La dimensión institucional del derecho. El Estado de derecho

  • David Martínez Zorrilla

    Doctor en Derecho. Profesor Agregado de los Estudios de Derecho y Ciencia Política de la UOC.

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Introducción

En el módulo anterior hemos centrado la atención en los elementos que componen el sistema jurídico (normas o disposiciones). Pero como sabemos, una característica distintiva fundamental del derecho que lo diferencia de otros sistemas normativos es su carácter institucionalizado. La existencia del derecho es inseparable de la de un entramado de órganos e instituciones que, en conjunto, conforman lo que se denomina «Estado». Estas instituciones, en los estados modernos, son creadas y configuradas por normas jurídicas, que determinan también sus competencias y su funcionamiento. Además, muchas de ellas tienen la capacidad de dictar, a su vez, nuevas normas jurídicas.
En este módulo nos detendremos brevemente en algunos de los principales órganos que conforman el Estado español y en cómo están configurados jurídicamente. Pero antes será conveniente que nos detengamos en un concepto de gran importancia en los estados desarrollados actuales, puesto que predetermina en importante medida cómo es la configuración institucional: se trata del concepto de «Estado de derecho».

1.El Estado de derecho. Concepto y características

La Constitución española establece en su artículo 1 que «España se constituye en un Estado social y democrático de derecho (…)». Cada una de estas tres expresiones (social, democrático y de derecho) tiene importantes repercusiones desde el punto de vista político y jurídico, pero centraremos la atención únicamente en la última de ellas, es decir, en la noción de «Estado de derecho».
Lo primero que sugiere esta denominación es la existencia de una estrecha vinculación entre las nociones de «Estado» y «derecho», o, dicho de otro modo, que el derecho desempeña un papel central en la configuración del Estado. Si bien esto es cierto, es necesario entrar en más detalles, porque aunque puede afirmarse que todo Estado cuenta con derecho, no todo Estado es necesariamente un Estado de derecho. El concepto de «Estado de derecho» comenzó a configurarse en el siglo xix, paralelamente al desarrollo del constitucionalismo y las revoluciones liberales. La idea central consistía (y sigue consistiendo) en la limitación y supeditación de la actuación del Estado y los poderes públicos al derecho, aunque desde sus inicios ha habido una importante evolución.
Siguiendo al profesor Elías Díaz, podemos decir que el Estado de derecho contemporáneo se caracteriza por los cuatro elementos siguientes: separación o división de poderes, supremacía de la ley, entendida como expresión de la voluntad general, sometimiento de los poderes públicos al derecho, y reconocimiento y protección de los derechos fundamentales.

1.1.Separación o división de poderes

Toda estructura que pueda calificarse como Estado, desde sus primeras manifestaciones en Oriente Medio en el II milenio a. C., ejerce poder sobre una comunidad y un territorio (el poder público), que se manifiesta incluso por medios coactivos. Dicho poder puede configurarse de múltiples maneras, siendo habitual históricamente su concentración en una sola persona (rey, emperador, tirano, etc.) o en un reducido grupo de personas o estructuras.
La concentración o acumulación de mucho poder en pocas manos ha mostrado (y sigue mostrando) una marcada tendencia al abuso y a la corrupción. Por ello, a lo largo de la modernidad y la Ilustración, diversos pensadores insistieron en la necesidad de distribuir el poder político entre diversas personas u órganos, tanto para evitar una concentración excesiva, como para permitir que el poder de unos sirviera como contrapeso y limitación del de los demás, y se facilitara así un control mutuo.
Aunque la primera propuesta moderna de separación de poderes fue la del filósofo inglés John Locke (1632-1704), la más conocida es la que planteó Montesquieu en De l’esprit des lois (1748). El autor propone atribuir a órganos distintos cada una de las tres principales manifestaciones del poder del Estado: el legislativo (capacidad de dictar normas jurídicas), el ejecutivo (ejecutar o hacer cumplir las leyes) y el judicial (resolver controversias conforme a derecho). Esta clasificación es la que, en mayor o menor medida, se ha adoptado en la mayoría de países en los que se ha implementado la idea de la separación de poderes. A pesar de esto, en la práctica ningún Estado ha optado por una separación «pura» o absoluta en los términos planteados por Montesquieu, sino que todos ellos, en mayor o menor grado (dependiendo sobre todo de si se trata de sistemas parlamentarios o presidencialistas, como veremos más adelante), plantean conexiones o relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo (en contraste, el poder judicial sí que suele configurarse como un poder estrictamente independiente). Por eso, algunos autores prefieren hablar de «división» en lugar de «separación», en un sentido similar al de una «división del trabajo» que no implica que haya una separación o desconexión absoluta.
En el modelo institucional español diseñado por la Constitución (que responde al esquema de la denominada monarquía parlamentaria), la potestad legislativa es ejercida fundamentalmente por las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado) y los parlamentos de las comunidades autónomas, mientras que la potestad ejecutiva recae en los gobiernos (el central y los autonómicos) y la judicial en los jueces y tribunales.

1.2.Supremacía de la ley

El concepto de Estado de derecho no solo otorga un papel central al sistema jurídico en la configuración y actuación de los poderes públicos, sino que incide también en el sistema de fuentes, y atribuye un papel preponderante a aquellas normas jurídicas que pueden considerarse como una expresión de la voluntad general, es decir, provenientes de aquellos órganos que pueden considerarse como representativos de dicha voluntad.
Por tal motivo, en el Estado de derecho, la ley (como norma parlamentaria, emanada de los representantes de la comunidad) ocupa un lugar destacado en el sistema de fuentes, superior al de las normas gubernamentales o reglamentarias (ya que el Gobierno guarda una relación más indirecta con la voluntad general que el Parlamento). De hecho, la jerarquía de las fuentes en los países democráticos suele guardar una relación directa con la legitimidad democrática de su origen (esto es algo que se ve muy claramente en los sistemas parlamentarios): el nivel superior es el constitucional (norma aprobada directamente por el poder constituyente o soberano a través de referéndum), seguido del legal (normas aprobadas por los representantes elegidos por el pueblo) y del reglamentario (normas aprobadas por órganos gubernamentales, elegidos por los parlamentos).

1.3.Sometimiento de los poderes públicos al derecho

Se trata sin duda del aspecto que mejor identifica la noción de Estado de derecho. Si por algo se caracteriza especialmente un Estado de derecho, es por el hecho de que todas las instituciones y poderes públicos actúan conforme a lo establecido por las normas jurídicas. Estas normas determinan tanto su propia existencia, composición y competencias, como su funcionamiento y el marco de las decisiones que pueden tomar. Toda su actividad está determinada y limitada por el derecho, por lo que sus decisiones deben ajustarse a este y no pueden contradecir o extralimitarse de lo establecido por las leyes.
Lo anterior constituye una de las principales garantías de la seguridad jurídica y de los derechos de los ciudadanos. Como vimos en su momento, de poco sirve contar con normas claras y públicas si los poderes públicos no se ajustan a ellas, ya que en tal caso sería imposible determinar las consecuencias legales de nuestros actos. Y no solo tiene un impacto directo en la previsibilidad, sino también en la garantía y el respeto de los derechos de los ciudadanos. Los derechos solo pueden garantizarse en la medida en que los poderes públicos respeten las leyes, pues de nada sirve que la ley reconozca un derecho, ya sea frente al propio Estado o frente a otro individuo, si después no se garantiza conforme a la ley (ya sea por parte de la administración pública o de los tribunales).
La principal razón que subyace en el sometimiento de los poderes públicos al derecho es la idea de que si bien es malo que los individuos incumplan las normas y que hay que hacer lo posible para evitarlo, es mucho peor que sea el propio Estado (responsable del cumplimiento de la ley) el que no actúe conforme a sus propias reglas, pues en tal caso más que como una autoridad, estaría actuando como una organización criminal o mafiosa. Por eso se considera que la primera y más importante obligación de los poderes públicos es cumplir y hacer cumplir las leyes, pues los derechos y libertades de los ciudadanos y la propia legitimidad de su poder dependen de esta exigencia previa.

1.4.Derechos fundamentales

El último elemento, pero no por eso el menos importante (más bien incluso al contrario), para considerar que un Estado es de derecho, es el del reconocimiento y protección de una serie de derechos fundamentales. Puede haber diferencias en el catálogo concreto de estos derechos entre los distintos Estados, pero existe un núcleo compartido de derechos básicos (vida, integridad física, libertad ideológica, religiosa y de expresión, libertad de movimiento, inviolabilidad del domicilio, derecho de asociación y manifestación, etc.).
Pero más importante que el hecho de que el sistema jurídico reconozca o enumere una serie de derechos, es que existan mecanismos legales para garantizarlos de manera efectiva, de modo que no se trate de simples proclamas sin valor. Como veremos con algo más de detenimiento en el apartado 3, algunos de estos mecanismos en nuestro sistema son, por ejemplo, el hecho de que tengan un reconocimiento constitucional (lo que los coloca en una situación jerárquica privilegiada, pues el resto de normas de rango inferior deben respetarlos), la exigencia de desarrollo por ley orgánica (aunque no es necesario su desarrollo legislativo para que sean directamente vinculantes) o la existencia de mecanismos judiciales específicos para su protección.

2.Las principales instituciones políticas del Estado español

2.1.La jefatura del Estado: la Corona

Si bien las funciones o competencias que en cada país tiene la jefatura del Estado dependen de lo que establezcan sus respectivas constituciones, existe una atribución que es constante y sin duda la más característica del cargo, que es de tipo simbólico y que consiste en ser la máxima representación del Estado, tanto a nivel interno como (sobre todo) en el ámbito internacional. Es decir, al margen de otras funciones que puedan ir asociadas a la institución a nivel interno, el jefe del Estado es el símbolo que representa al propio Estado en las relaciones internacionales. Esta representatividad es principalmente formal y simbólica y no implica que el jefe del Estado tenga verdaderas atribuciones o poderes políticos o normativos (aunque puede tenerlos).
En función de cómo se configure la jefatura del Estado, puede hablarse fundamentalmente de dos modelos distintos: la monarquía y la república. En las monarquías, el cargo de jefe del Estado es vitalicio, hereditario y no electo, mientras que en las repúblicas no suele reunir estas tres características conjuntamente, si bien hay mucha variedad. En las repúblicas democráticas occidentales, el jefe del Estado es el presidente de la república, que suele ser un cargo temporal, electo y no hereditario.
En algunos casos, no obstante, la simple denominación «república» no sirve como criterio para la existencia de diferencias reales o significativas, ya que en algunas autodenominadas repúblicas el cargo se ostenta de manera vitalicia y no electa, y en algunos casos concretos, como el de Corea del Norte, resulta difícil encontrar alguna diferencia con una monarquía, puesto que a pesar de ser formalmente una república, el jefe de Estado es también vitalicio, no electo y hereditario, asemejándose más a una monarquía absolutista.
En el caso de España, la jefatura del Estado es una monarquía (denominada «Corona» y regulada fundamentalmente en el título II de la Constitución, «De la Corona», artículos 56 a 65), que se configura, al igual que el resto de monarquías europeas que todavía existen (como Suecia, Dinamarca, Reino Unido, Países Bajos o Bélgica, entre otras), como una monarquía parlamentaria. Esto significa que, si bien el jefe de Estado cumple con las condiciones de una monarquía (carácter vitalicio, no electo y hereditario), este órgano tiene un carácter estrictamente simbólico y sin poder político o capacidad de decisión efectivos, ajustándose así al dicho de que «El rey reina pero no gobierna». En las monarquías parlamentarias, el rey se limita a realizar actos debidos, configurados por la Constitución o las leyes y sobre los que el monarca no tiene la capacidad ni para modificarlos ni para rehusarlos. Así, por ejemplo, cuando la Constitución (art. 62) establece que corresponde al rey «sancionar y promulgar las leyes» (que son actos simbólicos tras su aprobación por las Cortes Generales), el rey no puede decidir si lo hace o no, sino que tiene la obligación de hacerlo, aunque el contenido de la ley aprobada no le guste. De modo similar, cuando le corresponde nombrar al presidente del Gobierno o a cualquier otro cargo, debe limitarse a hacerlo, pero ni le corresponde decidir quién va a ocupar el cargo, ni puede oponerse al nombramiento.
El único ámbito en el que el rey goza de cierto margen (muy limitado) de actuación es en la propuesta al Congreso de un candidato a la investidura como presidente del Gobierno, pero incluso en este caso el margen de maniobra es más teórico que efectivo, puesto que propondrá al candidato con mayores probabilidades de lograr la investidura (que no necesariamente será el candidato del partido político más votado).
Como contrapartida a esta carencia (casi) absoluta de poder de decisión, la Constitución establece el carácter inviolable del rey (art. 56.3). La inviolabilidad implica que el rey no está sujeto a responsabilidad (no puede ser sancionado, ni siquiera en el ámbito penal). Para que sus actos tengan consecuencias jurídicas, deben ser «refrendados», normalmente por el presidente del Gobierno o por un ministro (art. 64), que son quienes asumen la responsabilidad que pueda derivarse del acto. Sin el refrendo correspondiente, los actos del rey carecen de validez y de cualquier tipo de consecuencias jurídicas. Correlativamente, refrendar un acto implica asumir la responsabilidad del mismo.
A pesar de las evidentes limitaciones de las atribuciones de la monarquía en nuestro modelo constitucional, en la medida en que sigue ostentando la máxima representación institucional del Estado, con el valor simbólico que ello supone, puede tener un papel muy relevante en ciertas situaciones excepcionales en las que pueda estar en peligro la propia supervivencia institucional del Estado, como cuando ocurre un intento de golpe de estado (un intento de derrocar el orden constitucional de forma ilegal y por la vía de los hechos, normalmente –aunque no necesariamente– mediante la violencia). En estas situaciones extremas, el rey actúa como representación o encarnación del propio Estado y como garante último del orden constitucional. El ejemplo más famoso en este sentido fue el de la intervención televisiva del rey Juan Carlos I tras el intento golpista del 23-F de 1981.

Hans Kelsen, uno de los mayores teóricos del derecho del siglo xx y de toda la historia del pensamiento jurídico, se refiere al concepto de «golpe de estado» en varias ocasiones a lo largo de su obra. Así, en la Teoría general del Derecho y del Estado, lo caracteriza como la situación en la que «el orden jurídico de una comunidad es nulificado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden». En su obra más conocida e influyente, la Teoría pura del derecho, afirma lo siguiente:

«(E)l golpe de estado es toda modificación no legítima de la constitución –es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales– o su remplazo por otra. Visto desde un punto de vista jurídico, es indiferente que esa modificación de la situación jurídica se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo o efectuado por miembros del mismo gobierno […]. Si la revolución no triunfara […], la antigua constitución permanecería en vigencia y no habría ocasión de presuponer, en lugar de la antigua norma fundante básica, una nueva. Entonces la revolución no sería entendida como un proceso de producción de nuevo derecho, sino como un delito de alta traición, conforme a la vieja constitución y a las leyes penales fundadas en ella y consideradas válidas».

H. Kelsen (1960). Reine Rechtslehre (citado por la traducción castellana de 2000, Teoría Pura del derecho, 11.ª ed., págs. 218-219). México: Porrúa.

2.2.Las Cortes Generales

En los países democráticos la potestad legislativa es ejercida fundamentalmente a través de asambleas o parlamentos elegidos por sufragio universal, de manera que su composición refleja, al menos en principio, las preferencias y la ideología política de los ciudadanos. Dependiendo del país, puede tratarse de órganos unicamerales (una sola cámara o asamblea) o bicamerales (dos cámaras).
En el caso del Estado español dichas asambleas legislativas son las Cortes Generales (1) , por lo que respecta al Estado central, y los parlamentos autonómicos (con la denominación que corresponda según lo que establezcan sus respectivos estatutos de autonomía), en el caso de las comunidades autónomas.
La regulación básica de las Cortes Generales se encuentra en el título III de la Constitución (arts. 66 a 96). Se trata de un órgano bicameral (a diferencia de las asambleas legislativas autonómicas, que son unicamerales), compuesto por el Congreso de los Diputados y por el Senado, si bien con una clara preponderancia del primero.
La Constitución establece que el Congreso de los Diputados (comúnmente llamado «Cámara baja») está compuesto por entre trescientos y cuatrocientos diputados (actualmente son trescientos cincuenta), elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto (art. 68). Las circunscripciones son provinciales y de representación proporcional (a mayor proporción de votos, más representantes), y el número de representantes aumenta conforme a la población de cada provincia, aunque el establecimiento de un mínimo de representantes por circunscripción, junto con la ley d’Hondt en la distribución de escaños, y las barreras electorales (porcentaje mínimo de votos en la circunscripción para obtener representación), hacen que el modelo español no sea demasiado proporcional.
La segunda cámara («Cámara alta») es el Senado. Está compuesto por cuatro senadores por provincia (con independencia de la población), con reglas especiales para las islas, Ceuta y Melilla, y las comunidades autónomas, que también pueden nombrar a un determinado número de senadores. A excepción de estos últimos, los senadores también son elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto (art. 69.2).
Históricamente, la segunda cámara no era elegida por sufragio universal, sino que era representativa de ciertos sectores o estamentos sociales (por ejemplo, la aristocracia) y tenía como función principal la de «atemperar» las decisiones de la Cámara baja, que solían ser excesivamente «apasionadas» o «radicales» (es decir, demasiado alejadas de los intereses de la nobleza y de otras clases privilegiadas). Con el tiempo, su función cambió a la de cámara de representación territorial en los estados federales o descentralizados, para así equilibrar los intereses de todos los territorios (cada uno cuenta con un número igual o muy similar de representantes) y evitar así que prevalezcan siempre los intereses de los territorios más poblados (con más representantes en la primera cámara). En la práctica, existe un amplio consenso en que el Senado español nunca ha funcionado demasiado bien como cámara territorial, aunque hasta la fecha tampoco ha prosperado ninguna propuesta de reforma.
La función o competencia fundamental de las Cortes Generales es el ejercicio de la potestad legislativa (elaborar y aprobar las leyes, en sentido técnico), aunque no es la única función que tienen atribuida. Como establece el artículo 66.2 de la Constitución, «Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución». Se distinguen por tanto cuatro funciones básicas:
a) El ejercicio de la potestad legislativa (aprobar, modificar o derogar leyes, incluida la reforma constitucional cuando esta no requiera referéndum).
b) La aprobación de los presupuestos generales del Estado.
Las leyes de presupuestos son un tipo específico de leyes que regulan el gasto público (cuánto puede gastar el Estado y en qué se lo puede gastar). Son, por tanto, un instrumento fundamental de la política económica. Son propuestas por el Gobierno y constituyen una de las herramientas fundamentales de su política, por lo que en caso de no ser aprobados puede desencadenarse una crisis de gobierno. En condiciones normales, la ley de presupuestos tiene una vigencia de un año natural. En caso de no aprobarse, se prorrogan automáticamente los del año anterior.
c) El nombramiento, control y cesación del Gobierno.
Esta función es propia de los sistemas parlamentarios (por contraposición a los sistemas presidencialistas) y la veremos con más detalle en el apartado 2.3.1. «Las relaciones entre las Cortes Generales y el Gobierno».
d) Otras funciones o competencias específicas que le atribuya la Constitución.
La Constitución atribuye en distintos lugares ciertas funciones a las Cortes Generales (o a una de las cámaras), como, por ejemplo, el nombramiento de miembros de otros órganos (como el Defensor del Pueblo o algunos de los magistrados del Tribunal Constitucional), la creación de comisiones de investigación o la declaración de estados excepcionales (estado de alarma, excepción o sitio), entre otras.
En lo que respecta a la estructura y funcionamiento de las Cortes Generales, los principales órganos son los siguientes:
  • La Mesa de la cámara (Congreso o Senado). Es el órgano que preside y dirige toda la actividad parlamentaria: la convocatoria de los plenos, la elaboración del orden del día de las sesiones, la gestión de los turnos de intervenciones, de las votaciones, etc. Es elegida por la propia cámara, conforme a su Reglamento, y está compuesta por el presidente (que ejerce la representación institucional de la cámara), los vicepresidentes y los vocales.

  • Los grupos parlamentarios. Son agrupaciones de diputados (Congreso) o senadores (Senado) conforme a sus adscripciones políticas o ideológicas para actuar de manera coordinada en la actividad parlamentaria (por ejemplo, para asignarles turnos de palabra en los debates). Suelen coincidir con los partidos políticos que han obtenido representación en las elecciones, pero no tiene por qué ser así necesariamente. Se requiere un número mínimo de parlamentarios y/o porcentaje de votos obtenidos para poder constituir un grupo; en caso de no haber obtenido los suficientes para tener un grupo propio, forman parte del llamado «grupo mixto». Cada grupo cuenta con un portavoz. El conjunto de los portavoces, junto con la Mesa, conforman la Junta de portavoces, que participa en actividades como la de discutir y decidir el orden del día de las sesiones.

  • Las comisiones parlamentarias. Son grupos de trabajo formados por parlamentarios de los distintos grupos para discutir sobre ámbitos o cuestiones determinadas (por ejemplo, sanidad, justicia, agricultura, deporte, asuntos exteriores, cultura, defensa, etc.) dentro del contexto de la actividad legislativa (debate y discusión de los proyectos y proposiciones de ley), antes de pasar al debate en el pleno, con todos los parlamentarios. Cada diputado o senador suele formar parte de al menos una (y normalmente varias) de las comisiones parlamentarias. Además de las comisiones de carácter permanente (por áreas temáticas), pueden constituirse comisiones especiales, entre las que destacan las comisiones de investigación, que, como su nombre indica, se crean para esclarecer los hechos sobre una cuestión determinada de interés general.

  • La Diputación permanente. La actividad parlamentaria se desarrolla en distintos períodos de sesiones (de febrero a junio y de septiembre a diciembre), pero en ocasiones es necesario tomar decisiones fuera de estos períodos establecidos. Para estos casos existe la Diputación permanente de cada cámara, que vendría a ser como el «parlamento de guardia». Está formada por un mínimo de veintiún parlamentarios (art. 78.1), con una composición proporcional a la de los grupos parlamentarios, y presidida por el presidente de la Mesa (art. 78.2).

2.3.El Gobierno

El poder ejecutivo es ejercitado por los gobiernos, ya se trate del Gobierno central o de los de las comunidades autónomas, cada uno de ellos en el ámbito de sus competencias. La regulación básica de la estructura y las funciones del Gobierno del Estado se encuentra en el título IV de la Constitución, denominado «Del Gobierno y de la Administración» (arts. 97 a 107). Cada estatuto de autonomía hace lo propio respecto a sus órganos ejecutivos.
De acuerdo con el artículo 98.1, «El Gobierno se compone del presidente, de los vicepresidentes, en su caso, de los ministros y de los demás miembros que establezca la ley». De aquí se extrae que podemos encontrar hasta cuatro tipos de figuras distintas: presidente, vicepresidente(s), ministros y otros miembros, en el caso de que así lo establezca la ley. Desde el punto de vista constitucional, solo son obligatorias las figuras del presidente y de los ministros, aunque en la práctica todos los gobiernos constituidos desde la entrada en vigor de la Constitución han contado con uno o varios vicepresidentes. Por el contrario, hasta el momento nunca se han introducido otras figuras por vía legal.
Dentro del conjunto del Gobierno, el presidente cuenta con una posición claramente preponderante. Además de dirigir y coordinar al resto de miembros, es el único miembro que es elegido por el Parlamento (concretamente, por el Congreso de los Diputados, como establece el artículo 99), que también puede cesarlo antes de la finalización de su mandato (las relaciones entre las Cortes Generales y el Gobierno se tratarán con mayor detalle en el siguiente apartado). Además, puede nombrar y cesar libremente al resto de miembros (vicepresidentes y ministros), sin que las Cortes Generales puedan hacer nada al respecto.
Los vicepresidentes y los ministros suelen estar a cargo de uno o varios ministerios, que son, por así decirlo, los distintos «sectores» o ámbitos en los que se divide y organiza la Administración pública. Cada ministerio tiene a su cargo todo un entramado de órganos e instituciones, organizados de manera jerárquica (como las secretarías de estado, las direcciones generales, etc.), a través de las cuales el Estado desempeña sus funciones y presta sus servicios, de acuerdo con la ley. El número de ministerios y los ámbitos que abarca cada uno de ellos queda a libre disposición del presidente del Gobierno.
De todos modos, no es necesario que todos los ministros dirijan uno (o varios) ministerios, ya que existe también la posibilidad (si bien raramente utilizada) de nombrar «ministros sin cartera», que participan en la toma de decisiones del Gobierno, pero no tienen ningún ámbito de la Administración pública a su cargo.
Según establece el artículo 101 de la Constitución, el Gobierno cesa en su actividad al terminar la legislatura, al perder la confianza del Congreso (como veremos en el siguiente apartado), por dimisión del presidente o por fallecimiento de este. En tanto que no sea nombrado un nuevo presidente y tome posesión del cargo, el Gobierno cesante continúa en funciones.
En cuanto a las funciones o competencias del Gobierno, son muy amplias y están genéricamente enumeradas en el artículo 97 de la Constitución: «El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes».
Lo anterior supone que, por una parte, ejerce funciones puramente ejecutivas, administrativas o de gestión (hacer que la «maquinaria» del Estado funcione y se apliquen las normas, a través del entramado de la Administración pública), pero también, y de manera muy importante, «dirige la política interior y exterior», es decir, intenta implementar un programa político a través de los cauces y mecanismos que la Constitución y las leyes ponen a su disposición. En este sentido, es muy importante, por ejemplo, la iniciativa legislativa del Gobierno, a través de la presentación de proyectos de ley a las Cortes Generales, para que estas los discutan y eventualmente aprueben las leyes correspondientes (con o sin modificaciones respecto al proyecto presentado). También, como vimos en su momento, tiene la capacidad de aprobar, en determinados casos y con ciertos límites, normas con rango de ley (decretos legislativos y decretos-leyes). También cuenta con la potestad reglamentaria, es decir, la capacidad de aprobar normas con rango reglamentario, sometidas a la Constitución y a las leyes. Controla las fuerzas de seguridad y el ejército, para mantener el orden y la seguridad interior y exterior, y dirige la política exterior y las relaciones internacionales (embajadas y consulados, negociaciones de tratados internacionales, etc.).
2.3.1.Las relaciones entre las Cortes Generales y el Gobierno
Aunque todos los países que pueden considerarse como democráticos siguen un esquema institucional basado en el modelo de Montesquieu de división de poderes, en ninguno de ellos existe una separación absoluta o radical, especialmente en lo que respecta al legislativo y al ejecutivo.
En función de cómo sean las relaciones entre ambos poderes, podemos hablar de modelos parlamentarios (en los que existe un mayor grado de colaboración) y de modelos presidencialistas (en los que el grado de colaboración es menor).
La Constitución de 1978 configura un claro ejemplo de modelo parlamentario, similar al británico, al alemán, al sueco y al de otros países europeos (y algunos no europeos, como el canadiense, el japonés o el australiano). El ejemplo más claro y conocido de modelo presidencialista es el de Estados Unidos, pero es también muy común en toda Latinoamérica y en Estados relativamente recientes (países africanos, repúblicas exsoviéticas, etc.).
a) En los regímenes parlamentarios, el parlamento o poder legislativo es la institución representativa (que no titular) de la soberanía estatal y el gobierno o poder ejecutivo está sujeto a aquel a través de una relación de confianza o fiduciaria. Esto significa que el gobierno debe su propia existencia al hecho de contar con el apoyo o la confianza del parlamento, que tiene la capacidad de nombrar y de hacer cesar al ejecutivo, así como de controlar su actividad. Como contrapartida, habitualmente en los sistemas parlamentarios los gobiernos cuentan con importantes atribuciones normativas (iniciativa legislativa, posibilidad de dictar normas con el mismo rango que las del parlamento en ciertos casos, etc.), y con la posibilidad de disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones antes de la finalización de la legislatura.
b) En los regímenes presidencialistas, por el contrario, y siempre que sean democráticos, tanto el parlamento como el presidente del ejecutivo o jefe de gobierno (que en muchos casos es también el jefe del estado, como en Estados Unidos) cuentan con legitimidad democrática directa, ya que son elegidos directamente por los ciudadanos. Por tanto, el parlamento no puede ni nombrar ni cesar al gobierno, y el jefe del ejecutivo no puede disolver el parlamento. Las capacidades de control por parte del parlamento al presidente del ejecutivo son nulas o muy limitadas, y las potestades normativas de este último en relación con la actividad legislativa también lo son (por ejemplo, en Estados Unidos el presidente solo cuenta con la posibilidad de veto a una ley aprobada por el Congreso, pero este puede ser superado por mayoría cualificada de ambas cámaras, Congreso y Senado).
El título V de la Constitución, denominado «De las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales» (arts. 108 a 116), regula los aspectos fundamentales de las relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo. Dichas relaciones pueden agruparse en distintos ámbitos: nombramiento y cese del presidente del Gobierno, control de la actividad gubernamental, y actividad legislativa.
1) Como se ha apuntado, en los sistemas parlamentarios existe una relación fiduciaria o de confianza entre el legislativo y el ejecutivo. En España, esta se concreta en la investidura (por lo que respecta al nombramiento) y en la posibilidad de una moción de censura (por lo que respecta al cese).
  • La investidura. El presidente del Gobierno no es elegido directamente por sufragio universal, sino que el Congreso de los Diputados (no el Senado) vota al candidato propuesto por el rey, tras la correspondiente ronda de consultas con todos los grupos que han obtenido representación parlamentaria. El candidato expone su programa de gobierno, y después se realiza la correspondiente votación. Si obtiene la mayoría absoluta en la primera votación, o la mayoría simple en la segunda, queda nombrado como presidente del Gobierno.

  • La moción de censura. En situaciones en las que presumiblemente el Gobierno pueda haber perdido la confianza del Congreso de los Diputados (como en una crisis de gobierno), este puede utilizar el mecanismo de la moción de censura para hacer cesar al Gobierno e investir a otro presidente. En nuestro sistema, las mociones de censura son de tipo «constructivo», lo que significa que al tiempo que se intenta hacer cesar al Gobierno, se debe proponer a un candidato alternativo (lo que supone una mayor dificultad para que prospere, ya que es más difícil obtener un consenso no solo en retirar la confianza al presidente actual, sino también en nombrar a un presidente alternativo). Si dicho candidato obtiene la mayoría absoluta de los votos de la Cámara, automáticamente será el nuevo presidente del Gobierno.

Por su parte, el presidente del Gobierno cuenta también con el mecanismo de la moción de confianza, que consiste en solicitar, por propia iniciativa, la confianza de la cámara para seguir en el cargo. Esto suele hacerse cuando por alguna circunstancia el Gobierno se plantea tomar alguna medida importante y que suele ser impopular, o se ve forzado, por decisión propia o por las circunstancias, a cambiar su propuesta de gobierno o su proyecto político y quiere tener garantías de que cuenta con el apoyo suficiente para llevarlo a cabo (por ejemplo, para que se aprueben las leyes que quiere presentar a las cámaras). A diferencia de la moción de censura, para superar la moción de confianza basta con obtener la mayoría simple.
Por último, y como se ha comentado con anterioridad, el presidente del Gobierno cuenta con la capacidad de disolver el Parlamento (solo una cámara o ambas), lo que implica automáticamente la convocatoria de elecciones.
2) Los sistemas parlamentarios se caracterizan también por las capacidades que tiene el parlamento para controlar la actividad del ejecutivo. Dicho control se manifiesta obviamente a través de la posibilidad de una moción de censura, pero al margen de esta, existen otros mecanismos, entre los que destacan las sesiones parlamentarias de control, en las que se plantean preguntas, interpelaciones o mociones a miembros del ejecutivo. El presidente o los ministros tienen la obligación de acudir a la cámara si ésta lo solicita y de responder a las preguntas que se les planteen. Los miembros del gobierno también pueden por iniciativa propia solicitar acudir al Congreso o al Senado.
3) El Gobierno cuenta también con importantes atribuciones relacionadas con la actividad legislativa de las Cortes Generales. Al margen de la potestad reglamentaria que todos los gobiernos tienen habitualmente atribuida, en España, el Gobierno cuenta con importantes competencias de iniciativa legislativa a través de la presentación de proyectos de ley para su discusión y eventual aprobación parlamentaria. También, como se señaló en su momento, en determinados casos excepcionales y con los límites establecidos por la Constitución, puede aprobar directamente disposiciones con el mismo rango jerárquico que las leyes parlamentarias: los decretos legislativos y los decretos-leyes.

2.4.El poder judicial

El tercero de los poderes «clásicos» del Estado es el judicial, que suele describirse como la capacidad de juzgar y hacer cumplir lo juzgado, o dicho en términos algo más precisos, la capacidad de resolver controversias conforme a derecho, y de ejecutar las resoluciones dictadas en el seno de sus actuaciones. Lo anterior implica poder determinar de manera autoritativa (vinculante) si se ha vulnerado alguna norma jurídica y establecer las consecuencias legales que correspondan en tal caso.
El poder judicial del Estado se regula en el título VI de la Constitución («Del poder judicial», arts. 117 a 127). Se ejerce a través de un conglomerado de órganos que, en conjunto, se conoce como «Administración de justicia». Esta está compuesta por juzgados (órganos unipersonales, los jueces) y tribunales (órganos colegiados, de tres o cinco magistrados, según los casos), a los que ha de añadirse el Consejo General del Poder Judicial, que desempeña tareas de coordinación y gobierno interno del poder judicial (nombramientos, ascensos, inspecciones, sanciones disciplinarias, formación, etc.), y que está compuesto también por jueces y magistrados, veintiuno en total.
La actuación de jueces y magistrados se rige por una serie de principios básicos enumerados en el artículo 117: independencia, inamovilidad, responsabilidad y exclusivo sometimiento al imperio de la ley.
a) El principio de independencia supone que los jueces y tribunales actúan sin instrucciones ni injerencias de otros órganos o instituciones, ya sean de otros poderes (ejecutivo o legislativo), como de otros órganos judiciales. Es decir, no existe una organización jerárquica en el seno de la Administración de justicia. Si bien existen casos en que las decisiones de un órgano pueden ser revocadas o invalidadas por otro órgano cuando no comparten el mismo criterio (por ejemplo, como consecuencia de un recurso), eso no quiere decir que los tribunales «inferiores» actúen bajo las órdenes o siguiendo las instrucciones de los órganos «superiores», a diferencia de la Administración pública, que depende del Gobierno.
b) El principio de inamovilidad implica que una vez nombrados, los jueces y magistrados no pueden ser relevados o expulsados de sus funciones, salvo por las causas establecidas por la ley y tras los procesos correspondientes. Por tanto, un juez no puede ser inhabilitado o expulsado simplemente porque «no gusten» sus decisiones desde el punto de vista político. La inamovilidad es, por tanto, también una garantía de su independencia.
c) El principio de responsabilidad consiste en que, como consecuencia de su sometimiento a la ley, los jueces y tribunales deben responder de las posibles consecuencias legales de sus actos y decisiones (por ejemplo, si dictan una resolución contraria a derecho). Como cualquier poder público en un Estado de derecho, su actuación está sometida y limitada por la ley, por lo que han de asumir las consecuencias de cualquier transgresión de la misma.
d) Por último, el sometimiento del imperio de la ley viene a ser una síntesis y un recordatorio de todo lo anterior: en la medida en que están sujetos solamente a la ley, no están sometidos a las órdenes o instrucciones de otros órganos o instancias «superiores», y deben asumir las consecuencias (responsabilidad) de las actuaciones contrarias a la misma.
La competencia o «jurisdicción» de cada órgano (es decir, la capacidad de dictar decisiones con efectos legales vinculantes) está delimitada tanto desde el punto de vista territorial como sustantivo o material. Así, desde el punto de vista territorial, la competencia de un órgano judicial puede limitarse al partido judicial (como en los juzgados de primera instancia o los juzgados de instrucción), a la provincia (las audiencias provinciales), a la comunidad autónoma (los tribunales superiores de cada comunidad autónoma) o a todo el territorio del Estado (como la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo). Desde el punto de vista material o sustantivo, existen diversos «órdenes jurisdiccionales»: el civil, el mercantil, el penal, el contencioso-administrativo, el social y (muy residual) el militar. Además, dentro de cada orden jurisdiccional, puede haber órganos especializados en cuestiones más concretas (por ejemplo, los juzgados de menores o los de violencia de género en el ámbito penal).
La competencia o jurisdicción de cada órgano está pues delimitada tanto por la materia como por el territorio. Por ejemplo, un juzgado de lo social tiene competencia sobre asuntos de derecho del trabajo y de la Seguridad Social en el ámbito de un partido judicial. En el caso de los tribunales, como, por ejemplo, las audiencias provinciales o el Tribunal Supremo, se dividen en «salas». Así, el Tribunal Supremo cuenta con la Sala 1.ª (civil y mercantil), la Sala 2.ª (penal), la Sala 3.ª (contencioso-administrativo), la Sala 4.ª (social) y la Sala 5.ª (militar).
La jurisdicción militar tiene un ámbito muy concreto y limitado, ya que se refiere únicamente a las infracciones penales en el ámbito castrense (las que se recogen en el Código penal militar y que no se aplican a la población civil).
Las decisiones (o «resoluciones», como se denominan técnicamente) de los órganos judiciales son de tres tipos: providencias, autos y sentencias. Estas últimas son las más importantes, ya que son las que dan una respuesta sobre el fondo del asunto, poniendo fin al procedimiento. Las resoluciones judiciales habitualmente pueden ser objeto de impugnación o «recurso», ya sea ante el mismo órgano u otro distinto. El recurso puede ser estimado (se revoca la resolución impugnada y se sustituye por la otra nueva) o desestimado (se confirma la resolución impugnada). Cuando se han agotado todos los recursos, o cuando se ha dejado transcurrir el plazo para recurrir sin haberlo hecho, la resolución deviene firme y vinculante a todos los efectos.
Las resoluciones judiciales son de obligado cumplimiento, tanto para las partes como para las demás personas o instituciones afectadas por ellas. Los poderes públicos y los particulares han de prestar colaboración a los órganos judiciales cuando estos lo requieren. Una manifestación concreta y especialmente relevante de la colaboración con los órganos judiciales es la de la policía judicial. No se trata de un cuerpo especial de policía, sino de efectivos que las distintas fuerzas y cuerpos de seguridad (como la Guardia Civil, el Cuerpo Nacional de Policía o las policías autonómicas) ponen a disposición de los jueces y tribunales para el desempeño de las tareas que estos les asignan (investigaciones, registros, detenciones, etc.) y que actúan directamente bajo las órdenes del juez o tribunal, y no del ministerio o consejería correspondiente.

2.5.El Tribunal Constitucional

Aunque hoy en día nadie pone en duda el carácter jurídico y vinculante de las constituciones (formales), así como su posición de supremacía dentro del sistema jurídico, no siempre ha sido así. Históricamente, los textos constitucionales eran vistos más bien como declaraciones políticas, sin verdadero poder normativo vinculante, de modo que no existían mecanismos jurídicos (sino a lo sumo políticos) para asegurar la supremacía o prevalencia constitucional frente a la ley parlamentaria, de modo que si esta contravenía lo dispuesto en la constitución, este hecho no tenía mayores consecuencias.
A fin de evitar esta situación y garantizar la jerarquía normativa y la prevalencia constitucional como norma suprema del ordenamiento jurídico, Hans Kelsen ideó un órgano cuya función consistiera precisamente en llevar a cabo un control de la constitucionalidad de las leyes y que tuviera la capacidad de invalidar cualquier disposición legal que contraviniera la constitución. Se trataría, pues, de un legislador negativo, en el sentido de que no puede promulgar ninguna disposición legal, pero sí anular o invalidar aquellas que no se ajustan a lo que la constitución establece, garantizando de ese modo, de manera efectiva, la supremacía de esta última en la jerarquía de fuentes. Kelsen denominó a ese órgano «Tribunal Constitucional», y se implementó por primera vez en la Constitución austríaca de 1920 (más tarde, el propio Kelsen sería el presidente de dicho órgano), y a partir de entonces se fue convirtiendo en una institución cada vez más habitual en las distintas constituciones que se han ido aprobando en muchos países del mundo. En España, un órgano similar se implementó por primera vez en la Constitución republicana de 1931, denominado «Tribunal de garantías constitucionales».
La actual Constitución de 1978 regula el Tribunal Constitucional (TC) en el título IX (arts. 159 a 165). A pesar de que se denomine «tribunal», de que sus miembros sean «magistrados» y de que actúe de manera similar a los órganos judiciales, dictando resoluciones que reciben el nombre de autos y sentencias, no forma estructuralmente parte del poder judicial, sino que es un órgano especial separado, que tiene unas competencias y funciones muy específicas y limitadas (aunque también, como veremos, muy importantes).
Está compuesto por doce magistrados, con un mandato de nueve años (se renuevan tres miembros cada tres años), que no necesariamente deben ser previamente jueces (pueden ser también fiscales, profesores de universidad, abogados o funcionarios públicos, todos ellos con al menos quince años de ejercicio profesional). Cuatro de los magistrados son designados por el Congreso, otros cuatro por el Senado (en ambos casos por mayoría cualificada de tres quintos), dos por el Gobierno y dos por el Consejo General del Poder Judicial (art. 159.1). El presidente el TC es elegido por sus mismos miembros, con un mandato de tres años (art. 160).
En cuanto a sus competencias, como se ha indicado, son muy delimitadas, pero también muy importantes. Se indican en el artículo 161 y son las siguientes:
a) El control de la constitucionalidad de las normas con rango de ley (el control de la constitucionalidad de las normas reglamentarias lo ejercen los órganos del poder judicial directamente, que pueden invalidar un reglamento si consideran que es inconstitucional o ilegal). Dicho control lo ejerce a través de dos vías: el recurso de inconstitucionalidad y la cuestión de inconstitucionalidad.
  • El recurso de inconstitucionalidad solo pueden interponerlo ciertos órganos (art. 162.1) y durante un plazo establecido (determinado por la Ley orgánica del Tribunal Constitucional) tras la aprobación de la disposición con rango de ley.

  • La cuestión de constitucionalidad, en cambio, es un mecanismo que tienen a su disposición los órganos judiciales cuando, a la hora de resolver un caso, deben aplicar una norma con rango de ley y tienen dudas respecto de su constitucionalidad (art. 163). En esta situación, plantean su consulta al TC y dejan la decisión del caso en suspenso a la espera de la respuesta de dicho órgano. En función de cuál sea la decisión del TC, decidirán el caso que están juzgando como corresponda.

La decisión del TC puede declarar la constitucionalidad de la norma (esto es, su compatibilidad o adecuación a la Constitución) o, por el contrario, determinar que ciertos aspectos o contenidos son inconstitucionales, en cuyo caso son nulos de pleno derecho. También, si la situación lo permite, pueden dictar una sentencia interpretativa: si la disposición analizada es incompatible con la Constitución bajo una determinada interpretación pero compatible con ella si se interpreta de otro modo, el TC puede establecer la obligación de optar por la interpretación de la disposición que resulte compatible con la Constitución.
b) La defensa y protección de los derechos y libertades fundamentales reconocidos constitucionalmente (básicamente en el título II de la Constitución), a través del recurso de amparo (se verá con mayor detalle en el siguiente apartado, referido a los derechos fundamentales).
c) La resolución de los conflictos de competencia entre el Estado y una comunidad autónoma, o entre distintas comunidades autónomas. La distribución competencial en España es bastante compleja porque depende tanto de lo establecido en la Constitución como en los diversos estatutos de autonomía, que al ser distintos dan lugar a una distribución competencial «asimétrica» (cada comunidad autónoma tiene competencias distintas), a diferencia de lo que suele ocurrir en la mayoría de estados federales. En ocasiones se plantean discrepancias o conflictos en relación a quién es competente en qué materia, y corresponde al TC dar una respuesta a la cuestión.
d) Otras competencias que establezca la Constitución o la Ley orgánica del TC. En este sentido, el Tribunal es también competente, por ejemplo, para imponer sanciones por el incumplimiento de sus decisiones.

3.Los derechos fundamentales

Una de las mayores conquistas sociales, reflejada en la configuración de los estados liberaldemocráticos, es el reconocimiento y protección legal de un catálogo de derechos y libertades fundamentales, ya sea como una parte integrante de los propios textos constitucionales o en declaraciones de derechos con valor constitucional. Desde la famosa Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de 1789, los estados liberales (primero) y democráticos (después) han ido recogiendo, y también en muchos casos ampliando, un conjunto de derechos y libertades fundamentales como parte de su ordenamiento constitucional.

3.1.Tipología de los derechos fundamentales

Los historiadores del derecho suelen hablar de distintas «generaciones» de derechos fundamentales, haciendo referencia a diferentes tipologías de derechos y libertades que se han ido incorporando a los sistemas jurídicos, y que responden a evoluciones en el modelo de estado y al papel de este en la vida social y en la economía. En este sentido, suele hablarse de los derechos liberales o de primera generación (propios del modelo de estado liberal), de los derechos democráticos o de segunda generación (propios del modelo de estado liberal y democrático), y de los derechos sociales o de tercera generación (propios del modelo de estado liberal, democrático y social).
1) En primer lugar, los derechos fundamentales más «clásicos» o de «primera generación» son los derechos de tipo liberal, ya que se basan en el pensamiento propio de la Ilustración que subyacía en las primeras revoluciones liberales, como la francesa y la estadounidense. Tales derechos se caracterizan por consistir básicamente en esferas o ámbitos de libertad individual en la que no pueden entrometerse otros individuos, ni (sobre todo) los poderes públicos. Se trata, pues, en su mayor parte de derechos negativos o deberes de abstenerse de interferir en el ámbito de libertad y autonomía protegidos por tales derechos.
Ejemplos típicos de estos derechos son la libertad ideológica y religiosa, la libertad de circulación y residencia, la inviolabilidad del domicilio, el derecho a la intimidad, el derecho al honor, la libertad de expresión y de prensa, el secreto de las comunicaciones, la libertad de asociación, la protección contra detenciones arbitrarias y la presunción de inocencia, el derecho a la vida y a la integridad física, la propiedad (a no ser privado de ella de manera arbitraria), etc.
2) Con el transcurso del tiempo, amplios sectores de la población no se contentaron con disponer de ámbitos de libertad o autonomía protegidos frente a injerencias del estado, sino que reclamaban poder participar en la vida pública y en la toma decisiones colectivas. Se trataba del movimiento democrático, que reclamaba ampliar y generalizar los derechos de participación política, y que logró importantes conquistas a lo largo del siglo xix y principios del xx, con el reconocimiento del sufragio universal (primero únicamente masculino y después también femenino).
A esta categoría pertenecen derechos como los de asociación, reunión, manifestación y, sobre todo, los derechos de sufragio activo (votar para elegir a los representantes y cargos públicos) y sufragio pasivo (derecho a presentarse para ser elegido).
3) En los siglos xix y xx tuvo también una gran importancia el movimiento obrero y la ideología socialista y comunista, que aspiraban a la superación del modelo de estado liberal, al que consideraban burgués y elitista. Aunque estos movimientos no consiguieron su objetivo en los países occidentales, sí que tuvieron un papel determinante en el reconocimiento e implantación (durante el siglo xx y especialmente tras la Segunda Guerra Mundial) de una serie de derechos sociales, caracterizados por implicar una serie de prestaciones o servicios de carácter socioeconómico (educación pública gratuita, pensiones, protección contra el desempleo, asistencia sanitaria, etc.), especialmente dirigidos a los sectores más humildes o vulnerables de la población.
A diferencia de los derechos liberales y democráticos, cuyo reconocimiento e implementación tiene un coste económico nulo o muy pequeño, los derechos sociales requieren grandes inversiones económicas, por lo que su extensión depende de los recursos que los poderes públicos tengan a su disposición. Por eso estos derechos están vinculados al modelo del llamado estado social o estado del bienestar, caracterizado por una mayor presencia y un mayor intervencionismo del estado en la actividad económica y en la redistribución de la riqueza y los recursos de la sociedad.
Aunque la clasificación en tres «generaciones» de derechos es la más habitual, algunos autores hacen referencia a una «cuarta generación» de derechos, que ya no se referirían estrictamente a prestaciones relacionadas con las condiciones materiales de vida, sino más bien a aspectos más genéricos vinculados a la «calidad» de vida, como el acceso a la cultura, el derecho al ocio y al tiempo libre, al deporte o a disfrutar de un medio ambiente adecuado (libre de contaminación, ruido, etc.), entre otros. E incluso empieza a hablarse de unos derechos de «quinta generación», vinculados a la sociedad digital, como el derecho de acceso a la red, al acceso y protección de nuestros datos personales en internet, etc.).
La Constitución regula los derechos fundamentales en el título I (arts. 10 a 55), donde se recoge tanto su enumeración como los aspectos básicos que deben seguirse en su desarrollo legislativo, así como sus mecanismos de protección.
En el título I se recogen derechos de todo tipo (liberales, democráticos, sociales e incluso de «cuarta generación»), aunque entre ellos existen diferencias importantes respecto de los niveles de garantía y protección, de manera que se pueden diferenciar al menos tres grupos distintos:
a) En primer lugar, existe un núcleo especialmente protegido de derechos (arts. 14 a 30), que principalmente son de tipo liberal y democrático: la igualdad ante la ley (art. 14); el derecho a la vida, la integridad física, prohibición de la tortura, de los tratos inhumanos o degradantes y de la pena de muerte (art. 15); la libertad ideológica y religiosa (art. 16); el derecho a la libertad y la seguridad y garantías frente a la detención (art. 17); el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, la inviolabilidad del domicilio y el secreto de las comunicaciones (art. 18); la libertad de circulación y residencia (art. 19); la libertad de expresión e información (art. 20); el derecho de reunión y manifestación (art. 21); el derecho de asociación (art. 22); el derecho de sufragio activo y pasivo (art. 23); el derecho a la tutela judicial efectiva –el derecho a acudir a los tribunales para la defensa de nuestros derechos e intereses y a que estos proporcionen una respuesta basada en derecho– (art. 24); garantías penales y limitaciones a las penas (art. 25); la prohibición de los «tribunales de honor» –un tipo de instituciones del anterior régimen franquista– (art. 26); el derecho a la educación (art. 27); el derecho de huelga y a la sindicación (art. 28); el derecho de petición a los poderes públicos, conforme a la ley (art. 29), y el derecho a la objeción de conciencia al servicio militar (art. 30).
Este conjunto de derechos subjetivos son los más protegidos de todo el sistema jurídico español. Además de su posición jerárquica prevalente en tanto que preceptos constitucionales (por lo que ninguna otra disposición de rango legal o reglamentario puede contravenirlas), se exige que su desarrollo legislativo se realice mediante ley orgánica (art. 81), y que dicho desarrollo o regulación legal de su ejercicio respete siempre su contenido esencial (art. 53.1).
Este aspecto de la regulación legal del ejercicio de los derechos fundamentales es importante. A pesar de ser normas jurídicas vinculantes y de rango constitucional, no basta simplemente con alegar que se está ejerciendo un derecho para contar con la correspondiente protección institucional. El ejercicio de los derechos puede estar sujeto a una serie de condiciones, requisitos, procedimientos o limitaciones legalmente establecidos, que tienen como objetivo primordial proteger y asegurar los derechos de los demás. Como ejemplos muy obvios, no puede alegarse la libertad de expresión para insultar o amenazar a los demás, o la libertad de asociación para fundar una organización que tenga como fin realizar o promover comportamientos delictivos (como promover la mutilación genital femenina o intercambiar contenidos protegidos por derechos de autor), o la libertad de manifestación para impedir la libre circulación de los demás, o la libertad ideológica para promover el genocidio de una minoría étnica o religiosa. Por eso la ley (y en muchos casos la propia Constitución) puede establecer requisitos formales y/o sustantivos, como la exigencia de comunicación o autorización previa (en casos de huelga o manifestaciones), un registro (como cuando quiere crearse una asociación o un partido político), etc. La ley también puede establecer ciertas limitaciones, como cuando un juez ordena un registro en un domicilio o la intervención de las comunicaciones en el curso de una investigación criminal.
Pero, sin duda, el mecanismo de protección más destacable es la posibilidad de acudir al Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo (art. 53.2). En tanto que normas jurídicas vinculantes, es posible acudir a los tribunales ordinarios cuando consideramos que se nos ha vulnerado algún derecho fundamental, con lo que estos examinarán si ha existido o no tal vulneración, y tomarán las decisiones oportunas en cada caso. Pero, además, tratándose de los derechos aquí indicados (arts. 14 a 30), existe la posibilidad de acudir al Tribunal Constitucional una vez agotada la vía judicial ordinaria para la defensa de nuestros derechos, a través de un mecanismo procesal específico denominado «recurso de amparo», que tiene por objeto exclusivo determinar si ha existido una violación de derechos fundamentales, tomando las decisiones pertinentes en tal caso para su protección o restablecimiento. Debe destacarse que es una vía excepcional y subsidiaria, porque el mecanismo normal de protección de los derechos es la vía judicial ordinaria y solo puede acudirse al TC una vez agotados todos los recursos judiciales.
b) Un segundo grupo de derechos son los enumerados en los artículos 31 a 38, entre los que se encuentran, por ejemplo, el derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica de hombres y mujeres (art. 32), la propiedad privada (art. 33), la negociación colectiva entre trabajadores y empresarios (art. 37) o la libertad de empresa (art. 38).
Estos derechos también son directamente vinculantes e invocables ante los tribunales, pero no están protegidos por el recurso de amparo, ni tampoco se exige su desarrollo y regulación por ley orgánica (aunque sí por ley ordinaria, que debe respetar siempre el contenido esencial de esos derechos).
c) El tercer grupo o categoría de derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos es el que se recoge en el capítulo tercero del título I («De los principios rectores de la política social y económica»). Como su nombre sugiere, se trata principalmente de derechos sociales o de tercera generación (e incluye también algunos de «cuarta generación»), es decir, relacionados con servicios y prestaciones sociales por parte de los poderes públicos. Así, se recoge el derecho a la protección de la salud, de la familia, de la infancia, de la tercera edad, a un régimen público de seguridad social, a la atención de los disminuidos, a la protección de consumidores y usuarios, a la vivienda digna, al acceso a la cultura, a la promoción de la ciencia, a la protección del medio ambiente, etc.
La diferencia jurídica fundamental entre estos derechos y los de las categorías anteriores (determinada básicamente por su impacto económico) es que no resultan directamente invocables ante los tribunales, sino que tan solo «informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos» (art. 53.3). Esto significa que únicamente pueden ser alegados en los procesos judiciales en la medida y en los términos en que hayan sido desarrollados por la legislación. Es decir, estas normas constitucionales obligan al legislador a desarrollar y proteger estos derechos, pero los ciudadanos solo pueden reclamar jurídicamente los derechos en la medida en que hayan sido reconocidos y desarrollados por las leyes.
Esto significa que, por ejemplo, no puede acudirse a los tribunales para exigir que el Estado nos proporcione una vivienda digna (art. 47). El derecho a la vivienda digna se manifiesta a través de las medidas que las leyes establecen para su protección, como, por ejemplo, la promoción de viviendas de protección oficial más económicas, los alquileres sociales o las ventajas fiscales por la adquisición o rehabilitación de la vivienda habitual. Son esas medidas las que sí pueden exigirse jurídicamente, en los términos previstos en las leyes.
Por último, deben tenerse también en cuenta los tratados internacionales sobre derechos ratificados por España. En este sentido, además de su carácter vinculante por el propio hecho de ser tratados ratificados y en vigor (lo que puede suponer el reconocimiento de nuevos derechos o de nuevos mecanismos para su protección y garantía), son importantes en la medida en que afectan a la interpretación de los derechos por parte de los tribunales y el resto de poderes públicos. Tal y como establece el artículo 10.2 de la Constitución, «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración universal de derechos humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España». Algunos de estos tratados, aparte de la Declaración universal de derechos humanos de la ONU, son el Pacto internacional de derechos civiles y políticos y el Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, ambos de 1966. España es además un Estado miembro del Consejo de Europa (no confundir con la Unión Europea), una organización internacional fundada en 1949 que agrupa a la práctica totalidad de estados europeos para la promoción de los derechos humanos, la democracia y el imperio de la ley, y que destaca, entre otros aspectos, por contar con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) de Estrasburgo, al cual pueden acudir los ciudadanos de cualquier Estado miembro una vez agotadas todas las instancias internas para la defensa de los derechos fundamentales.

Resumen

Una característica principal de los sistemas jurídicos es su carácter institucionalizado, lo que implica que están indisolublemente ligado a todo un entramado de estructuras, que en conjunto son lo que denominamos «Estado». El Estado y el derecho, en consecuencia, son conceptos inseparables, en la medida en que el Estado es la manifestación políticoinstitucional del derecho, y este es creado por el Estado.
En este quinto módulo hemos examinado brevemente algunos aspectos relacionados con la dimensión institucional del derecho español. En primer lugar, nos hemos detenido en el concepto de Estado de derecho, que no consiste meramente en la existencia de normas jurídicas, sino que requiere de los cuatro elementos siguientes: división de poderes, supremacía de la ley, sometimiento de los poderes públicos al derecho, y reconocimiento y protección de los derechos fundamentales.
En segundo lugar, se han expuesto brevemente algunas de las características principales de las instituciones fundamentales del sistema español: la jefatura del Estado (la Corona), el poder legislativo (las Cortes Generales), el poder ejecutivo (el Gobierno), el poder judicial (la Administración de justicia y el Tribunal Constitucional). Se han examinado también las relaciones existentes entre los poderes legislativo y ejecutivo, que responden al diseño institucional conocido como «sistema parlamentario de gobierno», por contraposición al modelo presidencialista.
En el tercer y último apartado, se ha expuesto el modelo español de reconocimiento y protección de los derechos fundamentales, y se ha realizado una enumeración de los mismos, diferenciando entre diferentes tipos o categorías y mostrando los principales mecanismos para su protección.