El derecho: qué es y cómo es
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Índice
1.El derecho como sistema normativo coactivo institucionalizado
El módulo anterior abordaba, en términos generales, cuál es el papel del derecho en
nuestras sociedades. Esta es una cuestión que pertenece fundamentalmente al ámbito
de la sociología jurídica. No obstante, aunque todos tenemos alguna idea intuitiva
acerca de qué es el derecho, hasta el momento todavía no hemos introducido ninguna
definición mínimamente rigurosa de lo que es un sistema jurídico, que explicite cuáles
serían sus principales características distintivas, y que, entre otras cosas, nos
permita diferenciarlo claramente de otros ámbitos, mecanismos o instrumentos que también
guardan relación con la guía del comportamiento en sociedad, como, por ejemplo, las
normas sociales o morales.
Esta cuestión es abordada por la llamada «teoría general del derecho» que, entre muchas
otras cuestiones relacionadas con la estructura, características y funcionamiento
de los sistemas jurídicos, tiene como uno de sus objetivos básicos delimitar claramente
su objeto de estudio, es decir, qué se entiende por derecho, ofreciendo una definición que sea al mismo tiempo lo suficientemente rigurosa como
para diferenciarlo claramente de otros ámbitos normativos y lo suficientemente general
como para dar cabida a los múltiples ejemplos y modalidades de sistemas legales existentes
a lo largo y ancho del planeta y durante las distintas épocas históricas.
Una de las definiciones del derecho más ampliamente aceptadas y que genera mayor consenso
es la que lo concibe como un sistema normativo coactivo institucionalizado. Con ello se destacan cuatro características esenciales: 1) que el derecho es un
sistema; 2) que tiene naturaleza normativa; 3) que cuenta con un carácter coactivo, y 4) que opera a través de una estructura institucionalizada.
1.1.El derecho como sistema
Es habitual afirmar que el derecho es un «sistema», hasta el punto de que las expresiones
derecho, sistema jurídico o sistema legal suelen usarse como sinónimos. Ahora bien, ¿qué es propiamente un «sistema», y qué
nos permite calificar al derecho como tal?
Un sistema suele definirse como un conjunto de elementos más una estructura o, dicho con otras palabras, una serie de elementos que guardan alguna relación entre
sí, que es lo que les confiere un cierto orden o estructura interna. También puede
definirse, por tanto, como un conjunto ordenado de elementos.
El derecho, en consecuencia, no sería un cúmulo sin más de elementos desordenados
o sin relación alguna que les confiera un cierto orden o estructura, como podría ser,
por ejemplo, el conjunto formado por una manzana, la ciudad de Londres y el número
pi, sino que (al menos en principio) sus elementos están ordenados y relacionados
de alguna manera (es por ello que a menudo también se hace referencia al derecho como
«ordenamiento jurídico», resaltando la idea de orden o estructura). Un ejemplo sencillo
de conjunto ordenado (esto es, de sistema) sería, por ejemplo, el conjunto de los
cien primeros números primos, pues existe una relación o propiedad común entre sus
elementos que les confiere un orden (en este caso, tratarse de números enteros divisibles
únicamente por ellos mismos y por uno).
La caracterización del derecho como un sistema plantea por lo pronto dos cuestiones:
¿qué elementos forman parte del conjunto (o de qué está compuesto dicho conjunto)?
y ¿qué relación o relaciones guardan los elementos del conjunto entre sí?
a) La primera pregunta parece tener, a primera vista, una respuesta evidente: los elementos
que conforman el sistema jurídico son normas. Sin embargo, desgraciadamente la cuestión no es tan simple. Aunque afirmar que el
derecho está compuesto por normas es a grandes rasgos correcto, hay muchas cuestiones
que debemos considerar. Como veremos, el término norma no es unívoco, sino que puede tener distintos significados, y no todos ellos parecen
tener una conexión directa con el derecho. Por otra parte, incluso entre los sentidos
de norma que de algún modo pueden ser relevantes para el derecho por su conexión con la guía
del comportamiento humano, es posible diferenciar entre distintas clases o tipologías
de normas, y existe discusión acerca de si se pueden o no reducir o reconducir a una
única categoría. Y en el caso de que se trate de tipos o categorías irreductibles,
también existe debate sobre qué tipos de normas contiene el derecho. E incluso una
vez aclarado este punto, quedaría por ver qué es lo que confiere a estas normas su
carácter «jurídico» o, con otras palabras, qué es lo que permite diferenciar las normas jurídicas de otras normas, como las sociales, las morales o las religiosas. A estas cuestiones
nos referiremos brevemente en el siguiente epígrafe (el derecho como sistema normativo).
b) Por lo que respecta a las relaciones entre los elementos del conjunto, las que permiten
calificar al derecho como un sistema son fundamentalmente dos: la relación de deducibilidad y la relación de legalidad.
La relación de deducibilidad es de tipo lógico-deductivo, y significa que forman parte del sistema jurídico no
solo aquellos elementos explícitamente promulgados o dictados por la autoridad (que
suelen ser denominadas «normas
promulgadas»), sino también sus consecuencias lógicas (habitualmente denominadas «normas
implícitas o derivadas»). Este tipo de relación parece bastante evidente. Si la autoridad
competente dicta la disposición «Se prohíbe circular a una velocidad superior a 120
km/h por autovías y autopistas», parece claro que también estará legalmente prohibido
circular a más de 200 km/h, aunque no exista ninguna disposición explícita que así
lo indique. De modo similar, si una disposición explícitamente promulgada establece
que «Los residentes en España están obligados a pagar el impuesto sobre la renta»,
de ahí se deriva también que «Los residentes en Segovia están obligados a pagar el
impuesto sobre la renta». La razón es que la norma implícita o derivada se deduce
lógicamente de la primera (la explícita), y sería contradictorio afirmar que el derecho
prohíbe circular a más de 120 km/h pero en cambio no prohíbe hacerlo a más de 200
km/h, o que los residentes en España deben pagar el impuesto sobre la renta y sin
embargo los residentes en Segovia no tienen tal obligación.
Conviene tener presente que en no pocas ocasiones las normas implícitas o derivadas
pueden ser resultado de la combinación de varias normas promulgadas y no solo consecuencia
de una de ellas. Imaginemos el ejemplo siguiente: la autoridad competente aprueba
una disposición (llamémosla D1) que establece «La jornada laboral en los días festivos no podrá en ningún caso ser
superior a 8 horas»; mientras que otra disposición (D2) determina que «Los domingos tendrán la consideración legal de días festivos». De
la combinación de D1 y D2 se obtiene la norma derivada o implícita D3: «La jornada laboral en los domingos no podrá ser superior a 8 horas», que no es
consecuencia lógica ni de D1 ni de D2 por separado, pero que también forma parte del sistema (pues sería contradictorio
afirmar que D1 y D2 forman parte del sistema y, sin embargo, sostener que no existe una limitación legal
de 8 horas en la jornada laboral de los domingos).
La relación de legalidad, por su parte, tiene que ver con el proceso de creación de los elementos del sistema,
razón por la cual también suele ser denominada como relación genética (de génesis, es decir, creación o nacimiento). La mayoría de elementos que forman parte de un
sistema jurídico no están relacionados entre sí de manera lógico-deductiva o, dicho
de otro modo, no se deducen lógicamente unos a partir de otros, sino que forman parte
del derecho por haber sido creados de determinada manera (conforme a lo que establecen
otros elementos del propio sistema). Por ejemplo, si el Parlamento aprueba una ley
sobre protección medioambiental y esta ley autoriza al Ministerio de Medio Ambiente
a fijar mediante una orden ministerial los límites máximos de emisiones de gases de
efecto invernadero por parte de las industrias, y más tarde dicho Ministerio aprueba
una orden ministerial estableciendo dichos límites, este formará parte del sistema
no porque su contenido se deduzca lógicamente de lo que establece la ley, sino por
haber sido aprobado conforme a ciertos requisitos o condiciones formales y sustantivas
(fundamentalmente, que se trate del órgano competente para dictar la disposición,
que se haya seguido el procedimiento legalmente establecido para su aprobación y que
su contenido no resulte incompatible con lo dispuesto en normas de rango o jerarquía
superior).
Esta breve referencia a las dos relaciones básicas que estructuran los sistemas jurídicos
nos permite introducir la distinción entre sistemas estáticos y dinámicos. Los sistemas estáticos son aquellos compuestos siempre por los mismos elementos (como en el ejemplo antes
expuesto de los cien primeros números primos), mientras que los sistemas dinámicos se caracterizan por la posibilidad de cambios en los elementos que integran el conjunto,
es decir, que en ciertos momentos o bajo ciertas circunstancias pueden incorporarse
nuevos elementos al conjunto, o algunos de los elementos que previamente formaban
parte del mismo sistema pueden dejar de pertenecer al mismo. Usando un ejemplo muy
simple, un sistema dinámico podría ser el conjunto formado por las personas que esperan
el autobús en una parada determinada. La relación «esperar el autobús en la parada
X» sería lo que relaciona a los elementos del conjunto y lo que le otorga una estructura,
por lo que este puede ser calificado como un sistema. Pero los elementos que integran
el conjunto van variando con el tiempo, en función de las personas que estén esperando
el autobús, e incluso cabe la posibilidad de que en determinados momentos se trate
de un conjunto vacío (cuando nadie esté esperando).
Si la única relación que estructurase los sistemas jurídicos fuese la de deducibilidad,
el derecho sería únicamente un sistema estático, ya que estaría compuesto exclusivamente
por una serie de elementos explícitos más sus correspondientes consecuencias lógicas.
La relación de legalidad es precisamente la que le otorga un carácter dinámico, pues
gracias a ella es posible el cambio de su contenido a través de la incorporación de
nuevos elementos (mediante la promulgación) y de la eliminación de elementos previamente
existentes (derogación). A estos mecanismos que permiten la dinámica de los sistemas
jurídicos nos referiremos en el apartado 4.
Además, la existencia de relaciones de legalidad entre distintos elementos del sistema
jurídico es un elemento clave (aunque no el único) que diferencia al derecho de otros
conjuntos normativos, como el de la moral, el de las reglas sociales o el de las normas
religiosas. Entre los preceptos y principios de un sistema moral (como, por ejemplo,
el deber de cumplir las promesas, la prohibición de dañar o perjudicar a los demás
sin motivo justificado, la obligación de cuidar y ayudar adecuadamente a las personas
que están a nuestro cargo, etc.) no existen relaciones de legalidad; en otras palabras,
el sistema no contiene preceptos que regulen mecanismos o procedimientos para introducir
nuevos elementos en el sistema o eliminar algunos previamente existentes. De hecho,
es dudoso incluso que la moral pueda ser calificada como un sistema dinámico, ya que
parecería estar compuesta por un pequeño núcleo o conjunto de principios básicos de
los cuales pueden deducirse o derivarse los demás elementos (por ejemplo, de la obligación
general de cumplir las promesas puede derivarse el deber de cumplir los acuerdos o
compromisos adquiridos, el deber de no traicionar, etc.; o de la prohibición de dañar
a los demás injustificadamente, puede derivarse la obligación de no aprovecharse de
las situaciones de debilidad o vulnerabilidad de otras personas para obtener un beneficio
propio). Tampoco parece que un sistema normativo de tipo religioso (que establece
desde obligaciones acerca del tipo de cultos que se deben realizar y cómo llevarlos
a cabo hasta preceptos relacionados sobre cómo vestir, qué comer o cómo comportarse)
tenga carácter dinámico, porque en principio todos sus preceptos derivan de lo que
una autoridad divina ha establecido, normalmente a través de textos considerados sagrados.
Las normas religiosas no deben confundirse con aquellos preceptos normativos dictados
por autoridades político-religiosas en regímenes teocráticos. En un régimen político
teocrático no existe una clara separación entre autoridades políticas y religiosas,
por lo que en muchas ocasiones determinadas autoridades religiosas o sacerdotales
tienen también atribuciones o poderes de tipo político, o viceversa, de manera que
pueden dictar normas legislativas (jurídicas) que están en principio basadas en, o
influenciadas por, el credo religioso de que se trate. Pero en estos casos tales normas
son jurídicas, ya que se originan en las atribuciones políticas de tales autoridades,
y para su aprobación o modificación se siguen los procedimientos legalmente establecidos.
En cambio, las normas religiosas propiamente dichas son las que derivan de los dogmas
religiosos del credo de que se trate, y están dictadas (supuestamente) por la propia
autoridad divina. Un ejemplo serían los Diez Mandamientos en la tradición judeocristiana.
En cambio, en el caso de las normas sociales sí que parece que estamos ante un sistema
dinámico, pues estas evolucionan con la propia dinámica de cada sociedad, y son variables
a lo largo del tiempo y distintas en cada momento y lugar. Podríamos convenir en que
algunas reglas sociales (que son informales pero no por ello carecen de relevancia
o de capacidad para guiar nuestro comportamiento) son, entre otras, que hay que saludar
a los amigos, compañeros o conocidos cuando coincidimos con ellos, que hay que utilizar
los cubiertos para comer, que hay que ir vestidos por la calle, que hay que ceder
el asiento a ciertos colectivos de personas, como ancianos o mujeres embarazadas,
que hay que respetar el orden en las colas o que hay que dar una propina en señal
de agradecimiento por un servicio recibido, por usar algunos ejemplos. Pero estas
reglas no son inamovibles, sino que van evolucionando y a lo largo del tiempo se van
introduciendo algunas nuevas y se van eliminando otras que van quedando desfasadas.
Por ejemplo, en el pasado se consideraba imprescindible que el futuro marido pidiera
permiso al padre de la novia para contraer matrimonio (a pesar de que no era una obligación
legal), e incluso en tiempos relativamente recientes se consideraba que en una pareja
era el hombre quien debía invitar siempre a la mujer y, por tanto, quien debía pagar
la cuenta. Algo parecido ocurre si examinamos distintas culturas o sociedades. Por
ejemplo, en algunas se considera una ofensa y una falta de respeto hacia el anfitrión
que el invitado no se coma toda la comida que se le ofrece, mientras que en otras
ocurre precisamente lo contrario (no dejar parte de la comida se considera una ofensa
porque se interpreta como que no se le ha ofrecido suficiente comida o no es lo bastante
buena).
En cualquier caso, los elementos que forman parte del sistema de reglas sociales no
pertenecen al mismo por el hecho de tener entre sí una cierta relación de legalidad,
es decir, por haber sido creados conforme a los criterios o procedimientos establecidos
por otros elementos del sistema.
1.2.El derecho como sistema normativo
Todo sistema es un conjunto (ordenado) de elementos. En el caso del derecho, parece
que estos elementos están de algún modo relacionados con la guía del comportamiento,
esto es, parece que, al menos en buena medida, el derecho está formado por pautas
de comportamiento que indican aquello que los destinatarios pueden o no hacer. Tales
pautas o guías de conducta suelen denominarse normas, con lo que el derecho contaría entre sus elementos con una cantidad considerable
de normas. Y es precisamente el hecho de que contenga normas lo que nos permite calificarlo
como sistema normativo.
Aunque examinaremos más adelante el concepto de norma con mayor detalle (en el apartado
2), puede hacerse ya una puntualización importante. Como sabemos, el derecho no parece
ser el único sistema normativo, en el sentido de que hay otros sistemas (social, moral,
religioso…) que cuentan también con pautas que guían la conducta y establen qué comportamientos
son obligatorios, prohibidos o permitidos. Pero así como tales sistemas parecen estar
compuestos únicamente por normas de conducta obligatorias para los destinatarios,
una diferencia significativa es que, si bien resulta indudable que el derecho cuenta
con muchas normas en este sentido, no parece que esté compuesto exclusivamente por estas, y que los sistemas jurídicos cuentan también con otros elementos que no
parecen encajar en esta categoría. Por ejemplo, el artículo 5 de la Constitución española
de 1978 establece que «La capital del Estado es la villa de Madrid». Otros preceptos
parecen limitarse a definir un concepto legal (por ejemplo, el art. 1.2 del Estatuto
de los trabajadores de 1980 establece la definición legal de «empresario» en una relación
laboral: «A los efectos de esta ley, serán empresarios todas las personas, físicas
o jurídicas, o comunidades de bienes que reciban la prestación de servicios de las
personas referidas en el apartado anterior»). Ningún jurista duda de que estos preceptos
forman parte del ordenamiento jurídico español, pero no parecen obligar, prohibir
o permitir ningún comportamiento. Usando otro ejemplo, existen preceptos legales que
establecen las condiciones formales o sustantivas para que un acto jurídico (como
un testamento o un contrato) sea legalmente válido. Es decir, establece las condiciones
para que algo pueda ser considerado desde el punto de vista legal como (por ejemplo)
un «testamento», y de ese modo pueda desplegar las consecuencias legales correspondientes
a ese acto jurídico (básicamente, decidir a quién corresponden los bienes de una persona
tras su fallecimiento). Pero en sentido estricto, tales preceptos no establecen obligación
o prohibición alguna. Naturalmente, si se pretende que el documento tenga efectos
legales (y sea considerado como testamento, contrato, etc. desde el punto de vista
jurídico), deberá cumplir los requisitos legalmente establecidos, pero estos preceptos
no nos obligan (ni nos prohíben) a cumplir esas condiciones (es decir, a celebrar
testamentos o contratos válidos), sino que más bien definen o configuran el concepto legal de testamento o contrato.
De lo anterior podemos extraer la conclusión de que el hecho de que un sistema sea
normativo no implica que necesariamente todos los elementos que lo conforman sean normas, entendidas como pautas obligatorias de
conducta (obligaciones, prohibiciones o permisos).
1.3.El derecho como sistema coactivo
La idea fundamental del derecho como sistema coactivo es muy simple. A fin de intentar
garantizar o al menos incrementar el grado de eficacia y cumplimiento de las normas
de conducta, pueden establecerse mecanismos que impliquen el uso de la fuerza (incluso
física) o la coacción en caso de incumplimiento. Sin estos mecanismos, y a menos que
el destinatario haya aceptado o internalizado la pauta de conducta y la lleve a cabo
de manera voluntaria (por convicción), probablemente las normas serían incumplidas
cuando ello supusiera algún tipo de ventaja para el sujeto. Como vimos en el módulo
anterior, a través de las normas, y especialmente de los mecanismos para asegurar
su cumplimiento, se intenta modificar la estructura de incentivos para hacer que lo
conveniente o lo racional sea cumplir la norma. Seguramente seré más proclive a pagar
mis impuestos gracias a la existencia de la inspección de tributos y a las sanciones
que conlleva no pagarlos; probablemente no conduciré tan deprisa si sé que hay radares
que miden la velocidad y que el exceso de la misma conlleva multas o incluso sanciones
penales, o por mucho que desee tener el último modelo de teléfono móvil, muy posiblemente
me abstenga de robarlo si sé que ello puede incluso llevarme a prisión.
La idea central, pues, es que el sistema jurídico es un sistema coactivo en la medida
en que cuenta con estructuras, mecanismos, procedimientos que pueden conllevar, aunque
sea como último recurso, el uso de la fuerza y la coacción para asegurar el cumplimiento
de sus disposiciones.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que para el correcto funcionamiento de un sistema
jurídico, o de cualquier sistema normativo en general, los sujetos han de cumplir
las normas en la mayoría de los casos de manera voluntaria o por convicción, sin necesidad
de recurrir al uso o a la amenaza de la coacción. Si el único modo de que las normas
sean cumplidas es mediante el recurso a la fuerza, el sistema será en conjunto débil,
inestable y poco eficaz, ya que el recurso a la violencia exige mucho esfuerzo y recursos
por parte del Estado y su efectividad es limitada. Usando un ejemplo extremo, si por
lo general las personas no matamos a nuestros semejantes, no es solo porque se nos
amenace con pasar una larga temporada en prisión si lo hacemos, sino principalmente
porque asumimos que matar es algo que está mal y no hay que hacerlo, por lo que aceptamos
la norma de manera voluntaria y la cumplimos por convicción. Si la única razón para
no matar fuese la existencia de una sanción jurídica, muy probablemente los casos
de homicidio y asesinato serían mucho más frecuentes, sobre todo en aquellos casos
en que considerásemos que hay pocas probabilidades de ser sancionados.
El carácter coactivo no es, por otra parte, una característica exclusiva de los sistemas
jurídicos, sino que podría decirse que es consustancial a la propia existencia de
cualquier norma de conducta y cualquier sistema normativo. Otros sistemas normativos
no jurídicos también cuentan con sus propios mecanismos o formas de coacción, aunque
distintos a los que habitualmente utiliza el derecho.
En el caso de las llamadas «normas sociales», el recurso a la coacción suele realizarse
a través de la «presión social difusa», es decir, la propia sociedad, de manera descentralizada
(sin que haya una autoridad, órgano o institución específica encargada de aplicar
una sanción) es la que presiona para que se cumplan ciertas pautas o estándares de
conducta de múltiples maneras, como mediante el rechazo o la antipatía social, las
quejas o amonestaciones espontáneas, etc. Por ejemplo, si alguien tiene por costumbre
no saludar o no cumple con unos mínimos de higiene personal, probablemente la única
consecuencia será ganarse la antipatía de los demás, pero si una persona intenta saltarse
una cola, seguramente la presión social será más intensa, en forma de quejas y reprimendas
por parte de los afectados que están pacientemente guardando el orden de la cola.
Es la existencia de esta presión social frente a la desviación de la pauta de conducta
debida la que precisamente nos permite detectar cuándo nos encontramos frente a una
norma y no ante un simple hábito social, aunque sea muy extendido. Por ejemplo, en
nuestra sociedad es una costumbre muy extendida consumir turrones durante las fiestas
navideñas, pero si alguien decide no hacerlo difícilmente será objeto de crítica por
no realizar un comportamiento debido o considerado como obligatorio.
Cuando se trata de normas morales, aunque la presión social difusa puede seguir estando
presente como mecanismo para favorecer el cumplimiento de sus exigencias, parece que
se añade un elemento más, que es el del remordimiento, definido por la Real Academia
como «Inquietud, pesar interno que queda después de realizar lo que se considera una
mala acción». En cuestiones morales, los propios sujetos nos solemos autoinfligir
un castigo en caso de no actuar conforme a lo requerido por las normas y principios
morales (como, por ejemplo, en el caso de no haber ayudado a un amigo cuando no nos
costaba demasiado esfuerzo o sacrificio hacerlo y para este hubiera supuesto algo
muy importante). Son, por tanto y principalmente, nuestras convicciones más íntimas
y profundas las que nos empujan a actuar conforme a las exigencias éticas y morales.
Por último, en el contexto de las normas religiosas (para los creyentes) podemos entender
que existen mecanismos coactivos para la satisfacción de las exigencias impuestas
por el sistema correspondiente. Normalmente, estos consisten en amenazas de sanciones,
castigos o consecuencias negativas tras la muerte en caso de no satisfacer las obligaciones
impuestas.
1.4.El sistema jurídico como sistema institucionalizado
Este cuarto aspecto o característica es sin duda el más relevante a la hora de poder
diferenciar claramente los sistemas jurídicos respecto de otros conjuntos normativos.
Los sistemas jurídicos son los únicos que tienen un carácter institucionalizado. Esto quiere decir básicamente que el derecho se organiza, opera y cumple sus funciones
a través de un entramado más o menos complejo (variable según las distintas sociedades
y momentos históricos) de instituciones u órganos (como asambleas legislativas, organismos de la administración pública, tribunales
de justicia, etc.).
La relación entre el derecho y este entramado institucional es conceptual o necesaria,
porque todo el proceso de creación (y por tanto su propia existencia y contenido)
y de aplicación de las normas jurídicas está relacionado con la actuación de determinados
órganos, instituciones o autoridades formales. Estos órganos son creados a través
de normas jurídicas; sus funciones o competencias, así como los procedimientos a través
de los que actúan, se rigen mediante normas jurídicas, y en no pocos casos, tienen
la capacidad de crear nuevas normas jurídicas o eliminarlas. Algunas de estas instituciones,
como, por ejemplo, los tribunales de justicia, tienen la capacidad de determinar cuándo
se han vulnerado las normas jurídicas y aplicar la sanción correspondiente o de resolver
controversias de acuerdo con lo que establece el derecho. Nada de esto ocurre en los
demás tipos de sistemas normativos. No existe, por ejemplo, ningún órgano o institución
mínimamente formalizada que se dedique a aprobar o derogar normas sociales, ni ningún
tribunal que determine tras un procedimiento formal si se ha vulnerado o no una obligación
moral e imponga la sanción correspondiente, todo ello regulado a su vez mediante normas
dictadas por otras autoridades o instituciones.
2.La norma jurídica
Suele decirse que el derecho está formado por normas (las normas jurídicas). Ahora bien, la expresión norma es en sí misma problemática, ya que parece englobar muchos conceptos distintos (o,
dicho de otro modo, parece haber múltiples tipos o categorías de normas), y no todos
ellos parecen tener una estrecha relación con el derecho. En ocasiones, por ejemplo,
utilizamos esa palabra para describir ciertas regularidades, ya sea en los comportamientos,
en las características de ciertos objetos o en cualquier otro ámbito, como cuando
se afirma, por ejemplo, «por norma general, los hijos se independizan alrededor de
los treinta años», o «la norma es que tres de cada cuatro estudiantes finalicen sus
estudios en el plazo establecido». De hecho, cuando decimos que algo es «normal» (como,
por ejemplo, «la reacción normal frente a esa situación es la tristeza y la desorientación»
o «el tamaño normal de esta pieza es de diez centímetros»), estamos afirmando que
se ajusta a la norma, entendida como cierta regularidad.
En otras ocasiones, en cambio, hablamos de normas entendidas no como descripciones
o informaciones acerca de ciertas regularidades que de hecho se producen, sino más
bien como prescripciones, órdenes o mandatos que pretenden guiar o dirigir el comportamiento
de los destinatarios. Este es el caso, por ejemplo, de cuando entendemos que enunciados
como «No debes mentir en tu testimonio», «Está prohibido fumar en las aulas» o «Es
obligatorio realizar la declaración del impuesto de la renta» son normas.
Otras veces, las normas son entendidas más bien como ciertas reglas que constituyen o definen algo (como un concepto, una relación, una actividad o un juego) y que estrictamente
no ordenan ni prohíben nada, sino que su seguimiento determinará si nos ajustamos
o no a ese concepto o actividad. Si hablamos de las normas o reglas de un juego de
naipes, tales reglas definen o constituyen el juego, de modo que su seguimiento determinará
que estamos jugando a dicho juego. Si en un momento dado, algún jugador hace algo
que no se ajusta a las reglas, no diremos que está «desobedeciendo» o «incumpliendo»
sus obligaciones, sino que más bien se trata de un movimiento incorrecto o que no
está jugando a ese juego, sino a otro distinto.
Estos son tan solo algunos tipos o categorías de normas, ya que existen otros. Y aunque
parece claro que el sistema jurídico contiene muchas normas prescriptivas (que pretenden
dirigir el comportamiento de sus destinatarios), se plantean algunos interrogantes,
que en cierta medida ya han ido apareciendo en las páginas anteriores: ¿son todas
las normas jurídicas del mismo tipo, o el derecho contiene diferentes tipos? Si el
derecho no contiene únicamente prescripciones, ¿qué otros tipos de normas podemos
encontrar? Por otro lado, las expresiones siguientes: «Debes comer utilizando los
cubiertos», «Se debe cumplir aquello que se promete» y «No debe circularse a más de
120 km/h por una autopista» son todas ellas normas que prescriben u ordenan conductas,
pero no diríamos que todas son normas jurídicas. ¿Qué propiedades o características
hacen que una norma sea jurídica? ¿Es algo que depende de la propia norma –de modo
que el derecho sería el conjunto de las normas que son jurídicas– o más bien sería
que una norma es jurídica si forma parte del conjunto que llamamos sistema jurídico?
2.1.Usos del lenguaje y las normas
2.1.1.Los usos del lenguaje
El derecho es fundamentalmente un fenómeno lingüístico, ya que está compuesto por
normas, y las normas se expresan por medio del lenguaje (principalmente, el lenguaje
escrito en el caso de las normas jurídicas). Por tanto, estudiar el derecho implica
tener en cuenta ciertos aspectos del lenguaje. Este es un instrumento comunicativo
increíblemente potente y versátil, que nos permite realizar múltiples actividades
más allá de la simple transmisión de información. Es por ello que puede hablarse de
distintos usos del lenguaje, según cuál sea la función o la finalidad para la que una determinada expresión lingüística
es utilizada.
Mediante el lenguaje es posible, entre otras cosas, describir, alabar, criticar, ordenar,
explicar, prometer, proponer, rezar, contar historias, contar chistes, expresar nuestra
conformidad, etc. Cada una de estas actividades puede concebirse como un determinado
«uso» del lenguaje y, como puede verse, tales usos pueden resultar muy distintos entre
sí, por lo que conviene destacar ciertas características y diferencias entre los mismos.
Sin embargo, intentar realizar una lista completa de los usos del lenguaje sería una
tarea poco menos que imposible, además de poco útil. Por ello, muchos autores se han
limitado a realizar una clasificación de los usos del lenguaje fundamentales o básicos,
que suele contener solo unas pocas categorías, dado que todos los demás usos, en mayor
o menor medida, pueden reconducirse a alguna de las categorías principales.
La clasificación que aquí se presenta distingue entre cuatro usos principales: uso
asertivo o descriptivo, uso prescriptivo o directivo, uso expresivo y uso realizativo
u operativo.
a) Uso asertivo o descriptivo
A la categoría de uso asertivo o descriptivo pertenecen todas aquellas expresiones que describen o informan acerca de determinados
hechos, personas, objetos, etc.
Expresiones como «Los ángulos de un triángulo suman 180 grados», «La distancia aproximada
entre la Tierra y el Sol es de 150 millones de kilómetros» o «El mes pasado viajé
a París» serían buenos ejemplos del uso asertivo. Los significados de los enunciados
que se enmarcan en este uso asertivo se llaman proposiciones, que pueden ser verdaderas o falsas, según exista o no correspondencia entre dichos
significados y la realidad que describen (que no necesariamente ha de ser el mundo
real; así, por ejemplo, una afirmación como «En el universo de Harry Potter es posible
viajar en el tiempo» expresaría una proposición verdadera).
b) Uso prescriptivo o directivo
La categoría de uso prescriptivo o directivo comprende las expresiones que utilizan el lenguaje con el propósito de dirigir la
conducta de alguien.
Así, por ejemplo, si formulamos la expresión «Cierra la ventana, por favor», con ella
no estamos describiendo ni informando de nada, sino que pretendemos que el destinatario
haga algo, que se comporte de cierto modo (en este caso, que cierre la ventana). A
diferencia de lo que ocurre con las aserciones, en las prescripciones no es posible
hablar de verdad o falsedad, sino en todo caso de eficacia o ineficacia (la orden
o prescripción será eficaz si el destinatario se comporta de acuerdo con ella y será
ineficaz en caso contrario). Resulta evidente la importancia que este uso lingüístico
puede tener en contextos normativos como el jurídico.
La diferencia entre describir y prescribir puede entenderse mejor a través del concepto
de «dirección de ajuste o encaje», planteado por G. E. M Anscombe y recuperado más
tarde por J. Searle, y que indica el tipo de relación entre una expresión lingüística
y el mundo o realidad a la que se refieren. Los enunciados asertivos o descriptivos
cuentan con una dirección de ajuste «palabras-a-mundo», ya que su objetivo primordial
(independientemente de que lo consigan o no) es que las palabras se ajusten o concuerden
con la realidad que describen. Por el contrario, los enunciados prescriptivos tienen
una dirección de ajuste «mundo-a-palabras», puesto que su cometido no es informar
sobre cómo es la realidad (que las palabras se ajusten al mundo), sino al contrario,
que la realidad se ajuste a las palabras.
Anscombe ilustra la diferencia con el ejemplo de dos listas de la compra. Una de ellas
es la lista que lleva el comprador al mercado y que le dice qué debe comprar (dirección
de ajuste mundo-a-palabras). La finalidad de esta lista es que la realidad acabe ajustándose
a las palabras, es decir, que el comprador adquiera todos los elementos que aparecen
en la lista.
La segunda lista, en cambio, es la que elabora un detective privado que tiene como
cometido tomar nota de lo que efectivamente adquiere el comprador en el mercado. A
diferencia de la anterior, aquí la dirección de ajuste es la de palabras-a-mundo,
ya que el objetivo es que lo que aparece en la lista coincida con la realidad.
Las diferencias quedan aún más patentes en la forma de resolver un error: si el detective
se equivoca, y escribe pan en lugar de leche, puede enmendar el error tachando la palabra pan y escribiendo leche (en definitiva, cambiando las palabras), mientras que si el comprador se equivoca,
y en lugar de coger pan coge leche, no puede enmendar su error tachando la palabra
de la lista, sino que deberá dejar el pan y coger la leche en su lugar (en definitiva,
deberá «cambiar el mundo» para que este se ajuste a las palabras, y no a la inversa).
c) Uso expresivo del lenguaje
El uso expresivo del lenguaje consiste en utilizarlo para expresar o exteriorizar emociones, sentimientos
o valoraciones, al tiempo que para intentar influir en los sentimientos o valoraciones
de los demás (crear adhesión).
Para intentar comprenderlo mejor, podemos considerar las diferencias entre las expresiones
«La pena de muerte es considerada injusta por la mayor parte de la sociedad» y «La
pena de muerte es un crimen abominable». Mientras que en el primer caso se trataría
de informar o describir acerca de la opinión mayoritaria de la sociedad (se ajustaría,
por tanto, a un uso asertivo), en el segundo caso, si bien es cierto que en algún
sentido también nos informa de que la persona que formula el enunciado es contraria
a la pena de muerte, el núcleo principal del significado consiste en la exteriorización
o manifestación del rechazo a la pena de muerte –un juicio de valor–, al tiempo que
también, en cierta medida (lo que explica el uso de calificativos como crimen abominable), intenta influir en los sentimientos de los demás.
d) Uso realizativo u operativo
El uso realizativo u operativo constituiría, más que un uso específico del lenguaje, una categoría bastante amplia
en la que se enmarcarían múltiples usos del lenguaje que comparten una característica
fundamental: ser acciones, actividades o comportamientos que dependen del lenguaje
y son configurados por este.
Puede ilustrarse mejor la idea del modo siguiente: todos sabemos que existen ciertos
comportamientos, como andar, respirar, comer, dormir, etc., que son totalmente independientes
del lenguaje, en el sentido de que podríamos realizarlos incluso aunque no dispusiéramos
de esta herramienta de comunicación (de hecho, eso es lo que ocurre con los animales).
Sin embargo, sin el lenguaje no podríamos realizar acciones como prometer, condenar
o nombrar un heredero, por poner algunos ejemplos, ya que la manera de llevarlas a
cabo es, precisamente, usando el lenguaje de un cierto modo determinado.
Por ejemplo, si decimos «Prometo llamarte mañana», realizaremos una promesa, y difícilmente
podríamos prometer algo sin usar el lenguaje de un cierto modo. Algo similar ocurre,
por ejemplo, con las expresiones «Condeno al acusado al pago de una multa de 1.000
euros o «Designo a María como heredera universal de todos mis bienes».
Un aspecto muy a tener en cuenta, como veremos a continuación, es que todo uso realizativo
del lenguaje requiere de la existencia de ciertas reglas o normas constitutivas.
2.1.2.Tipología y estructura de las normas (jurídicas): normas constitutivas y prescripciones
¿Qué tienen que ver los distintos usos del lenguaje con las normas y con el derecho?
La respuesta breve es que nos ayudan a diferenciar y a comprender mejor las distintas
clases de elementos (normas) que podemos encontrar en los sistemas jurídicos.
El filósofo y lógico finlandés Georg Henrik von Wright (1916-2003) elaboró una tipología
muy completa de distintas clases o categorías de normas, de entre las que nos interesa
destacar especialmente dos de ellas: las reglas conceptuales (también llamadas «normas constitutivas»), y las normas prescriptivas (también denominadas simplemente «prescripciones»).
a) La reglas conceptuales o normas constitutivas
En ocasiones, usamos la expresión norma para referirnos a aquellos preceptos que definen un concepto, un objeto, una actividad,
etc. Un ejemplo serían las reglas de los juegos (como puede ser el ajedrez o un juego
de naipes), así como las de la lógica, las matemáticas o la gramática. Puede decirse
que el ajedrez está definido por un conjunto de reglas (normas) y que si alguien mueve
las piezas de manera distinta a la establecida por esas reglas, no es que esté violando
o incumpliendo una obligación, sino que más bien ha realizado un movimiento incorrecto
o que simplemente no está jugando al ajedrez.
En el ámbito jurídico podemos encontrar preceptos que se asemejan a las reglas que
constituyen o definen un juego: por ejemplo, cuando la Constitución establece que
la mayoría de edad se alcanza a los dieciocho años (está definiendo qué se entiende
legalmente por «mayoría de edad»), cuando el Código civil determina que los edificios,
los terrenos, los ríos y otros bienes son bienes inmuebles (define el concepto legal
de «bien inmueble») o cuando el mismo código establece los requisitos formales y de
contenido que debe reunir un documento para que sea un testamento válido.
Las reglas conceptuales no imponen deberes en sentido estricto, sino que establecen
las condiciones bajo las cuales un objeto o situación pertenece a la categoría definida
por esas reglas.
Así, si un documento no reúne los requisitos de forma determinados por la ley para
ser un testamento, no se tratará de un incumplimiento de un deber jurídico, sino que
simplemente ese documento no será un testamento válido (no valdrá jurídicamente como
testamento, de modo que no dará lugar a las consecuencias legales derivadas de un
testamento).
El uso del lenguaje que mejor se adaptaría a este tipo de normas sería el uso realizativo
u operativo, ya que ni prescriben u ordenan realizar determinados comportamientos,
ni describen una realidad preexistente, sino que más bien constituyen nuevas situaciones,
objetos o categorías. Por ejemplo, las normas que determinan el concepto legal de
testamento, estableciendo las condiciones que debe reunir cierto documento para ser
considerado como tal y tener efectos jurídicos, están creando a través de tales normas
una nueva categoría o realidad antes inexistente (los testamentos no existen como
una categoría natural, sino tan solo como creaciones artificiales a partir de normas
jurídicas).
De acuerdo con J. Searle, las normas constitutivas (que es como denomina a lo que
von Wright llama «reglas conceptuales», pero se trata de la misma categoría) tienen
la estructura siguiente:
En el contexto C, X cuenta como Y.
Así, por ejemplo, podría decirse que en el contexto del derecho español, ser mayor
de dieciocho años cuenta como ser mayor de edad, ser un edificio cuenta como ser un
bien inmueble o un documento que reúna ciertos requisitos formales y de contenido
cuenta como un testamento.
El «contexto C» es un elemento fundamental de estas normas, pues un mismo acto, situación
o comportamiento puede tener significados muy distintos (o no tenerlos en absoluto)
en función del contexto a que hace referencia la norma.
Pensemos, por ejemplo, en un movimiento físico como levantar el brazo: en un contexto
como el de una clase presencial, puede significar que se quiere plantear una pregunta
o hacer un comentario; en el contexto de una votación en una asamblea, puede significar
que estamos a favor de una propuesta; y si estamos en un bosque, probablemente no
signifique nada. Que este mismo comportamiento tenga significados tan dispares según
el contexto responde a la existencia de distintas normas constitutivas.
b) Las prescripciones o normas prescriptivas
Probablemente sea este el significado más usual o común del término norma. Las prescripciones son enunciados formulados con el propósito de guiar el comportamiento
de sus destinatarios, determinando qué es lo que pueden y no pueden hacer (en otras
palabras, qué resulta obligatorio, prohibido o permitido).
Las prescripciones tienen como propósito determinar el comportamiento de sus destinatarios
en un cierto sentido, por lo que responden claramente a un uso prescriptivo o directivo
del lenguaje, o a una dirección de ajuste mundo-a-palabras.
Enunciados como «Cierra la puerta», «Debes cumplir tus promesas» o «Todo residente
en España que obtenga unas rentas anuales superiores a 21.000 euros debe presentar
la declaración del IRPF» serían ejemplos de prescripciones. Por tanto, a diferencia
de las reglas conceptuales, estas sí que dirigen el comportamiento en sentido estricto
y, consiguientemente, pueden ser obedecidas o desobedecidas.
Que el derecho contiene una gran cantidad de normas de tipo prescriptivo destinadas
a dirigir nuestra conducta parece fuera de toda duda. Normas del tipo «Es obligatorio
circular por la derecha de la calzada», «Está prohibido fumar en todo el ámbito de
la universidad» o «El comprador está obligado a pagar el precio en el momento y lugar
estipulados en el contrato» son muy comunes en todos los sistemas jurídicos.
Pero, como acabamos de ver, en el derecho son muy habituales también preceptos como
los que definen conceptos, establecen criterios de validez para ciertos actos o confieren
poderes normativos, y en estos casos resulta imposible o muy forzado entenderlos como
normas prescriptivas. Estos preceptos, en cambio, parecen ajustarse mejor a la categoría
de las reglas conceptuales o normas constitutivas, ya que por medio de ellas se configuran
o definen los conceptos legales y los actos jurídicos, o se califican como normas
válidas los actos de creación normativa de ciertos órganos.
Puede decirse, en síntesis, que el derecho está compuesto fundamentalmente por normas
prescriptivas y normas constitutivas.
¿Pero cuál es, más concretamente, la diferencia principal entre las normas prescriptivas
y las normas constitutivas? Todas las normas jurídicas, en general, tienen una estructura
conforme a la cual se puede diferenciar entre el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica. Estos elementos suelen estar conectados de manera condicional: «Si ... (supuesto
de hecho), entonces … (consecuencia jurídica)».
El supuesto de hecho puede ser una descripción de una clase de personas (por ejemplo, los compradores,
los mayores de dieciocho años, los residentes en España, etc.), de una clase de objetos
(por ejemplo, los terrenos, los vehículos de motor, etc.), de una clase de estados
de cosas (por ejemplo, una catástrofe natural, el transcurso de un plazo, etc.) o
de una clase de acciones o comportamientos (matar a otro, circular a cierta velocidad,
entrar en el país, etc.).
La consecuencia jurídica, como su nombre sugiere, se refiere a los efectos o consecuencias que la norma vincula
al acontecimiento del supuesto de hecho: por ejemplo, la atribución de la categoría
legal de «mayor de edad» a las personas mayores de dieciocho años o la obligación
de pagar el impuesto de la renta para los residentes en España.
La diferencia básica entre normas prescriptivas y constitutivas, desde este punto
de vista, consiste en que mientras las primeras correlacionan un supuesto de hecho
que es un «caso» con una consecuencia jurídica que es una «solución», las segundas
correlacionan un supuesto de hecho que es un «caso» con una consecuencia jurídica
que es otro «caso».
Un «caso» es una descripción de personas, objetos, estados de cosas o acciones. Tanto
las normas prescriptivas como las constitutivas tienen un caso como supuesto de hecho.
Una «solución» consiste en la calificación deóntica o normativa (obligación, prohibición,
permiso) de una acción o comportamiento. El adjetivo deóntico proviene del griego déon, que significa ‘deber ser’.
Las normas prescriptivas correlacionan un caso (por ejemplo, ser un comprador, o ser
residente en España) con una solución (la obligación de pagar el precio de la cosa
estipulado en el contrato de compraventa o la obligación de pagar el impuesto sobre
la renta). En cambio, las normas constitutivas correlacionan un caso (ser un terreno,
contar con consentimiento, objeto y causa) con otro caso (ser un bien inmueble, ser
un contrato válido).
Aunque, como sabemos, las normas constitutivas no guían la conducta, sí pueden contribuir
indirectamente a ello (por ejemplo, cuando definen el concepto legal «mayoría de edad»
y otra norma –prescriptiva– establece que los mayores de edad tienen el derecho de
sufragio).
La relación entre los dos casos en las normas constitutivas (el que actúa como supuesto
de hecho y el que opera como consecuencia jurídica) puede ser de identidad (como en
el ejemplo de la norma que correlaciona ser mayor de dieciocho años con ser mayor
de edad) o de inclusión (como en el ejemplo de la norma que correlaciona el caso de
que un objeto sea un terreno con la consecuencia jurídica «ser un bien inmueble»,
ya que hay otros objetos que no son terrenos que también son bienes inmuebles, como
los edificios).
2.2.Las normas jurídicas como prescripciones. Problemas
Durante mucho tiempo, los teóricos del derecho estuvieron intentado determinar qué
características eran las que hacían que una norma fuera jurídica, es decir, qué era
lo que otorgaba a una norma su carácter jurídico y permitía diferenciarla de otros
tipos de normas (morales, sociales, etc.). La idea subyacente era que todas las normas
jurídicas eran reducibles a una única categoría básica que compartía las mismas propiedades
esenciales, y que el sistema jurídico era el conjunto de todas las normas jurídicas.
Esta categoría básica o esencial de norma jurídica se basaba en el modelo de las prescripciones,
esto es, en el de las normas que guían la conducta, por resultar el más evidente.
No obstante, desde el principio resultó claro que el carácter diferenciador de las
normas jurídicas no podía basarse en el contenido (pues usando un ejemplo muy claro,
una prescripción como «prohibido matar» se encuentra no solo en la práctica totalidad
de sistemas jurídicos, sino que también puede considerarse como una norma moral y
forma parte asimismo de los códigos normativos de la mayoría de las religiones), por
lo que tenía que basarse en aspectos formales.
El gran jurista inglés del siglo xix John Austin propuso una definición conforme a la cual las normas jurídicas serían
«órdenes del soberano respaldadas por amenazas de sanción en caso de incumplimiento».
El «soberano» se definía como aquella persona o conjunto de personas (por ejemplo,
un parlamento) que era habitualmente obedecido y que habitualmente no obedecía a nadie
más. El soberano también puede delegar su autoridad en otras personas u órganos.
La principal crítica a la teoría de Austin es que asimila el derecho al modelo del
atracador, ya que se asemeja a la situación en la que un atracador dicta órdenes a
su víctima y le amenaza con el uso de la fuerza en caso de que no obedezca. Si bien
es cierto que se trata de una exageración (ya que el atracador no reuniría las condiciones
exigidas para ser considerado como un soberano), no es menos cierto que en el caso
de contextos más complejos, como puede ser el de una organización mafiosa que hubiera
conseguido imponerse en cierto territorio, sus órdenes deberían ser consideradas jurídicas,
puesto que reunirían todas las exigencias de la teoría de Austin (provenir del soberano
y estar respaldadas por amenazas de uso de la fuerza en caso de desobediencia). Otro
de los problemas que tradicionalmente se han planteado es el de la existencia de mandatos
que no van acompañados de sanción en caso de incumplimiento.
En tiempos más recientes, el iusfilósofo austríaco Hans Kelsen, en su obra más famosa,
la segunda edición de la Teoría pura del derecho (1960), expone su visión de las normas del derecho como órdenes dirigidas a las autoridades
(jueces, órganos administrativos, etc.) relacionadas con el uso de la coacción. Según
este autor, una norma jurídica básicamente establecería las condiciones bajo las cuales
debe imponerse una sanción (si se dan ciertas circunstancias x, debe imponerse la sanción y).
Desde el punto de vista de los ciudadanos, el derecho actuaría como instrumento de
motivación indirecta: no les indica directamente qué deben hacer, sino que, gracias
a las normas, saben cómo han de comportarse para evitar la sanción. Este esquema parece
ajustarse especialmente bien a ciertas ramas del derecho, como el derecho penal: el
Código penal no establece «Está prohibido matar», sino que «Si alguien mata, se le
debe imponer la sanción x». La prohibición de matar, en consecuencia, es el resultado de un razonamiento prudencial
destinado a evitar la sanción («Si no quiero que me impongan la sanción x, no debo matar»).
Ahora bien, no cualquier imperativo o prescripción, incluso con el esquema planteado
por Kelsen, será automáticamente una norma jurídica. Para que lo sea, es necesario
el elemento de la validez.
Según el autor, una norma es válida (y no un mero imperativo u orden) cuando ha sido
dictada conforme a lo dispuesto por otra norma que a su vez es también válida (lo
que exige, de nuevo, que esta última haya sido dictada conforme a otra norma válida,
y así sucesivamente). De esta manera, las normas jurídicas se estructuran conforme
a una cadena de validez.
Para ilustrar el concepto de la cadena de validez, podemos imaginar el siguiente ejemplo:
la decisión de la policía local de imponer una multa por estacionamiento incorrecto
de un vehículo es una norma válida si se ajusta a lo dispuesto por la ordenanza municipal
que regula el tráfico, que a su vez es una norma válida si se ajusta a lo establecido
en la ley de régimen local correspondiente, que a su vez es válida si se ajusta a
la Constitución. Como esta cadena no puede ser infinita, en último término todas las
normas dependen de la norma básica o fundamental, que no es una norma positiva (no ha sido dictada por ninguna autoridad), sino más
bien un presupuesto teórico o una hipótesis de trabajo para dar unidad al sistema
(vendría a ser la norma presupuesta que obliga a obedecer la primera constitución
no reformada del ordenamiento).
Independientemente de los problemas específicos de la posición de cada uno de estos
autores, la reducción de las normas jurídicas al modelo de las prescripciones plantea
el problema básico de qué hacer con todos aquellos preceptos que, al menos a primera
vista, no encajan dentro de este esquema, como, por ejemplo, las siguientes:
1) Normas que definen conceptos legales (que serán después usados por otras normas).
Por ejemplo, el artículo 12 de la Constitución española (CE) establece: «Los españoles
son mayores de edad a los dieciocho años»; o el artículo 335 del Código civil (CC)
dice: «Se reputan bienes muebles los susceptibles de apropiación no comprendidos en
el capítulo anterior [...]».
2) Normas de competencia (normas que confieren poderes a ciertos órganos o autoridades
para que puedan dictar normas sobre cierta materia). Por ejemplo, el artículo 66.2
CE establece: «Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban
sus presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias
que les atribuya la Constitución».
3) Normas que establecen los requisitos de validez de ciertos actos jurídicos. Por ejemplo,
el artículo 1261 CC dice: «No hay contrato sino cuando concurren los requisitos siguientes:
1. consentimiento de los contratantes; 2. objeto cierto que sea materia del contrato;
3. causa de la obligación que se establezca».
Tanto Austin como Kelsen intentan afrontar estas dificultades reconduciendo estos
preceptos al esquema de las normas prescriptivas, pero el resultado es muy problemático.
Kelsen sostiene que todos aquellos preceptos que no se ajustan al esquema de mandato
relacionado con la imposición de una sanción son partes o fragmentos de una norma
(que se ajusta al esquema kelseniano), lo que daría lugar a «normas-monstruo» muy
complejas y que se ajustarían muy poco a nuestras intuiciones acerca de las normas
jurídicas. Austin afirma, por su parte, que la nulidad (consecuencia de que un acto
no se ajuste a los requisitos legales) es también una sanción. Pero esto, como sostiene
Hart, no parece adecuado. En el caso de las prescripciones, es totalmente separable
el mandato (orden, prohibición, permiso...) de la sanción vinculada al incumplimiento
del mismo, hasta el punto de que puede perfectamente existir el primero sin la segunda.
En cambio, cuando una norma fija los criterios de validez de un acto jurídico (contrato,
testamento, solicitud ante una administración, etc.), la invalidez (nulidad) se sigue
del mero hecho de que el acto, documento, etc. no se ajusta a los requisitos legales,
sin necesidad de ninguna otra norma adicional (haciendo una analogía con el juego
del ajedrez, un movimiento de una torre en diagonal es un movimiento nulo o inválido
porque no se ajusta a las reglas que determinan los movimientos de la torre, sin que
tenga que haber ningún otro precepto que establezca esta «sanción»). La nulidad, por
tanto, es más bien una consecuencia lógica y no el resultado de la aplicación de la
norma que establece una sanción.
Por estos y otros problemas, conviene renunciar a la idea de una única categoría de
norma jurídica, basada en el esquema de las prescripciones, a la que se ajustan todos
los elementos del sistema jurídico. Probablemente la mejor crítica a los modelos reduccionistas
como los de Austin y Kelsen es la que expuso H. L. A. Hart en The Concept of Law (1961). Según el autor inglés, un sistema normativo que contuviera exclusivamente
normas de obligación (prescripciones), que en la terminología del autor se denominan
«reglas primarias», se enfrentaría a tres problemas o deficiencias fundamentales:
1) Falta de certeza. En un sistema formado exclusivamente por mandatos, podrían surgir dudas o discrepancias
acerca de qué normas forman parte del mismo, ya que careceríamos de los criterios
necesarios para identificar qué cuenta y qué no cuenta como norma del sistema. Tales
criterios de identificación no pueden ser establecidos por una prescripción, sino
que se necesita alguna regla que especifique cuáles son los requisitos que definen o califican una norma como perteneciente al sistema normativo.
2) Carácter estático de las normas. En un modelo de mandatos exclusivamente, no existirían mecanismos para introducir
o eliminar normas del sistema, adecuándolo a las necesidades cambiantes del grupo,
con lo que el derecho tendría un carácter estático.
3) Ineficacia de la presión social difusa. Siempre es posible que surjan dudas o discrepancias acerca de si cierta norma ha
sido o no infringida. En un modelo de reglas primarias exclusivamente, no existirían
ni órganos ni procedimientos específicos para determinar cuándo una de esas normas
ha sido infringida y, en consecuencia, las normas tenderían a ser ineficientes, puesto
que solo se contaría con la presión social difusa para intentar asegurar su cumplimiento.
Por estas razones, según Hart todos los sistemas jurídicos son una combinación de reglas primarias y reglas secundarias (estas últimas llamadas de ese modo porque son normas referidas a las normas primarias).
Ha habido mucha discusión teórica acerca de la naturaleza de las reglas secundarias,
pero no entraremos en esta cuestión. En cualquier caso, lo importante es que el derecho
no puede concebirse adecuadamente como un conjunto compuesto exclusivamente por normas
que se ajustan al esquema único de las prescripciones.
Las reglas secundarias son, según el autor, de tres tipos:
1) La regla de reconocimiento, que evitaría los problemas de falta de certeza, al señalar las características o
propiedades cuya posesión por parte de una norma determina su pertenencia al derecho.
2) Las reglas de cambio, que evitarían el carácter estático del derecho mediante la atribución de poderes
o competencias a ciertos órganos o particulares (por ejemplo, en el caso de los contratos)
para dictar nuevas normas o eliminar las antiguas, así como la regulación de los procedimientos
para ello.
3) Las reglas de adjudicación, que evitarían los problemas de la ineficacia de la presión social difusa mediante
la regulación de procedimientos por medio de los cuales ciertos órganos pueden determinar,
de manera definitiva y revestida de autoridad, cuándo otras normas han sido transgredidas
(serían, a grandes rasgos, las normas relacionadas con los procesos judiciales).
A la vista de las grandes dificultades para contar con una categoría unitaria y distintiva
de norma jurídica, otros autores propusieron más recientemente cambiar totalmente de estrategia, dando
lugar a lo que podría entenderse como un giro copernicano: en lugar de tratar de contar
con un concepto de norma jurídica y definir el sistema jurídico como el conjunto de
normas jurídicas, es mejor partir de un concepto o definición de sistema jurídico
(por ejemplo, como sistema normativo coactivo institucionalizado) y a partir de ahí
calificar como normas jurídicas a todos los elementos que forman parte de dicho sistema.
Esta es la propuesta, por ejemplo, de los autores argentinos Carlos E. Alchourrón
y Eugenio Bulygin en su obra Normative Systems (1971). Bajo esta perspectiva, no habría en realidad nada intrínseco a la propia
norma que la convierta en jurídica; dicho de otra manera, las normas jurídicas son
iguales al resto de normas y su carácter jurídico deriva de su pertenencia a un sistema
jurídico.
3.Validez y aplicabilidad de las normas jurídicas
Con lo que hemos visto hasta el momento, contamos ya con los elementos suficientes
para poder diferenciar el sistema jurídico de otros sistemas normativos, y tenemos
las nociones fundamentales acerca de la tipología y la estructura de los elementos
que lo conforman (esto es, de las normas jurídicas).
En este apartado nos centraremos en dos conceptos fundamentales de la teoría del derecho:
la validez jurídica y la aplicabilidad (que, como veremos en su momento, no son coextensivos:
no toda norma jurídicamente válida es por ello automáticamente aplicable, y en algunos
casos resultan aplicables normas que no son válidas).
3.1.El concepto de validez jurídica
Tomemos como ejemplo el texto siguiente: «Todas las personas físicas residentes en
el territorio nacional que hayan obtenido unos ingresos brutos superiores a los 21.000
euros durante el último año natural están obligadas a presentar la declaración del
impuesto sobre la renta de las personas físicas». Aunque las palabras sean exactamente
las mismas, a todos nos parece evidente que no es lo mismo que lo diga yo (o cualquier
otro individuo particular), que si se trata de un texto que forma parte de una ley
aprobada por el Parlamento español (las Cortes Generales) siguiendo el proceso legalmente
establecido para ello, sin vulnerar ningún precepto constitucional, y que ha sido
oficialmente publicada en el Boletín Oficial del Estado. Solo en este último caso
diríamos que se trata de una «norma jurídica válida» o que «forma parte del sistema
jurídico español». En cambio, nadie diría lo mismo (o solo un lunático) respecto de
lo que yo pueda escribir en mi casa. Es más, ni siquiera se consideraría ese texto
como «derecho (español) válido», aunque fuera aprobado por el Parlamento de otro Estado
siguiendo los procedimientos de ese otro Estado. Ello muestra que contamos con una
serie de criterios para determinar si un precepto es o no «derecho válido» o si «forma
parte del derecho». Por tanto, la noción de validez está vinculada a la propia idea
de existencia del derecho, entendida como la pertenencia al sistema jurídico.
En una definición estricta, una norma N es jurídicamente válida en el momento t si, y solo si, pertenece al sistema jurídico vigente en dicho momento t.
Es importante limitar la noción de validez jurídica a la pertenencia al sistema, a
pesar de que tradicionalmente el concepto ha ido unido también a otros aspectos, como,
por ejemplo, la obligatoriedad de su cumplimiento (fuerza obligatoria) o la posibilidad
de usarla para justificar jurídicamente una decisión por parte de una autoridad (aplicabilidad).
Sin embargo, aunque es cierto que en muchas ocasiones las normas pertenecientes al
sistema jurídico son de obligatorio cumplimiento o son normas aplicables, no se trata,
como veremos, de una conexión necesaria. Por ello, con el fin de evitar problemas
y malentendidos, conviene restringir el concepto de validez a la estricta pertenencia
al sistema.
3.2.Criterios de validez jurídica
Como regla general, puede afirmarse que una norma pertenece al sistema jurídico (es
jurídicamente válida) si, y solo si, satisface alguno de los criterios siguientes:
de deducibilidad, de legalidad o de validez originaria.
a) Criterio de deducibilidad
Por el criterio de deducibilidad, si la norma N se deduce lógicamente de otra u otras normas pertenecientes al sistema jurídico,
entonces N también pertenece al sistema jurídico.
Dicho de un modo más informal: las normas derivadas de otras normas del sistema jurídico
son también normas pertenecientes a dicho sistema jurídico.
b) Criterio de legalidad
Según el criterio de legalidad, si la norma N en el momento de su promulgación (t) está correlacionada con otra norma N' perteneciente al sistema jurídico vigente en el momento t mediante una relación de legalidad, entonces N también pertenece al sistema jurídico hasta el momento de su derogación.
Es decir, en la medida en que se trate de una norma que ha sido dictada conforme a
las exigencias formales y sustantivas establecidas por las normas de competencia correspondientes,
pertenecerá al sistema jurídico.
Ahora bien, en este punto nos enfrentamos a un problema. Si tratamos de reconstruir
la cadena de validez de una norma, llegará un momento en que nos hallaremos ante una
norma que no reúne ni el requisito de la legalidad ni el de la deducibilidad.
Por ejemplo, si nos preguntamos acerca de la validez de las normas que rigen el uso
de ciertas instalaciones deportivas de un municipio, probablemente podremos hallar
su fundamento de validez en cierta ordenanza municipal, que a su vez se sustenta en
una ley estatal o autonómica de régimen local, que a su vez se apoya en el estatuto
de autonomía correspondiente (si se trata de una ley autonómica), que a su vez encuentra
su fundamento de validez en la Constitución. Pero, ¿qué ocurre con la Constitución?
Sus normas no han sido dictadas de acuerdo con lo establecido por otras normas del
sistema (no satisfacen el criterio de legalidad), ni tampoco son normas que se deduzcan
lógicamente de otras normas del sistema (no satisfacen el criterio de deducibilidad).
Sin embargo, ningún jurista diría que las normas de la Constitución no son normas
válidas del sistema. Por eso, es necesario contar con algún otro criterio de validez
jurídica.
c) Criterio de validez originaria
De acuerdo con el criterio de validez originaria, ciertas normas, que no satisfacen ni el criterio de deducibilidad ni el de legalidad,
y que usualmente se corresponden con las normas de la Constitución (o las normas de
mayor jerarquía de un sistema jurídico en general), son también normas jurídicas válidas,
hasta el punto de que sirven de punto de partida para considerar la validez de las
restantes normas del sistema jurídico.
Lo anterior nos sirve para introducir la distinción entre normas dependientes y normas independientes o soberanas. Las primeras son aquellas cuya validez depende de su relación con otros elementos
del sistema (ya sea por relaciones de legalidad o de deducibilidad); son, por tanto,
normas que dependen de otras normas. En cambio, las independientes son normas válidas
por definición, aquellas cuya validez no depende de otros elementos del sistema, ya
que esta es originaria.
3.3.Pertenencia y aplicabilidad
En una definición genérica, podemos afirmar que una norma jurídica es aplicable cuando puede o debe ser usada por los jueces o las autoridades jurídicas en general
para tomar y justificar decisiones.
Por ejemplo, cuando un policía de tráfico multa a un conductor por exceso de velocidad,
aplica la norma que establece que cuando el límite de velocidad se supera –supuesto
de hecho– debe aplicarse una sanción determinada –consecuencia jurídica–; con ello,
el agente justifica su decisión basándose en la norma.
Por tanto, que una determinada norma sea aplicable dependerá, en suma, de que otra
norma válida del sistema jurídico obligue o permita su aplicación.
Como regla general, las normas válidas (pertenecientes) son normas aplicables, así
como las normas aplicables son por lo general normas válidas. Sin embargo, no se da
una total correspondencia entre los dos conjuntos (normas pertenecientes y normas
aplicables), por lo que podemos encontrar ejemplos tanto de normas pertenecientes
pero no aplicables como de normas aplicables que no pertenecen al sistema.
Algunos ejemplos de normas válidas pero no aplicables serían los siguientes:
a) Normas en período de vacatio legis. Como ya sabemos, se denomina vacatio legis al período de tiempo que transcurre entre la publicación oficial de una disposición
y su entrada en vigor, que, como regla general y si la propia disposición no establece
otra cosa, en el derecho español es de veinte días. Durante ese período, la norma
es válida (pertenece al sistema), como lo demuestra el hecho de que puede ser derogada,
pero no es aplicable; de hecho, si algún juez u otro órgano aplicaran esa norma antes
de su entrada en vigor, su decisión sería contraria a derecho.
b) Normas suspendidas. Los distintos sistemas jurídicos suelen incluir normas que establecen que, bajo
determinadas situaciones excepcionales que ponen en peligro la estabilidad, ciertas
otras normas serán temporalmente suspendidas para hacer frente a la situación, de
manera que, mientras dure esa situación excepcional, no serán aplicables.
Un ejemplo en el derecho español es el del artículo 55 de la Constitución, que establece
que en las situaciones de estado de excepción y de sitio, ciertos derechos fundamentales
quedan suspendidos o limitados (por ejemplo, la inviolabilidad del domicilio, la libertad
de circulación, el derecho de huelga, etc.). Las normas que reconocen tales derechos
siguen perteneciendo al sistema (no quedan derogadas, ya que cuando la situación excepcional
finaliza, vuelven a tener vigencia sin necesidad de que sean nuevamente aprobadas),
pero no son aplicables.
También existen situaciones en las que resultan aplicables normas que no pertenecen
al sistema, como en los casos siguientes:
a) Normas derogadas. Cuando una norma es derogada, es expulsada del sistema jurídico y, por eso, a partir
de ese momento, deja de ser una norma válida (perteneciente al sistema). Sin embargo,
esto no significa necesariamente que no pueda todavía ser aplicable o incluso que
los jueces deban aplicarla para resolver el caso planteado.
Supongamos que en el momento t0, A y B celebran un contrato de arrendamiento de una vivienda. En dicho momento, la normativa
válida y aplicable que regula ese tipo de contratos es la ley L1. En un momento posterior (t1), se modifica la legislación sobre arrendamientos y la ley L1 queda derogada, sustituyéndose por la ley L2. Posteriormente, en el momento t2, surge una desavenencia entre A y B, y el caso acaba en los tribunales. En esa situación, el juez deberá resolver el
caso conforme a lo que dispone la ley L1 (y no según la ley L2, que tan solo afecta a los contratos celebrados a partir de su entrada en vigor),
que es la que rige el contrato entre A y B, y que por tanto resulta aplicable, a pesar de estar ya derogada.
b) Normas de derecho extranjero. En ocasiones, puede ocurrir que las normas que resulten aplicables para resolver
un caso sean normas de otro ordenamiento jurídico extranjero (que, por definición,
no pertenecen al sistema jurídico de la nacionalidad del órgano que toma la decisión).
Existe una rama del Derecho, llamada Derecho internacional privado, que fundamentalmente
se ocupa de determinar qué normas son las que resultan aplicables en situaciones en
las que, por distintas circunstancias, los sistemas jurídicos de distintos países
están involucrados.
Por ejemplo, si se celebra en España un contrato entre un ciudadano francés y otro
alemán, y que tiene que cumplirse en Italia, ¿qué normas regirán ese contrato, las
del derecho español, francés, alemán o italiano? ¿Y qué tribunales serán los competentes
para el caso de que surja alguna disputa? En casos como este puede ocurrir perfectamente
que un juez o tribunal deba aplicar normas jurídicas de otro país, y por tanto pueden
resultar aplicables normas que no pertenecen al sistema jurídico.
c) Normas irregulares. Las normas irregulares son aquellas que, por alguna razón, no cumplen con todos
los requisitos de validez (por ejemplo, porque el órgano que las dictó se extralimitó
de sus competencias o porque no siguió correctamente el procedimiento de creación,
o porque resulta incompatible con lo que disponen normas de rango superior).
Estas normas, por tanto, son inválidas y no pertenecen al sistema jurídico. Sin embargo,
en algunos casos pueden resultar aplicables. En nuestro derecho, por ejemplo, las
normas con rango de ley contrarias a la Constitución son aplicables (todos los órganos
tienen el deber de aplicarlas) en tanto no sean declaradas inconstitucionales por
el Tribunal Constitucional.
Hay que tener en cuenta, no obstante, el matiz siguiente: cuando la disposición impugnada
ante el Tribunal Constitucional es de una comunidad autónoma (y no del Estado central),
se suspende automáticamente su aplicabilidad, aunque de forma temporal (si el tribunal
no dicta sentencia dentro de dicho plazo, la norma recupera su aplicabilidad).
Es más, en la hipótesis de que el Tribunal Constitucional, erróneamente, declarase
que una ley es constitucional aun cuando fuera contraria a la Constitución, esta sería
aplicable con carácter definitivo y todos los demás órganos tendrían el deber de aplicarla,
aun siendo inválida.
4.La dinámica de los sistemas jurídicos: las normas de competencia y la derogación
Una de las características fundamentales y diferenciadoras del derecho respecto de
otros sistemas normativos es la capacidad de modificar su propio contenido a través
de los procedimientos establecidos por el propio sistema, lo que le otorga un carácter
dinámico. Estos procedimientos hacen posible que muchos de los elementos que forman
parte del sistema jurídico estén vinculados mediante relaciones genéticas o de legalidad.
Los principales instrumentos para llevar a cabo tales cambios son dos: las normas
de competencia y el mecanismo de la derogación.
4.1.Las normas de competencia
Los sistemas jurídicos cuentan entre sus elementos con cierto tipo de normas, las
llamadas normas de competencia, que son las que permiten la incorporación de nuevos elementos al sistema, al establecer
el marco y las condiciones mediante las cuales ciertos órganos o autoridades pueden
dictar nuevas normas.
Según Moreso, la estructura estándar de una norma de competencia es la siguiente:
el órgano O, mediante el procedimiento P, puede (o podrá, o está autorizado para, o es competente para, o tiene la competencia
para, etc.) regular la materia M.
Estas normas son las que hacen posible que, siempre que los órganos competentes dicten
nuevas normas cumpliendo todos los requisitos exigidos por las normas de competencia,
estas pasen a formar parte del sistema jurídico (sean normas válidas, pertenecientes
al sistema).
Los requisitos de validez establecidos por las normas de competencia son fundamentalmente
de tipo «formal»:
a) que la autoridad que dicta las normas sea competente (órgano O),
b) que las normas versen sobre la materia sobre la que ese órgano tiene competencia
(materia M) y
c) que hayan sido dictadas conforme al procedimiento establecido (procedimiento P).
Pero, además, es necesario satisfacer también condiciones de tipo «material»: toda
norma, para ser válida (y, por tanto, para formar parte del sistema jurídico), debe
no ser incompatible con lo establecido por otras normas válidas de rango o jerarquía
superior.
Esa es la razón por la que, por ejemplo, una ley inconstitucional carece de validez:
a pesar de haber sido aprobada por el órgano competente (Cortes Generales o un Parlamento
autonómico), sobre un asunto o materia de su competencia, y siguiendo el procedimiento
legislativo, se exige además que no resulte contraria a la Constitución, por ser esta
de jerarquía superior.
Ha existido, por otra parte, una larga discusión teórica acerca de cómo concebir adecuadamente
las normas de competencia: en especial, si se trata de normas prescriptivas o bien
de normas constitutivas. Algunos autores muy destacados, como Kelsen o Von Wright,
han sostenido, con diferentes versiones y argumentos, que se trataría de normas prescriptivas.
Así, para Kelsen, serían normas de obligación (normas que ordenan a los ciudadanos
obedecer las normas dictadas por los órganos competentes), mientras que para Von Wright
se trataría de normas de permisión (lo que el autor finlandés denomina «permisos de
orden superior», que es un permiso para que cierta autoridad pueda dictar normas de
un determinado contenido).
Por razones en las que no entraremos aquí, ambas concepciones resultan problemáticas,
por lo que en las últimas décadas ha ido cobrando mayor fuerza el punto de vista según
el cual las normas de competencia pertenecerían a la categoría de las normas constitutivas.
Bajo este punto de vista, las normas de competencia serían normas que definen o reconocen como válidas (pertenecientes al sistema) aquellas normas que han sido dictadas conforme a los
requisitos establecidos por las normas de competencia (dicho de otro modo: si un órgano
dicta normas de acuerdo con las exigencias establecidas por las normas de competencia,
serán normas válidas del sistema). En tanto que normas constitutivas, correlacionarían
el caso (supuesto de hecho) de que un órgano dicta una o varias normas de acuerdo
con los criterios establecidos por la norma de competencia, con el caso (consecuencia
jurídica) de que tales normas forman parte del sistema jurídico.
4.2.La derogación de las normas jurídicas
La expulsión o eliminación de normas del sistema jurídico se conoce como derogación. Una norma derogada, por tanto, será aquella que ha sido eliminada o expulsada del
sistema, con lo que ya no se trata de una norma válida.
Las normas derogadas han formado parte previamente del derecho en algún momento, por
lo que no se habla de «derogación» en relación con aquellas normas que nunca han pertenecido
al derecho.
Existen fundamentalmente dos mecanismos mediante los cuales pueden derogarse normas
jurídicas: la derogación expresa y la derogación tácita. A su vez, dentro de la derogación expresa, puede distinguirse entre la derogación formal o nominada y la derogación material o innominada. A continuación las explicaremos con más detalle:
1) La derogación expresa es aquella que se lleva a cabo mediante una disposición derogatoria, un elemento introducido expresa o explícitamente (de ahí el nombre) por la autoridad
competente y que suele tener la forma: «Queda derogada la norma N» (o similar). Estas disposiciones suelen colocarse en la parte final de los textos
legales aprobados (leyes, decretos, etc.). Además, dependiendo del grado de determinación
o precisión con la que la disposición derogatoria identifica las normas derogadas,
es posible diferenciar entre la derogación expresa formal o nominada y la derogación
expresa material o innominada.
a) La derogación (expresa) es formal o nominada cuando la disposición derogatoria identifica de manera precisa aquellas normas que
son objeto de la derogación (por ejemplo: «Quedan derogados los artículos x, y y z de la Ley L»).
Un ejemplo sería la disposición derogatoria primera de la Constitución española de
1978: «Queda derogada la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la reforma política, así
como, en tanto en cuanto no estuvieran ya derogadas por la anteriormente mencionada
ley, la de principios del Movimiento Nacional, de 17 de mayo de 1958; el Fuero de
los españoles, de 17 de julio de 1945; el del Trabajo, de 9 de marzo de 1938; la Ley
constitutiva de las cortes, de 17 de julio de 1942; la Ley de sucesión en la Jefatura
del Estado, de 26 de julio de 1947, todas ellas modificadas por la Ley orgánica del
Estado, de 10 de enero de 1967, y en los mismos términos esta última y la de referéndum
nacional, de 22 de octubre de 1945».
b) La derogación (expresa) es material o innominada cuando la disposición derogatoria no realiza una relación precisa de los elementos
derogados, sino que solo hace una referencia genérica a las normas que resultan derogadas,
correspondiendo por tanto a los intérpretes y aplicadores del derecho en general la
identificación precisa de las normas derogadas (por ejemplo: «Quedan derogadas todas
aquellas normas que se opongan [sean incompatibles] con la presente ley»).
Un claro ejemplo de este tipo de derogación es la disposición derogatoria tercera
de la Constitución española de 1978: «Asimismo, quedan derogadas cuantas disposiciones
se opongan a lo establecido en esta Constitución».
2) La derogación tácita, por su parte, es aquella que se produce sin necesidad de disposición derogatoria
alguna, puesto que ocurre por la simple aplicación del llamado criterio cronológico, que consiste en que las normas posteriores derogan todas aquellas normas anteriores
de igual o inferior jerarquía que resulten incompatibles.
Como establece el artículo 2.2 del Código civil: «Las leyes solo se derogan por otras
posteriores. La derogación tendrá el alcance que expresamente se disponga y se extenderá
siempre a todo aquello que en la ley nueva, sobre la misma materia, sea incompatible
con la anterior. Por la simple derogación de una ley no recobran vigencia las que
esta hubiere derogado».
Al igual que ocurre en la derogación expresa material, corresponderá a los intérpretes
y aplicadores del derecho la tarea de identificar concretamente qué elementos han
quedado derogados.
El último inciso del artículo 2.2 del Código civil sirve para zanjar una cuestión
que había sido históricamente discutida, y que recibe el nombre de «reviviscencia»:
¿vuelven a formar parte del derecho aquellas normas que habían sido derogadas cuando
la norma que las derogó queda derogada? El Código civil cierra la discusión dando
una respuesta negativa: la derogación es definitiva y, por tanto, el único modo de
«revivir» una norma es aprobándola de nuevo.
Resumen
En este segundo módulo se han presentado de manera muy sucinta algunos de los aspectos
centrales de la teoría general del derecho, cuyo objeto de estudio son los conceptos
y las características principales de la estructura de los sistemas jurídicos y de
los elementos que los componen, así como sus relaciones.
En primer lugar, se ha abordado la cuestión de las características que definen a un
sistema jurídico y que permiten diferenciarlo de otros conjuntos de normas o pautas
reguladoras de la conducta humana, como las normas morales, sociales o religiosas.
Así, los sistemas jurídicos se definen por cuatro características o propiedades básicas:
su carácter sistemático (las relaciones que ordenan sus elementos, que son fundamentalmente
dos: la legalidad y la deducibilidad); su carácter normativo (contiene elementos que
establecen guías o pautas de conducta obligatoria); su carácter coactivo (posibilidad
de recurrir al uso de la violencia para asegurar el cumplimiento de las pautas de
conducta), y su carácter institucionalizado (su estructuración y funcionamiento a
través de órganos e instituciones). Estas características permiten diferenciar el
derecho de otros conjuntos normativos, que no cumplen una o varias de estas condiciones.
A continuación, se ha abordado el concepto de «norma», diferenciando entre sus diversos
sentidos o tipos, y analizando cuáles de estos tienen relación con el derecho. Son
especialmente relevantes dos tipos o categorías: las prescripciones o normas prescriptivas,
que guían la conducta, y las reglas conceptuales o constitutivas, que definen conceptos
o establecen las condiciones de validez de los actos jurídicos. Se han mostrado también
las principales dificultades o problemas de las concepciones reduccionistas que intentan
reconducir todos los preceptos del derecho a una única categoría de normas prescriptivas,
así como la pretensión de hallar las propiedades que convierten a una norma en «jurídica»
y definir el sistema jurídico como el conjunto de las normas jurídicas. En lugar de
ello, resulta más adecuado partir de un concepto de sistema jurídico y definir las
normas jurídicas como los elementos que pertenecen a dicho sistema.
En tercer lugar, se ha analizado el concepto de validez jurídica (pertenencia al sistema),
los distintos criterios de validez y sus relaciones con el concepto de aplicabilidad,
destacando que no se trata de conceptos coextensivos, sino que existen ejemplos tanto
de normas válidas pero inaplicables, como de normas inválidas pero aplicables.
El último apartado del módulo se ha centrado en el carácter dinámico de los sistemas
jurídicos y los mecanismos que hacen posible los cambios (introducción y eliminación
de normas), para lo que se han abordado las normas de competencia y el mecanismo de
la derogación.