las normas retroactivas son muy excepcionales y normalmente se dictan para
favorecer a los afectados por ellas (usualmente para intentar corregir una situación
de perjuicio o injusticia), y no para perjudicarlos.
5) Una última condición o requisito sería el de la posibilidad de las exigencias establecidas por las normas: las normas jurídicas, si han de servir
para guiar la conducta, no deben implicar exigencias más allá de las capacidades o
posibilidades de los destinatarios. Esto recoge una idea tradicional en filosofía
moral, presente en autores como Aristóteles o Kant, y conocida como «‘debe’ implica
‘puede’» o «nadie está obligado a hacer lo imposible» (ad impossibilia nemo tenetur): no tiene ningún sentido obligar a la gente a realizar lo que es imposible o lo
que es inevitable, ya que no existe control sobre ello; establecer pautas de conducta
obligatoria solo tiene sentido si se trata de acciones que pueden ser realizadas o
evitadas, pues solo en esos casos se puede guiar el comportamiento de los destinatarios.
El hecho de que un sistema jurídico cumpla con las condiciones previamente expuestas
no garantiza que sea un sistema justo, puesto que, por poner un ejemplo, puede haber
normas generales, estables, irretroactivas, etc. que establezcan discriminaciones
injustificables hacia las mujeres o minorías étnicas, ideológicas, etc. Es también
perfectamente posible que las condiciones de justicia formal sean satisfechas en una
dictadura. Ello muestra que las condiciones de justicia formal no garantizan la justicia
material o sustantiva. De todos modos, parece que desde un punto de vista valorativo
estas condiciones formales (como la igualdad de trato ante la ley) sí que son valiosas
y que son preferibles a su ausencia (normas ad hoc, cambios constantes, interpretaciones caprichosas, retroactividad, etc.), y que para
considerar como justo un sistema jurídico, deben satisfacerse estas condiciones. Por
ello puede concluirse que la justicia formal, sin ser suficiente, sí que es necesaria
para poder hablar de un derecho justo.
2.2.La justicia retributiva
Al hablar de justicia desde un punto de vista material o sustantivo (cuáles son los
principios y criterios que determinan qué es lo que le corresponde a cada uno), se
suelen distinguir dos ámbitos o dimensiones: el de la justicia retributiva y el de la justicia distributiva.
En una aproximación muy genérica, la justicia retributiva está relacionada con la restitución de un equilibrio o un orden que ha sido ilegítimamente
alterado o quebrantado a causa de un comportamiento previo.
Dicho de otro modo, existiría un estado de cosas «ideal», «normal» o «legítimo» que
se ve alterado a raíz de un comportamiento, acción u omisión de alguien, y dicha alteración
se considera ilegítima o injustificada, de manera que se hace responsable a alguien
por ella, imponiéndole obligaciones o medidas que tienen por fin intentar restituir
o compensar la alteración causada, para así restablecer el equilibrio u orden previo,
en la medida de lo posible.
En el ámbito jurídico, el ideal de justicia retributiva se manifiesta fundamentalmente
a través de dos vías: la responsabilidad civil y la responsabilidad penal o criminal.
2.2.1.La responsabilidad civil
La responsabilidad civil está vinculada con las nociones de «daño» o «perjuicio».
Se trata de un conjunto de normas que regulan cómo y quién debe compensar, reparar
o indemnizar los daños y perjuicios ilegítimamente ocasionados a alguien (es decir,
daños que la víctima no tiene por qué soportar).
Este último aspecto es significativo. No cualquier daño o perjuicio sufrido por una
persona es ilegítimo o da derecho a que recaiga sobre alguien el deber de repararlo,
y en tales casos es la propia víctima la que debe soportar o asumir el daño. Por ejemplo,
si a causa de un mantenimiento deficiente (y no por un defecto de fabricación) explota
un neumático mientras conduzco mi coche y a raíz de ello me salgo de la vía y tengo
un accidente, destrozando mi vehículo, se trata de un daño que debo asumir yo mismo
(a menos que tenga un seguro a todo riesgo). Si, en cambio, los daños en mi vehículo
son consecuencia de un impacto de otro vehículo que circulaba a velocidad excesiva,
se trata de un perjuicio ilegítimo que no tengo por qué soportar y por ello da lugar
a una obligación de reparación o indemnización del mismo.
La finalidad de la responsabilidad civil es llegar, en la medida de lo posible, a
una situación similar a aquella en la que el daño no se hubiera producido. Por ello,
los daños y perjuicios a reparar o indemnizar incluyen diversos conceptos, que intentan
cubrir todas las distintas dimensiones en las que los daños pueden manifestarse. En
primer lugar, comprenden los daños personales (los sufridos en la propia persona del perjudicado), que incluyen los daños físicos (afectaciones a la salud y/o la integridad física), los daños psicológicos y los daños morales (aunque existe discusión teórica acerca de si los daños psicológicos se incluyen
o no en los morales).
Por otra parte, comprenden también los daños patrimoniales, es decir, las afectaciones negativas a la economía o el patrimonio de la víctima.
A su vez, estos están compuestos tanto por el daño emergente (valoración económica de los perjuicios ocasionados) como por el lucro cesante (que es una estimación de lo que se ha dejado de obtener o ingresar como consecuencia
del daño sufrido y que previsiblemente se hubiera obtenido de no haberse producido
el daño).
Un ejemplo permitirá entender más claramente la diferencia entre el daño emergente
y el lucro cesante. Supongamos que a raíz de unas obras de reforma en un edificio
mal ejecutadas, se producen filtraciones de agua y el dueño de la tienda de la planta
baja ve no solo cómo se estropea todo el material que tenía allí almacenado para su
venta, sino que además le obliga a tener la tienda cerrada durante una semana, mientras
duran las reparaciones. En este caso, el daño emergente lo constituiría la valoración
del material estropeado y los costes de reparación de la tienda, mientras que el lucro
cesante sería la estimación de lo que ha dejado de ingresar por haber tenido la tienda
cerrada durante una semana.
Existen dos categorías principales de responsabilidad civil: la responsabilidad contractual
y la responsabilidad extracontractual.
a) La responsabilidad civil contractual es la que tiene por finalidad la reparación o indemnización de los daños y perjuicios
ocasionados a raíz de un incumplimiento o de un cumplimiento defectuoso de las obligaciones
contractuales, intentando llegar al cumplimiento de las mismas o, en su defecto, a
una situación equiparable a la de su cumplimiento.
Si, por ejemplo, el vendedor no entrega el objeto de la venta al comprador que ya
ha pagado el precio o lo que le entrega no se corresponde con lo acordado en el contrato,
este será responsable por el incumplimiento, por lo que podrá ser obligado a cumplir
con lo pactado o, en su defecto, si lo anterior no es posible (por ejemplo, porque
el objeto se ha destruido o porque lo vendió a una tercera persona, etc.), a devolver
el precio, en ambos casos indemnizando los daños y perjuicios ocasionados al comprador
(por ejemplo, al pago de unos intereses por el tiempo transcurrido desde la fecha
en que debía haberse realizado la entrega).
El anterior ejemplo de los daños causados por una obras defectuosas también podría
ser un caso de responsabilidad civil contractual, en el supuesto de que hubiese sido
el propio dueño de la tienda quien hubiera contratado las obras de reforma y estas
se hubieran realizado de manera defectuosa. En ese caso, el contratista no solo debería
realizar a su cargo las obras de reparación correspondiente, sino además pagar los
desperfectos ocasionados en el inventario del tendero y el lucro cesante por el tiempo
de más que ha tenido que estar la tienda cerrada.
b) La responsabilidad civil extracontractual, como es fácil suponer, es la que se genera a raíz de unos daños y perjuicios que
no responden a un incumplimiento contractual previo, y que tiene como objetivo llegar
a una situación lo más similar posible a aquella en la que el daño no se hubiese producido.
Algunos supuestos habituales de este tipo de responsabilidad es la que se genera a
raíz de los daños provocados por accidentes (como los de tráfico), pero también otros
casos como los daños que yo pueda provocar a un vecino por las filtraciones causadas
por una avería en mi lavadora, por olvidarme el grifo abierto, por un incendio causado
por un problema en la instalación eléctrica o por los daños provocados por una maceta
u otro objeto que caiga desde mi casa, entre otros muchos ejemplos.
Para concluir, como recordaremos del apartado correspondiente del módulo relativo
a los conceptos jurídicos básicos, la configuración legal de la responsabilidad puede
adoptar distintas formas, como la responsabilidad subjetiva u objetiva (según si se
exige culpabilidad en la causación del daño o meramente la producción del mismo),
o directa o indirecta (según si se hace responsable a la misma persona que ha causado
al daño o a un tercero).
2.2.2.La responsabilidad penal o criminal
La responsabilidad penal o criminal es la que está asociada a la comisión de ciertos
comportamientos ilícitos (los delitos). A diferencia de la responsabilidad civil, la responsabilidad penal no gira en torno
al concepto de «daño». Esto, por supuesto, no significa que como consecuencia de los
actos delictivos no se produzcan daños o perjuicios a unas víctimas, que deben también
ser indemnizados o reparados (es la llamada «responsabilidad civil derivada del delito»).
Así, si, por ejemplo, como consecuencia de un delito de lesiones, la víctima de una
paliza queda con una cojera permanente, el agresor deberá indemnizar a la víctima
por los daños (físicos, psicológicos, morales y patrimoniales) que le ha causado,
o quien haya cometido un robo, una malversación de caudales públicos o un delito fiscal
deberá devolver lo sustraído o pagar lo que le corresponde.
Sin embargo, como se ha apuntado, la responsabilidad criminal no se centra en la reparación
o indemnización de los daños y perjuicios que, con toda probabilidad, la comisión
de un delito provoca en sus víctimas directas, sino que se fundamenta en la noción
de «ofensa» que la comisión de un delito supone para el conjunto de la sociedad, y
que requiere de algún tipo de «castigo» (la pena) para restablecer el equilibrio o
el orden ilegítimamente alterado o quebrantado. Por tanto, en la responsabilidad penal,
el objetivo principal no consiste propiamente en «reparar el daño», sino más bien
en castigar la ofensa que supone cometer actos que se consideran especialmente graves o reprobables.
Aunque en algunos casos la gravedad o la intensidad de los daños ocasionados en la
víctima es un elemento o criterio que incide en la determinación de la pena que se
debe aplicar, existe una cierta independencia entre ambos. Por ejemplo, en un caso
de violación en la que la víctima está inconsciente y que al recuperar la consciencia
no recuerda nada de lo sucedido (ni por tanto la violación), es posible que los daños
sean muy leves (o en todo caso menores que en el caso de estar consciente), pero aun
así se ha producido una ofensa, tanto a la víctima como al conjunto de la sociedad,
que debe ser castigada, por lo que la pena será igualmente la que corresponde a una
violación.
Como vimos en su momento, el derecho penal (que es el que regula qué comportamientos
son delitos, qué penas les corresponden, y quién y cuándo es penalmente responsable)
constituye la manifestación más extrema del poder coactivo del Estado. Ello hace que,
a partir del pensamiento ilustrado y liberal del siglo xviii, se ponga un especial cuidado en cómo el poder público hace uso del mismo, ya que
las consecuencias de su aplicación son graves (como, por ejemplo, la privación de
la libertad) y deben evitarse los abusos o los usos inadecuados o injustificados de
este instrumento. En este sentido, la obra Dei delitti e delle pene (De los delitos y las penas), de Cesare Beccaria, publicada en 1764, ha sido una referencia. Esta obra contiene
el núcleo de lo que se conoce como el «derecho penal liberal», en cuyos principios,
al menos teóricamente, se inspira el derecho penal de los estados liberaldemocráticos.
Los principios básicos del derecho penal liberal son los siguientes: ultima ratio, legalidad, tipicidad, irretroactividad, culpabilidad y humanidad.
1) El principio de ultima ratio, también llamado res odiosa o intervención mínima, establece que el derecho penal debe limitarse a ser el último
recurso para la defensa de los bienes jurídicos protegidos. Dicho con otras palabras,
debe limitarse a proteger los bienes más importantes (vida, integridad física, libertad, etc.) de los ataques o agresiones más graves. De ese modo, si esos bienes pueden protegerse de manera adecuada por otras vías
(por ejemplo, mediante sanciones administrativas) no está justificada la intervención
penal.
En la práctica, en muchas ocasiones los estados tienen tendencia a entender este principio
con bastante laxitud, de modo que, movidos por la presión o la alarma social, el legislador
acude a la reforma del derecho penal para introducir nuevos delitos o establecer penas
más graves, cuando en muchos casos no sería necesario y bastaría con otro tipo de
medidas sancionadoras, o incluso simplemente con incrementar los controles.
2) El principio de legalidad establece que solo pueden considerarse delitos los comportamientos definidos como
tales por la ley y que solo se pueden imponer las penas expresamente previstas en
la ley para ese tipo de delitos. Dicho de manera negativa, no puede considerarse como
delito un comportamiento que no esté tipificado como tal por la ley penal en el momento
de llevarse a cabo, ni imponerse una pena distinta a la expresamente establecida en
la ley para el delito correspondiente. En el ámbito penal, rige un estricto principio
conforme al cual todo lo que no está prohibido (penalmente) está permitido (penalmente),
sin perjuicio de que pueda estar sancionado de otro modo (por ejemplo, como infracción
administrativa). Este principio también suele formularse con la expresión latina nullum crimen, nulla poena sine lege praevia («ningún delito, ninguna pena sin ley previa»). En el derecho español el principio
se recoge en el artículo 1.1 del Código penal: «No será castigada ninguna acción ni
omisión que no esté prevista como delito por ley anterior a su perpetración»; y también
en el artículo 2.1: «No será castigado ningún delito con pena que no se halle prevista
por ley anterior a su perpetración».
3) El principio de tipicidad consiste en que, además de tener que estar recogidos en la ley, los comportamientos
delictivos deben estar descritos de manera precisa. Esto tiene dos implicaciones fundamentales:
en primer lugar, que no es admisible prohibir comportamientos genéricos o no suficientemente
determinados, y en segundo lugar, que se prohíbe el uso de la analogía en el ámbito
penal, salvo que beneficie al reo (la llamada analogía in bonam partem). Por tanto, no se podrá condenar a una persona por haber realizado un comportamiento
que, sin coincidir exactamente con el que se describe en la norma, es similar, o no
reúne todas y cada una de las condiciones y requisitos exigidos por el tipo penal.
En el Código penal español este principio se recoge explícitamente en el artículo
4.1: «Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente
en ellas».
De este modo, no puede, por ejemplo, definirse el delito de asesinato simplemente
como un caso de «homicidio especialmente grave» o el delito de violación como una
«actividad sexual no consentida por la víctima». En lugar de ello, los preceptos legales
indican específicamente los casos y condiciones que determinan la comisión de esos
delitos. Por ejemplo, el artículo 139.1 del Código penal regula el asesinato de la
siguiente forma:
«Será castigado con la pena de prisión de quince a veinticinco años, como reo de asesinato,
el que matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes:
1.ª Con alevosía.
2.ª Por precio, recompensa o promesa.
3.ª Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido».
Y el delito de violación, por el artículo 179:
«Cuando la agresión sexual consista en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal,
o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías,
el responsable será castigado como reo de violación con la pena de prisión de seis
a 12 años».
4) El principio de irretroactividad, como ya hemos visto, supone que una norma jurídica no puede aplicarse a ningún supuesto
de hecho ocurrido con anterioridad a la entrada en vigor de aquella. Esto afecta tanto
a los delitos como a las penas: si una reforma legal establece una sanción más grave
para un delito previamente existente (por ejemplo, modificando la pena de prisión
de veinticinco años por la prisión permanente revisable), dicho cambio no afectará
a los hechos acontecidos antes de la entrada en vigor de la reforma. Este principio
puede concebirse como el reverso del principio de legalidad (no hay delito ni pena
sin ley previa), pero existe una importante excepción: las normas penales sí que se
aplicarán retroactivamente cuando beneficien al condenado (por ejemplo, si un comportamiento
antes delictivo deja de serlo o cuando se establece una sanción más baja). Como establece
el artículo 2.2 del Código penal: «No obstante, tendrán efecto retroactivo aquellas
leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia
firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena».
5) El principio de culpabilidad es la exigencia de que la responsabilidad criminal responda a un modelo de responsabilidad
directa y subjetiva. Como sabemos, esto supone que la persona responsable debe ser
la misma que ha cometido el acto ilícito (no puede responderse penalmente por hechos
delictivos cometidos por otra persona, aunque sí que puede haber responsabilidad civil
indirecta derivada del delito –usualmente de manera subsidiaria, en caso de que no
pueda responder el reo por insolvencia–), así como que no basta con haber realizado
el comportamiento descrito en la norma, sino que debe acreditarse la existencia de
dolo (realización consciente y voluntaria del comportamiento ilícito) o imprudencia.
Además, usualmente, en caso de imprudencia, la sanción penal es también más leve.
Este principio tiene su expresión legal en el artículo 5 del Código penal: «No hay
pena sin dolo o imprudencia».
6) El principio de humanidad está relacionado con el tipo de sanciones que pueden imponerse como penas. A pesar
de que estas pueden comportar severas limitaciones de derechos (como la libertad)
durante largos períodos de tiempo, no pueden consistir en tratos crueles, inhumanos
o degradantes, como podrían ser la tortura o la amputación de miembros, por ejemplo.
Este principio está relacionado con el de la dignidad humana, que impone límites y
exigencias a la forma en como ha de tratarse a los seres humanos, aunque sean delincuentes.
De hecho, es tan importante que aparece recogido en la Constitución, cuyo artículo
15 establece: «Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin
que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos
o degradantes. Queda abolida la pena de muerte […]».
En cuanto a la pena de muerte, la mayoría de países democráticos no la contemplan,
por considerarla como un tipo de pena cruel e inhumana. Pero aun en aquellos pocos
países democráticos en que todavía está vigente (como, por ejemplo, en algunos estados
de Estados Unidos), la forma en que esta se aplica tiene en cuenta ciertas consideraciones
de humanidad, para aliviar el sufrimiento de los condenados (por ejemplo, mediante
la inyección letal se administran en primer lugar fármacos que provocan inconsciencia
y pérdida de sensibilidad).
2.2.3.Las teorías de justificación de la pena
En la medida en que la imposición de penas supone un importante uso de la violencia
y la coacción y una privación de derechos fundamentales, se plantean evidentes cuestiones
morales relativas a su justificación: ¿qué tipo de medidas coactivas puede legítimamente
imponer el Estado?, ¿bajo qué condiciones?, ¿con qué límites?, ¿cuál o cuáles han
de ser las principales finalidades perseguidas con la imposición de penas? Todos estos
temas han sido y continúan siendo objeto de debate filosófico, pero tan solo centraremos
brevemente la atención en dos de las principales teorías acerca de los fines justificatorios
de la pena, que tienen consecuencias directas también en la duración o intensidad
de las mismas y en la forma de imponerlas. Dichas teorías o concepciones son la retribucionista y la utilitarista (o de la prevención).
a) Para la concepción retribucionista, las penas se imponen como justa respuesta o retribución por la ofensa cometida;
se trata por tanto de un castigo merecido por el mal causado con la comisión del delito. La finalidad principal de la pena
es castigar, es decir, mandar un mensaje tanto al delincuente como al conjunto de
la sociedad reprochándole que haya actuado de manera incorrecta y que procede responder
por ello. Ahora bien, en le medida en que se trata de justicia y no de venganza, es
extremadamente importante seguir un estricto criterio de proporcionalidad: la gravedad, intensidad y duración de la pena deben ser proporcionales a la ofensa
cometida y a la culpabilidad del sujeto. Por ello, a los delitos (ofensas) más graves
les corresponden sanciones más graves, mientras que a los más leves les corresponden
también penas más leves, pues lo contrario sería cometer una injusticia.
Bastante a menudo se suele confundir al retribucionismo con una versión o manifestación
de la «ley del Talión» (ojo por ojo), en el sentido de que la pena debe consistir
en un mal equivalente o equiparable al mal cometido. En realidad, esta «equivalencia
de males» no forma parte de la concepción retribucionista de la pena, ya que esta
lo que establece es que la pena debe ser proporcional a la ofensa, es decir, más grave
aquella cuanto mayor haya sido esta, pero en ningún momento se exige que sean equiparables.
Un buen ejemplo de ello lo proporciona la obra de Andrew von Hirsch, uno de los principales
representantes actuales de la «teoría del justo merecimiento», quien propone penas
máximas de cinco años de prisión para los delitos más graves.
Una de las consecuencias que se derivan de la exigencia de proporcionalidad en las
penas es que estas deben ser también determinadas: si la pena es proporcional a la ofensa, dos ofensas iguales no pueden tener penas
distintas o de diferente duración. Por ello, desde una concepción retribucionista,
una pena como la cadena perpetua no estaría justificada, ya que su duración es indeterminada
y distinta para cada individuo, aunque se le condene por los mismos hechos (no es
lo mismo un sujeto de veinte años que otro de sesenta, por ejemplo). En cambio, sí
que podría estar justificada una condena muy larga (de cientos de años de prisión,
por ejemplo) si esta resulta de la suma de penas determinadas por cada una de las
ofensas cometidas (por ejemplo, en una condena por un acto terrorista en el que fallecen
treinta personas, se puede imponer una pena de X años por cada víctima asesinada,
dando lugar a una condena que en la práctica sería como la prisión perpetua, pero
aun así habría una diferencia simbólica importante, en la medida en que esta condena
sería la «justa y merecida»).
b) La otra gran teoría de la justificación y los fines de la pena es la utilitarista o de la prevención. El utilitarismo es una concepción moral general conforme a la cual los comportamientos
moralmente correctos son los que proporcionan la máxima felicidad o bienestar para
el mayor número de personas. Es, por tanto, una concepción «consecuencialista», ya
que toma en cuenta las consecuencias de los actos y no los tipos de actos en sí (un
acto no es moralmente bueno o correcto porque se ajuste a ciertos principios morales
–como cumplir las promesas, no dañar a inocentes, etc.–, sino en función de si sus
consecuencias maximizan algo que se considera bueno, como el bienestar, la felicidad,
las preferencias personales, etc.). Aplicado al ámbito penal, el utilitarismo parte
del presupuesto de que lo que mayor bienestar o felicidad proporciona al mayor número
es la reducción de la criminalidad (que haya menos delitos), por lo que las penas
deben ir orientadas hacia ese fin. Es decir, la finalidad primordial no es «materializar
un ideal de justicia», sino utilizar el poder coactivo propio del derecho penal para
desincentivar la comisión de delitos y reducir la criminalidad, que es lo que proporciona
mayor satisfacción al mayor número.
Por tanto, la función de la pena es la prevención, que se lleva a cabo asociando una consecuencia negativa a aquellos comportamientos
que se quieren evitar, de tal manera que se desincentive su realización. De ahí se
sigue que las penas no han de seguir un criterio de proporcionalidad a la gravedad
de la ofensa y la culpabilidad del sujeto, sino un criterio de eficacia: aquellos
comportamientos que más se desee evitar son los que deberán estar castigados con penas
más severas. En consecuencia, no existiría incoherencia alguna en castigar de manera
más severa comportamientos que en principio nos parecen menos graves, pero cuyo índice
de comisión se quiere reducir. El derecho penal pasa, pues, a ser un instrumento más
de la política para intentar combatir la delincuencia.
Dentro de la teoría de la prevención, suele diferenciarse entre dos versiones, conocidas
como la prevención general y la prevención especial. La primera se basa en el tipo de comportamientos delictivos, estableciendo sanciones
más elevadas para aquellos delitos que más se quiere evitar, mientras que la prevención
especial toma en consideración no los comportamientos en sí, sino al sujeto que los
realiza, de manera que por unos mismos hechos pueden imponerse sanciones distintas,
en función de circunstancias como la peligrosidad estimada del delincuente, el riesgo
de reincidencia, etc.
Las teorías de la prevención especial han tenido una notable repercusión en países
como Estados Unidos, hasta el punto de que, en algunos estados y por distintos períodos,
llegaron a establecerse penas indeterminadas (por ejemplo, una privación de libertad
por el tiempo necesario hasta que los exámenes pertinentes mostraran que el riesgo
de criminalidad del sujeto se había reducido lo suficiente). En la actualidad, en
algunos estados como Wisconsin se usan algoritmos informáticos para determinar el
grado de peligrosidad y de probable reincidencia de los acusados (como el programa
COMPAS –Correctional Offender Management Profiling for Alternative Sanctions–), que tuvo eco mediático en 2017 por el hecho de que un juez se basó en los datos
proporcionados por el algoritmo para condenar a una persona a seis años de prisión
por el delito de huir en coche de la policía).
Sin embargo, las dos concepciones aquí presentadas (retribucionista y utilitarista)
serían versiones «puras» a las que los sistemas penales reales de los distintos países
no suelen ajustarse. Lo más habitual es que opten por algún tipo de esquema mixto,
que combine aspectos de retribución con aspectos de prevención. Así, por ejemplo,
es habitual (como en el sistema español) que en lugar de establecerse una pena específica
y completamente determinada para cada delito, se establezca un marco o margen (por
ejemplo, el artículo 138 del Código penal establece que «El que matare a otro será
castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años»),
de modo que, siendo cierto que los delitos considerados como más graves tienen asignadas
penas más altas, los jueces pueden tomar en cuenta otras circunstancias del caso y
del acusado para concretar la sanción que va a imponer.
2.3.La justicia distributiva. La teoría de la justicia de Rawls
Ya se comentó en su momento que el ser humano es un animal social y que la cooperación
social es indispensable para obtener ciertos fines, recursos y objetivos que serían
muy difíciles o imposibles de alcanzar u obtener mediante el esfuerzo puramente individual.
La vida en sociedad, pues, comporta una serie de beneficios, tanto materiales (para
la subsistencia y el bienestar) como inmateriales (seguridad, conocimiento, etc.).
Pero para poder obtener estos beneficios, son necesarios también esfuerzos, trabajos,
obligaciones, sacrificios y recursos. Por tanto, la vida en sociedad comporta beneficios,
pero también cargas. La distribución entre estos beneficios y cargas también se puede
analizar en términos de justicia. Intuitivamente, muchos consideraríamos injusto que
una persona o un grupo privilegiado gozara sistemáticamente de todos o gran parte
de los beneficios de la vida en sociedad sin asumir ninguna o casi ninguna de las
cargas, ya que lo concebimos como un caso de explotación.
La justicia distributiva consistiría en el conjunto de principios y criterios que determinan la distribución
justa o moralmente aceptable de los beneficios y las cargas sociales, o, dicho de
otro modo, de los derechos y deberes relacionados con el acceso y reparto de los recursos
materiales e inmateriales de la vida en sociedad.
Las distintas propuestas teóricas formuladas en el ámbito de la filosofía moral y
política acerca de qué principios básicos deberían ordenar una sociedad justa se denominan
teorías de la justicia. Existen prácticamente tantas teorías como autores, aunque se pueden agrupar en grandes
familias (liberalismo, marxismo, comunitarismo, multiculturalismo, republicanismo,
feminismo, etc.), con muchas variantes dentro de cada una de ellas. Como no es posible
abordarlas aquí todas, ni siquiera de manera breve, nos centraremos únicamente en
la propuesta del filósofo estadounidense John Rawls (1921-2002), quien publicó en
1971 la obra Teoría de la justicia, que se enmarca dentro de la corriente conocida como liberalismo político igualitario
y que ha tenido un enorme impacto en la discusión filosófica de las últimas décadas.
Este profesor de Harvard obtuvo reconocimiento y prestigio mundiales después de la
publicación de su obra A Theory of Justice (1971), que pronto se convirtió, por su interés, rigor y calidad, en un referente
ineludible tanto en su ámbito «propio» (la filosofía política) como en otros campos
más o menos afines, como la filosofía moral, la ciencia política, la economía o el
derecho.
Existe un consenso prácticamente unánime en considerarla como una de las obras de
referencia de su ámbito del siglo xx, y su influencia ha sido tan grande que no puede entenderse la discusión en filosofía
política de las últimas décadas sin tenerla en cuenta, ya que puede afirmarse sin
exageración que todo el debate, directa o indirectamente, gira en torno a la obra
de este autor, ya sea defendiéndolo, criticándolo, matizándolo o interpretándolo.
Se trata de una obra con un alto nivel de complejidad y sofisticación, razón por la
cual nos limitaremos solo a señalar de manera breve y muy simplificada algunos de
sus rasgos principales.
2.3.1.La posición originaria y el velo de la ignorancia
Puede considerarse que la teoría de la justicia de Rawls entronca con la tradición
contractualista clásica de los siglos xvii y xviii (filósofos como Thomas Hobbes, John Locke, Jean-Jacques Rousseau o Immanuel Kant),
ya que el autor se sirve del instrumento teórico del contrato social (un hipotético acuerdo entre los miembros de la sociedad para crear una comunidad
política o estado), especialmente en su versión kantiana, como uno de los principales
apoyos de su teoría, si bien con un nivel de desarrollo y precisión muy superior al
que encontramos en los contractualistas clásicos. Además, su concepción del contrato
social es puramente teórica, en el sentido de que viene a ser una especie de experimento
mental que no se da ni puede darse en la práctica (lo que, por otra parte, no le priva
en absoluto de validez justificatoria).
En síntesis, sostiene que los principios de justicia (aquellos que rigen en una sociedad
justa) son los que serían elegidos por personas libres e iguales (que comparten una
cierta antropología) en la situación que él denomina como posición originaria, en la cual las personas se hallan bajo el velo de la ignorancia.
Es importante destacar que Rawls parte de ciertas asunciones antropológicas, es decir,
de ciertas ideas básicas sobre cómo somos los seres humanos. Su teoría, por lo tanto,
podría no funcionar bajo presupuestos distintos.
Rawls parte, en primer lugar, de la idea de que los seres humanos somos racionales
y autointeresados. La racionalidad se entiende aquí en un sentido puramente instrumental
o aristotélico, es decir, como la capacidad de seleccionar el medio más adecuado o
eficaz para alcanzar la finalidad propuesta.
La racionalidad es, por lo tanto, independiente de la bondad o maldad de la finalidad,
de manera que si, por ejemplo, el objetivo de una persona es acabar con la vida de
otra, será más racional clavarle un cuchillo en el corazón que golpearlo con un plumero.
El autointerés, por otra parte, significa que la finalidad primordial de los individuos
es la satisfacción de sus propios intereses o propósitos. Rawls insiste en que el
hecho de que los individuos sean autointeresados no implica ni que sean egoístas ni
que sean envidiosos: no son necesariamente egoístas porque entre sus propios intereses
puede estar el de ayudar a los demás, y no son (necesariamente, al menos) envidiosos
porque solo están interesados en la consecución de sus propios fines, sin tener en
cuenta el grado de éxito de los demás en la satisfacción de sus intereses.
Por ejemplo, yo puedo tener como fin la obtención de unos ingresos de 50.000 euros
anuales, y considerarme satisfecho si consigo mi objetivo, independientemente de si
otros tienen unos ingresos de 100.000 o de 500.000 euros.
Otro rasgo antropológico destacable es el de una cierta aversión al riesgo. Eso significa
que, en situaciones de incertidumbre sobre el resultado final, los individuos tienden
a optar por aquella alternativa que les asegure el mejor resultado posible (o el menos
malo) en caso de que las cosas salgan mal.
Supongamos, por ejemplo, que podemos elegir entre dos apuestas del tipo «cara o cruz».
En una de ellas, el resultado puede ser que ganemos 100 euros o que perdamos 5, mientras
que en la otra el resultado puede ser que ganemos 1.000 euros o que tengamos que pagar
1.000 euros. La aversión al riesgo implica que se elegiría la primera alternativa,
ya que el resultado final en el peor de los casos es mejor que el resultado final
que obtendríamos en el peor de los casos bajo la segunda alternativa.
Por esta razón, como veremos, Rawls utilizará el criterio maximin (maximización de los mínimos), en lugar del criterio maximax (maximización de los máximos).
Otro de los presupuestos teóricos de Rawls (que en realidad es común a cualquier teoría
de la justicia) es el del contexto de «escasez moderada». En un contexto de extrema
abundancia (como, por ejemplo, el que había ideado Karl Marx respecto de la sociedad
comunista), no tiene sentido hablar de justicia distributiva, ya que cualquier miembro
puede proveerse de los recursos necesarios para desarrollar su plan de vida. Tampoco
puede hablarse de justicia distributiva en un contexto de extrema escasez, ya que
no hay nada para distribuir.
Los individuos que participan en la deliberación y elección de los principios de justicia,
y que comparten estas características antropológicas, se encuentran en lo que Rawls
denomina posición originaria. Tal situación es ideal y no real (no se da ni puede darse en la práctica porque
es una construcción teórica), y se caracteriza por que en ella los participantes se
encuentran bajo el velo de la ignorancia. Eso significa que, si bien tienen información general sobre la sociedad de la que
formarán parte, no tienen ningún conocimiento relativo a sí mismos ni a la posición
que ocuparán en la referida sociedad, de modo que, entre otros extremos, no saben
si serán hombres o mujeres, qué lengua hablarán, si pertenecerán o no a un grupo étnico
o religioso minoritario, si disfrutarán de buena o mala salud, si tendrán mayores
o menores talentos o capacidades intelectuales, cuáles serán sus intereses y aficiones,
etc. (todos estos aspectos forman parte de la llamada «lotería natural», ya que no
pueden ser elegidos libremente, pues cada uno es tal y como la naturaleza ha determinado
que sea). Se trata de un requisito indispensable para que el debate y la discusión
en la posición originaria no se vean afectados y sesgados por los intereses individuales
derivados de las circunstancias concretas de cada individuo, de manera que la reflexión
se mantenga lo más neutral posible.
Bajo estas circunstancias, y teniendo en cuenta que los individuos son racionales,
autointeresados y con aversión al riesgo, se guiarán por el criterio maximin y escogerán aquellos principios de justicia que les aseguren la mejor situación posible
para el caso en el que les corresponda ocupar las situaciones más desfavorecidas (por
ejemplo, ser un anciano con mala salud y de una minoría étnica y religiosa). En consecuencia,
según Rawls, como resultado de la deliberación se llegará a los dos siguientes principios
básicos de la justicia:
Primer principio (derechos y libertades básicas)
Cada persona debe tener un derecho igual al sistema total más extenso de libertades
básicas (vida, integridad, conciencia, expresión, sufragio, libertad frente a detenciones
arbitrarias, etc.), que sea compatible con un sistema de libertades similar para todos.
Segundo principio (principio de la diferencia)
Las desigualdades socioeconómicas solo están justificadas si satisfacen las dos condiciones
siguientes: deben mejorar la situación de los que están peor y se tienen que vincular
a funciones o posiciones accesibles a todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades.
Un aspecto muy destacable de la teoría rawlsiana consiste en que entre estos dos principios
se establece un orden de prioridad lexicográfico, lo cual significa que no puede iniciarse la satisfacción del segundo principio hasta
que el primero (derechos y libertades) esté totalmente satisfecho. De este modo, se
asegura que lo más importante es que el poder político garantice un conjunto de derechos
básicos (los que habitualmente se conocen como derechos liberales o libertades civiles),
protegiendo así, por un lado, el principio liberal de autonomía (la posibilidad de
perseguir el propio plan de vida sin injerencias externas ilegítimas) y, por otro
lado, evitando que se pueda discriminar u oprimir a cualquier persona por cualesquiera
circunstancias personales (como, por ejemplo, el hecho de pertenecer a algún grupo
minoritario), ya sea por razones étnicas, religiosas, sexuales o de otra índole, asegurando
así el principio liberal de dignidad, por el cual los individuos deben hacerse responsables
(tanto a los efectos favorables como desfavorables) por lo que hacen y no por lo que
son.
El segundo principio, denominado principio de la diferencia, establece ciertos requisitos
para que las diferencias de renta y de riqueza puedan considerarse justas:
a) La primera exigencia es que como resultado de ellas se mejore la situación de los
que están peor. Eso supone que si, por ejemplo, partimos de una situación en la que
tanto A como B tienen diez, y llegamos a una situación en la que A tiene viente y
B tiene cinco, este enriquecimiento sería ilegítimo, pero en cambio, si el resultado
es que A tiene viente y B tiene once, no podría objetarse nada, aunque en realidad
haya aumentado la desigualdad (y siempre que también se satisfaga la segunda condición
que después veremos). Es destacable que el principio de la diferencia (al menos en
la interpretación más común que se hace de Rawls) no exige que la sociedad sea cada
vez más igualitaria en términos socioeconómicos, ya que, de hecho, las diferencias
pueden aumentar, pero el resultado solo será justo si el enriquecimiento está vinculado
al crecimiento económico de la sociedad y la situación de los más desfavorecidos mejora.
Lo que en ningún caso sería justo es que el enriquecimiento de algunos se realice
a costa del empobrecimiento de los que están peor situados. Esta exigencia permite
justificar teóricamente la existencia de un sistema impositivo que implique cierta
redistribución de los ingresos para así mejorar la situación de los menos favorecidos
(en forma de subsidios, ayudas, pensiones, etc.).
b) La segunda exigencia del principio de la diferencia es la igualdad de oportunidades.
No existe inconveniente en que ciertos tipos de cargos, funciones u ocupaciones estén
mejor remunerados que otros, incluso aunque ello suponga el incremento de las diferencias
socioeconómicas, pero el acceso a estas posiciones socialmente ventajosas tiene que
estar abierto a todos bajo condiciones de igualdad de oportunidades. De esta manera
se prohíbe cualquier tipo de privilegio o discriminación que facilite o dificulte
el acceso a estas posiciones (como ocurriría, por ejemplo, si para acceder a ciertos
cargos se necesitara cierto tipo de formación que está reservado solo a cierta clase
de personas –por ejemplo a los hombres y no a las mujeres, o a los miembros de una
etnia y no a los del resto–, o a cierta clase social). Esta condición, por lo tanto,
justifica la existencia de ciertas figuras o instituciones propias de lo que se suele
conocer como estado del bienestar, como son, por ejemplo, la educación y la asistencia
sanitaria universales, con el fin de intentar colocar a todo el mundo en la medida
de lo posible en la misma posición de salida.
El principio de la diferencia, en síntesis, muestra que Rawls defiende un cierto nivel
de redistribución de la riqueza y, por lo tanto, un cierto grado de intervencionismo
estatal en la economía, poniendo así límites a ciertas consecuencias del libre mercado.
De este modo, ofrece un fundamento teórico para los llamados derechos económicos y
sociales, y permite calificar a Rawls como liberal progresista o igualitario (lo cual,
en términos más familiares, sería aquí calificado como centro-izquierda). Pero en
ningún caso se trataría de un igualitario radical, ya que el núcleo liberal de su
teoría tiene prioridad sobre los aspectos socioeconómicos.
Partiendo de estos principios de justicia, Rawls propone su plasmación a través de
los instrumentos propios del derecho para así asegurar su eficacia en fases sucesivas:
primero en la Constitución, que debe reconocer y proteger los derechos y libertades
básicas (primer principio de justicia), y más adelante en la legislación, que debe
desarrollar las medidas pertinentes para asegurar la satisfacción del segundo principio
(mejora de la situación de los más desfavorecidos e igualdad de oportunidades).
Resumen
El ámbito del derecho está indisolublemente ligado a los conceptos de justicia y moralidad,
con los que guarda estrechas relaciones. En este último módulo hemos visto brevemente
algunas de estas conexiones, centrando la atención en dos aspectos: el análisis de
la existencia o no de un vínculo conceptual entre el Derecho y la moral (si la justicia
es o no una exigencia para poder considerar o calificar algo como «derecho»), y el
papel del derecho en la promoción de la justicia.
En cuanto al primer aspecto, existen dos tradiciones teóricas principales: el iusnaturalismo
(para el que existe una conexión necesaria o conceptual entre el derecho y la moral)
y el iuspositivismo o positivismo jurídico, para el que esta conexión necesaria no
existe, sin que ello implique que la justicia o la moralidad sean irrelevantes para
el derecho. Hemos podido examinar las principales características de cada posición
y sus principales problemas.
Por lo que respecta al papel del sistema jurídico como promotor de una sociedad más
justa, es posible diferenciar, en primer lugar, el papel del derecho como garantizador
de la justicia formal. Siguiendo a Fuller, se trata de ciertas características formales
que deberían satisfacer los sistemas jurídicos (generalidad, igualdad de trato, estabilidad,
irretroactividad, etc.) y que, sin ser suficientes para garantizar la justicia sustantiva,
sí que aportan un valor moral positivo en términos de justicia, en la medida en que
limitan la arbitrariedad y promueven la seguridad jurídica.
En cuanto a la justicia material o de los contenidos del sistema jurídico, se puede
diferenciar entre la justicia retributiva y la justicia distributiva. La primera persigue
restablecer un orden o equilibrio que se considera que ha sido alterado o quebrantado
de manera ilegítima, y se manifiesta principalmente en dos ámbitos: la responsabilidad
civil y la responsabilidad criminal. La responsabilidad civil está basada en el concepto
de daño y persigue la reparación o la indemnización de este. Por su parte, la responsabilidad
criminal se basa en el concepto de ofensa y tiene como propósito sancionar o castigar
la agresión cometida. Tanto uno como otro tipo de responsabilidad está sujeto a una
serie de principios configuradores y limitadores.
La justicia distributiva, por otro lado, está vinculada a la distribución justa, adecuada
o aceptable de los beneficios y cargas derivados de la visa en sociedad. Existen múltiples
concepciones o teorías de la justicia, de las cuales nos hemos centrado brevemente
en una de las propuestas más relevantes de las últimas décadas, que es la teoría de
la justicia de John Rawls, basada en los ideales de libertad, igualdad e imparcialidad.
De acuerdo con la misma, el propósito principal de toda estructura políticojurídica
es el reconocimiento y protección de un conjunto de derechos y libertades fundamentales
e iguales para todos los miembros de la sociedad, y una vez garantizado este punto,
establece una serie de criterios para determinar cómo y cuándo las desigualdades socioeconómicas
están justificadas, y cómo debe intervenir el estado (a través del derecho) para corregir
las desigualdades injustas, llevando a cabo actividades redistributivas.