Breve aproximación al ordenamiento jurídico español

  • David Martínez Zorrilla

    Doctor en Derecho. Profesor Agregado de los Estudios de Derecho y Ciencia Política de la UOC.

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Introducción

Hasta el momento hemos tenido la oportunidad de ver brevemente cuál es el papel del derecho en la sociedad (módulo 1), qué características principales son las que diferencian al sistema jurídico de otros sistemas normativos, qué elementos principales los componen, cómo se relacionan y cómo cambian (módulo 2), y algunos de los conceptos jurídicos básicos comunes en los sistemas jurídicos (módulo 3). Todos estos aspectos afectan a todos los sistemas jurídicos en general, ya que son características genéricas del derecho, y no particularidades del sistema legal de un país en concreto.
En el presente módulo, sin embargo, centraremos nuestra atención en las características y estructura del sistema jurídico español, para tener una mejor visión global (y un poco menos abstracta) del mismo. De todos modos, hoy en día existen muchas similitudes entre los sistemas jurídicos de los distintos países, por lo que, en términos generales, el derecho español es muy parecido en su estructura y funcionamiento al de otros países de nuestro entorno, y tales similitudes se acentúan en el contexto de integración que supone la Unión Europea.
Los aspectos que trataremos brevemente son los siguientes: las fuentes del derecho en España, la jerarquía normativa y los principales tipos de disposiciones legales en el derecho español, y las principales ramas o ámbitos en los que puede dividirse y organizarse el sistema jurídico.

1.Las fuentes del derecho español

Existe una larga tradición jurídica en el uso de la metáfora de las «fuentes» (que evoca la idea de «brotar» o «emanar») para hacer referencia al origen o creación del material jurídico, es decir, aquello que puede considerarse como «derecho». Por tanto, la expresión fuentes del derecho se refiere a aquello que es creado o que emana de ciertos orígenes determinados (usualmente ciertos órganos o instituciones), en función de lo cual puede calificarse como derecho español.
Por motivos históricos, la relación de las fuentes del derecho español se encuentra enumerada en el Código civil (concretamente en su artículo 1.1), a pesar de que, como veremos, este tiene la consideración de una ley ordinaria y, por tanto, no ocupa la posición jerárquica superior en el sistema, que corresponde a la Constitución. El Código civil fue originalmente aprobado en el año 1889, es decir, prácticamente un siglo antes de la aprobación de la actual Constitución (1978), y a pesar de sus múltiples modificaciones, siempre ha contenido la enumeración de las fuentes del derecho, y así se ha mantenido, más por tradición histórica que por motivos estrictamente jurídicos.
En concreto, el artículo 1 del Código civil establece lo siguiente:
«1. Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho (…)».
Este precepto enumera tres categorías distintas que cuentan como «derecho español»: la ley, la costumbre y los principios generales. Además, como determinan los apartados siguientes del artículo 1, se establece una relación de jerarquía o prioridad entre ellas, de modo que la costumbre solo será aplicable en defecto de ley (esto es, cuando no exista ninguna ley aplicable al caso sobre el que hay que decidir), y los principios generales solo podrán ser invocados a falta de ley y de costumbre aplicable al caso.
Otro aspecto importante a considerar es que la ley es, con mucho, la fuente del derecho más importante, no solo cualitativamente (por su prioridad sobre las demás), sino también cuantitativamente. Las otras fuentes sólo tienen un carácter residual, en la medida en que solo se contempla su aplicación en los casos de laguna o vacío legal, que han venido siendo cada vez menos frecuentes por la constante tendencia a regular jurídicamente cada vez más temas y ámbitos, lo que hace difícil encontrar resquicios que todavía no hayan sido «colonizados» por la legislación.

1.1.La ley

La ley es sin ninguna duda la principal fuente del derecho, hasta el punto que podría decirse que es prácticamente la única. Sin embargo, conviene tener presente que la palabra ley se usa en sentidos diversos (incluso en el ámbito jurídico) y no todos ellos se ajustan al significado que este término tiene en el artículo 1.1 del Código civil. Se pueden distinguir, al menos, tres significados distintos de ley, que ordenaremos en función de su amplitud (desde el más genérico al más concreto o específico):
a) En su acepción más general, la palabra ley es usada para hacer referencia genéricamente al derecho o al sistema jurídico en su conjunto, de modo que ley y Derecho se usan como sinónimos.
Este es el sentido de la palabra en expresiones como «Todos estamos obligados a cumplir la ley» o «La tarea de los jueces es aplicar la ley». No es este el sentido en el que la palabra es usada en el artículo 1 del Código civil.
b) En una acepción más concreta (o menos general, según se mire), ley haría referencia a toda disposición escrita y con carácter general aprobada por el órgano competente (parlamento, gobierno, ayuntamiento, administración pública…).
El «carácter general» de la disposición es importante en la medida en que quedarían excluidas aquellas decisiones de órganos competentes que tienen por objeto resolver un caso concreto (como las sentencias judiciales, o los actos o decisiones administrativas, como conceder una beca o imponer una multa, por ejemplo); tales actos serían ejemplos de «aplicación», pero no de «creación» de derecho.
c) En su sentido más estricto o técnico, una ley es una disposición aprobada con ese nombre por un órgano parlamentario (las Cortes Generales o un parlamento autonómico), siguiendo el procedimiento legislativo expresamente fijado para ello.
Destacan aquí, por tanto, varios elementos, como el órgano (parlamentario) y el procedimiento y la denominación (pues no toda decisión parlamentaria da lugar a una ley, puesto que los órganos parlamentarios realizan muchos otros tipos de actos y decisiones, como mociones, resoluciones, declaraciones…).
Como es fácil imaginar, el sentido de ley que resulta relevante en el artículo 1 del Código civil es el segundo (cualquier disposición escrita y con carácter general aprobada por los poderes públicos), pues en tanto que fuente del Derecho, la ley incluye no solo leyes en sentido técnico, sino también otros tipos de disposiciones jurídicas, como la Constitución, los decretos gubernamentales, las ordenanzas municipales, etc. Internamente, estas diversas tipologías de disposiciones están también ordenadas de manera jerárquica, como veremos en apartado 2.

1.2.La costumbre

El papel de la costumbre jurídica como fuente del derecho es absolutamente testimonial en los sistemas jurídicos modernos, dado el protagonismo de la ley (entendida como las normas escritas dictadas por los poderes públicos). ¿Pero en qué consiste exactamente la costumbre en sentido jurídico?
La costumbre se define como una práctica reiterada y convergente que conlleva la creencia de los participantes en dicha práctica de que tiene carácter jurídicamente vinculante.
De esta definición se extraen dos elementos o aspectos que configuran conceptualmente la costumbre. En primer lugar, contamos con un hábito o práctica reiterada, compartida por un conjunto de personas, que es lo que suele denominarse uso; este es el elemento objetivo o externo de la costumbre, ya que la práctica reiterada como tal es un fenómeno empíricamente observable. En segundo lugar, también es necesario otro elemento interno, que es la convicción que tienen los participantes en dicha práctica de que se trata de una conducta vinculante u obligatoria; no basta pues con que de hecho actúen siempre de cierto modo, sino que además creen que deben hacerlo así. Este elemento interno o subjetivo es lo que se conoce como opinio iuris (que podría traducirse como «creencia de que es derecho»).
A diferencia de la ley, en la que rige el principio de que los jueces ya conocen su contenido (iura novit curia o «los jueces conocen el derecho»), y que por tanto no es necesario que las partes prueben su existencia y/o contenido, en el caso de la costumbre, quien quiera apelar a ella ante un juez para resolver un caso tiene la obligación de demostrar su existencia (artículo 1.3 del Código civil), tanto por lo que respecta al uso como a la opinio iuris. No es de extrañar, pues, que teniendo en cuenta tanto el protagonismo de la ley como la necesidad de probar la costumbre, el papel de esta sea prácticamente nulo.

1.3.Los principios generales del derecho

En su pretensión de no dejar ningún caso posible sin resolver, el legislador estableció que, en ausencia de ley aplicable y también de costumbre, hay que acudir a los llamados «principios generales del derecho» para extraer de ellos una respuesta. El problema es que no está demasiado claro ni qué son ni cuáles son dichos principios, por más que las propias palabras principios y generales sugieran que se trata de preceptos muy genéricos o abstractos a partir de los cuales pueden obtenerse o concretarse soluciones o respuestas más concretas para resolver el caso en cuestión.
Estos principios, por tanto, siempre han generado dudas y controversias tanto respecto a qué son, como a cuáles son. En este aspecto, se manifiestan claras diferencias entre las diversas concepciones teóricas del derecho («iusnaturalismo» y «iuspositivismo»), a las cuales nos referiremos brevemente en el módulo «Derecho y justicia». Así, mientras que para algunos autores (los llamados «iusnaturalistas») los principios generales serían los principios de justicia del derecho natural (normas universales, inmutables y eternas independientes de las decisiones de las autoridades humanas), para otros autores (los positivistas jurídicos, que rechazan la idea del derecho natural y sostienen que el único derecho es el positivo, el que han dictado las autoridades humanas) serían en todo caso abstracciones o inducciones a partir del contenido de las normas jurídicas positivas. Así, dentro del ámbito del derecho civil, podría hablarse del «principio de autonomía de la voluntad», del «principio de libertad de forma o del «principio de protección de los terceros de buena fe», por poner algunos ejemplos).
Dicho muy resumidamente, el principio de autonomía de la voluntad supone que allí donde la ley no especifique requisitos, límites o condiciones al contenido de los pactos, las partes contractuales pueden acordar libremente lo que consideren oportuno, con plenos efectos legales vinculantes. Como establece el artículo 1255 del Código civil, «Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público». Pero más allá de este precepto, la idea de la autonomía de la voluntad subyace a toda la regulación de los contratos. El Código civil establece la regulación básica de ciertos tipos de contrato (compraventa, comodato, préstamo, contrato de obra, arrendamiento de servicios, mandato, etc.), pero a menos que así lo establezca expresamente la ley, las partes contratantes pueden pactar lo que estimen conveniente, aunque sea distinto a lo que fija la ley, que se aplica solo en defecto de pacto en contrario. Así, en el contrato de compraventa, el Código civil establece, por ejemplo, que si no se ha pactado otra cosa, el vendedor no está obligado a entregar la cosa vendida al comprador hasta que este le haya pagado el precio (art. 1446), pero si las partes acuerdan algo distinto, prevalece el pacto. De modo similar, las partes pueden «inventarse» otros tipos o modalidades contractuales distintas a las que están expresamente reguladas en la ley, siempre que respeten los límites obligatorios que esta establece (por ejemplo, no puede haber contrato válido sin el consentimiento de todas las partes).
El principio de libertad de forma, por su parte, establece que salvo que la ley exija una forma determinada para un acto jurídico (por ejemplo, una escritura pública para un determinado tipo de contrato), dichos actos son jurídicamente válidos sea cual sea la forma (a través de escritura pública o notarial, mediante documento privado entre las partes o incluso de palabra).
El principio de protección de terceros de buena fe supone que en caso de que por alguna ilegalidad o irregularidad un determinado acto jurídico carezca de validez, si hay algún tercero implicado que sea de buena fe (es decir, que desconociera la circunstancia por la cual el acto carece de validez), este no se verá perjudicado. Por ejemplo, supongamos que A y B celebran un contrato de compraventa, por el que A vende a B un ordenador. Resulta, no obstante, que en realidad ese ordenador era propiedad de C y no de A. Si A entrega el ordenador a B (después de que B pague el precio) y B desconocía que A no era el propietario, a pesar de que A no podía legalmente vender un objeto que no era suyo, B queda protegido en su adquisición, siempre que hubiera actuado de buena fe (es decir, que no conociera ni pudiera conocer de manera sencilla –a través de la consulta de un registro público, por ejemplo– que A no era el propietario). Naturalmente, eso no impide que después A tenga que responder legalmente frente a C y esté obligado a indemnizarle.

1.4.La jurisprudencia

Además de las fuentes expresamente indicadas (ley, costumbre y principios generales del derecho), conviene tener en cuenta otra categoría más, que cuenta con un nombre un tanto extraño para los no familiarizados con el ámbito jurídico: la jurisprudencia.
En ocasiones se simplifican mucho las cosas afirmando que la jurisprudencia son las decisiones judiciales, aunque siendo más precisos, la jurisprudencia sería la doctrina expresada por los órganos judiciales a través de sus resoluciones (usualmente, las sentencias), mediante la cual fundamentan la interpretación de los preceptos legales que aplican.
Como veremos en el módulo «El derecho en acción: interpretación y aplicación del derecho», la interpretación de los preceptos jurídicos juega un papel esencial en la aplicación de las normas y es un aspecto muy relevante, en la medida en que las decisiones que toman los órganos de aplicación (judiciales y administrativos) pueden variar de manera sustancial en función de cómo se interpreten los preceptos legales, así como de las razones que fundamentan tales interpretaciones.
La jurisprudencia en sí no es una fuente del derecho, ya que no supone una creación de normas generales, pero sí que puede llegar a ser muy relevante en la medida en que establece cuáles son las interpretaciones más habituales y aceptadas de los preceptos normativos que aplican los jueces. Y aunque nuestro sistema jurídico sigue la llamada «tradición continental» o civil law (en contraposición de la «tradición anglosajona» o common law), en la que los precedentes judiciales, a diferencia de lo que ocurre en países anglosajones, no son de obligado seguimiento por los jueces (por lo que pueden apartarse de la jurisprudencia anterior siempre que lo argumenten o justifiquen adecuadamente), no por ello dejan de ser un elemento importante a tener en cuenta.
Por otro lado, no toda la jurisprudencia es igual de importante o relevante. El grado de relevancia depende fundamentalmente de la importancia del órgano del que emana; así, la que proviene del Tribunal Supremo es más importante que la de otros tribunales inferiores, como puede ser una audiencia provincial o un juzgado de primera instancia. Otro aspecto importante es el grado de consolidación o reiteración: cuantas más sentencias se hayan pronunciado en un mismo sentido, utilizando los mismos argumentos para fundamentar las mismas decisiones, más consolidada estará dicha jurisprudencia y mayor importancia tendrá.
Mención aparte merecen las decisiones del Tribunal Constitucional. Como veremos en su momento, a pesar de denominarse Tribunal, se trata de un órgano especial que no forma parte del Poder Judicial y que tiene asignadas unas funciones muy específicas (a la vez que importantes, como ser el intérprete supremo de la Constitución). Sus decisiones tienen como característica esencial la de ser de obligado cumplimiento no solo para las partes directamente afectadas en el proceso, sino para todos los poderes públicos. Así, por ejemplo, si el Tribunal establece que determinado precepto legal debe interpretarse de cierto modo para no ser contrario a la Constitución, todos los poderes públicos deberán interpretarlo de dicho modo.

2.Tipología de las disposiciones legales y jerarquía normativa

2.1.La jerarquía normativa

La ley entendida como fuente del derecho es, con mucho, la más importante, tanto en términos cuantitativos como cualitativos. Pero dentro de la categoría genérica de las normas escritas con carácter general dictadas por los poderes públicos, encontramos tipologías y denominaciones muy diversas, pues además de la «Ley» en sentido estricto o técnico, existen también otras como «Real decreto», «Ley orgánica», «Orden ministerial», «Constitución» u «Ordenanza», entre otras.
Las diferencias en las denominaciones de las disposiciones normativas tienen que ver primordialmente con el órgano que las dicta y con el procedimiento seguido para su aprobación, pero lo más importante que debemos tener en cuenta es que entre las diversas categorías (o, mejor dicho, grupos de categorías) se establecen relaciones de jerarquía, es decir, que están ordenadas en diversos niveles o rangos jerárquicos. Este aspecto es fundamental, porque como ya vimos en el módulo «El derecho: qué es y cómo es», una de las condiciones para la validez de las normas jurídicas es que no sean incompatibles o contradictorias con lo que dispongan otras normas de rango o jerarquía superior. Dicho de otro modo, el poder de creación normativa de un determinado órgano está limitado no solo por cuestiones de competencia y procedimiento, sino por aspectos sustantivos o de contenido, en la medida en que no pueden contradecir lo que establezcan otras disposiciones de rango superior (aunque sí las del mismo rango o de rango inferior; si es así, la nueva disposición deroga a las anteriores en aquello que resulte incompatible con la nueva).
En el derecho español existen tres grandes niveles o rangos jerárquicos: el rango constitucional, el rango legal y el rango reglamentario. Dentro de cada uno de ellos, encontramos diversos tipos o categorías de disposiciones. Centraremos brevemente la atención en los tipos principales de disposiciones de cada nivel.

2.2.El nivel o rango constitucional

El nivel superior de las normas jurídicas está constituido en nuestro sistema, al igual que en todos los sistemas jurídicos modernos, por las normas de rango constitucional. En el derecho español, dicho rango está compuesto por la Constitución de 1978 y los estatutos de autonomía de las comunidades autónomas, que en su conjunto forman lo que se denomina como bloque de constitucionalidad.
2.2.1.La Constitución
Como es sabido y se acaba de mencionar, el actual texto constitucional en vigor es la Constitución de 1978. No obstante, aunque la palabra Constitución suele vincularse a una disposición jurídica o texto legal con ese nombre, distinta o separada de la legislación ordinaria y que usualmente sigue un procedimiento diferente y más solemne para su aprobación o modificación que el de cualquier otra ley, esto no es así necesariamente, ni tampoco son estos aspectos formales los que definen el concepto de constitución y le otorgan un carácter prevalente o más importante que al resto del ordenamiento jurídico. Por eso es conveniente diferenciar entre la constitución en sentido material y la constitución en sentido formal.
En sentido material o sustantivo, la constitución consiste en el conjunto de normas y principios que determinan la configuración básica del Estado en sus aspectos político, jurídico y económico. En un sentido formal, la constitución es un texto legal con ese nombre (u otro similar o equivalente, como «Ley fundamental» en el caso de Alemania), distinto o diferenciado del resto de disposiciones del sistema jurídico y que habitualmente exige un procedimiento diferente (normalmente más solemne) para su aprobación y reforma, y que contiene los preceptos de la constitución en sentido material, es decir, la regulación de los aspectos básicos de la configuración del Estado en sus vertientes política, jurídica y económica.
Así, todos los Estados cuentan con una constitución en sentido material, aunque no todos ellos tengan una constitución en sentido formal (un caso destacado de esto último es el de Inglaterra), aunque lo habitual es que cuenten también cuenten con una constitución formal, dada la importancia de los aspectos regulados. Las primeras constituciones formales en sentido moderno fueron la de Estados Unidos (1787) y la de Francia (1789), ambas aprobadas tras procesos revolucionarios inspirados en el pensamiento de la Ilustración.
Como se ha indicado, las constituciones establecen la configuración básica del Estado en sus dimensiones política, jurídica y económica.
En cuanto a la dimensión política, determinan cuestiones como si el Estado se configura como una monarquía o una república (según cómo sea la jefatura del Estado), si existe o no separación de poderes (y de qué tipo), si se trata de un Estado democrático (con partidos políticos, elecciones libres y regulares, y órganos representativos) o autoritario (si carece de los elementos anteriores), o la configuración territorial (si se trata de un Estado centralizado o descentralizado, en alguna de las múltiples versiones posibles), entre otros aspectos.
Por lo que respecta a la dimensión jurídica, determinan aspectos fundamentales del sistema jurídico, como, por ejemplo, la jerarquía normativa y el sistema de fuentes, si se trata o no de un Estado de derecho, si se reconocen o no una serie de derechos fundamentales y sus eventuales mecanismos de protección, si cabe la posibilidad de aplicación retroactiva de las normas (es decir, aplicación de normas a supuestos ocurridos con anterioridad a su entrada en vigor), etc. Además, desde el punto de vista institucional regulan los principales órganos del Estado y sus competencias.
En cuanto a la dimensión económica, regulan aspectos que determinan el modelo económico, como, por ejemplo, si se reconoce o no la propiedad privada (y con qué límites), si existe libertad de empresa, la posibilidad de intervención estatal en la economía y el grado de esta, los fundamentos del sistema impositivo y de redistribución de la riqueza, etc.
La capacidad para elaborar y aprobar una constitución se denomina «poder constituyente o soberano», porque está indisolublemente ligada a la independencia o soberanía (no estar sometido a ningún poder político superior). Por eso la soberanía puede también definirse como la capacidad de elaborar la propia constitución y determinar así, de manera autónoma, las normas y principios básicos de la configuración jurídico-política del Estado.
La titularidad de la soberanía ha ido variando en función de las distintas sociedades y momentos históricos. En el antiguo régimen, antes de las revoluciones liberales (americana y francesa), la soberanía residía en el monarca. Por eso los textos legales que durante los siglos xviii y xix fueron aprobando algunas monarquías europeas debido a la presión social, y que limitaban en cierta medida los poderes de la corona a favor de un parlamento, recibían el nombre de carta otorgada, porque eran una concesión que el monarca (soberano) realizaba graciosamente, por voluntad propia. Con los movimientos revolucionarios liberales, el concepto cambia y pasa a hablarse de soberanía nacional, porque se entiende que la soberanía reside en la nación, que no suele incluir a toda la población, sino solo a una parte de esta (miembros del género masculino y de cierta clase social, ya que debían acreditar cierto nivel mínimo de riqueza o propiedades). Con la evolución y progresiva mayor fortaleza de los movimientos democráticos, finalmente cristalizó la idea de soberanía popular, por la que esta reside en el pueblo, que incluye a todos los miembros mayores de edad, independientemente de su género, raza, etnia, creencias, riqueza u otras condiciones personales o sociales.
Lo anterior nos permite diferenciar entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Si el primero consiste en la posibilidad de elaborar y aprobar una constitución, los segundos son los poderes políticos y jurídicos que la constitución atribuye a los órganos e instituciones creados por esta (como el jefe de Estado, el parlamento, el gobierno o los tribunales). Estos últimos solo pueden ejercer las funciones que la constitución les asigna, dentro de los límites y procedimientos establecidos por ella y sin contravenir sus disposiciones.
Las constituciones, por otra parte, también pueden ser objeto de reforma, y según cómo sean los procedimientos previstos para ello, puede diferenciarse entre las constituciones flexibles y las constituciones rígidas. Las constituciones flexibles son aquellas que no establecen ningún procedimiento específico más costoso o dificultoso (como mayorías reforzadas, consulta en referéndum, etc.) para su modificación, de modo que pueden modificarse a través del mismo procedimiento que se usa en la aprobación de legislación ordinaria. Las constituciones rígidas, por su parte, requieren de procedimientos específicos y más costosos (en comparación con la legislación ordinaria) para poder modificar su contenido. El nivel de rigidez es variable, y puede llegar hasta el punto de establecer la irreformabilidad de parte o de la totalidad del contenido constitucional (a través de las llamadas «cláusulas de intangibilidad», que establecen que determinados preceptos son irreformables).
La Constitución española de 1978 es un ejemplo de constitución rígida, ya que establece dos procedimientos distintos de reforma (regulados en el título X: «De la reforma constitucional»), pero ambos más exigentes que la aprobación o modificación de las leyes ordinarias. El procedimiento que podríamos llamar estándar, y que es el menos rígido de los dos, exige mayoría de tres quintas partes de ambas cámaras (Congreso de los Diputados y Senado), y opcionalmente, estas pueden decidir que se someta a referéndum. No obstante, para una reforma total o que afecte a ciertas partes expresamente indicadas (que se consideraron especialmente importantes en el momento de su aprobación), existe otro procedimiento mucho más complejo, que exige mayoría de dos tercios en las dos cámaras, disolución de las Cortes, nueva aprobación por mayoría de dos tercios una vez constituido el nuevo Parlamento y referéndum posterior.
La última distinción a la que haremos referencia es la que se establece entre la llamada parte orgánica y la llamada parte dogmática de las constituciones. La parte orgánica de una constitución es la que esta dedica a la configuración de los principales órganos del Estado: cuáles son, su composición y estructura, sus competencias, los aspectos principales de su funcionamiento, etc. Tradicionalmente, ese era el cometido básico (y casi exclusivo) de los textos constitucionales. En épocas más recientes, sobre todo en las constituciones aprobadas tras la Segunda Guerra Mundial, estas suelen contener también preceptos de tipo sustantivo, en forma de principios, valores, derechos fundamentales o bienes constitucionalmente protegidos. Este tipo de contenidos es lo que suele denominarse por la teoría constitucional como la parte dogmática. El hecho de que se recojan en los textos constitucionales es una muestra de su importancia, así como también de la voluntad de otorgarles carácter jurídico vinculante (como normas jurídicas del máximo rango) y de que no sean simples declaraciones programáticas o de buenas intenciones.
2.2.2.Los estatutos de autonomía
Si bien el sistema jurídico español cuenta con una constitución formal, desde el punto de vista material, los diversos estatutos de autonomía que constituyen y configuran a cada una de las comunidades autónomas también pueden catalogarse como normas constitucionales, puesto que contienen normas que afectan a la estructura jurídico-política básica del Estado, sobre todo en lo que respecta a la organización territorial. Por ello se afirma que la Constitución de 1978 y los estatutos de autonomía forman el llamado «bloque de constitucionalidad», o el conjunto de normas de rango constitucional.
Los estatutos de autonomía son los instrumentos normativos a través de los cuales la Constitución permite, hasta cierto punto, la descentralización política y jurídica del Estado. La estructura territorial del Estado español resulta un tanto atípica en comparación con los países de nuestro entorno, y solo puede comprenderse adecuadamente dentro de su contexto histórico. Así, la Constitución establece formalmente un modelo de Estado unitario, pero permite a partes del territorio (o más estrictamente, a comunidades de personas dentro de una parte del territorio) ejercer un derecho constitucional gracias al cual pueden constituirse en entidades políticas descentralizadas, con sus propios órganos legislativos (parlamentos) y gobiernos autonómicos, de modo que, desde un punto de vista funcional, es como si se tratara de un Estado federal.
En la práctica, el ejercicio del derecho de autonomía ha convertido a España en un estado con un nivel de descentralización muy elevado. Según el índice RAI, o Regional Authority Index, elaborado por un equipo internacional de académicos, España es el segundo país del mundo, en una comparativa de más de cincuenta países, con un mayor índice de poder político en manos de gobiernos regionales, solo por detrás de Alemania, y por encima de otros países formalmente federales, como Canadá o Estados Unidos, e incluso confederales, como Suiza).
En lo que respecta a la organización territorial, podemos encontrar tanto estados unitarios (como Francia, Dinamarca, Finlandia, Países Bajos o Portugal) como estados políticamente descentralizados. Las formas más habituales de descentralización política son dos: la federación y la confederación. Las federaciones (como el caso de Estados Unidos, Canadá o Alemania) son el resultado de un pacto o acuerdo entre entidades políticas soberanas (estados) mediante el cual estos ceden a una estructura política que los engloba (el estado federal) una parte importante de su soberanía (lo que implica, entre otras cosas, renunciar a su derecho de abandonar la federación), conservando su autonomía para ciertos ámbitos o materias. En las confederaciones, el grado de autonomía de sus entes integrantes suele ser más elevado, pues el estado confederal usualmente ejerce unas pocas competencias (como la defensa o las relaciones internacionales) y el resto queda en manos de los estados confederados, que conservan su derecho a abandonar la confederación. Probablemente, el ejemplo más conocido de unión confederal es el de Suiza (denominada oficialmente Confederación Helvética), aunque podría sostenerse que también lo sería la Unión Europea (por más que no lo sea oficialmente).
El ejercicio del derecho constitucional a la autonomía se plasma jurídicamente en la aprobación de un estatuto de autonomía. Desde el punto de vista formal, los estatutos se aprueban mediante el mismo procedimiento que una ley orgánica por parte del Estado central, aunque para su reforma se seguirá el procedimiento fijado en el propio estatuto (que puede exigir, por ejemplo, un referéndum de los ciudadanos de la comunidad autónoma), aunque en todo caso se requiere también la aprobación de las Cortes Generales mediante el proceso de la ley orgánica.
Desde el punto de vista de su contenido, existe un amplio margen de libertad para configurar el autogobierno de la comunidad autónoma, aunque siempre dentro de los márgenes y límites establecidos por la Constitución. Esta establece un listado de materias que son siempre titularidad del Estado central (artículo 149), como, por ejemplo, el poder judicial, el ejército, las relaciones internacionales, las aduanas o el sistema monetario. Las comunidades autónomas podrán adquirir, conforme a sus respectivos estatutos, las competencias que estimen oportunas, respetando siempre las que la Constitución fija en todo caso como exclusivas del Estado. De modo similar a la Constitución, los estatutos regulan los órganos e instituciones básicas de la comunidad autónoma (poderes legislativo y ejecutivo), así como sus competencias, composición, configuración y funcionamiento.
A pesar de que los estatutos de autonomía están sometidos a la Constitución, se consideran también normas de rango constitucional, en la medida en que prevalecen sobre cualesquiera otras disposiciones de rango legal, provengan tanto del Estado central como del propio parlamento autonómico. El Estado no puede, por tanto, aprobar válidamente normas que contravengan lo dispuesto en los estatutos de autonomía. La relación entre una ley estatal y otra autonómica no es tampoco de jerarquía, sino de competencia: si la comunidad autónoma tiene competencia exclusiva sobre cierta materia y el Estado dicta una ley sobre esa misma materia, la ley autonómica prevalece en el ámbito de la comunidad autónoma y la ley estatal solo será de aplicación en aquellas otras comunidades que carezcan de competencia en dicha materia, o en los territorios que no se hubieran constituido en comunidad autónoma (si bien actualmente no existe ninguno).

2.3.El nivel o rango legal

El nivel normativo inmediatamente inferior al constitucional es el de las normas con rango de ley, llamado así por el destacado protagonismo que en este tiene la ley en sentido estricto o técnico. Sin embargo, aun siendo el tipo de disposición más común en este nivel, existen otros tipos de disposiciones normativas que se equiparan al mismo rango. Centraremos pues la atención brevemente en las principales categorías o tipologías de este nivel, que son los siguientes: los tratados internacionales; la normativa de la Unión Europea (reglamentos y directivas); las leyes orgánicas; las leyes ordinarias, y las normas gubernamentales con rango de ley (decreto legislativo y decreto-ley).
2.3.1.Los tratados internacionales
Los tratados internacionales (a veces también llamados convenios internacionales) son acuerdos vinculantes entre dos o más sujetos de derecho internacional. Los sujetos de derecho internacional son los entes que cuentan con personalidad jurídica internacional (lo que sería el equivalente a ser «persona» o tener personalidad jurídica conforme al ordenamiento jurídico interno de un estado). En síntesis, dichos sujetos son los estados y las organizaciones intergubernamentales (por lo común llamadas simplemente «organizaciones internacionales», como la OIT, la FAO, la UNESCO, etc.; muchas de ellas están englobadas o dependen de la Organización de la Naciones Unidas, la ONU).
Los tratados pueden concebirse como el equivalente a los contratos en el derecho interno, con la particularidad de que los sujetos obligados son los estados (o las organizaciones internacionales), que quedan vinculados jurídicamente desde el momento en que son ratificados. El mecanismo de ratificación depende del derecho interno de cada estado (algunos exigen la aprobación por las cámaras legislativas, otros solo un acuerdo del gobierno, etc.), pero a partir de ese momento se incorporan al derecho interno y vinculan jurídicamente a los poderes públicos, a los tribunales y (en la medida en que les pueda afectar) a los ciudadanos.
Por ejemplo, si un estado es parte firmante de un Tratado internacional sobre crímenes de guerra, se compromete a incorporar a su derecho penal los delitos indicados en dicho Tratado, en los términos que este establezca. O si se trata de un Tratado sobre cooperación judicial y extradición, los estados firmantes se comprometen a intercambiar información y documentación, extraditar personas detenidas, etc. entre sí en los términos establecidos en el acuerdo. O si se trata de un Tratado sobre derechos fundamentales, los países firmantes se comprometen a incorporar y reconocer en sus sistemas jurídicos tales derechos en los términos establecidos.
Durante largo tiempo los teóricos especialistas en derecho internacional estuvieron debatiendo acerca de la posición jerárquica de los tratados en el sistema de fuentes. Algunos de ellos sostenían que se situaban en un nivel intermedio entre la constitución y las leyes internas, mientras que otros afirmaban que tenían el mismo rango que estas últimas. El debate se origina en el hecho indiscutible y compartido de que los tratados son de aplicación preferente a la legislación interna en el caso de que exista una incompatibilidad entre ambos. Sin embargo, desde el punto de vista teórico, la concepción más razonable es la que sostiene que entre los tratados y las leyes no existe una relación de jerarquía, sino de prevalencia. La prevalencia implica que, en caso de colisión, el tratado tiene preferencia (y por tanto es lo que se aplica al caso), pero eso no supone que la ley quede invalidada o derogada. Usualmente, los tratados tienen un ámbito de aplicación muy determinado y vinculan solo a los estados firmantes, con lo que las leyes internas todavía conservan un amplio campo de aplicación (se seguirán aplicando, por tanto, a todos los demás casos en los que no exista un conflicto con un tratado).
El siguiente ejemplo puede resultar aclaratorio. Un tipo muy común de tratados entre estados son los que se elaboran para impedir la llamada «doble imposición internacional», que dicho de manera simplificada consiste en tener que pagar impuestos dos veces por el mismo concepto. Supongamos que una persona residente en España se traslada temporalmente a Canadá para realizar un breve trabajo, por el cual recibe su correspondiente remuneración. Conforme a la legislación canadiense, esa persona deberá pagar los impuestos correspondientes por las rentas recibidas por su trabajo en Canadá, aunque no sea residente. Y conforme a la legislación española (como en prácticamente todo el mundo), los residentes tienen que pagar impuestos por las rentas que obtengan, ya sean obtenidas en España o en el extranjero. Por tanto, este individuo se encontraría con que tiene que pagar impuestos dos veces por los mismos ingresos. Supongamos también que España y Canadá firman un tratado bilateral para evitar la doble imposición, de modo que los residentes en España solo paguen en España por las rentas obtenidas en Canadá y los residentes en Canadá paguen solo allí por las rentas obtenidas en España. Este tratado se aplicará preferentemente a la legislación tributaria española en los casos en que sea de aplicación (rentas obtenidas en Canadá por parte de residentes en España), pero esto no significa en absoluto que la legislación española sea inválida, o que quede derogada, o que no sea de aplicación en los demás casos en los que no resulte aplicable un tratado internacional. Por esa razón, si el mismo individuo realiza otro trabajo en Mongolia, pongamos por caso, sufrirá las consecuencias de la doble imposición.
2.3.2.La normativa de la Unión Europea (reglamentos y directivas)
La Unión Europea (UE) es una estructura creada a través de una serie de tratados internacionales, mediante los cuales los países firmantes ceden una parte de su soberanía y competencias a un conjunto de instituciones creadas a partir de dichos tratados, que son fundamentalmente la Comisión europea (que sería en cierto sentido el equivalente a un «gobierno» de la UE), el Parlamento europeo (que representa a los ciudadanos de la UE), el Consejo europeo (que representa a los gobiernos de los Estados de la UE) y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (la instancia judicial competente para conocer de ciertos asuntos relacionados con el derecho de la UE).
Una característica destacada y fundamental de la UE es que cuenta, a través de ciertos órganos (Parlamento, Comisión y Consejo), con la capacidad para dictar y aprobar normas jurídicas que son directamente vinculantes para todos los Estados (en las materias que son competencia de la UE), como si fueran disposiciones dictadas por los parlamentos o los gobiernos propios de cada Estado miembro. Es decir, a través de los tratados, las instituciones europeas cuentan con competencias legislativas y ejecutivas (y también, hasta cierto punto, judiciales) propias de la soberanía estatal, lo que ha dado lugar a un cuerpo normativo al que suele denominarse «derecho de la Unión Europea» o «derecho comunitario».
De los distintos tipos de disposiciones que pueden dictar las instituciones europeas, dos son especialmente destacables: los reglamentos y las directivas.
Los reglamentos europeos son disposiciones que se aplican directamente y por igual en todos los Estados miembros, una vez que entran en vigor (el texto es común para todos los Estados). Una vez vigentes, funcionan por tanto como una ley interna. Suelen ser normas bastante detalladas y lo más similar a una ley a escala europea.
Dadas las dificultades en conseguir acuerdos entre un número creciente de Estados miembros y obtener consensos en aspectos concretos y en un redactado común, no es el mecanismo más habitual de producción normativa, que resulta ser el de las directivas. Uno de los ejemplos más recientes de reglamento europeo, en el momento de escribir estas páginas, es el Reglamento general de protección de datos 2016/679, de 27 de abril de 2016, que entró en vigor el 25 de mayo de 2018.
Las directivas, en cambio, son mucho más comunes, puesto que lo que hacen es fijar una serie de puntos o aspectos respecto de los cuales los Estados miembros deben adaptar su legislación interna en un plazo determinado. Es decir, en lugar de aprobar un texto idéntico para todos y de aplicación inmediata, se establece un plazo para que cada Estado ajuste su normativa interna a los requisitos y contenidos fijados en la directiva (lo que se conoce como «transposición de las directivas»), logrando así una armonización entre la legislación de los distintos países sobre esa materia, aunque las normas no sean exactamente iguales en todos los Estados miembros.
A pesar de que las directivas no están concebidas para ser normas directamente aplicables, la jurisprudencia del Tribunal de la UE estableció hace tiempo que en determinados casos sí que pueden contar con un efecto o aplicabilidad directa, cuando la directiva reconoce derechos a los ciudadanos. Para que ello sea posible, deben satisfacerse varios requisitos: debe haber transcurrido el plazo para la transposición de la directiva sin que el Estado lo haya hecho; en segundo lugar, la directiva debe reconocer un derecho al ciudadano, establecido de manera precisa, clara e incondicional, y, por último, el reconocimiento y satisfacción de tal derecho no debe requerir medidas complementarias de carácter nacional o europeo. Si se cumplen dichas condiciones, un ciudadano puede reclamar el derecho que se le reconoce en una directiva, aunque el Estado no haya realizado la transposición, tanto ante los tribunales de dicho Estado como ante los tribunales europeos. El motivo de esta posibilidad de aplicabilidad directa es evitar que un Estado alegue su propio incumplimiento a la hora de transponer para fundamentar el no reconocimiento del derecho.
2.3.3.Las leyes orgánicas
Como se indicó al inicio del epígrafe, las leyes en sentido técnico son las disposiciones más habituales dentro de las normas con nivel o rango de ley. Toda ley en sentido estricto es una disposición con tal nombre aprobada por un parlamento o cámara legislativa, ya sea del Estado central (las Cortes Generales: Congreso y Senado) o de una comunidad autónoma, siguiendo el correspondiente procedimiento legislativo.
En el caso del Estado central (no así en los autonómicos) existen dos categorías de leyes en sentido estricto: las leyes ordinarias y las leyes orgánicas. Las diferencias entre ambas no son de jerarquía (todas las leyes tienen el mismo rango), sino de materia y de procedimiento. Las diferencias, pues, son tanto sustantivas (materia regulada) como formales (procedimiento para su aprobación, modificación y derogación). El distinto ámbito material regulado hace que no pueda haber conflictos entre las leyes orgánicas y las ordinarias.
Así, el artículo 81.1 de la Constitución establece el ámbito material de las leyes orgánicas: «Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los estatutos de autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución». Esto significa que toda regulación legal que pretenda realizarse sobre estas cuestiones debe seguir las exigencias formales previstas para las leyes orgánicas.
En cuanto a «las demás previstas en la Constitución», en su mayor parte se refieren a las leyes que regulan los principales órganos del Estado (más allá de los aspectos básicos que ya establece la propia Constitución), como la Ley orgánica del Tribunal Constitucional, la Ley orgánica del Poder Judicial o la Ley orgánica del Defensor del Pueblo. El Código penal también es una ley orgánica, porque afecta de manera importante a ciertos derechos fundamentales, como el de la libertad.
Por lo que respecta al aspecto formal (procedimiento), el artículo 81.2 de la Constitución exige la mayoría absoluta (que haya más votos favorables que la suma de votos negativos y abstenciones) del Congreso de los Diputados para la aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas, en una votación final sobre el conjunto del proyecto.
2.3.4.Las leyes ordinarias
Como es fácil suponer, las leyes ordinarias son todas aquellas leyes en sentido técnico que no tienen el carácter de ley orgánica.
En tanto que leyes, se trata de disposiciones aprobadas por las Cortes Generales o por los parlamentos de las comunidades autónomas, siguiendo el procedimiento legislativo establecido en cada caso. No existe una relación de jerarquía entre las leyes estatales y las autonómicas, puesto que la relación es competencial: en aquellas materias que sean de competencia autonómica, se aplicará la ley autonómica, mientras que en las materias que sean de competencia estatal, la ley aplicable será la estatal. De todos modos, el derecho estatal tiene «carácter supletorio», lo que significa que, aunque se trate de una materia de competencia autonómica, se aplicará la legislación estatal mientras no se haya aprobado una normativa autonómica específica.
2.3.5.Las normas gubernamentales con rango de ley
Además de los parlamentos, los gobiernos tienen también un papel muy destacado en la producción normativa. No obstante, como regla general, tanto en España como en muchos otros países, las normas gubernamentales tienen un rango inferior o supeditado al de las leyes. Sin embargo, en muchos países también existe, con carácter excepcional, la posibilidad de que el gobierno apruebe normas con el mismo rango jerárquico que las leyes parlamentarias.
En el caso español, existen dos categorías de normas gubernamentales con rango o fuerza de ley: el decreto legislativo, y el decreto-ley.
a) El decreto legislativo
Se trata de una disposición aprobada por el Gobierno con el mismo rango jerárquico que la ley, que puede dictar en los supuestos establecidos por el artículo 82 de la Constitución, y siempre a raíz de una decisión parlamentaria que delega puntualmente en el Gobierno la potestad de dictar esa norma en concreto (no cabe una delegación genérica de la potestad legislativa y el Gobierno tampoco puede subdelegar dicha potestad en otro órgano).
Un decreto legislativo es, por tanto, una especie de «encargo» que el Parlamento hace al Gobierno. La Constitución establece los supuestos y los límites en los que la delegación puede realizarse. Uno de estos límites fundamentales es que no es posible delegar la potestad legislativa sobre materias que estén reservadas a ley orgánica. Sobre el resto de materias, existen dos modalidades posibles de delegación:
1) A través de una llamada «ley de bases», el Parlamento puede encargar al Gobierno la elaboración y aprobación de un decreto legislativo sobre una determinada materia, respetando las bases (indicaciones) establecidas en la ley de delegación. La materia debe determinarse de manera concreta y establecer un plazo, y solo sirve para ese decreto legislativo en cuestión.
2) A través de una ley ordinaria, el Parlamento puede encargar al Gobierno la elaboración y aprobación de un «texto refundido». En ocasiones ocurre que la regulación de una materia es fragmentaria o ha sufrido sucesivas modificaciones, o bien está repartida entre diversos textos legales, dificultando su adecuada comprensión y aplicación. En tales casos, se puede encargar al Gobierno que reelabore y reúna en una sola disposición la regulación de dicha materia.
Un ejemplo sería el Real decreto legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de contratos del sector público.
b) El decreto-ley
En casos (en principio) muy excepcionales, se prevé la posibilidad de que el Gobierno dicte normas con rango de ley sin necesidad de delegación previa, que reciben el nombre de decreto-ley.
La Constitución establece una serie de límites que funcionan como garantías para evitar el abuso de esta figura por parte del Gobierno. Así, en el artículo 86.1, se exige que haya una situación «de extraordinaria y urgente necesidad».
En segundo lugar, «no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el título I, al régimen de las comunidades autónomas ni al derecho electoral general». Es decir, las materias excluidas son más amplias que las del decreto legislativo. En tercer lugar, tienen un período de vigencia limitado a treinta días (artículo 86.2). Inmediatamente después de su aprobación, debe convocarse al Congreso de los Diputados para debatir y votar la medida. El Congreso puede decidir convalidar el decreto-ley, con lo que seguirá en vigor hasta su derogación, o rechazarlo, con lo que dejará de tener efecto una vez transcurridos los treinta días. Si decide convalidarlo pero quiere proponer modificaciones en el redactado, puede también decidir tramitarlo como un proyecto de ley (siguiendo el mismo proceso que la elaboración y aprobación de una ley ordinaria).
No existe ningún criterio «jurídico» para valorar si existe o no una «extraordinaria y urgente necesidad», ya que se trata de una valoración política (será el Congreso quien estime si concurre o no ese requisito a la hora de decidir si lo convalida o no). Por eso un tribunal no puede invalidar un decreto-ley con el simple argumento de que no existía tal situación de urgencia y necesidad.

2.4.El nivel o rango reglamentario

En un tercer nivel jerárquico, sometido tanto al rango constitucional como al legal, encontramos toda una variedad de disposiciones normativas a las que genéricamente se hace referencia como «normas reglamentarias», que en su gran mayoría provienen de órganos gubernamentales (Gobierno central, gobiernos autonómicos y gobiernos locales) o de organismos dependientes de estos.
Se trata siempre de normas de desarrollo, es decir, de disposiciones que especifican, detallan o desarrollan de manera más concreta aspectos que han sido previamente objeto de una regulación legal y dentro del marco establecido por las leyes (no pueden contradecir lo que establece una ley). Las normas reglamentarias, por tanto, requieren de un fundamento o soporte legal previo, es decir, el Gobierno no puede por iniciativa propia regular mediante reglamento algún ámbito que previamente no haya sido regulado a través de una ley (no pueden existir los llamados «reglamentos independientes»).
La denominación concreta de las normas reglamentarias depende fundamentalmente del órgano competente que las dicta. Como se ha indicado, existe una amplia tipología, pero las más relevantes son las disposiciones que dicta un gobierno en pleno. En el caso del Estado, las normas reglamentarias dictadas por el Gobierno en pleno (el Consejo de Ministros) reciben la denominación de «real decreto». Si se trata del pleno del gobierno de una comunidad autónoma (cuya denominación depende de lo que establezca su respectivo estatuto, como, por ejemplo, Consell Executiu en el caso de Cataluña), se denomina sencillamente «decreto». Si la disposición proviene del pleno de un ayuntamiento, se denomina «ordenanza municipal». Si se trata de normas dictadas por un ministerio u órgano equivalente (en las comunidades autónomas suelen denominarse departamentos o consejerías), se denominan «órdenes».

3.Las principales ramas o ámbitos del derecho

Dedicaremos este último apartado del módulo a la enumeración y breve descripción de los principales campos (o «ramas», como comúnmente se denominan) del sistema jurídico. Conviene tener siempre presente que la clasificación es puramente convencional (y por ello bastante artificial) y que suele utilizarse fundamentalmente para facilitar el estudio del derecho y por temas organizativos (por ejemplo, para la organización de las distintas áreas o departamentos universitarios de las facultades de Derecho, o para la distribución de las competencias de los distintos órganos judiciales). Con esto lo que se quiere destacar es que en realidad el sistema jurídico está compuesto estrictamente solo por las disposiciones y preceptos dictados por las autoridades normativas y que la división en «ramas» o ámbitos responde más bien a una manera de organizar el estudio del Derecho que a una característica del ordenamiento jurídico en sí.
La principal y más clásica distinción es la que diferencia entre el llamado «derecho público» y el llamado «derecho privado».
El derecho privado comprendería la parte del sistema u ordenamiento jurídico que regula las relaciones entre individuos (personas físicas y/o jurídicas), en las que estos se encuentran en un plano de igualdad jurídica, mientras que el derecho público correspondería a la parte que regula las relaciones entre los poderes públicos, o entre los poderes públicos y los individuos, que se encuentran en una posición de subordinación frente a los primeros (en términos de Hohfeld, los poderes públicos se encontrarían en una situación de «potestad» frente a los ciudadanos, que estarían en una posición de «sujeción»).
De este modo, la regulación de las relaciones contractuales sería un claro ejemplo o manifestación del derecho privado (son acuerdos entre individuos privados en los que estos gozan de una importante autonomía), mientras que el derecho penal (que regula y castiga los comportamientos delictivos) sería un evidente ejemplo o manifestación del derecho público.
Desgraciadamente, las cosas no son tan claras ni sencillas. Si bien la distinción funcionaba bastante bien hasta el siglo xix y principios del xx, el progresivo desarrollo del Estado y su cada vez mayor protagonismo en ámbitos en los que tradicionalmente no había intervenido (actividad económica, protección social, etc.) ha hecho que los «tentáculos» del derecho hayan acabado invadiendo prácticamente cualquier ámbito y que cualquier actividad cuente con una importante regulación jurídica de obligado cumplimiento, lo que limita de modo significativo la autonomía de los individuos. Por ello, la distinción entre derecho público y privado suele mantenerse más por tradición que por responder a diferencias efectivas, en la medida en que incluso los sectores más tradicionalmente «privados» cuentan con una importante dosis de regulación pública.

3.1.Las principales ramas del derecho público

Entre los principales ámbitos o ramas del derecho público, suelen incluirse el derecho constitucional, el derecho internacional público, el derecho comunitario o de la Unión Europea, el derecho penal, el derecho administrativo, el derecho tributario y el derecho procesal.
3.1.1.El derecho constitucional
Como su nombre sugiere, se trata del sector del ordenamiento jurídico relacionado con el ámbito constitucional, entendido en sentido amplio o material, es decir, como aquellas normas que regulan los aspectos fundamentales del Estado en sus dimensiones política, jurídica y económica. En este sentido, aunque la Constitución en sentido formal (en el caso de España, la Constitución de 1978) ocupa un lugar muy destacado, no agota todo el campo, puesto que también habría que incluir los estatutos de autonomía de las comunidades autónomas, así como las normas que regulan la organización y el funcionamiento de las principales instituciones del Estado, como, por ejemplo, los reglamentos de las cámaras (que a pesar de denominarse «reglamentos», no se trata de normas gubernamentales, sino que son creadas y aprobadas por las propias cámaras) o la Ley orgánica del Tribunal Constitucional, entre otras. También se incluyen como una parte importante del derecho constitucional todas las cuestiones relativas a la protección de los derechos fundamentales reconocidos tanto por la Constitución como por tratados internacionales sobre la materia.
3.1.2.El derecho internacional público
El derecho internacional público abarca las manifestaciones jurídicas (o la dimensión normativa, si se prefiere) de las relaciones internacionales, es decir, de las relaciones entre sujetos con personalidad jurídica internacional (estados y organizaciones internacionales). Trata por tanto, y entre otras, de cuestiones relativas a los requisitos para la adquisición o reconocimiento de la personalidad jurídica internacional, a los efectos de la soberanía (espacio aéreo, mar territorial), a la celebración de acuerdos vinculantes (tratados o convenios internacionales), a la creación, organización y funcionamiento de organizaciones internacionales o estructuras supreaestatales, a la regulación de las relaciones diplomáticas (embajadas y consulados), a la cooperación internacional o a la gestión de los conflictos internacionales (incluida la guerra).
3.1.3.El derecho de la Unión Europea
Como se indicó anteriormente, la Unión Europea es una estructura política creada a través de una serie de tratados internacionales, que dan lugar a una serie de instituciones (las más importantes son la Comisión, el Consejo, el Parlamento y el Tribunal de Justicia de la UE), algunas de las cuales cuentan con competencia para dictar disposiciones que vinculan directamente a los Estados miembros, como si fueran aprobadas por sus respectivos órganos internos.
El derecho de la UE (llamado también «acervo comunitario») comprende tanto los tratados en sí mismos o derecho comunitario originario (que regula aspectos diversos, como la organización y funcionamiento de las principales instituciones comunitarias, los derechos de los ciudadanos de los países miembros, etc.), como la legislación derivada, que es el conjunto normativo (básicamente reglamentos y directivas comunitarias) elaborado por las instituciones europeas, y que abarca múltiples y variados ámbitos en los que la UE tiene competencia, como la política agraria común (la famosa PAC), la defensa de los consumidores, la normativa bancaria, la protección de datos personales, la defensa de la libre competencia, la política de defensa común, la inmigración, el derecho alimentario, etc.
3.1.4.El derecho penal
El derecho penal es posiblemente el ejemplo más claro de la relación de subordinación entre el individuo y los poderes públicos que caracteriza al derecho público, en la medida en que supone la manifestación más contundente del poder coactivo del Estado (pues puede comportar medidas tan drásticas como la privación de libertad).
El derecho penal regula y castiga una serie de comportamientos considerados como muy graves (los delitos), en la medida en que se considera que, de ser comportamientos generalizados o habituales, podrían en peligro incluso la propia subsistencia de la sociedad o del Estado. Si de manera habitual los ciudadanos se dedicaran a matar, robar, violar, lesionar o secuestrar, por poner algunos ejemplos especialmente graves, parece evidente que la propia continuidad de la sociedad como tal estaría en serio peligro, pues caeríamos en una especie de guerra de todos contra todos. Por ello, los comportamientos de este tipo son castigados con sanciones especialmente graves (las penas). Ningún comportamiento ilícito regulado en cualquier otro ámbito recibe el nombre de «delito», ni ninguna sanción no penal recibe el nombre de «pena», ya que se trata de conceptos exclusivos del derecho penal.
En la medida en que el derecho penal puede comportar consecuencias muy graves para los individuos, se establecen una serie de mecanismos y garantías específicas y superiores a la del resto de ámbitos del derecho. Así, rige en el ámbito penal el principio de legalidad (los comportamientos delictivos solo pueden ser regulados y sancionados a través de ley –que en nuestro caso es ley orgánica– y no por normas reglamentarias), el principio de tipicidad (solo pueden castigarse los comportamientos expresa y específicamente indicados en la ley, y no otros parecidos o similares) o el principio de irretroactividad de las leyes no favorables (una ley penal no puede aplicarse a hechos anteriores a su entrada en vigor, salvo que sea beneficiosa para el condenado –por ejemplo, si se reduce la pena o se elimina el delito–). En la misma línea, la Constitución (art. 24.2) reconoce derechos específicos para los acusados de cometer delitos, como la presunción de inocencia, el derecho a no declarar contra sí mismos, la asistencia letrada (de un abogado) o el derecho a utilizar todos los medios de prueba pertinentes para su defensa. Las sanciones penales solo pueden imponerse por un juez competente predeterminado por la ley (no por la administración pública) tras el correspondiente proceso judicial. Además, la Constitución prohíbe expresamente la pena de muerte (art. 15).
3.1.5.El derecho administrativo
Si hubiese que señalar el ámbito del derecho más importante en cuanto al volumen y cantidad de las disposiciones normativas involucradas, se trataría sin duda del derecho administrativo, ya que bajo ese rótulo genérico se incluye toda la normativa que está vinculada o relacionada de algún modo con las administraciones públicas (estatal, autonómica y local).
Se trata en realidad de un título genérico para englobar muchos ámbitos que pueden ser bastante heterogéneos o dispares, y que solo tienen en común el hecho de que la administración pública juega algún papel importante. Pese a todo, pueden diferenciarse (al menos) dos ámbitos principales:
a) Por una parte, como «núcleo» del derecho administrativo, tendríamos toda la normativa que se refiere a la organización y funcionamiento de los propios órganos administrativos (composición, nombramiento, competencias, procedimientos para la toma de decisiones, etc.), así como la regulación de la llamada función pública (personal al servicio de las administraciones públicas).
b) Por otra parte, tendríamos toda una serie de normativas «sectoriales» de ámbitos muy diversos, en los que existe una parte muy importante de regulación pública. Entre muchos otros, podríamos mencionar los siguientes:
  • Urbanismo (dónde, cuándo y cómo construir).

  • Comunicaciones.

  • Transportes.

  • Energía.

  • Actividades económicas (permisos y licencias para desarrollar una actividad o negocio, inspecciones y revisiones, etc.).

  • Protección del medio ambiente.

  • Contratación pública (contratos en los que al menos una de las partes es una administración pública).

  • Responsabilidad administrativa (indemnización por daños provocados por la actuación de la administración).

  • Expropiación forzosa.

3.1.6.El derecho tributario
Para el desarrollo de sus funciones y la prestación de sus servicios, el Estado necesita grandes cantidades de recursos (principalmente económicos), que obtiene mayoritariamente a partir de las contribuciones que aportan los miembros (personas físicas y jurídicas) de la propia sociedad.
Esta no es la única fuente de ingresos que puede obtener el Estado. También puede obtenerlos por otras vías, como a partir de sus propios recursos (como los beneficios obtenidos por las empresas públicas, en caso de haberlos), por donaciones voluntarias o herencias (en el caso de que alguien fallezca sin herederos, sus bienes pasan a ser del Estado), por ingresos provenientes de las loterías públicas o a raíz de las sanciones (como las multas). En todo caso, estas otras fuentes de ingresos constituyen una parte muy pequeña del total.
El derecho tributario es la parte del ordenamiento jurídico que regula las contribuciones que hay que aportar de manera obligatoria para el sostenimiento de las cargas públicas. Tales aportaciones obligatorias o forzosas son los tributos, dentro de los cuales destaca la categoría de los impuestos. El derecho tributario, pues, es el sector del ordenamiento jurídico relacionado con los distintos aspectos de los tributos.
En sentido estricto, se trataría de un subsector del derecho administrativo, pero ha alcanzado un nivel de desarrollo y sofisticación tan elevado que suele ser tratado de forma autónoma. Trata desde aspectos generales, como los principios constitucionales que deben guiar la normativa tributaria (capacidad económica, igualdad, progresividad y no confiscatoriedad) o la regulación de la administración tributaria (órganos y funciones, procedimientos de recaudación, inspección, etc.), hasta la normativa específica de cada tributo. Dentro de estos, ocupan un lugar destacado los impuestos. Estos gravan principalmente las rentas o ingresos (impuesto sobre la renta de las personas físicas e impuesto de sociedades), el patrimonio o riqueza (impuesto sobre el patrimonio, impuesto sobre bienes inmuebles, impuesto de vehículos de tracción mecánica, impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana) o las transmisiones o circulación de la riqueza (impuesto sobre el valor añadido, impuesto de transmisiones patrimoniales, impuesto de sucesiones y donaciones). Existen, además, otros tipos de impuestos especiales, que normalmente no tienen solo una finalidad recaudatoria, como los impuestos sobre el tabaco, el alcohol o los hidrocarburos.
3.1.7.El derecho procesal
El Derecho procesal es el sector del sistema jurídico que hace referencia genéricamente a la actividad judicial y a los procesos judiciales.
Como resulta evidente, no siempre los destinatarios de las normas cumplen con lo que estas establecen, y surgen situaciones o conflictos que deben ser resueltos por los tribunales conforme a derecho. Ello requiere de un entramado normativo que regule una serie de cuestiones, como cuáles son los distintos órganos judiciales y sus competencias, los diversos tipos de procedimientos judiciales (según la materia, la cuantía, etc.) y todo lo que ello conlleva respecto a quién puede iniciar un proceso judicial, quién puede o debe participar en el mismo (abogados, procuradores, fiscales, etc.), cuáles son las distintas fases de cada proceso, qué tipo de pruebas o de documentación puede aportarse, cuáles son los distintos plazos para cada actuación judicial o de las partes, qué tipos de resoluciones judiciales existen y cuáles son sus efectos, si existe o no la posibilidad de recurrir las decisiones (y a través de qué vías, ante qué órganos y con qué plazos, etc.).
Uno de los aspectos o elementos principales es la existencia de diversas jurisdicciones u órdenes jurisdiccionales, puesto que todo lo demás (órgano judicial competente, tipo de procedimiento, etc.) dependerá de la jurisdicción de que se trate. Existen en España las siguientes jurisdicciones principales: civil, mercantil, penal, contencioso-administrativa y social, que conocen de casos o situaciones relacionadas con el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho penal, el derecho administrativo o tributario, y el derecho del trabajo y de la Seguridad Social, respectivamente.

3.2.Las principales ramas del derecho privado

Dentro del derecho privado suele incluirse al derecho civil (también llamado derecho privado general), y a los «Derechos privados especiales», que son el derecho mercantil y el derecho del trabajo y la Seguridad Social. También suele añadirse el derecho internacional privado.
3.2.1.El derecho civil
El derecho civil es, desde la Antigüedad, el derecho privado por antonomasia. De hecho, el adjetivo civil proviene del latín cives, que significa ‘ciudadano’. Así, era el derecho que se ocupaba de regular los asuntos privados de los ciudadanos y no los asuntos públicos en donde el poder político manifestaba su supremacía (imperium) frente al individuo particular. A grandes rasgos, se ha mantenido dicha caracterización, aunque progresivamente el poder público se ha ido introduciendo en mayor medida en ámbitos que tradicionalmente eran estrictamente «privados». En cualquier caso, el derecho civil puede concebirse como la rama del sistema jurídico que regula los aspectos personales y patrimoniales del individuo que tienen relevancia jurídica, así como las relaciones jurídicas entre personas privadas, sean físicas o jurídicas.
El campo que abarca el derecho civil ha sido y es todavía muy amplio, por lo que habitualmente se distinguen diferentes ámbitos dentro del mismo, como los que se indican a continuación:
1) El derecho de la persona: regula aspectos como la adquisición y la extinción de la personalidad jurídica de personas físicas y jurídicas, las limitaciones a la capacidad de obrar (minoría y mayoría de edad, incapacitación, tutela y curatela, etc.), la nacionalidad y la vecindad civil, el domicilio o las alteraciones del estado civil (declaración de una persona como legalmente desaparecida o fallecida).
2) El derecho de la familia: regula aspectos como el matrimonio (capacidad para contraerlo, formas de matrimonio, separación, divorcio, nulidad, régimen económico –gananciales, separación de bienes…–, vivienda familiar, etc.) y las relaciones de parentesco, con especial énfasis en las relaciones paterno-materno-filiales (patria potestad, obligación de alimentos…).
3) El derecho de obligaciones y contratos: regula fundamentalmente las obligaciones legales derivadas de las relaciones contractuales. También regula los distintos aspectos de los contratos (capacidad para contratar, requisitos formales y sustantivos, tipos de contratos, responsabilidad por incumplimiento, etc.).
4) Los derechos reales: se denominan así aquellos derechos subjetivos que un titular tiene respecto de las cosas (a diferencia de las obligaciones contractuales, que dan lugar a derechos sobre el comportamiento de otras personas, como, por ejemplo, a exigir al comprador el pago de una cantidad de dinero). Los derechos reales afectan a cualquier tercero, y no solo a la otra parte contractual (porque no requieren de la existencia de un contrato). El derecho real por excelencia es el de propiedad, que otorga a su titular el uso y disfrute de una cosa sin más límites que los establecidos en las leyes, así como el derecho a enajenarla (transmitirla a otra persona, mediante venta o donación), pero existen muchos otros, como el usufructo, el uso, la servidumbre, la prenda, la hipoteca, etc. También se incluyen los derechos de propiedad intelectual (aquellos que se tienen no sobre objetos, sino sobre creaciones intelectuales, como obras literarias o audiovisuales).
5) El derecho de sucesiones: regula la transmisión mortis causa de los bienes y el patrimonio (es decir, por causa de muerte). Comprende todos los aspectos relacionados con las herencias y legados (testamentos, sucesión intestada –cuando no hay testamento–, herederos y legatarios, legítima, causas de desheredación e indignidad sucesoria, etc.).
6) La responsabilidad civil extracontractual: regula las situaciones en las que surge una obligación de indemnizar a otra persona no a raíz de un incumplimiento contractual, sino por la causación de un daño (no necesariamente provocado por la persona responsable). Como ya vimos previamente, dependiendo de cómo se configure dicha responsabilidad, puede hablarse de responsabilidad subjetiva u objetiva, así como de responsabilidad directa o indirecta.
Por último, debe destacarse que en nuestro sistema jurídico, como en muchos otros, el derecho civil suele tener también el carácter de «derecho común» o supletorio, lo que significa que en caso de que existan ámbitos o aspectos relativos a otras ramas que carezcan de regulación específica, se aplicará lo que dispone el derecho civil. Esto es cierto no solo en lo que respecta a las ramas «especiales» del derecho privado (como, por ejemplo, en un contrato mercantil o laboral), sino incluso en relación con el derecho público (siguiendo con el ejemplo de los contratos, en una contratación pública también se aplicará el derecho civil en todo aquello que no esté expresamente regulado por el derecho administrativo).
3.2.2.El derecho mercantil
Históricamente, «derecho civil» era sinónimo de «derecho privado». Sin embargo, el desarrollo comercial e industrial del siglo xix trajo aparejadas unas nuevas necesidades en determinados ámbitos, como el comercio o la industria, para los cuales el Derecho civil tradicional no siempre ofrecía soluciones satisfactorias. Por poner algunos ejemplos, era aconsejable introducir modificaciones en figuras contractuales clásicas, como el contrato de compraventa, para introducir agilidad y seguridad en las relaciones entre empresarios (mediante plazos más breves para realizar reclamaciones o limitando las causas para reclamar), o crear nuevas figuras contractuales no previstas previamente y adaptadas a las nuevas necesidades (como el contrato de seguro para protegerse frente a eventuales circunstancias adversas, o los contratos bancarios para conseguir financiación para la actividad económica); de modo similar, las modalidades de persona jurídica reconocidas en el ámbito civil no siempre se ajustaban bien a las nuevas necesidades empresariales, con lo que era recomendable crear nuevas figuras (las sociedades mercantiles), que pudieran permitir, entre otras cosas, la transmisión de la participación de un socio en la compañía a un tercero sin necesidad del consentimiento del resto de socios, o la limitación de la responsabilidad a la cuantía de la aportación, de modo que en caso de pérdidas el socio solo respondería con su parte en la sociedad y no con los bienes de su patrimonio personal.
De este modo, paulatinamente fue tomando forma un cuerpo legislativo específico para el sector comercial y empresarial, al que se denominó «derecho mercantil», y que puede considerarse como una rama «especial» del derecho privado, en la medida en que afecta solo a determinados sujetos involucrados en actividades empresariales. Con el paso del tiempo, no obstante, como ha ocurrido con prácticamente todos los sectores del derecho, esta rama ha ido desarrollándose, y hoy en día regula, entre otros, los ámbitos siguientes:
1) El derecho societario: se refiere a toda la regulación relativa a las personas jurídicas de carácter mercantil o empresarial, como las sociedades anónimas o las sociedades de responsabilidad limitada. Determina los requisitos y la forma para constituirse en una sociedad mercantil determinada, sus características (si existe o no limitación de responsabilidad de los socios, si puede transmitirse libremente la participación en la sociedad, etc.), sus órganos, la toma de decisiones societarias, la disolución y liquidación de las sociedades, etc.
2) Los contratos mercantiles: toda la regulación relativa a las especificidades de la contratación en el ámbito mercantil, tanto en lo relativo a la modificación de figuras contractuales tradicionales para adaptarlas a las necesidades empresariales, como a la creación de nuevos tipos de contrato (por ejemplo, en sus inicios, el contrato de seguro, el transporte de mercancías, los contratos bancarios en sus múltiples modalidades para la financiación, el renting, la franquicia, etc.).
3) La propiedad industrial: el registro de marcas y patentes para poder utilizar en exclusiva ciertas denominaciones de productos y servicios (marcas), de manera que el público general identifique una denominación con un producto determinado y con un empresario. Las patentes permiten utilizar en exclusiva durante un tiempo limitado un determinado proceso técnico o mejora tecnológica, de modo que se potencia la innovación y el desarrollo «premiando» a sus creadores con el derecho a utilizarlo de manera exclusiva durante un tiempo. Tanto las marcas como las patentes pueden transmitirse (venderse) o licenciarse (permitir usarlas a un tercero a cambio de un precio).
4) Derecho de la competencia: normas dirigidas a evitar y sancionar la competencia desleal y/o los acuerdos y prácticas que vayan en perjuicio de la libre competencia y el normal funcionamiento del libre mercado (como pactar precios o adquirir cuotas de mercado que puedan suponer un monopolio u oligopolio).
5) El mercado de valores: la regulación de los aspectos relativos a la bolsa y a la compraventa de acciones en un mercado de valores.
6) Los títulos-valores: la regulación de la tipología, requisitos y efectos de determinados títulos de crédito que son virtualmente asimilables al dinero (como los cheques, las letras de cambio o los pagarés), en la medida en que proporcionan a su poseedor un título ejecutivo para exigir el pago, sin necesidad de acreditar la existencia de un contrato o una relación jurídica previa que sustente el crédito.
7) El derecho concursal: como es obvio, no siempre las actividades empresariales son exitosas, y en ocasiones ocurre que el empresario no puede hacer frente a todas las deudas y obligaciones contraídas, ni siquiera con todo el patrimonio y los activos de la empresa. Eso es lo que se conoce como «quiebra» o «bancarrota». Existen dos figuras jurídicas para estos casos: la suspensión de pagos (para situaciones de insolvencia que en principio son temporales y reversibles) y el concurso de acreedores (para casos de insolvencia definitiva, y que implican la disolución y liquidación de la sociedad mercantil). En estos casos se establecen unos procedimientos para establecer un orden de prioridad entre los acreedores, así como para intentar, en la medida de lo posible, que todos o la mayoría cobren al menos una parte de sus créditos (ya que al estar en quiebra, no es posible que todos los acreedores cobren la totalidad de sus créditos).
3.2.3.El derecho del trabajo y de la Seguridad Social
Paralelamente al desarrollo de la actividad industrial durante el siglo xix, se produjo un auge del trabajo asalariado vinculado a la misma. En aquella época no existía una normativa específica para las relaciones laborales, de manera que era de aplicación la legislación contractual general del derecho civil (a través de la figura contractual del «arrendamiento de servicios»). El problema consistía en que la legislación civil está basada en el presupuesto de que las partes contratantes se encuentran en una posición de (relativa) igualdad, por lo que cuentan con cierta capacidad negociadora y pueden llegar a un resultado de mutuo acuerdo que sea razonablemente satisfactorio para ambas partes. De ese modo, el contrato de arrendamiento de servicios es adecuado en un contexto en que, por ejemplo, contratamos los servicios de un médico, de un arquitecto o de un abogado, pero no era esa precisamente la situación habitual de los trabajadores (o aspirantes a trabajadores) de una industria, en donde por lo común se trataba de trabajos con nula o escasa cualificación (y, por tanto, que podían ser desempeñados por la mayoría de personas), con lo que la oferta disponible de mano de obra para los empresarios era muy grande y los demandantes de empleo habitualmente carecían de recursos y solo podían ofrecer su fuerza de trabajo como medio para poder subsistir.
En la práctica, pues, se producía un gran desequilibrio efectivo de fuerzas, pues los empresarios podían contar con un alto número de potenciales empleados y estos no estaban en condiciones de poder rechazar los empleos, pues de ello dependía su propia subsistencia. Este desequilibrio se traducía en la práctica en unas condiciones laborales abusivas, con jornadas interminables, escasos descansos, malas condiciones higiénicas y de seguridad, y salarios miserables. Además, cualquier asomo de queja podía ser aprovechado por el empresario para despedir al trabajador y sustituirlo por otro.
Poco a poco, en (menor) parte por motivos filantrópicos y en (mayor) parte por la presión ejercida por el cada vez más fuerte movimiento obrero, fueron aprobándose normas que ponían límites a las condiciones que podían fijarse en los contratos de trabajo, estableciendo limitaciones a la duración de las jornadas, descansos obligatorios, retribuciones mínimas, medidas de seguridad e higiene, etc. También se dio un reconocimiento legal especial a las asociaciones de trabajadores que reivindicaban mejoras en las condiciones y derechos laborales (los sindicatos), y se reconoció el derecho de huelga. De este modo, se fue formando con el tiempo un derecho privado especial de las relaciones laborales, que, de hecho, se caracteriza en gran medida por ser menos «privado», en tanto que la regulación estatal establece muchas limitaciones a la libertad contractual para proteger los intereses de la parte más débil (el trabajador).
Este (relativamente) nuevo ámbito del derecho privado se conoce como derecho del trabajo o derecho laboral, y se aplica a toda relación laboral, caracterizada por consistir en un trabajo voluntario, por cuenta ajena (el trabajador no obtiene los frutos de su trabajo), dependiente (bajo las órdenes y supervisión del empresario), y remunerado (a cambio de un salario).
Regula aspectos como los tipos o modalidades de contrato de trabajo, la jornada y los descansos, las vacaciones y festivos, los permisos y excedencias, el salario, las causas y modalidades de despido, los poderes de dirección y control del empresario, la representación de los trabajadores en la empresa, etc.
Una característica fundamental del derecho del trabajo es que lo que la ley establece tiene siempre la consideración de mínimos: las condiciones del contrato de trabajo individual pueden mejorar lo dispuesto en la ley, pero nunca empeorarlo. Otra característica distintiva es la existencia de una figura normativa que está a medio camino entre un contrato y la legislación: los convenios colectivos. Se trata de acuerdos entre el empresario o los representantes de los empresarios y los representantes de los trabajadores (nunca con trabajadores individuales), por los que se establecen las condiciones laborales mínimas y obligatorias en cierto ámbito o sector (por ejemplo, la hostelería), que mejoran lo establecido en las leyes y que son de obligado cumplimiento para los empresarios y trabajadores, aunque no hayan participado en dicho acuerdo. Pero, como siempre, el contrato individual de trabajo entre un empresario y un trabajador puede mejorar las condiciones del convenio (pero no empeorarlas).
El derecho del trabajo está estrechamente relacionado con otro ámbito, denominado derecho de la Seguridad Social. La Seguridad Social es un sistema público de seguros obligatorios que ofrecen una serie de prestaciones y coberturas a los trabajadores frente a contingencias que les impiden o dificultan el desempeño de su actividad laboral, como enfermedades, accidentes, desempleo o vejez (jubilación). Como es natural, existe un conjunto de normas que regulan los tipos de prestaciones, quién tiene derecho a las mismas, en qué circunstancias, etc.
3.2.4.El derecho internacional privado
Quizá lo primero que podría comentarse de esta rama del derecho es que su propia denominación puede inducir a confusión, ya que en realidad estaría formada principalmente por normas internas y no internacionales (si bien existen también importantes tratados internacionales sobre la materia).
En síntesis, se trata del conjunto de normas jurídicas que determinan primordialmente la legislación aplicable y los tribunales competentes respecto de las relaciones jurídicas entre personas (físicas o jurídicas) en las que existen elementos de extranjería.
Supongamos que una empresa española y otra estadounidense celebran un contrato en Francia, que debe ser ejecutado en Alemania. Entre otras cuestiones, se plantean las dos siguientes: ¿a qué legislación está sometido el contrato, a la francesa, a la alemana, a la estadounidense o a la española? Y, en caso de conflicto, ¿qué órganos judiciales serán competentes para juzgar el caso? Estas cuestiones son de gran importancia, ya que en función de cuál sea la legislación aplicable, el resultado puede ser muy distinto, y suele tratarse de operaciones que involucran importantes inversiones e intereses económicos.
Por ejemplo, si la demanda se interpone ante los juzgados españoles (suponiendo que estos se declaren competentes), la legislación aplicable podría ser la francesa, mientras que si el asunto lo juzgan los tribunales de otro país, podrían determinar que las leyes aplicables son otras (por ejemplo, las alemanas), lo que puede suponer diferencias muy significativas respecto de los intereses de cada parte. Por eso todas las empresas que operan internacionalmente cuentan con equipos jurídicos especializados para estudiar en detalle cómo redactar los contratos y a qué jurisdicción acudir en caso de conflicto.
Otros ámbitos en los que el derecho internacional privado resulta relevante es en las cuestiones relacionadas con la nacionalidad (determinar si un sujeto tiene la condición de extranjero o de nacional) y con el derecho de familia (sobre todo matrimonio y filiación): por ejemplo, si se reconoce o no, y en qué supuestos, si dos personas están legalmente casadas a efectos de la legislación interna cuando estas personas han contraído matrimonio en otro país (esto puede plantear problemas cuando los países en cuestión reconocen distintos modelos de matrimonio, como la poligamia o el matrimonio entre personas del mismo sexo), o si se reconoce la relación de filiación (de nuevo puede ser problemático en algunos supuestos, como la maternidad subrogada).
Todos los países cuentan con sus normas internas de derecho internacional privado, aunque también existen múltiples tratados internacionales sobre aspectos como competencia judicial internacional, legislación aplicable a los contratos, etc., que en caso de existir y estar en vigor, se aplican con preferencia a la legislación interna.

Resumen

En este módulo se ha realizado una breve presentación de los distintos tipos de elementos y disposiciones que componen el ordenamiento jurídico español, así como de cómo están organizados, tanto por lo que respecta a su importancia relativa (jerarquía) como a los ámbitos o materias que regulan (las ramas del derecho).
Si bien teóricamente habría tres grandes categorías de elementos o «fuentes del derecho» que conforman el ordenamiento jurídico (la ley, la costumbre y los principios generales del derecho), en realidad las dos últimas tienen una importancia casi nula, por lo que el sistema jurídico se limita fundamentalmente a la categoría de la «ley», entendida como cualquier norma de carácter general (es decir, no relativa a un caso concreto) dictada por una autoridad normativa. Dentro de esta categoría, no obstante, no todas las disposiciones tienen la misma importancia, sino que se estructuran en distintos niveles jerárquicos. La jerarquía normativa es importante en la medida en que uno de los requisitos de la validez jurídica, como tuvimos ocasión de ver en el módulo «El derecho: qué es y cómo es», consiste en la compatibilidad con lo que disponen las normas de rango superior.
Existen tres grandes niveles de jerarquía normativa, que por orden de importancia son el rango constitucional, el rango legal y el rango reglamentario. Dentro de cada uno de ellos, no obstante, encontramos diversas tipologías de normas y disposiciones, con denominaciones diversas en función de los órganos competentes que las dictan y de los procedimientos seguidos para ello. Sin embargo, conviene tener presente que dentro de cada nivel todas las disposiciones, aun de diverso tipo, mantienen el mismo rango jerárquico.
La gran cantidad y variedad de normas que conforman el ordenamiento jurídico ha dado lugar, desde tiempos muy antiguos, a la necesidad de organizarlas en distintos ámbitos o «ramas» para facilitar su estudio y su adecuada comprensión e interpretación. A pesar de los problemas y críticas a las que tal división puede ser sometida, todavía goza de una gran implantación la distinción entre el derecho público y el derecho privado, como aquellas normas que regulan los poderes públicos y su relación con los particulares, y las normas que regulan los aspectos personales y las relaciones entre particulares, respectivamente. Dentro del campo del derecho público suelen citarse como algunas de sus principales ramas las siguientes: el derecho constitucional, el derecho internacional público, el derecho de la Unión Europea, el derecho penal, el derecho administrativo, el derecho tributario o el derecho procesal. Dentro del ámbito del derecho privado, suele incluirse el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho del trabajo o el derecho internacional privado.