A priori, como nos anunciaba Hannah Arendt, cabe decir sobre la violencia que «nadie consagrado
a pensar la historia y la política puede permanecer ignorante del enorme papel que
la violencia ha desempeñado siempre en los asuntos humanos, y a primera vista resulta
más que sorprendente que la violencia haya sido singularizada tan escasas veces para
su especial consideración» (Arendt, 2005, p. 16). Aún más: «¿Quién ha llegado siquiera
a dudar del sueño de la violencia, de que los oprimidos “sueñan al menos una vez”
en colocarse en el lugar de los opresores, que el pobre sueña con las propiedades
del rico, que los perseguidos sueñan con intercambiar “el papel de la presa por el
del cazador” y el final del reinado donde “los últimos serán los primeros, y los primeros
los últimos”?» (Arendt, 2005, p. 34).
Es decir, hablar de violencia es hablar del ser humano. Temática, por tanto, infinita
en cuanto a definiciones, usos, tematizaciones, interpretaciones, demonizaciones,
etc. se refiere. La violencia como problema, la violencia como solución, como respuesta,
como pregunta, como marca en el cuerpo, como significado y significante, etc. Hablar
de violencia, decíamos, es hablar del ser humano, de sus pasiones, excesos, ambivalencias,
contradicciones, vinculaciones, etc., y si algo ha permanecido en el tiempo, aunque
sus formas se civilicen, es sin duda por su alta funcionalidad, por su utilidad, por
ser, en más de una ocasión, una forma de comunicación «muy humana». La violencia,
para algunos, ha sido justamente lo que ha conducido a establecer las alianzas humanas
más básicas. Así nos lo contó Hobbes. «La violencia es omnipresente. Domina de principio
a fin la historia de la especie humana. La violencia engendra el caos, y el orden
engendra violencia. Este dilema es insoluble. Fundado en el miedo a la violencia,
el orden genera él mismo miedo y violencia. Porque esto es así, el mito conoce el
fin de la historia. [...] ¿Qué mueve a los hombres a unirse? La respuesta es clara.
La sociedad no se funda ni en un impulso irresistible de sociabilidad ni en necesidades
laborales. Es la experiencia de la violencia la que une a los hombres. La sociedad
es un aparato de protección mutua.» (Sofsky, 2006, pág. 8).
Como anuncia Pastor en la introducción del primer módulo, la acción socioeducativa
se encuentra, a menudo, confrontada a esta violencia connatural del ser humano y a
las políticas de control social que intentan reducir algunos síntomas sociales e individuales.
Por tanto, es evidente desde esta realidad que una parte importante de la educación
social –no únicamente ella, aunque aquí es lo que nos compete–, se inscribe, nos guste
o no, en este registro. Bajo formas más o menos veladas, sutiles o explícitas y contundentes,
del lado de quien dispensa educación o del lado de quien la recibe, la violencia está
a menudo presente en la profesión. A esta cuestión de intensidades nos cabe añadir
sus multiplicidades, violencias, por tanto, plurales (juvenil, de género, callejera,
estructural, etc.), algunas de las cuales hemos recogido en el presente material.
Esta amplitud ingente, e incluso excesiva, la hemos organizado de la siguiente manera:
en los primeros módulos, presentamos un recorrido conceptual por las diferentes concepciones
que la antropología, la psicología, la sociología y la filosofía han hecho sobre el
fenómeno de la violencia. Es decir, sus distintos tipos de captura. A este respecto,
proponemos una parada en las nuevas formas de violencia estructural y sus consecuencias
en la educación y en lo social. Se tratará aquí de comprender cómo la lógica global
y su falta de regulación incide en los sujetos y en los dispositivos educativos y
sociales para poder, en fin, pensar propuestas para tratar el malestar social.
Veremos también cómo se anudan violencia e institución. Es importante, al respecto,
plantear una crítica activa que permita localizar malos tratos institucionales, más
comúnmente relacionados con inhibiciones que con acciones. Aquí resurge una apelación
directa a la ética y a la responsabilidad profesional, que únicamente son posibles
en tanto en cuanto existen criterios de análisis fundamentados y reflexivos sobre
las prácticas educativas.
En los módulos posteriores, ahondaremos en los anudamientos entre violencia y colectivos
especialmente significativos para la educación social. Aun entendiendo que la(s) violencia(s)
no son externas a lo humano, es decir, que no se ubican en esos otros excluidos, hemos
optado por presentar aquellos contextos y colectivos marcados por un tipo de violencia
especialmente virulenta con sus cuerpos. Se trata de territorios y sujetos que suponen,
al fin y al cabo, una de las prioridades de la educación social. Por tanto, en dichos
módulos abordaremos la cuestión del maltrato infantil y su protección, las relaciones
entre violencia y juventud, la violencia de género y las relaciones entre violencia
y diversidad funcional. El afán de estos apartados es orientar una práctica educativa
que permita minimizar y prevenir la violencia estructural, simbólica, diaria, etc.,
dirigida a todos aquellos citados sin menoscabo de la propia violencia que ejerce
la educación y la que recibe el mismo profesional.
Por lo tanto, partimos de las primeras aperturas conceptuales sobre el fenómeno de
la violencia –lo cual nos permite comprender el alcance y complejidad de la temática–
para pasar, posteriormente, a acotar nuestro estudio a determinados territorios y
colectivos atravesados y marcados por estas violencias comúnmente presentes en la
praxis profesional.