Violencia y diversidad funcional

  • Asun Pié Balaguer

     Asun Pié Balaguer

    Doctora en Pedagogía por la Universidad de Barcelona y Diplomada en Educación Social por la Universidad Ramon LLull. Es profesora/investigadora de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Es miembro del Grupo Consolidado de Investigación Barcelona Science and Technology Studies (STS-b) y colabora con el Laboratorio de Educación Social (UOC). Su trayectoria de investigación se centra en los Estudios Feministas de la Discapacidad (Feminist Disability Studies). Ha sido profesora invitada en la Universidad de Antioquia (Colombia), la Universidad Autónoma de México y la Universidad Pedagógica Nacional-Hidalgo (Pachuca, Mexico). También ha sido profesora asociada del departamento de Teoría e Historia de la Educación de la facultad de Pedagogía de la Universidad de Barcelona. Colabora con la Universidad Rovira i Virgili y con diferentes organizaciones sociales y educativas del tercer sector. Co-dirige el Posgrado en Salud Mental Colectiva (UOC-URV) y el Proyecto de investigación La gestió Col·laborativa de la Medicació: un projecte de recerca i acció participativa en salut mental (URV-UOC). RecerCaixa 2016. Participació ciutadana en les polítiques sanitàries (2017-2020). Es miembro de la Red Internacional de Investigadores y Participantes sobre Integración/Inclusión educativa (RIIE) y miembro fundador y asesora de la Cooperativa de iniciativa social AIXEC. Es profesora del Master Universitario en Estudios Avanzados en Exclusión Social por la Universidad de Barcelona. Revisora y evaluadora externa en publicaciones científicas nacionales tales como Arxiu d’Etnografia de Catalunya. Revista d’Antropologia Social; Pedagogia i Treball Social. Revista de Ciències Socials Aplicades. Es miembro del Comité Científico y Comité de árbitros de la Revista Horizontes Pedagógicos. Facultad de Educación y Ciencias Humanas de la Corporación Universitaria Iberoamericana y miembro del Comité Evaluador de la EARI (Educación Artística Revista de Investigación). Co-dirige la colección editorial Pedagogías Contemporáneas de Oberta Publishing. Algunas de sus publicacions se pueden consultar en: https://www.researchgate.net/profile/Asun_Pie_Balaguer.

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Introducción

Sobre la temática de violencia y diversidad funcional (discapacidad), debemos tener clara su vinculación directa con lo que denominaremos nuestro imaginario social. No podemos, por tanto, abordar de manera completa esta temática sin profundizar en los ejes que ordenan el mapa conceptual actual que la trata y la acoge. Vemos, pues, que cabe preguntarse: ¿qué miradas han existido y existen sobre la diversidad funcional y corporal? ¿Cómo reacciona lo social ante una diferencia radical? ¿Qué ocurre con la distancia entre el arsenal jurídico, discursivo y la práctica o vida real de las personas? ¿Dónde observamos violencia y qué formas toma? ¿Qué tipo de discursos científico-técnicos avalan y justifican algunos tipos de violencia? ¿Qué podemos hacer con esta violencia y hostilidad que castiga a los cuerpos diferentes? Por tanto, comprender el nivel de violencia inscrito en el colectivo de personas con diversidad funcional supone revisar algo del orden epistemológico, histórico, legislativo, etc.
Diversidad funcional y discapacidad
Sobre los conceptos de diversidad funcional y discapacidad, debemos hacer una aclaración previa. El concepto de diversidad funcional remite a la propuesta del Foro de Vida Independiente. Se refiere al colectivo de personas discriminadas por su diversidad funcional. Supone un giro epistemológico en lo que concierne a la construcción social de la discapacidad. El concepto de discapacidad se entiende en su acepción hegemónica generalizada. Por lo tanto, se utilizarán como equivalentes, aunque estrictamente no lo son, para destacar, en función del tramo del texto, la concepción trágica, maléfica y negada de la diversidad funcional extendida a día de hoy, o bien, diversidad funcional para destacar dicho giro positivo.
A priori, podemos decir, que todo lo que conforma nuestro entorno (en un ámbito macro y microsocial) agrede de manera muy violenta a las personas con diversidad funcional. Tanto más cuanto que ni se reconoce, ni se detecta, normalizando un estado de permanente agresión y hostilidad dirigida a las personas con diversidad funcional. Por lo tanto, seguimos preguntándonos: ¿qué es lo que ha favorecido esta situación? ¿Cómo se ha llegado a esta equiparación entre inferioridad social y diversidad funcional, promovida y defendida? En este sentido, nos atrevemos a afirmar que la muerte, en su sentido más literal, es un tipo de epistemología de la discapacidad, si no la más visible, la más extendida y silenciada, en fin, la menos reconocida.
En este texto abordamos, por tanto, dicho imaginario social entendido como violencia legítima y extendida sobre los cuerpos diversos. A continuación, tratamos aspectos cuantitativos constatables que evidencian, más allá de los discursos y hermenéuticas, hechos fehacientes de violencia. Posteriormente, dedicamos un amplio apartado al tema de la mujer diversa. Esto se debe a la doble discriminación sufrida por este colectivo, que concurre claramente con un incremento de la violencia ejercida en diferentes ámbitos. Finalmente, cerramos con la pretensión de ofrecer acciones preventivas y recomendaciones que favorezcan una mayor igualdad social en el terreno de la diversidad funcional.

Objetivos

  1. Revisar el mapa simbólico que produce y reproduce la violencia ejercida contra las personas con diversidad funcional.

  2. Conocer las cifras de agresiones dirigidas a las personas con diversidad funcional.

  3. Conocer la especificidad de la doble discriminación que sufren las mujeres con diversidad funcional.

  4. Conocer las acciones preventivas principales en materia de violencia y diversidad funcional.

1.La genealogía de la violencia en materia de diversidad funcional

Aquí no podemos referirnos a todo el recorrido histórico de atención y concepción de la diversidad funcional. Aun así, nos parece importante presentar un corte situado en la exacerbación de la eliminación de la diferencia. Es decir, corresponde a aquellos periodos en los que la eugenesia aparece con mayor rotundidad. Dar cuenta de ello nos servirá para comprender, a priori, el peso de dicha historia en nuestro presente y la persecución sistemática y velada sobre esta diferencia que ha sufrido el colectivo.
Este breve marco histórico expone un pasado de persecución y estigmatización que permite encuadrar un presente repleto de reminiscencias históricas que, al fin y al cabo, explican el fenómeno de la violencia contemporánea por motivos de diversidad funcional.
En palabras de Maraña:

«Existe un cordel que anuda la vida de una persona con diversidad funcional con la de otra a lo largo del laberinto de la historia. Es el cordel de la opresión. Un cordel trenzado con el hilo del castigo divino, el de la oscuridad del pecado, el del estigma, el de la medicalización de los cuerpos, el de la culpa y el de la organización social del trabajo, y su escrutinio uniformador de la vida. Por añadidura, la ideología de la preeminencia machista, y la economía y sociedad que esta prima, ha construido un prolífico órgano reproductor que engendra, transmite y renueva así la segregación de las personas discriminadas por su diversidad funcional generación tras generación. Gran parte de las actuales situaciones de discriminación de estas guardan una intensa relación tanto con los degradados sistemas políticos de índole socialista, como capitalista conocidos, erigidos ambos sobre las ideas de explotación y dominación para un modo de entender la vida y el mundo cimentado siempre sobre la producción exhaustiva, el mito del crecimiento económico exponencial, la capacidad competitiva y el lucro.»

Maraña (2006, p. 1).

Por lo tanto, doble cordel anudado a la opresión. Uno situado en las formas históricas de hacer ciencia, mirar, tratar y reparar a los cuerpos diversos. El otro, situado en el mismo orden social, que en su lógica productiva y competitiva produce y alimenta la explotación y dominación de aquellos que ponen en cuestión dicho orden, con su mismo ser corporal.

1.1.La concepción eugenésica y la eliminación de la discapacidad

«La genética humana representa para nosotros una amenaza porque mientras promete la curación o la contención de posibles deficiencias, lo que en realidad ofrece actualmente son unas pruebas genéticas destinadas a detectar características percibidas como indeseables. No estamos hablando de tratar la enfermedad o la deficiencia sino de eliminar o manipular fetos que no son aceptables por varias razones. Por lo tanto, estas tecnologías abren la puerta a una nueva eugenesia que supone una amenaza directa a nuestros derechos humanos.»

DPI (2000, p. 3).

Las políticas eugenésicas, es decir, las prácticas violentas más extremas, dirigidas a las personas con diversidad funcional se han ido repitiendo a lo largo de la historia. La eliminación de la diferencia está presente hasta nuestros días bajo formas más o menos veladas y aceptadas. Históricamente, una parte de esta política eugenésica, especialmente a principios del siglo XX, era fruto de considerar que todos los males de la sociedad estaban relacionados con las personas con retraso mental (Goddard y Laughlin sostenían esta posición). Aun bajo el disfraz de la racionalización y la medicalización, la eugenesia estaba vinculada a una concepción maléfica de la discapacidad. Después del infanticidio abiertamente aceptado en Grecia y Roma, progresivamente las formas de eliminación se invisibilizarán y se camuflarán.
De esta manera, a principios del siglo XX, el exterminio se insinuaba pero no se practicaba abiertamente. La respuesta socialmente aceptada era la segregación en instituciones y la esterilización (las dos actualmente todavía presentes). En definitiva, el valor de la existencia de las personas con diversidad funcional ha sido permanentemente cuestionado hasta llegar a los extremos del Holocausto nazi.
Y como nos recuerda Pfeiffer, fueron las actitudes de la sociedad las que permitieron la promulgación de leyes opresivas y la eliminación sistemática de la diferencia, pero especialmente fue el ámbito académico el que dio la justificación necesaria para la implementación de este tipo de leyes. En relación con este discurso científico, es necesario hacer referencia a criterios que se sustentaban en el pecado y la falta moral (ambos herencias de periodos anteriores). Esta idea de inmoralidad circulaba paralela a la noción de degeneración moral.

«La pereza y la indigencia conducen a la delincuencia; la delincuencia se acompaña de otros vicios, generalmente de degradación, de locura, de deterioro en todo el sentido de la palabra.»

Zazzo (1983, p. 47).

Al respecto, Morel propuso una teoría de la degeneración según la cual algunas familias se degradan progresivamente, de generación en generación, hasta llegar a la degeneración total que representa la debilidad mental, la imbecilidad, la idiocia. Esta teoría tuvo una resonancia e influencia considerables. Así, Langdon Down propondrá en 1866 una entidad clínica, el mongolismo, que respondía a una noción de evolución racial. La teoría de la degeneración racial afirmaba que las razas se habían jerarquizado desde la más primitiva hasta la más evolucionada.
Según Down, un mongólico es un individuo que regresa a las características morfológicas de una raza primitiva. Una de las ideas subyacentes a esta cuestión es que la humanidad siempre está amenazada por la decadencia y el retroceso, lo cual exigía cierta rigidez moral. Estos fueron, hasta el siglo XIX, los grandes determinantes de la percepción de los deficientes mentales, cuestión que coincidirá en parte con el periodo de encierro. Pero las ideas de degeneración moral resurgirán a principios del siglo XX con una fuerza que terminará siendo indescriptible.

«Los débiles mentales son parásitos, una clase depredadora, siempre incapaces de mantenerse a sí mismos u ocuparse de sus propios asuntos. Finalmente, la gran mayoría se convierte en algún tipo de carga pública... Se dijo correctamente que la debilidad mental es la madre del crimen, la indigencia y la degeneración... El punto más importante es que la debilidad mental tiene altas probabilidades de transmitirse por herencia... No debería permitirse que ninguna persona con debilidad mental se case o tenga hijos... Ciertas familias deberían extinguirse. La paternidad no es para todos.»

Fernald (1912, citado en Pfeiffer 2008, p. 100).

Si hacemos una mirada retrospectiva, observamos que en Esparta existía una concepción bélica generalizada, fruto de la necesidad de supervivencia que desembocó en un concepto de hombre totalmente supeditado al Estado. Desde aquí, la educación tiene un carácter marcadamente militar. La exigencia de luchar contra multitud de enemigos termina conduciendo al requerimiento de una raza fuerte que no puede tolerar la debilidad o cualquier tipo de discapacidad visible. En Esparta se cultivan los valores de la fuerza física y la agresividad. Todo justifica, en fin, la función política de las normas eugenésicas que se imponen. Así pues, según Vicente, «no resulta extraño, pues, que el infanticidio estuviera legalizado y, en cierto modo, legitimado. Solo los más fuertes y los más brillantes ciudadanos estaban autorizados a tener hijos. En Esparta, el varón fuerte constituye un bien social, y no se autoriza su matrimonio con una mujer mal dotada» (Vicente y Vicente, 2001, p. 48).
En Atenas también se practicó el infanticidio. Se trataba de una práctica apoyada y recomendada por sus filósofos. Platón defiende esta práctica exponiendo su teoría de formación de guerreros excelentes. Aristóteles, por su parte, continúa con la herencia de Platón e indicará la necesidad de que se elimine a los niños con alguna debilidad o deformidad. En Roma, el paterfamilias o cabeza de familia detentaba todo el poder, incluido el poder sobre la vida de sus familiares. Podía matarlos, venderlos o mutilarlos. Así, estaba permitido matar a los niños deformes dentro de los ocho primeros días de su nacimiento (Scheerenberger, 1984, pp. 24-25). La legislación romana relacionada con la discapacidad es muy cruel: «Sea muerto enseguida el niño deforme (cito necatus ad deformitatem puer)» (Vicente et al., 2001, p. 204).
En Roma, posteriormente destaca la figura de Sorano de Éfeso, que formuló claras críticas respecto al tipo de trato que recibían los niños con discapacidad. Sorano de Éfeso acogió a enfermos mentales en su hospital, entre los cuales había personas con retraso mental. A pesar de esta posición, en el siglo I encontramos a Aurelio Cornelio Celso, que recomendaba tratamientos para los enfermos mentales basados en el miedo, el castigo, el uso de cadenas, la castración de los epilépticos y otros tipos de medidas coercitivas. Durante este siglo, se empieza también a dar el fenómeno de la mutilación de los niños y jóvenes con el fin de obligarlos a practicar la mendicidad. Cabe decir que este fenómeno no fue una cuestión puntual dentro de la historia sino que, como indica Scheerenberger, la mutilación se extendió durante siglos (Scheerenberger, 1984, p. 26). Por otro lado, en el siglo II es habitual la compraventa de hombres cojos, sin manos, gigantes, enanos, etc. para la diversión de los ricos. Así pues, los niños con discapacidad tenían dos caminos a seguir: por un lado, la exposición o la muerte, por el otro, los trabajos de bufón, esclavo o pedigüeño. (Planella, 2004, p. 28).
Durante el siglo XX, como ya se ha comentado, es destacable el peso que tomó la noción de herencia. Este era un concepto borroso con bastantes equívocos, pero totalmente extendido y aceptado. La herencia aglutinaba lo que actualmente pertenece al campo de la genética y los trastornos bioquímicos relacionados, los traumatismos y las lesiones prenatales, natales y posnatales, así como el aprendizaje social (Scheerenberger, 1984, p. 214). Este discurso daba fuerza a la creencia de incurabilidad y, por lo tanto, resultaba nefastamente determinista. El discurso de la herencia terminó conduciendo a una política eugenésica muy aceptada. Dado que la fuerza del ambiente se consideraba insuficiente para modificar el peso de la herencia, se elaboraron una serie de propuestas para solucionar los «riesgos» del deterioro humano. Estas eran, entre otras, la custodia permanente de hombres y mujeres con debilidad mental en edad fértil y la esterilización. Pese a ello, no existía un consenso claro y las posiciones eran bastante diversas.
La alarma eugenésica
Según Fierro, algunas de las ideologías vinculadas al retraso mental difundidas en muchos países occidentales no parecen haber llegado a España. Este es el caso de la «alarma eugenésica» que, aunque inspiró varias leyes prohibitivas en EE. UU., Canadá y algunos países escandinavos, no llegó a nuestro país. A pesar de esto, Fierro aclara que la idea de herencia, hoy insostenible, sí llegó al territorio Español.
Hacia 1920 empiezan a generalizarse criterios que destacan la fuerza del ambiente, de manera que se observa un giro en la concepción sobre el retraso mental. Esto terminará incidiendo en la misma modificación de la función institucional y en el incremento de cierto trabajo comunitario. Sin embargo, pese a todo, las recomendaciones de medidas coercitivas como la esterilización se extendieron aunque sin obtener una acogida general. Especialmente en EE. UU., si consideramos los debates y la falta de consenso que rodeaba este tema polémico, la segregación en instituciones se convirtió en la vía más común.
Dentro de la concepción eugenésica de la discapacidad, merece una mención aparte el Holocausto nazi. A partir de la terrorífica obra de Hitler Mein Kampf, publicada en 1924, se inicia la experiencia de eliminación sistemática de la diferencia. Las personas con discapacidad fueron uno de los colectivos más afectados por estas ideas y prácticas de exterminio. La política a favor de la pureza de la raza se inició el 1 de septiembre de 1939, día en que Hitler autorizaba al Reichsleiter Bouhler y al Dr. Brandt a:

«Acrecentar las responsabilidades de los médicos que hayan de asignarse, de suerte que los pacientes cuya enfermedad, según el más estricto criterio humano, sea incurable encuentren la liberación por vía de la eutanasia.»

Scheerenberger (1984, p. 306).

Bernburg
Bernburg fue un hospital psiquiátrico público de Sajonia-Anhalt. Entre 1940 y 1943, Bernburg fue uno de los seis hospitales públicos en los que las personas con discapacidad física y mental fueron asesinadas con cámaras de gas utilizando monóxido de carbono. Más de 5.000 presos, la mayoría judíos provenientes de los campos de concentración de Buchenwald, Flossenbürg, Gross-Rosen, Neuengamme, Ravensbrück y Sachsenhausen, fueron asesinados en el marco del «tratamiento especial 14fl3». Desde 1943 funcionó nuevamente como hospital, y en 1989 se creó un centro conmemorativo.
Inicialmente se dejaba morir a las personas con discapacidad de hambre, y posteriormente se pone en práctica la Aktion T4, que era un programa sistemático de identificación y eliminación de personas con enfermedad mental, epilepsia, encefalitis y otras enfermedades. Por otra parte, también se implementó la Aktion 14F13, que tenía como finalidad el exterminio de personas con retraso mental, así como de otros colectivos considerados inferiores y peligrosos para la pureza racial. Estas medidas, sin embargo, y como hemos visto, encuentran su origen a finales del siglo XIX e inicios del XX. En este sentido, después de la Primera Guerra Mundial, el abogado Karl Binding y el psiquiatra Alfred Hoche ya propugnaban –en 1920– el asesinato de personas con discapacidad.
En el siguiente fragmento, se presentan los extractos de Alfred Binding y Karl Hoche en relación con la Aprobación del aniquilamiento de la vida no digna de ser vivida. Su medida y su forma. [Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens. Ihr Mass und ihre Form]. Leipzig, 1920:

«¿Existen vidas humanas que hayan sufrido tal menoscabo de su carácter de bien jurídico que su continuidad haya perdido todo valor, tanto para los titulares de esas vidas como para la sociedad? Alcanza con plantear [esta pregunta] para provocar un sentimiento de incomodidad en todo aquel que se haya acostumbrado a estimar el valor de la vida individual, tanto para su titular como para la comunidad. [...] Sin embargo, si se evoca al mismo tiempo un campo de batalla sembrado de miles de jóvenes muertos, o una mina de carbón en la que cientos de abnegados trabajadores pierden la vida por un derrumbe, y si se comparan mentalmente esas imágenes con nuestros institutos para cretinos, con todo ese esmero que ponen en cuidar a los internos vivos, uno no puede menos que sentirse conmocionado en lo más profundo de su ser por la aguda disonancia entre por un lado, el sacrificio a gran escala del bien más valioso de la humanidad, y por el otro, el mayor de los empeños puesto en cuidar existencias que no solo carecen de todo valor, sino que incluso deben ser consideradas negativas» (p. 27).

«Los seres humanos que serán considerados [para su eliminación] se subdividen [...] en dos grandes grupos, entre los cuales se ubica un grupo intermedio.

1. Los irrecuperables que sufren enfermedades o secuelas de heridas sin cura posible, que comprenden plenamente su estado y manifiestan o dan a entender de alguna manera su deseo de ser liberados de su agonía.

2. El segundo grupo se compone de los débiles mentales irrecuperables, más allá de que su condición sea congénita o consecuencia del último estadio de su enfermedad, como sucede con los paralíticos. No presentan ni voluntad de vivir ni tampoco de morir.

Por lo tanto, no habrá de su parte consentimiento a su eliminación ni tampoco se observará una voluntad de vivir que necesite ser quebrada.

3. He mencionado un grupo intermedio que consiste en aquellas personas en plena salud mental pero que han perdido la conciencia como consecuencia de algún acontecimiento, como una herida grave, de índole indudablemente mortal, y que en caso de recuperar la conciencia se encontrarían en un estado de padecimiento sin nombre» (p. 33).

<https://www.lernen-aus-der-geschichte.de>

Campos de concentración y de exterminio.
Campos de concentración y de exterminio.
Así,

«nazi persecution and exploitation of people with disabilities was staggering. It included looting of assets, mass murder, barbaric medical experiments, slave and forced labor, coerced mass sterilizations, incarceration in concentration camps and other horrific forms of degradation and exploitation.»

VV. AA. (2001, pp. 2-3).

En definitiva, se planificó la eliminación sistemática de un grupo definido como biológicamente erróneo, inferior e insultante para los ideales extendidos en aquel momento sobre lo que debía ser el ser humano.
El hecho de que generalmente el público desconozca las atrocidades cometidas contra las personas con diversidad funcional no es casualidad. En parte, se explica por la indefensión sufrida por el colectivo, su falta de reconocimiento social y de derechos, así como por la normalizada creencia extendida de que su condición diversa es un riesgo para la misma humanidad. Al fin y al cabo, Hitler era un humanista, tenía una idea muy clara de lo que debía ser el ser humano y ejecutó todo su plan en torno a este objetivo. Y esta idea, sobre lo que es y no es humano, pensamos que continúa invadiendo el imaginario social y algunas prácticas actuales.
Existe algo de la violencia histórica y sistemática dirigida a la vulnerabilidad que está relacionado, justamente, con su negación. Es decir, parte de la función de esta violencia es negar, esconder, invisibilizar la propia vulnerabilidad humana en su conjunto. Se trata de un rechazo prácticamente ontológico, sufrido en las propias carnes de aquellos que habitan dicha vulnerabilidad.
En síntesis, una cuestión clara es entender que esta barbarie no perteneció a unos pocos sino que esos pocos somos todos. Y lo que es más importante, entender también que la lógica argumentativa que se escondía detrás de aquellas prácticas sigue presente hoy día en muchos terrenos, a saber: la esterilización, la institucionalización, el encierro, el propio discurso trágico sobre la diversidad funcional, la naturalización de la desigualdad social en el cuerpo diverso y el fomento y la justificación de la dependencia en pro de su naturaleza diversa. Todo ello inscrito, también, en la propia ciencia, en los discursos tecnocientíficos que han avalado algunas de aquellas prácticas.
Por lo tanto, deberíamos detenernos en la incidencia de esta historia en la actualidad. Es decir, en la dimensión de la herencia. Al respecto, algunos interrogantes son: ¿las miradas y concepciones sobre la diversidad funcional que han circulado a lo largo de la historia continúan presentes? ¿O el intento de borrarlas ha producido un resto no menos impertinente? ¿Qué forma toma la herencia? ¿Cómo encajamos los acontecimientos en nuestra historia y cuál es su poder de transformación en nosotros? (Skliar, 2007, p. 40) ¿Cómo encajamos lo que nos narra la historia? ¿Nos dejamos transformar por esta narración? Aún más, ¿qué nos pasaba y qué nos pasa con el otro? ¿Qué le pasa a la educación con este otro? ¿Es posible una educación que no reduzca diferencias, que no esté centrada en el «nosotros»? ¿En ese nosotros formado de idénticos que pretende borrar la diferencia del otro? En fin, y volviendo a Maraña:

«En un pasado remoto e inconcreto las personas con diversidad funcional quedamos en un apeadero de la historia en el que a veces hemos sido arrollados por el tren de la mayoría eficiente, capaz, competitiva, sana, productiva, sensual...y allí hemos sido amamantados, cuando no nos desalojaban, con la leche de la perplejidad y la exclusión, haciendo tiempo y dilatando nuestras pupilas para el descreimiento de sus guiños de complicidad desde la línea del horizonte.»

Maraña (2006, p. 7).

2.La muerte: una epistemología de la discapacidad

Por lo tanto, y a colación de esta herencia, vamos a ahondar en aquello de la muerte –máxima expresión de violencia– como una suerte de saber sobre el otro que aprisiona la diversidad funcional. Así pues, observamos que las personas corporalmente diversas sufren una denegación constante de reconocimiento, personificada en la evitación de la mirada social. La idea inconsciente es que al tratarse de una presencia indecente, insultante para la normalidad, queda justificado su repudio, su invisibilización y su desaparición. Desde este «no lugar», los sujetos así inscritos devienen extranjeros, exiliados del mundo, desanudados de lo social y común. Son los otros, aquellos que jamás deberían haber nacido, su vida es, al fin y al cabo, un error. Esta sentencia simple es la que, de manera muy recurrente, observamos que circula en los discursos. De hecho, se desborda, lo invade todo o casi todo.
La muerte marca de forma indeleble la misma discapacidad en tanto que su misma aparición, su nacimiento, recuerda su posibilidad de eliminación. La persona con diversidad funcional ocupa, por lo tanto, un lugar de fuerte tensión ambivalente entre lo que está vivo y lo que está muerto. Nos referimos aquí a ese lugar de umbral, de «ni carne ni pescado», de liminaridad que nos recordaba Murphy:

«Les handicapés à long terme ne sont ni malades ni en bonne santé, ni morts ni pleinement vivants, ni en dehors de la société ni tout à fait à l’intérieur. Ce sont des êtres humains, mais leurs corps sont déformés et fonctionnent de façon défectueuse, ce qui laisse planer un doute sur leur pleine humanité. Ils ne sont pas malades, car la maladie est une transition soit vers la mort soit vers la guérison (...) L’invalide n’esi ni chair ni poisson; part rapport à la société, il vit dans un isolement partiel en tant qu’individu indéfinit et ambigu.»

Murphy (1990, p. 157).

Tensión entre dos aguas, entre lo que está vivo y no debería haber nacido, entre lo que ha nacido y debería haber muerto. En estas circunstancias es fácil, pues, entender que no hay un lugar social esperándolo. Terminan ocupando un no lugar, exiliados en dicho umbral. A menudo, la muerte y la eliminación se personifican en la misma gestación. Son objetos, que no sujetos, marcados por la muerte.
Recordemos aquí el interrogante perentorio: «(...) ¿si hubieras sabido que yo nacería con discapacidad, me hubieras eliminado?» (Sausse, 2001, p. 11). La mayoría de las veces, el niño/a conoce la respuesta en la mirada de los padres. Sausse ya nos recordaba que la persona con diversidad funcional debe justificar o excusar permanentemente su existencia. Una de las maneras de excusarla es la reducción de todo aquello «anormal» para constituirse persona más «normal» y poder, de esta manera, hacerse inteligible. En definitiva, es preferible estar excluido a no existir. Por ello, conviene recordar que, aunque dentro de los márgenes de la exclusión, otras categorías de excluidos tienen cierto estatuto social que los visibiliza (Sausse, 2005).

«En effet, les exclus ont un estatut: ils constituent l’envers de la société, ce qui les rend visibles et nécessaires dans la dynamique sociale. Mais les handicapés? Même ce statut par défaut, ols ne l’ont pas.»

Sausse (2005, p. 144).

Por lo tanto, para la autora el estatuto de exclusión en este colectivo no existe. Por este motivo, a día de hoy, una parte de dicho colectivo (1) lucha por el reconocimiento social de este estatuto de exclusión, esto es: por el reconocimiento y la comprensión de que la discapacidad es y supone una situación de opresión y discriminación.
La historia de la diversidad funcional nos muestra la aceptación y el fomento de la parcelación del sujeto. Se trataba de una especie de asesinato simbólico, silencioso, supuestamente científico que terminaba en una castración vital de los sujetos. Los intentos de genocidio que han sufrido y sufren las personas con diversidad funcional se repiten en cada una de las pruebas prenatales, en las miradas de horror, en los pésames silenciados después del nacimiento de un niño con diversidad funcional, en las esterilizaciones forzadas, en la falta de requerimiento social que sufren; en definitiva, el exterminio social, corporal y simbólico continúa impregnando el imaginario social, privando de los derechos fundamentales a las personas con diversidad funcional, obviando, en fin, su humanidad.
Nos fijamos en que las pruebas prenatales son prácticas violentas basadas en supuestos que discriminan a las personas con diversidad funcional. Lo son no por el hecho en sí mismo, sino por la condición discriminatoria que las sostiene. Es decir, por la presunción de que una vida con diversidad funcional es indeseable y debe evitarse. Al respecto, es obvio que si pensáramos la misma situación en términos de color de piel nos parecería una práctica claramente racista. Por este motivo, debemos poder preguntarnos: ¿por qué en el caso extendido de dichas prácticas clínicas sobre la prevención y eliminación de la diversidad funcional nos parece tan aceptable esta situación? Lo que sucede en esta cuestión es equiparable a lo que sucedió en China con sus niñas. El valor social de aquellas era ninguno y, en consecuencia, se hacía indeseable su presencia en las familias.
La diversidad funcional conecta, recurrentemente, con la interrogación de lo que es humano. Como afirma Missonier:

«L’extrémisme du DA (2) tient essentiellement en ceci: sous une apparence trompeuse, banale et anodine, el condamne ses usagers (parents et professionnels) à s’interroger sur les limites de l’humain. Plus précisément, il conduit à explorer ce qu’il y a de virtuellement humain chez le foetus que peut, certes, naître humain à l’issue de la grossesse, mais aussi, basculer à tout moment dans la mort (...), l’informe ou la monstruosité.»

Missonier (2007, p. 65).

La situación de prueba prenatal es algo muy complejo que puede situar al futuro bebé en un lugar fronterizo entre vida y muerte, en el límite de lo que es humano, y es algo, también, que inaugura aquella vida, es decir, puede suponer la inscripción de un proceso de simbolización de la diversidad y la complejidad de los diferentes escenarios posibles (Missonier, 2007, p. 67).
En síntesis, a menudo la muerte se vincula al tema de la diversidad funcional desde la misma constitución subjetiva. Así, los sujetos son objetos marcados por la muerte, objetos constituidos a partir del rechazo y el resto, lo que sobra, lo que no puede digerirse. Son objetos que no cumplen los requisitos para ser objetos de amor. Por el hecho de estar marcados por la muerte están, a priori, perdidos. Lo que está en juego, por lo tanto, en estos intentos de matar, excluir, segregar, es la propia existencia social. En síntesis, la misma muerte social. Así, podemos entender que las sinergias del poder social se explican, precisamente, a partir de esta delimitación de todos los sujetos considerados «inapropiados». De todos los sujetos marcados con el lazo de una vida sin valor, con tan poco valor, que más hubiera valido su eliminación. Esto es, insisto, lo velado detrás de los discursos bienintencionados, compasivos e insistentes en limitar los derechos de una parte de la ciudadanía.
Cabe decir también que esta negación del valor de la diferencia, ejemplificada en la marca de la muerte social, la encontramos a menudo en las lógicas de la integración. Es decir, en las lógicas de la asimilación. Estar integrado desde aquí es renunciar a la singularidad, reparar, modificar la propia diferencia. En consecuencia, negar lo que uno es. Y en las circunstancias sociales descritas, en las que el velo de la muerte atraviesa la propia subjetividad, dichas prácticas asimilacionistas no dejan de ser sino una doble negación: negación del valor de lo que uno es y negación de la presunta integración en tanto que es evidente que uno no puede dejar de ser lo que es. Por tanto, muerte social y muerte subjetiva. Intentar ser otra cosa de lo que uno es pone en evidencia aquello que uno nunca será.
Todo lo referido hasta aquí nos permite entender el clima de violencia que sufren las personas con diversidad funcional. Es una cuestión estructural tan fuertemente arraigada que, como veremos, en múltiples ocasiones impide detectar situaciones de abuso, abandono y otros tipos de vulneración de derechos fundamentales.
Es decir, podemos afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que la cultura de la violencia está tan presente en el colectivo de personas con diversidad funcional que, en muchas situaciones, se naturaliza y normaliza dicha violencia como algo connatural a la misma discapacidad.
Todo ello, como nos recuerda Arnau, está fundamentado en una relación asimétrica de poder entre los dos grupos humanos –con diversidad funcional y sin diversidad funcional–, a través de la cual, el varón (sin diversidad funcional) se convierte en el representante por excelencia de lo que hoy día reconocemos como el «sistema masculino-opresor dominante», que es quien interpreta y da explicación del hecho humano específico de «ser mujer». Igualmente, esta relación asimétrica genera un «sistema minusvalidista-opresor dominante» contra las personas con diversidad funcional, y que da cuenta de la realidad concreta de la diversidad funcional (Arnau, 2009, p. 67).
Para Arnau, el «sistema masculino-opresor dominante» y el «sistema minusvalidista-opresor dominante» son verdaderos artífices de la «cultura de la violencia». En este registro, debemos entender la cultura en la que nos encontramos como una cultura de la violencia dirigida diariamente contra las personas corporalmente diversas. Desde la historia, las concepciones, las narraciones, explicaciones, discursos tecnocientíficos, el lenguaje, pasando por la arquitectura, los modelos de estética, de consumo, hasta las políticas sociales, la legislación, las relaciones sociales para con dicha diferencia. Todo ello, todavía hoy, está imbuido de aquella marca de muerte social a la que nos hemos referido y que supone, al fin y al cabo, la exacerbación absoluta de la violencia.

3.Cuantificando una violencia secular

¿Dónde vemos y en qué se concreta el clima social hasta aquí explicado? Antes de contestar, ya avanzamos que nos encontramos frente a un grupo minoritario –las personas con diversidad funcional– y, dentro de él, las mujeres con diversidad funcional, que sufren, ellas en mayor medida, cotas mayores de desempleo, salarios inferiores, menor acceso a los servicios de salud, mayores carencias educativas, escaso o nulo acceso a programas y servicios dirigidos a mujeres y un mayor riesgo de padecer abuso sexual y físico (VV. AA., 1998). Esta situación, como ya hemos dicho, está relacionada con la violencia secular, la cual concurre paralelamente con su invisibilización. Veámoslo por sectores.
En educación, existe la tendencia a negar o limitar su acceso. Esto se agrava especialmente en el caso de las mujeres con discapacidad. En muchas sociedades, se entiende que la mujer no necesita formación. Si a esto añadimos el hecho de que tenga una discapacidad, el estímulo que reciben para acceder al sistema educativo es prácticamente inexistente (VV. AA., 1998). Por este motivo, el índice de analfabetismo es superior al de los hombres con discapacidad.
En relación con los bajos niveles formativos, disminuyen las posibilidades de inserción laboral. «De los 40 millones de personas con discapacidad en la Unión Europea, casi un 50 % se encuentran en edad activa. Aproximadamente el 17 % de la población en edad laboral está afectada por una discapacidad. La tasa media de empleo de las personas con discapacidad es del 44 % frente al 61 % de la media en su conjunto. El 76 % de los hombres sin discapacidad están empleados, frente a solo el 36 % de hombres con discapacidad. En el caso de las mujeres, el 55 % están empleadas frente al 25 % de mujeres con discapacidad» (VV. AA., 1998). A esto debemos añadir el hecho de que de la mayoría de las personas empleadas lo están en oficios mal remunerados y en situaciones de explotación. Las trabajadoras y trabajadores con discapacidad son, en fin, más pobres que el resto.
En relación con el nivel económico, es relevante el estudio presentado en el año 2006 por el Instituto Municipal de Personas con Discapacidad del Ayuntamiento de Barcelona –El greuge econòmic comparatiu de les persones amb discapacitat de la ciutat de Barcelona–, en el que se hizo un análisis del agravio económico que sufren las personas con discapacidad. Se demostró que dichas personas tienen unos gastos de media superiores a 27.398 euros al año respecto al resto de la población.
En relación con la salud, en primer lugar se observa la tendencia de las mujeres con discapacidad a permanecer más tiempo internadas que los hombres en la misma situación. En segundo lugar, se observa también cierta propensión de los centros de salud a exponer los cuerpos diversos, violando la intimidad de los sujetos, sin su consentimiento. Por otro lado, a menudo los médicos presionan a las mujeres con discapacidad para forzar su esterilización, lo cual no deja de ser una coacción y un abuso de autoridad.
Existen diferentes estudios que demuestran que las personas con discapacidad son víctimas de abuso en una escala mucho mayor que las personas sin discapacidad. Una muestra de ellos es la siguiente:
M. Iglesias (1998). Violencia y mujeres con discapacidad, AIES, España; European Disability Forum (1999). Report on Violence and Discrimination against disabled people. Bélgica. Por otro lado, «un estudio realizado por la Universidad de Griffith en EE. UU. habla de una mayor frecuencia de violencia contra la población con discapacidad frente a la sin discapacidad, variando esa ratio entre dos a cinco veces más. Otro estudio americano encontró que el 67 % de las mujeres con discapacidad padecieron abusos, frente al 34 % de aquellas que no tienen una deficiencia. Asimismo, se dice que la ratio de abuso en niños con discapacidad en EE. UU. es 1,7 veces más que entre los que no la tienen» (VV. AA., 1998, p. 16).
Handu (2007). Men’s Violence against Women with Disabilities by the Swedish Research (informe sueco): entrevistadas 1.063 mujeres con diversidad funcional; el 33 % habían sufrido situaciones de maltrato, violencia y abuso sexual a lo largo de sus vidas. Informe norteamericano Crime Against People with Disabilities (2007): crímenes violentos contra mujeres con diversidad funcional, 16 % y 5 % contra hombres con diversidad funcional. Un dato interesante es el que informa de que las parejas fueron las responsables del 16 % de los actos de violencia contra las mujeres con diversidad funcional, en comparación con el 27 % contra las mujeres sin diversidad funcional. De 305 mujeres con diferentes formas de diversidad funcional que respondieron a un audiocuestionario anónimo en EE. UU., el 68 % habían experimentado violencia en el último año (Curry et al., 2009) (Iglesias, 2011, p. 188).
Iglesias sigue ilustrándonos así dos páginas más, con ejemplos de investigaciones análogas.
Por todo ello, se sabe que las mujeres son más vulnerables a los abusos y malos tratos que los hombres. Aproximadamente, un 40 % de las mujeres sufren malos tratos físicos.

«La confluencia de todos estos factores en las mujeres con discapacidad, especialmente aquellas que tienen severas dificultades de aprendizaje y de comunicación, hace que se conviertan en un grupo con un altísimo riesgo de sufrir algún tipo de violencia, lo que supera ampliamente los porcentajes de malos tratos que se barajan respecto a las mujeres sin discapacidad.»

VV. AA. (1998, p. 14).

En definitiva, cabe entender que la confluencia de los factores mujer y discapacidad dispara el riesgo de sufrir violencia, dado que no es únicamente un subconjunto de la violencia de género sino una categoría interseccional que anuda violencia, mujer y discapacidad.

«En un estudio, el 40 % de las 245 mujeres con discapacidad entrevistadas había experimentado abuso. El 12 % de ellas habían sido violadas. Sin embargo, menos de la mitad de estos incidentes llegaron a ser denunciados. Otro estudio encontró que 25 de 31 mujeres con discapacidad entrevistadas informaron haber sufrido abusos de algún tipo (emocional, sexual o físico).»

INWWD (2010, p. 7).

Por otro lado, a este alto porcentaje debemos añadir una mayor diversificación. Es decir, las mujeres con discapacidad experimentan una gama más amplia de violencia: por parte de los asistentes personales (3) (abuso emocional, físico y sexual) y por parte de los proveedores de cuidado de la salud (abuso emocional y sexual), así como tasas más altas de abuso emocional, tanto por parte de extraños como por otros miembros de la familia (INWWD, 2010, p. 7).

«Dada la frecuencia con que se suceden tales actos de violencia en nuestra sociedad, ¿por qué las teorías de la justicia normalmente guardan silencio al respecto? Pienso que la razón de ese silencio es que dichas teorías por lo general no toman tales incidentes de violencia y acoso como cuestiones de injusticia social. (...) Lo que hace de la violencia un fenómeno de injusticia social, y no solo una acción individual moralmente mala, es su carácter sistemático, su existencia en tanto que práctica social.»

Marion (2000, p. 107).

4.Mujer, discapacidad y violencia

«La violencia contra la mujer con discapacidad es parte de una cuestión más amplia de la violencia contra las personas con discapacidad en general, se incluye la violencia llevada a cabo por la fuerza física, la coacción jurídica, la coerción económica, la intimidación, manipulación psicológica, el engaño y la desinformación, y en el que la ausencia de libertad y consentimiento informado es un componente clave de análisis. La violencia puede incluir omisiones, como la negligencia deliberada o la falta de respeto, así como actos hostiles que dañan la integridad física o mental de una persona.»

INWWD (2010, p. 8).

A continuación, nos centraremos específicamente en lo que refiere a la doble discriminación sufrida por las mujeres con discapacidad. Hasta ahora, hemos situado los elementos que construyen un determinado clima social de aversión hacia la diversidad. Tanto es así que podemos entender dicho clima como una forma de violencia estructural legitimada y autorizada. Los orígenes, como hemos visto, son lejanos, ancestrales y profundos. Un nivel de profundidad que concurre con la normalización de esta violencia, así como con su naturalización e invisibilización.
Por otro lado, existen cuestiones específicas, interseccionales, en lo que concierne a la mujer con discapacidad, que conviene resaltar y sacar de la penumbra, dado que la violencia dirigida a ellas difiere de manera significativa de la violencia contras otras mujeres sin discapacidad. Por lo tanto, suscribimos la sentencia de Radtke et al. al afirmar que

«ser una mujer con discapacidad tiene un significado: experimentar continuas discriminaciones, violaciones de los derechos humanos, exclusión de todos los entornos de vida. Las violaciones físicas, psicológicas y raramente expresadas, fuerzan a esas mujeres a recluirse en ellas mismas no reconociéndose como individuos.»

Radtke et al. (2003, p. 1).

En primer lugar, como ya hemos dicho, debemos inscribir el nivel de violencia dirigido a la mujer con discapacidad en un contexto anormalofóbico (4) . Por lo tanto, hablamos de una violencia diaria sufrida en distintos ámbitos.
(4) «Nuestra cultura, y en consecuencia nuestra sociedad, sufre un síntoma psicológico que yo denomino, por primera vez, anormalofobia, y esto es lo que hace que todas las personas de nuestra sociedad sean normalistas» (Riu, 2007, pág. 2). La fobia, nos dice, se caracteriza por la sustitución relacional del placer por el displacer y, en consecuencia, toda la energía del individuo se proyecta para evitar la relación con el objeto de la fobia. En este caso, situado en todo lo que no es «normal».
Radtke et al. nos hablan de dos niveles básicos de violencia. Un primer nivel relacionado con la propia invisibilidad de la discapacidad, dado que «ser visible significa ser reconocido en su propia persona en la justa expresión de sí mismo en varios contextos de vida» (Radtke et al., 2003, p. 2). Situamos aquí las actitudes, miradas y comportamientos de personas que reaccionan de manera fóbica –sea esta en forma de caridad, horror, compasión, barreras arquitectónicas, etc.– ante dicha diferencia. El segundo nivel está relacionado con la igualdad de oportunidades de las mujeres con discapacidad en comparación con otras mujeres sin discapacidad o con hombres con discapacidad. Hablamos aquí de una situación de profunda desigualdad social que termina convirtiéndose en factor de riesgo o vulnerabilidad para sufrir abusos de todo tipo. En definitiva, todo lo que dice representar a las mujeres excluye a las mujeres con discapacidad pero, aun así, continúan sufriendo la discriminación patriarcal como el resto.

4.1.Causas de la violencia dirigida a la mujer con discapacidad

A continuación, situaremos algunas de las causas sociales de la violencia dirigida a las mujeres con discapacidad, así como su permanencia en el tiempo. Aquí se ponen en juego unas causas que entendemos de manera interseccional entre el «sistema masculino-opresor dominante» y el «sistema minusvalidista-opresor dominante» citados anteriormente. Es decir, las actitudes y consideraciones sociales hacia la mujer, surgidas de una sociedad masculina, unidas a ciertas condiciones propiciadas por las lecturas que se han hecho de la discapacidad. Son las siguientes:
  • Ser menos capaces de defenderse físicamente.

  • Tener mayores dificultades para expresar los malos tratos, debido a problemas de comunicación.

  • La dificultad de acceso a los puntos de información y asesoramiento, principalmente debido a la existencia de todo género de barreras arquitectónicas y de comunicación.

  • Una más baja autoestima y mayor menosprecio de la propia imagen como mujer.

  • El enfrentamiento entre los papeles tradicionales asignados a la condición de mujer y la negación de estos mismos en la mujer con discapacidad.

  • Mayor dependencia de la asistencia y cuidados de otros.

  • Miedo a denunciar el abuso por la posibilidad de la pérdida de los vínculos y la provisión de cuidados.

  • Menor credibilidad a la hora de denunciar hechos de este tipo ante algunos estamentos sociales.

  • Vivir frecuentemente en entornos que favorecen la violencia: familias desestructuradas, instituciones, hospitales y residencias.

A esta lista cabe añadir que el riesgo de sufrir abusos de todo tipo responde a la fórmula: a mayor discapacidad, mayor vulnerabilidad (VV. AA., 1998, p. 15).
Asimismo, en un estudio de 1997 de Nosek y Howland se citan ocho factores que pueden contribuir a la vulnerabilidad aumentada de las mujeres con discapacidad:
  • La dependencia de otras personas para los cuidados.

  • La percepción de la falta de poder de la víctima resultante del no reconocimiento de los derechos humanos.

  • El riesgo menor percibido por el agresor de ser descubierto.

  • La falta de credibilidad otorgada a las víctimas.

  • La falta de educación sexual adecuada.

  • El aislamiento social y el riesgo aumentado de manipulación.

  • La incapacidad física y la vulnerabilidad en los espacios públicos.

  • Los valores y las actitudes relativas a la discapacidad.

  • La integración sin tener en cuenta la capacidad de la persona de protegerse a sí misma.

Institut Català de les Dones (2003, p. 52).
El problema más claro en esta materia es la profunda invisibilidad que acompaña al tema. En general, existe un gran desconocimiento sobre los altos índices de violencia dirigidos a mujeres con discapacidad –más en forma de un «no querer saber» sobre esto que de una falta de datos.
Algunos de los factores que contribuyen a mantener esta invisibilización son, en primer lugar, y como hemos visto, la tendencia milenaria a confundir actos violentos con formas legítimas de relación o tratamiento. Esta cuestión, a día de hoy, correlaciona con formas de violencia legales y legitimas y con las dificultades de profesionales y familiares para comprender algunas actuaciones como violentas, al repetirse la tendencia a explicar lo que sucede por razón de su discapacidad.
En segundo lugar, la discapacidad opera como deslegitimador de lo que se cuenta. Por este motivo, existe la tendencia a no dar credibilidad, especialmente a las mujeres que necesitan ayudas para la comunicación y a las mujeres psiquiatrizadas. Por lo tanto, aun existiendo esta lista de causas específicas, debemos entender que las circunstancias que las reproducen y mantienen tienen relación con la discriminación generalizada que sufre el colectivo y con los prejuicios sociales hacia el mismo.
Sobre esta cuestión, se han señalado una serie de mitos que explican parte del porqué de esta tendencia a abusar y maltratar a las mujeres con discapacidad. Se trata del mito de la deshumanización, de la mercancía dañada, la insensibilidad al dolor, la amenaza de la discapacidad y la indefensión. Todos ellos facilitan autojustificaciones de los agresores para exculparse del delito.
La idea generalizada es que si alguien no es considerado plenamente humano, el delito no es tan grave. Si a esto añadimos la idea de que la vida de aquella persona vale menos y siente menos –con el mito de que padece también menos–, disminuye el posible sentimiento de culpa del agresor. Todo esto en un entorno que no reacciona del mismo modo a como lo hace con el resto de las mujeres, al planear de manera recurrente el interrogante sobre la veracidad del delito y el valor de aquel cuerpo dañado.
Iglesias sigue ahondando en esta cuestión de las causas, y agrupa algunas de las que hemos indicado en las categorías siguientes: ausencia de toda identidad; homogeneización del colectivo; ideas de dependencia y debilidad asociadas a la diversidad funcional; y finalmente, un concepto restrictivo de la definición de violencia. Es evidente, pues, que el trabajo preventivo debería abordar estas causas, aunque como advierte la misma autora:

«Las cuatro razones expuestas aquí (...) son elementos significativos que explican parte de por qué las mujeres con diversidad son supervivientes de la violencia que nadie parece ver. Pero no es suficiente. Si tomamos un símil de la naturaleza, estos elementos son las raíces superficiales de la planta enferma, pero esas raíces se alimentan de sustancias que están bajo tierra; no podemos seguir plantando flores y plantas sobre sustratos contaminados. Investigar la mejora del sustrato de plantación es nuestro reto.»

Iglesias (2011, p. 200).

Lo cual nos lleva, de nuevo, al giro epistemológico sobre la mal llamada discapacidad y a las propuestas producidas, desde hace ya algunos años, en el Foro de Vida Independiente. Esto es, a grandes rasgos, revisar todo el fundamento desde el que se han diseñado la mayoría de los recursos, cambiar el lenguaje y construir una nueva ética de la diversidad.

4.2.Tipos de violencia

En el presente apartado, se presenta una clasificación de los tipos de violencia dirigidos a las mujeres con discapacidad, que incluye las manifestaciones y las señales de alarma. Esta clasificación se estructura a partir de la violencia activa o pasiva ejercida por el sujeto que ejerce la acción.
Por violencia activa entendemos el abuso físico, emocional, sexual o económico. Por violencia pasiva, se incluye el abandono físico o emocional.

Violencia activa

Tipos

Manifestaciones

Señales de alerta

Abuso físico

  • Agresiones corporales.

  • Administración de fármacos de forma injustificada.

  • Restricción de la movilidad.

  • Estado de sedación, nerviosismo.

  • Disfunción motora ajena a la deficiencia.

  • Señales de violencia física: marcas en muñecas y tobillos, fracturas, mordiscos, lesiones internas, quemaduras, etc.

  • Deterioro de su capacidad física residual.

Abuso emocional

  • Aislamiento, prohibiendo o limitando el acceso a los medios de comunicación (teléfono, correo, etc.), información, así como relaciones con familiares de fuera del hogar y vecinos.

  • Maltrato verbal mediante insultos, críticas constantes, ridiculización de su cuerpo, castigos en presencia de otros.

  • Sobreprotección.

  • Opinar, hablar o tomar decisiones por ella.

  • Intimidación, chantaje emocional.

  • Depresión.

  • Dificultades de comunicación e interrelación.

  • Inseguridad, baja autoestima.

Abuso sexual

  • Violación.

  • Vejación sexual.

  • Señales, lesiones genitales.

  • Miedo a relacionarse con ciertas personas.

  • Embarazos no deseados.

  • Enfermedades venéreas.

Abuso económico

  • Uso de mujeres y niñas con discapacidad para el ejercicio de la mendicidad.

  • Utilización de la mujer con discapacidad en tareas mal remuneradas y vinculadas al empleo clandestino.

  • Limitar el acceso a la información y gestión de la economía personal.

  • Usar el dinero como penalización.

  • Negación familiar del acceso a recursos económicos externos (trabajo, becas, etc.).

  • Excesiva dependencia de terceros.

  • Escasas expectativas sobre sí misma y su proyección personal o profesional.

Violencia pasiva

Tipos

Manifestaciones

Señales de alarma

Abandono físico

  • Negligencia en la alimentación.

  • Abandono en la atención personal.

  • Abandono en la higiene.

  • Falta de supervisión.

  • Desnutrición.

  • Enfermedades frecuentes ajenas a la discapacidad.

  • Vestuario inadecuado en relación con el sexo, el tiempo atmosférico y la discapacidad de la persona.

  • Ropa sucia.

  • Largos periodos sin vigilancia.

  • Problemas físicos agravados por falta de tratamiento.

Abandono emocional

  • Ignorar su existencia.

  • No valorar su opinión.

  • Avergonzarse de su existencia.

  • La no interacción.

  • Ausencia de motivación por su desarrollo personal.

  • Escasa o nula participación en actividades familiares y sociales.

De las distintas formas de violencia citadas, encontramos que algunas de ellas se toleran y se aceptan socialmente. Particularmente, esto refiere a las instituciones residenciales y a algunas modalidades de tratamiento forzado en casos de psicopatología. Es decir, son actos que se llevan a cabo bajo la autoridad legal del Estado y no suponen un conflicto ético para quien los ejecuta, dado que habitualmente se justifican técnicamente. Por este motivo, nos parece pertinente dedicar un apartado específico a la violencia ejercida por la institución residencial, que a continuación exponemos.

4.3.La violencia de la institución residencial

Determinadas dinámicas institucionales generan una violencia sistemática y diaria contra las personas atendidas y, habitualmente también, contra los propios trabajadores. Pensar que una persona, por el mero hecho de necesitar algunas ayudas diarias, ya tiene un futuro determinado en una institución residencial, es violento. Lo es porque no deja espacio a la elección personal y porque, por un efecto de abracadabra, equipara la segregación con el buen trato.
Según Radtke (2003) et al., las instituciones para personas con discapacidad están frecuentemente imbuidas de violencia estructural. Observamos dicha violencia en la imposibilidad de personalizar los horarios, en la imposibilidad de elegir al asistente que manipulará mi cuerpo, la falta de elección de los tiempos y actividades de ocio y la falta de elección del tipo y la frecuencia de contactos externos.
Por otro lado, nos fijamos en que la mayoría de los servicios tienen cierta tendencia a la segregación, y a menudo se constituyen como un auténtico mundo paralelo. En la vida institucional, son los otros los que toman las decisiones y todavía hoy no se ejerce suficientemente el derecho a la autodeterminación.
Cabe entender que muchas personas, desde la infancia, se acostumbran a que otros tomen las decisiones por ellos. Esto, con el tiempo, terminará normalizando situaciones de violencia y, en consecuencia, incrementando los factores de vulnerabilidad. Tanto más cuanto que todo el entorno y la cultura confirman la normalidad de la violencia sufrida. Así, algunas personas terminarán creyendo que lo que les ocurre, la violencia que sufren, forma parte de su discapacidad y no del entorno.
Por otro lado, en lo que refiere a las instituciones, también conviene tener clara la desigualdad de poder que allí se inscribe entre trabajadores y personas con discapacidad. Esta desigualdad convertirá en muy dificultosa la denuncia o petición de ayuda en casos de abusos de los mismos profesionales. Los riesgos de mayores abusos, represalias, abandono, etc. son muy altos.
La experiencia, para Radtke (2003) et al., demuestra que muy habitualmente no se cree a las víctimas. Por este motivo –lo recuperaremos más adelante–, el hecho de disponer de grupos de discusión en la propia institución, en los que abordar temas sexuales, actúa de preventivo y detector de situaciones de abuso.
Pese a todo, como ya hemos dicho, son más habituales otras formas de abuso institucional –podemos llamarlas pasivas–, totalmente imbuidas en la dinámica de los centros. A continuación, presentamos un relato que da cuenta de dicha violencia institucional, más centrada en aquello que «no ocurre», en el tipo de imaginario deshumanizador que circula, que por acción activa de violencia.
Nuestras residencias de hoy son espacios de control. Son espacios donde la vida no discurre, más bien el poco o nulo deseo es lo que vemos. En uno de mis periplos institucionales, conocí una de estas residencias-cementerio. Recuerdo la sensación al entrar: silencio, algún balbuceo y gruñido. Ningún deseo, repito: ningún deseo. Todo parecía plano, vacío, gris, monótono. Era gris, muerta, oscura. Al llegar, sin más, me explican cómo asear a una de las personas allí ingresadas. Termino observando a dicha persona desnuda, en una silla pensada para estos menesteres, bajo el agua, poniendo cara de no estar muy a gusto. Fue rápido. La enjabonó y de nuevo más agua. La secó, la vistió. Yo miraba, ayudaba, supuestamente «aprendía». No podía parar de pensar. Pensaba que había algo allí que no me gustaba. No era la persona que tenía frente a mí, desnuda. Era la otra, su poca delicadeza, su falta de sensibilidad y tacto hacia la otra persona. Estaba yo allí, una extraña, ante una situación íntima sin apenas habernos presentado. Parecía que al tener dificultades –no sé bien de qué tipo y en qué grado–, no merecía la cortesía habitual. Me iba explicando dónde estaban las cosas. Las cosas parecían tener más vida que ella misma. Toda su actitud consistía, sin duda, en actos de cosificación de la persona. Aquella parecía, en sus ojos, un amasijo de carne, sin vida, sin deseo, muerta. Muerta en la cabeza de aquella asistenta. Lo que ella no sabía era que su alma también estaba muerta. Su alma era inerte, vacía, hueca. Lo recuerdo de manera desalmada, desangelada. Lo recuerdo con dolor, como un insulto a lo más fundamental del ser humano. También con algo de rabia y desesperación. Con una sorpresa hiriente. Después de la ducha, vino el desayuno. Acompañó a dicha persona a su mesa. La dejó allí. Se fue. Iban llegando todos los otros, los iban dejando en las mesas, en sus lugares. No había bromas, no había buenos días, no había nada de nada. Algunas personas empezaron a desayunar, otras que necesitaban ayuda tuvieron que esperar. Esperaron. Mientras tanto, el personal estaba tomando su desayuno muy animadamente. Al otro lado, estaban los residentes, silencio, algún balbuceo, gruñido, nada más.
(Relato incluido en la asignatura Practicum II del Grado de Educación Social.)
«Las residencias son como Auschwitz», afirmaba una compañera recientemente, desde la experiencia que le otorgaba haber vivido un tiempo en ellas. Lo que sostiene el sistema residencial, lo que lo hace aceptable para la mayoría, es la misma naturalización de vida en residencia a la que se les empuja por motivos de discapacidad.
En realidad, pensamos que las instituciones residenciales son el marco más representativo de la coerción a la libertad individual, justificada por razón de aquella diferencia corporal. A priori, observamos que las consecuencias más claras de vivir en residencia son la pérdida de autonomía, la pérdida de capacidad de decisión, el progresivo proceso de despersonalización, el fomento de la sumisión y la docilidad, la pauperización de estímulos externos, la disminución drástica de las experiencias de vida, etc.
Vemos aquí, a menudo, aquella mortificación del yo de la que nos hablaba Goffman (1961) que, recordemos brevemente, consiste en la ruptura con el exterior, la pérdida de control de los objetos personales, el establecimiento del mismo tipo de rutina alienante, la exposición de la propia intimidad, entre otros.

4.4.Cuerpos y sexualidades

«(...) mi experiencia de ser mujer, es decir, de ser el otro –la otra– de ese Uno del que aparentemente todos y todas formamos parte. Una experiencia que puede haber sido vivida como la del otro maléfico, la del otro borrado, la del otro colonizado, la del otro incluido... Una experiencia que puede haber sido vivida como la del «no estar bien ser lo que se es» y la consecuente obligación de llegar a ser otra de la que se es –desprendida de su cuerpo, desgajada de la propia experiencia, negada en el propio ser–, la experiencia de quienes son reconocidas como ciudadanos de pleno derecho a pesar de su sexo, es decir, a pesar de ser lo que son, mujeres.»

Pérez de Lara (2003, p. 12).

El tema de la sexualidad en esta materia es central, dado que la negación sexual que sufren las personas con discapacidad y, específicamente, la que sufren las mujeres incrementa la vulnerabilidad y los factores de riesgo de sufrir abusos. La anulación y negación de la sexualidad corre pareja a una baja autoestima y un alto nivel de ignorancia en estos temas. Todo esto fácilmente se traduce en una dificultad para discernir, en las propias carnes, indicadores de abuso.
A la mujer con discapacidad, igual que al resto, se la juzga a priori por su apariencia física. Sus cuerpos se alejan considerablemente del ideal estándar de belleza femenina. A mayor distancia de dicho ideal, mayor es la probabilidad de que la mujer sea considerada asexuada e indigna para asumir los tradicionales roles femeninos.
En otras palabras, podemos comprender que, en nuestro contexto, ser mujer con discapacidad está relacionado con una experiencia radical de alteridad y de incompletitud. La mujer es un ser extraño, precisamente, por todo aquello que no tiene, que le falta. Su sexualidad ha sido fabricada según las exigencias del hombre, ignorada, negada o explotada. Hipersexualizada y castrada. En definitiva, no ha sido la propietaria de su cuerpo, ni de su sexo. Su deseo se ha construido según los requerimientos de los hombres.
La mujer con discapacidad representa la doble exclusión y subyugación. Es aquel «otro» por excelencia. En este sentido, es evidente que no podemos comprender el tema de la sexualidad de la mujer con discapacidad sin atender a la dominación histórica del cuerpo de femenino. Pero si, desde el registro patriarcal, la mujer es «un hombre al que le falta algo», ¿cómo se inscribe la mujer con discapacidad dentro de esta estructura social? ¿Qué reducciones, ampliaciones y apremios sufren sus cuerpos? ¿Qué operaciones sociales se efectúan con el fin de hacerlas inteligibles?
Una mujer con discapacidad no es una mujer, más bien, una no mujer. Sus cuerpos son también un propósito de dominación pero, en este caso, totalmente desexualizado. Son cuerpos exhibidos a lo largo de su existencia, especialmente dentro del mundo profesional. Esta es una dominación corporal que enajena, construye alteridad e incide en las diferentes formas de mutilación o transformación estética.
Es el mismo patriarcado el que alimenta los sistemas de reproducción de las desigualdades de todos los sujetos «inapropiados» que se escapan de la definición de sujeto moderno. El patriarcado va unido a una cadena de coerciones que implican la fuerza y la presencia de especialistas que lo ejercen (Sanahuja, 2002, p. 18). En este sentido, la política e intervenciones dirigidas a las personas con discapacidad siempre hacen referencia a un sujeto humillado, que necesita ayuda y no de fuerza propia. Alessandra Baccehetti nos dice lo mismo de las mujeres (Sanahuja, 2002, p. 20).
4.4.1.Ella: la no mujer

«A l’atzar agraeixo tres dons: haver nascut dona,
de classe baixa i nació oprimida.
I el tèrbol atzur de ser tres voltes rebel (...)»

Maria Mercè Marçal

El feminismo ha elaborado una teoría del cuerpo a partir de las reflexiones de este como objeto de represión, de escándalo, de explotación, así como a partir de los mitos de impureza de la mujer. Es este enfoque feminista lo que permite ofrecer una nueva mirada a la corporeidad de las personas con discapacidad. Parafraseando a Jordi Planella, podemos decir que si la visión cultural de las personas con discapacidad es de una determinada manera, sus cuerpos se construirán siguiendo estos mismos patrones.
En consecuencia, una mirada feminista permite elaborar una propuesta disidente que evidencia los rasgos fundamentales de la construcción de estos cuerpos castrados; marcados por una falta, un menos. En otras palabras: definidos por aquello que les falta. Precisamente por esta definición de lo que no son, a los atributos diferenciales de las mujeres y las personas con discapacidad se les ha impuesto una ocultación permanente. Una ocultación próxima a la necesidad de continuar señalando, justamente, su condición de desigualdad y diferencia en relación con el estándar hombre-heterosexual.
Por este motivo, «la presión es constante para que configuremos una imagen “normal” cuya funcionalidad sea idéntica a la de una pata de palo o un garfio» (Allue, 2003, p. 107). Contemplar la posibilidad de exhibir los atributos diferenciales, haciendo visible la excusa del estigma, es lo que en definitiva permite apropiarse de los cuerpos. La persona con discapacidad debe ocultar un muñón para no incomodar la mirada del válido, de la misma manera que la mujer debe ocultar los pechos para no violentar la mirada masculina (Pié, 2005).
Se constata, por lo tanto, la necesidad de ejercer prácticas disidentes en la vida cotidiana, denunciando aquellos hábitos interiorizados como normales, prototipos de un estándar universal que, hasta el día de hoy, ha condicionado la vida de aquellos que no respondemos a este patrón.
Aquí merece la pena recordar las palabras de Simone de Beauvoir, que datan del año 1949:

«La mujer se determina y diferencia con relación al hombre, y no este con relación a ella; esta es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, él es lo Absoluto: ella es el Otro.»

Beauvoir (1962, p. 12).

Es en este sentido, se ha definido a la mujer por una falta, considerada una discapacitada por naturaleza en tanto que no posee un cuerpo de hombre. La mujer tiene un cuerpo que no se corresponde con el universal, con la norma, ya que no es exactamente idéntico al del hombre. Cualquier mujer es un hombre al que le falta algo, un ser accidental o incompleto, en definitiva, una discapacitada.
4.4.2.La opresión sexual

«Mmmh, mon cou!..il est tellement sensible. Mes oreilles et ma bouche le sont aussi. Mais les caresses que je préfère, c’est dans le cou!...»

Bourgeois (2003, p. 30).

Las personas con discapacidad son, según el imaginario social, «ángeles sin sexo», seudopersonas a las que ni siquiera se las ha discriminado por razones de sexo, ya que dentro del imaginario social se trata de individuos asexuados. Permitidme reproducir el siguiente texto:

«Predomina un modelo de tragedia médica, que define a los discapacitados por la idea de déficit, y la sexualidad o no es un problema, porque no es un tema, o es un tema, porque se considera que constituye un problema.»

Shakespeare (1998, p. 205).

Una discriminación sexual que apunta a dos de los prejuicios más generalizados que los «estándar» tienen sobre las personas con diversidad funcional:

«Que somos asexuales, o en el mejor de los casos, sexualmente incompetentes.

Que no podemos ovular, menstruar, concebir ni dar a luz, ni tener orgasmos (...).»

Morris (cit. Shakespeare, 1998, p. 206).

Uno de los aspectos vinculados a la negación sexual del sujeto es la infantilización, de manera que a los discapacitados se les infantiliza y se les niega el estatus de sujetos activos y, en consecuencia, se debilita su sexualidad (Shakespeare, 1998, p. 207).
Con respecto a las mujeres con discapacidad, quedan relegadas a un segundo término en tanto que «(...) la mayor parte de las investigaciones que se están llevando a cabo están relacionadas con la anatomía y disfunciones masculinas, pero muy escasamente con la femenina» (Allué, 2003, p. 161). Según Allué, el desinterés por investigar en el ámbito femenino de la sexualidad es la consecuencia directa de una atribución sexual doblemente pasiva (en tanto que mujer y discapacitada).
Por otra parte, con respecto a la pubertad femenina, a menudo se afirma que toda su crisis debe entenderse bajo el engaño que esconde la frase «ya eres una mujer». En realidad, lo que se está diciendo es «¡cuidado, ahora puedes ser madre!». Del lado femenino, la pubertad se plantea de una manera totalmente distinta porque la cuestión puesta en juego es la maternidad, pero no se responde al enigma de «¿qué es ser una mujer?».
En el caso de las mujeres con discapacidad, el temor y la represión aumentan, debido por una parte al sistema de pensamiento falocéntrico, que reduce la sexualidad a la reproducción, y por otra parte, a los discursos eugenésicos centrados en las ideas de pureza racial.

«La sexualidad de la persona discapacitada psíquica puede atentar, poner en peligro la integridad de la especie y por ello es necesario reprimirla.»

García (2001, p. 21).

De esta manera, según nos recordaba Korff-Sausse (1996), el imaginario social afirma que una trisómica no debe tener hijos, por un lado, porque este niño tiene el riesgo de ser trisómico y estos, es decir, ella misma, no deberían existir. Volvemos, pues, a la cuestión central de la eliminación citada anteriormente.
Más allá de todos los problemas técnicos que la diversidad funcional puede poner o no en juego en el acto sexual, el placer está directamente vinculado a la aceptación del cuerpo en sus nuevas potencialidades sexuales. En este sentido, una relación sexual completa implica un cambio real en diferentes ámbitos y no solo exclusivamente en lo relacionado con el sexo. Lo que querría señalar en este punto es el potencial positivo que algunas situaciones de diversidad funcional ofrecen al acto sexual. Al respecto, Carme Riu ha señalado en reiteradas ocasiones que los movimientos espásticos pueden producir más placer que los habituales. Asimismo, la laxitud articular permite posiciones corporales poco habituales que también facilitan la investigación de nuevas experiencias. Pero esta no es, sin duda, la versión más extendida sobre el tema tratado, sino la más infrecuente.
Carme Riu
Carme Riu, presidenta de la Associació Dones No Estàndards, ha manifestado esta opinión dentro del marco de la asignatura Intervención con personas con disminución de la diplomatura de Trabajo Social y Educación Social de las Escuelas Universitarias de Trabajo Social y Educación Social de la Universidad Ramon Llull en el curso 2008-2009, marco académico en el que fue invitada como experta en el ámbito.
En síntesis, la negación sexual que impone el imaginario social está vinculada al temor a la reproducción. Se trata de prejuicios sobre la pureza racial o nacional, o de razones económicas que aluden a la supuesta carga que esta población supone para los servicios sociales y de salud (Allué, 2003, p. 215).
La paradoja actual reside en el hecho de que, a pesar de la división ontológica entre cuerpo y cognición, las relaciones de poder se estructuran a partir de esta imposición de los cuerpos.
Tanto para las mujeres como para las personas con discapacidad, el cuerpo establece las condiciones de desigualdad que sufren, y por este motivo el dominio sobre sus propios cuerpos representa el primer peldaño de liberación. Es decir, la posibilidad de concebirlos como espacios de resistencia al poder. Esta es, sin duda, una acción preventiva sobre posibles situaciones futuras violentas. Es decir, un cuerpo amado, cuidado y respetado se hará amar, cuidar y respetar en condiciones mucho más favorables que las actuales.
Por tanto, ya a priori, indicamos la necesidad de desarrollar programas preventivos centrados en la resemantización de los cuerpos diversos. Construir una nueva semántica revierte en una autopercepción más positiva y en consecuencia, en actos de protección frente a los abusos.
Pero es evidente que existe una distancia entre el rol que se espera de una mujer y aquel asignado a una persona con discapacidad.

«Así, mientras las mujeres en general tienen presión social para tener hijos, las mujeres con discapacidad son animadas a no tenerlos y esto se traduce en una práctica habitual como la de la esterilización, hecha en la mayoría de los casos sin el consentimiento de la mujer y la negación de la adopción de un hijo argumentando «imposibilidad de la madre» para lleva a cabo su cuidado. Consecuencia directa de esta situación la observamos en el hecho de que (...) el número de parejas donde ella tiene una deficiencia es notablemente inferior a si es él la persona con discapacidad.»

VV. AA. (1998, p. 7).

Por otro lado, como ya se ha indicado, no encajar en el molde establecido de belleza limita las posibilidades de mantener relaciones íntimas, acentúa las diferencias físicas y daña la autopercepción. A todo ello, debemos añadir una falta de información y orientación sexual que ofrezca elementos de autogestión competente en este terreno.
En síntesis, las mujeres con discapacidad no son vistas como mujeres. Sus cuerpos han sido objetivados y medicalizados. Expuestos, repetidamente, a la mirada y manipulación médica. Desnudas a los ojos de profesionales que las han atendido sin sentirse obligados a pedir permiso. Muchos de estos cuerpos han sido también exhibidos sin permiso previo. Todo ello, vivido desde la infancia, atraviesa la psicología de aquella mujer. En estas circunstancias, es fácil comprender que a un cuerpo tocado y manipulado permanentemente por otros le será difícil discernir cuándo hay y no hay abuso. Más todavía en tanto en cuanto ha sido un cuerpo repudiado, lo que en ocasiones supone terminar confundiendo el abuso con el amor.
Finalmente, por todos los motivos explicados aquí, debemos comprender que existe la tendencia a vivir el cuerpo de forma negativa, y esto favorece la necesidad de intervenir sobre el mismo, ocultarlo, mutilarlo. Es decir, se termina buscando en muchos casos una salida generalmente traumática para la propia mujer por la vía de la cirugía o la represión.

5.Acciones preventivas y recomendaciones

Nos parecen relevantes los principios de prevención propuestos en el documento Information Kit Violence means death of the soul (2003), dado que suponen criterios claros de orientación para los profesionales. Son los siguientes:
  • Tu cuerpo te pertenece. Es digno de que sea amado y de defenderse. Nadie puede tocarte o rozarte. Esto supone que las personas deben tener el derecho y la habilidad de decidir quién y cómo las tiene que asistir. Este criterio, como ya hemos avanzado en el anterior punto, supone también un trabajo a favor de la percepción positiva del propio cuerpo. Todo esto nos lleva también a la sentencia de: ¡tú puedes decir no! Este «decir no» significa trabajar para la posibilidad de, efectivamente, «decir no» a cualquier cosa. Es decir, no es práctico apoyar y promover el «decir no» en el campo de la sexualidad, cuando en otras situaciones se está de acuerdo con todo para «decir sí». Por tanto, el poder «decir no» concurre con un modelo claro de autodeterminación en todo lo que concierne a la vida del sujeto.

  • Es importante hablar de las diferencias entre un contacto físico agradable y otro desagradable.

  • Tú puedes hablar de tu violencia sexual. Sabemos que mucha gente no quiere oír hablar de este tema, pero el tabú supone un factor de riesgo. Por lo tanto, cabe entender la importancia de disponer de espacios donde el diálogo sea central.

  • Es importante hablar de la diferencia entre intimidad y secretismo represor.

  • Hablar claramente de lo relativo a la sexualidad es una premisa necesaria para que los actos sexuales se lleven a cabo de forma autodeterminada y para poder, además, reconocer abusos sexuales.

  • Reforzar las capacidades, habilidades y autoestima de una persona con diversidad funcional revierte directamente en un mayor respeto a sus derechos, inclusión social y, en consecuencia, en la promoción de factores de protección contra la violencia. Los instrumentos esenciales para ello son la capacitación, la educación, la información, el aumento de habilidades, el cambio de perspectiva y la percepción positiva de la propia condición.

Ved también

Para más información podéis consultar también el Protocolo para el abordaje de la violencia machista en el Ámbito de la salud en Cataluña. Dosier 5. Documento operativo de mujeres con discapacidad editado por el Departamento de Salud de la Generalitat de Catalunya en 2010 que encontraréis en: https://issuu.com/sporasinergies/docs/do_discapacitats?mode=window&pageNumber=1

Por otro lado, destacamos los programas de asesoramiento entre iguales (Peer Counselling) propuestos en el mismo documento, el programa de autodefensa (WenDo) y las redes de apoyo de mujeres con diversidad funcional.
Finalmente, pensamos que es importante tener en consideración las recomendaciones recogidas en el documento Violencia: Mujer y discapacidad (1998), en el que se nos insta a lo siguiente:
  • Provocar debates y campañas de información sobre esta problemática específica, en busca de lugares comunes de actuación.

  • Hacer accesibles físicamente los lugares de atención, acogida e información de víctimas de la violencia.

  • Formación de las mujeres con discapacidad en una cultura de respeto a sí mismas.

  • Información sobre sus derechos.

  • Formación de las mujeres con discapacidad en cómo gestionar más efectivamente el servicio de ayuda de tercera persona, de forma que pueda contralarlo y organizarlo.

  • Fomentar la cultura de respeto a la dignidad, a la diferencia y la igualdad entre sexos y cuerpos diversos.

  • Reconocimiento como actos violentos de aquellos que van más allá de los tipificados en el Código penal, como son los que hacen referencia a la vulneración de derechos que atentan contra la integridad del ser humano.

  • Potenciación de los servicios de autoayuda para las mujeres con discapacidad víctimas de la violencia.

En este último apartado, hemos expuesto lo que entendemos como orientaciones básicas para detectar y atajar la violencia –micro y macrosocial, legitimada e ilegitimada, velada o explícita–, sin olvidar aquellos interrogantes planteados por Iglesias sobre por qué nos resulta tan difícil hacer ver este problema, y qué impide la visibilidad de la violencia contra las mujeres con diversidad funcional (Iglesias, 2011, p. 190). Hay aquí una ceguera colectiva relacionada con la aceptación cultural y social del abuso, lo que es, sin duda, el primer campo de batalla donde lidiar con esta violencia dirigida a los cuerpos femeninos y diversos.

«Son varias las barreras que impiden la visibilidad de la violencia y con las que se encuentra una mujer con diversidad funcional después de haberla sufrido. En esa ceguera colectiva se atisba que entre ellas está la aceptación cultural y social del abuso, la tolerancia y el hecho de minusvalorar, en ese pasar de puntillas sobre la execrable agnosia social que impele a no tomar en serio la violencia contra estas mujeres.»

Iglesias (2011, p. 191).

Resumen

En este módulo, hemos visto cómo aquello de la violencia estructural, diaria y simbólica de Bourgois se encarna en los cuerpos diversos y cómo aquello también simbólico de Zizek reaparece. Hemos ahondado, por tanto, en la presencia histórica de la violencia en lo que concierne a la diversidad funcional, entendiéndolo como fundamento secular que, por vía de la herencia inconsciente, condiciona prácticas presentes. El pretérito, pues, resurge en nuestros días bajo forma de actitudes, servicios, instituciones, lógicas, barreras, miradas, etc., así como un sinfín de partículas cotidianas que condicionan la vida de muchas y muchos. Insistimos en la pregunta sobre el porqué de esta herencia de violencia secular dirigida a la diversidad funcional. Aún más, ¿por qué su naturalización e invisibilización constante? No es empresa fácil alertar a la ciudadanía de prácticas y discursos atravesados de violencia dirigida a lo diverso. No es tarea sencilla traer a la conciencia, en un medio occidental políticamente correcto, un rechazo milenario presente en cada país, cada ciudad, cada barrio, cada familia, cada sujeto. Cabe entender todo ello sin discursos moralizantes; pensar, por tanto, qué es aquello de mis actos pedagógicos que reproduce violencia sobre violencia, qué es aquello de mis funciones y encargos que alimenta el odio hacia la diversidad. No cabe aquí, por tanto, pensar la violencia contra la diversidad funcional como lo que hacen los otros, sino, más bien, como aquello otro que hay en mí, que me arrastra hacia la ignorancia de lo que despierta el cuerpo diverso. Esto es, las más de las veces, prevención, giro semántico y epistemológico de las lecturas que se han hecho sobre este tema.
Por otro lado, hemos visto también que la confluencia de los factores mujer y diversidad funcional dispara el riesgo de sufrir violencia, dado que no es únicamente un subconjunto de la violencia de género, sino una categoría interseccional que vincula violencia, mujer y discapacidad. Por otra parte, al alto porcentaje estudiado hay que añadir, decíamos, una mayor diversificación. Es decir, las mujeres con diversidad funcional experimentan una gama más amplia de violencia. Cuerpos, pues, más golpeados, abusados, violados y dominados que el resto. Una realidad frecuente, pretendidamente obviada u olvidada que enaltece una profunda situación de desigualdad e injusticia social, más grave, si cabe, por la inexistencia de alarma social.

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