Los maltratos infantiles

  • Isabel Hernández Gondra

     Isabel Hernández Gondra

    Pedagoga y psicóloga clínica por la Universidad de Barcelona y máster en Psicología clínica y salud mental, tiene formación en psicoterapia psicoanalítica (CEPP, Vidal i Barraquer). Ha trabajado como pedagoga con niños con discapacidad psíquica y como psicóloga en servicios sociales de base y servicios sociales especializados. Desde hace dieciséis años, trabaja en un equipo de atención a la infancia y la adolescencia en riesgo dependiente del Ayuntamiento de Barcelona. Consultora de la Universitat Oberta de Catalunya.

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Introducción

El maltrato en la infancia nos confronta con muchas preguntas y con intensos sentimientos que se movilizan en el trato con el otro, con el niño víctima de maltrato y con los padres o familiares maltratadores. Son sentimientos de rabia, dolor o repugnancia que pueden –y de hecho, muchas veces lo hacen– anular nuestra capacidad de pensar. Puede ocurrir entonces que los profesionales temamos enfrentar el problema y lo subestimemos, que directamente lo pasemos por alto y lo neguemos o que, por el contrario, comencemos a actuar inmediatamente.
Por eso se hace tan importante que llevemos a cabo un recorrido por el problema del maltrato infantil que nos permita responder a algunas preguntas, formularnos otras y anticipar algunas de las emociones y situaciones que viviremos, en la idea de que eso nos va a permitir hacer mejor nuestro trabajo.
A lo largo de este texto:
a) Definiremos el concepto de malos tratos en la infancia.
b) Hablaremos de los agentes implicados (padres, niños) y de algunas causas de los malos tratos.
c) Nos aproximaremos a las consecuencias del maltrato en la construcción de la personalidad del niño y en su futuro.
d) Para acabar, haremos algunas indicaciones prácticas para la aproximación profesional al niño maltratado.

Objetivos

Los objetivos que hay que alcanzar tras trabajar este módulo serán los siguientes:
  1. Aclarar conceptos básicos: maltrato, tipos, vínculo, transmisión, etc.

  2. Facilitar elementos para la detección del maltrato.

  3. Comprender el maltrato desde una óptica relacional, abriendo camino a intervenciones más comprensivas y reparadoras.

  4. Conocer algunos de los más importantes desarrollos teóricos y estudios clínicos efectuados en estas áreas.

1.¿Qué son los malos tratos infantiles?

1.1.Concepto

El concepto de malos tratos infantiles (en adelante, MT) acostumbra a remitirnos a imágenes de niños golpeados, pero el tema es mucho más complejo y presenta distintos aspectos que hay que estudiar. Uno de ellos puede ser el de los síntomas que muestra el niño (señales físicas, comportamientos, etc.). Otro, el de las acciones de los adultos que lo tienen a su cargo. Generalmente, se utilizan cuatro categorías para clasificar estas acciones: violencia física, abandono físico y emocional, maltrato emocional y abuso sexual. Sin embargo, también podemos pensarlo a partir de la vinculación emocional que se da entre el niño y el adulto que lo tiene a su cargo. Esta vinculación, cuyo origen se produce en las primeras relaciones que el propio adulto entabló con sus padres o cuidadores, tuvo unas consecuencias específicas en su desarrollo, así como en las relaciones que entablará con su hijo y que, a su vez, tendrán consecuencias. Es algo así como una red que nos envuelve a padres e hijos, y transmite modelos básicos de relación a través de la crianza, incluyendo y transmitiendo también el MT cuando este se da. Es lo que conocemos como transmisión transgeneracional del MT.
Pierre Berghozi, psiquiatra y psicoanalista francés especializado en violencia y familia, diferencia el concepto transgeneracional, cuando las cosas se transmiten igual de una generación a la siguiente, sin modificar nada, del concepto intergeneracional, cuando se ha dado una elaboración (y la modificación consiguiente) en lo transmitido. Otros autores no contemplan esta diferenciación que a nosotros nos parece interesante.
La Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria (semFYC) ha elaborado unas guías prácticas (Programas de actividades preventivas y de promoción de la salud, PAPPS) para los profesionales de la salud. En los PAPPS 2005 se aborda el tema de los MT en la infancia desde una perspectiva bastante integral, y se definen como las «acciones u omisiones que van a interferir en el desarrollo integral del niño, que lesionan sus derechos como persona y que son infligidos generalmente por personas del medio familiar. El término MT engloba diferentes formas de abuso o agresión: violencia física, MT emocional, abuso sexual, negligencia física y/o emocional, MT prenatal y MT institucional. El niño MT va a sufrir con frecuencia alteraciones en su desarrollo físico, psicoemocional y social» (PAPPS, 2005, pp. 2-3).
Los PAPPS se dividen en tres grandes bloques: adulto, prevención en salud mental e infancia y adolescencia, y estos últimos resultan de especial utilidad para los profesionales que trabajan directamente con niños y familias (contienen recomendaciones, pautas para entrevista, etc. en varios temas como malos tratos, embarazo adolescente, retraso escolar, etc.).

1.2.Tipos

MT físico: «Cualquier acción no accidental por parte de los padres o cuidadores que provoque daño físico (fracturas, quemaduras, hematomas, mordeduras, envenenamientos, etc.) o enfermedad en el niño o le ponga en riesgo de padecerlo.»
PAPPS (2005).
Negligencia o abandono: «Abandono de los cuidados de la salud física y mental del niño: privación de alimentos, cuidados sanitarios, falta de higiene, falta de interés por el desarrollo emocional y educativo del niño.»
PAPPS (2005).
La negligencia o abandono implica la ausencia de deseo, es el drama del niño en el que no se piensa, al que no se mira, un miembro no querido en la familia.
Implica también el descuido para salvaguardar la salud: no se lleva al niño al médico cuando está enfermo, no se le da la medicación necesaria, no se le protege de peligros físicos o sociales, no se le alimenta adecuadamente, etc. La nutrición inadecuada repercute en su desarrollo físico; peso, talla y perímetro cefálico están por debajo del tercer percentil para los niños de su edad. Los niños que presentan este déficit de desarrollo acostumbran a estar muy delgados, y tienen expresión angustiada, ojeras, huesos prominentes y apetito voraz. La negligencia también implica el hecho de no proveer de los estímulos necesarios: dejar siempre en la cama, no relacionarse, etc. Los bebés pueden presentar alopecia occipital como consecuencia de estar continuamente acostados y sin que se les mueva. No siguen con la mirada y son inexpresivos. Acostumbran a presentar también otros signos de abandono como falta de higiene y alteraciones emocionales como apatía, falta de contacto con el otro, etc.
MT emocional: «Cualquier conducta por parte de un adulto del grupo familiar que pueda dañar la competencia social, emocional o cognitiva del niño: falta de demostraciones de afecto, recriminaciones y desvalorizaciones constantes, ridiculización, amenazas, etc.»
PAPPS (2005).
El MT emocional coincide casi siempre con los MT físicos, pero también pueden darse casos en los que los cuidados físicos son buenos. Son niños bien alimentados, limpios, cuidados aparentemente, pero sometidos a continuos rechazos, presiones o amenazas.
Maltrato prenatal: «Conductas que suponen un riesgo para la embarazada y por tanto para el feto, infligidas por la propia mujer o por otras personas: consumo de alcohol o drogas.»
PAPPS (2005).
También es el caso de la mujer que padece el VIH+ y que no está en tratamiento durante la gestación, con el consiguiente riesgo de que su bebé nazca ya infectado. Los consumos de drogas durante el embarazo pueden provocar el síndrome de abstinencia en el bebé. Este requiere entonces cuidados especiales y altas dosis de medicación que pueden dejar secuelas.
MT institucional: «Cualquier actuación proveniente de los poderes públicos que vulnere los derechos básicos del menor: en las instituciones de enseñanza, guarderías, hospitales, instituciones judiciales.»
PAPPS (2005).
Hay casos flagrantes en los que se pega o se ata a los niños en una habitación, hay otros que tienen que ver con castigos y riñas continuadas, pero hay otras formas, mucho más sutiles pero no por ello menos dañinas, como exponerle a situaciones de alto impacto emocional (diagnósticos excesivos, testificar en juicios, etc.) o no cubrir sus necesidades básicas de relaciones personalizadas y estables (cambios frecuentes de educadores en las instituciones, cambios de escuela, etc.).
Trastorno facticio inducido (síndrome de Munchausen por poderes): «Forma de abuso infantil en la que uno de los padres induce en el niño síntomas reales o aparentes de una enfermedad.»
PAPPS (2005).
Quien infringe este tipo de trastorno suele ser un cuidador muy cercano, muy frecuentemente es la madre la que hace aparecer en el niño una serie de síntomas difícilmente explicables y que llevan a que sea sometido a pruebas, análisis, exploraciones, biopsias, etc. Los síntomas se explican bien por la falsificación de muestras (añadir azúcar a la orina del niño, sumergir el termómetro en líquido caliente, etc.), bien por la producción de signos (por ejemplo, administrarle sustancias que provoquen vómitos o pérdida de conocimiento). Estos síntomas desaparecen cuando se separa al niño de la persona que lo está manipulando.

1.3.Abuso sexual (MT sexual)

1.3.1.Concepto

Es «cualquier clase de contacto con excitación sexual con un menor por parte de un adulto desde una posición de autoridad o poder sobre el niño: contactos sexuales, inducción a la pornografía o a la prostitución».

PAPPS (2005).

Freud ya expuso cómo las tendencias eróticas del niño se manifiestan con mucha intensidad y desde los primeros tiempos de vida. Pero hay que diferenciar bien que, en temas sexuales, lo que el niño desea es la ternura y el juego y no la expresión violenta de la pasión. Cuando el adulto fuerza prematuramente estas sensaciones, el niño no lo entiende y experimenta mucho miedo. El niño enfrenta este miedo, este no saber, imitando al adulto, olvidándose de sí mismo y apartando lo que siente. Una cosa es el erotismo infantil, con sus juegos sexuales preliminares que se satisfacen por sí mismos, y la otra el erotismo adulto, que se satisface en el orgasmo.
Sandor Ferenczi fue un psicoanalista húngaro discípulo de Freud que estudió a fondo las relaciones entre adultos y niños como factor etiológico de la patología mental. De hecho, esta fue una de las causas que originaron su ruptura con Freud, ya que este había abandonado el concepto de trauma como origen de las neurosis. Pero Ferenczi había ampliado esta primera teoría de Freud y hablaba no solo del trauma vinculado a la sexualidad, sino también del trauma vinculado a la hostilidad de los adultos en relación con los niños y de los procesos psíquicos que tenían lugar en estas relaciones.
Lectura recomendada

S. Ferenzi (1932). Confusión de lengua entre los adultos y el niño. Conferencia pronunciada en el XII Congreso Internacional de Psicoanálisis en Wiesbaden. Obras Completas (volumen 1). Madrid: Espasa Calpe [documento en línea]. <https://www.isabelmonzon.com.ar/confulenguas.htm>

Al explicar estos procesos, tenía en cuenta las tendencias eróticas del niño y sus fantasías, pero las diferenciaba muy claramente de las del adulto:

«Las seducciones incestuosas se producen habitualmente de este modo: un adulto y un niño se aman; el niño tiene fantasías lúdicas, como por ejemplo desempeñar un papel maternal respecto al adulto. Este juego puede tomar una forma erótica, pero permanece siempre en el ámbito de la ternura. No ocurre lo mismo en los adultos que tienen predisposiciones psicopatológicas, sobre todo si su equilibrio o control personal están perturbados por alguna desgracia, el uso de estupefacientes o de sustancias tóxicas. Confunden los juegos de los niños con los deseos de una persona madura sexualmente y se dejan arrastrar a actos sexuales sin pensar en las consecuencias.»

S. Ferenczi (1932).

Y en esta asimetría fundamental, Ferenczi elabora una explicación de la reacción del niño, la de la identificación con el agresor, que iremos desarrollando a lo largo de este tema, ya que permite acercarnos a realidades que, de otra forma, son difíciles de comprender.

«Es difícil adivinar el comportamiento y los sentimientos de los niños tras esos sucesos. Su primera reacción será de rechazo, de odio, de desagrado y opondrán una violenta resistencia: no, no quiero, me haces daño, ¡déjame! Esta o similar sería la reacción inmediata si no estuviera inhibida por un temor intenso. Los niños se sienten física y moralmente indefensos, su personalidad es aún débil para protestar, incluso mentalmente, la fuerza y la autoridad aplastante de los adultos los deja mudos, e incluso pueden hacerles perder la conciencia. Pero cuando este temor alcanza su punto culminante, les obliga a someterse voluntariamente a la voluntad del agresor, a adivinar su menor deseo, u obedecer olvidándose totalmente de sí mismos e identificándose con el agresor.»

S. Ferenczi (1932).

Y aquí aún se añaden otros aspectos que complican más la situación, pues el adulto siente culpa por lo que ha hecho. Tiende a proyectarla en el niño (con alguna justificación del tipo «ha sido él quien ha provocado», por ejemplo, y entonces lo siente como alguien malo a quien, por tanto, se puede agredir. Es decir, el niño queda investido por parte del adulto de sentimientos positivos, que lo hacen deseable, y de sentimientos negativos, que lo hacen merecedor de castigo. Esta ambivalencia de sentimientos daña aún más profundamente al niño y, sobre todo, es este odio «el que sorprende, espanta y traumatiza al niño amado por un adulto» (S. Ferenczi, 1932).
1.3.2.Tipos
Se han categorizado distintos tipos de abuso sexual:
Paidofilia: preferencia de un adulto por las relaciones sexuales con niños. Supone el contacto sexual no violento de un adulto con un niño y puede consistir en manipulaciones, exhibición de genitales o contactos bucogenitales.
Con cierta frecuencia, los medios de comunicación hablan de niños que han sido abusados por sus maestros o educadores. En muchos casos, en ellos suele haber una ternura genuina por la infancia, que es la que ha movido también su elección profesional. Pero esta inclinación se complica con otras que, una vez consumadas, tienen un alto efecto adictivo que llevará a su repetición. Por eso es tan frecuente la reincidencia.
En la red de pederastas que se desmanteló en Barcelona en el año 1997, uno de los implicados había sido ya condenado hacía pocos años por el mismo delito. Otro de ellos decía textualmente en el juicio: «sí, tengo una atracción por los niños en todos los aspectos, incluido el sexual, etc., pero el afecto que sentía por ellos superaba el impulso sexual porque lo controlaba» (El País, 10 de enero del 2001).
Violación: no es preciso que haya desgarro de himen o penetración. En muchos casos, no hay señales (desgarro vaginal o anal, presencia de esperma o infección gonocócica), pero es el propio niño quien refiere la historia. Hay que tener en cuenta que esto debe ser inmediatamente atendido y escuchado, porque los niños no refieren historias de actividades sexuales detalladas a menos que las hayan visto o vivido.
R es una niña de seis años. Un día, en la escuela, se observa que apenas puede caminar a causa de una inflamación en la vulva. La niña explica que ha sido su papá. Se lleva a la niña al pediatra, que sospecha abusos sexuales y se pone en marcha una intervención que confirma los abusos y que señalan al padre. La madre se niega a aceptarlo y la niña es separada de sus padres. A pesar del relato de R y de las pruebas periciales practicadas, la madre continúa negando la evidencia, viviendo con el marido y reclamando el retorno de la niña. Ella necesita enormemente a este hombre. Y quiere también enormemente a su hija.
Incesto: entre padre e hija, acostumbra a constituir unas tres cuartas partes de los casos. Los incestos entre madre-hijo, padre-hijo, madre-hija y hermano-hermana constituyen la cuarta parte restante. A veces se trata de personalidades psicopáticas con escaso control de los impulsos sexuales y agresivos, que no pueden considerar a sus hijos como sujetos separados y con vida propia. Sin embargo, la mayoría de los padres que tienen relaciones incestuosas con sus hijas son personalidades introvertidas que tienden a estar socialmente aisladas y muy centradas en la familia. A muchos de ellos, que se van deslizando gradualmente hacia un comportamiento incestuoso, les proporciona el impulso final una esposa que facilita situaciones que permiten la intimidad entre padre e hija.
Así, por ejemplo, la madre puede tener un horario de trabajo de tarde o noche fuera de casa y encarga entonces a la hija que «cuide de papá».
Hay un acuerdo silencioso entre padre-madre e hija en el que cada uno desempeña un papel y en el que, en general, los sentimientos de culpa y rabia quedan disociados («uno mira hacia otro lado»), mientras no sobrevenga una crisis. Normalmente, las hijas quedan apresadas en el dilema de que si ponen fin a estas relaciones para llevar una vida más libre y normal, sienten que ponen en peligro la seguridad familiar. Es importante comprender esta connivencia de los miembros de familia a la hora de diseñar el abordaje.

«Por lo general, hay que descartar aquellas historias relativas a madres que manifestaron su sorpresa y espanto cuando se enteraron de algo “que no podían ni sospechar”: no hemos visto una sola madre inocente cuando se trataba de un incesto que venía prolongándose desde hacía tiempo, incluso cuando la madre escapa al castigo que probablemente tendrá que sufrir el marido.»

Kempe (1979, pp. 93-94).

2.El maltrato en la familia

2.1.Consideraciones prácticas

El MT en la familia puede ser comprendido y abordado desde diferentes ópticas. Una de ellas, de larga tradición social (heredera de los antiguos tribunales tutelares de menores), es la que tiende a trabajar con pruebas, en la línea de determinar el hecho, identificar al culpable y proteger a la víctima.
En este marco, se trata de buscar los indicios objetivables y demostrables del maltrato, tanto de la conducta maltratante (condiciones materiales, violencia, enfermedad mental, etc.) como de sus efectos en el niño (marcas de golpes, desnutrición, absentismo escolar, etc.). Con esos indicadores, se elabora un informe que contiene una propuesta de protección al niño (que a veces implica separación de su familia) y la Administración se encarga de, si cabe, la denuncia judicial al maltratador. Este modelo de intervención, muchas veces necesario, ya que a veces peligra la vida del niño, como acción aislada es totalmente insuficiente. Los profesionales que trabajamos en este ámbito (Galán, 2009, pp. 4-6) sabemos de otros resultados que este modelo no explica. Entre ellos:
  • A pesar de todo lo que haya ocurrido (el MT, la separación), los lazos padres-hijo continúan y suele existir el deseo continuado en el niño de reunirse con sus padres. La realidad muestra cómo la mayoría de los niños que han sido separados quieren volver a casa con sus padres, aunque hayan vivido allí situaciones de mucha violencia.

  • Hay situaciones en las que sabemos que existen MT que no podemos demostrar porque no hay indicadores objetivables. Hay modos de dañar gravemente a un niño que no dejan huellas claras en el momento, y sí pueden ser diagnosticadas años después, cuando las consecuencias emocionales son evidentes. Tal es el caso de muchos abusos sexuales e incestos.

  • Entre ellas, el maltrato psíquico puede ser difícil de precisar. En un marco que enfoca únicamente los indicadores objetivables, los elementos que configuran el MT psíquico no aparecen: las proyecciones masivas y rígidas sobre el hijo, la falta de respuesta a sus demandas afectivas, etc. En las relaciones padres-hijos, puede ser muy difícil precisar cuándo una particularidad se puede considerar maltrato, sobre todo cuando se da en clases sociales o culturas diferentes. Por ejemplo, el hecho de que un niño de trece años deje la escuela para trabajar en la tienda del padre, ¿es maltrato?

  • La realidad nos lleva a constatar la insuficiencia de las intervenciones profesionales, que muchas veces tienen que actuar en las sucesivas generaciones de una misma familia. En muchos casos, la separación del niño maltratado de sus padres no impedirá la repetición del maltrato hacia sus propios hijos en el futuro.

Estos datos nos llevan entonces a considerar los otros aspectos, ya no tan objetivables, del MT. Es decir, a situar el MT dentro de la relación entre padres e hijos y como un aspecto de ella. Y esto nos lleva a plantear la importancia de los vínculos que unen a padres e hijos.

«Porque son estos los que no se rompen con la separación; más bien tienden a permanecer siempre presentes, a veces de una forma torturante aunque invisible para gran parte del entorno; son los vínculos que se establecen (en su carácter patológico, débil o tóxico) los que pueden hipotecar seriamente la vida de un ser humano sin que en ningún momento exista un golpe o una desatención material; y porque las lesiones o las carencias no son sino emergentes visibles de formas muy dañadas de relación.»

Galán (2009, p. 6).

2.2.La relación padres-hijo. El vínculo

«Freud, como investigador de la mente humana, abrió el camino hacia el descubrimiento y el conocimiento de la importancia de la vida psíquica del niño como condicionante del comportamiento del futuro adulto. Hasta entonces, los niños y niñas habían sido minusvalorados y considerados como seres que no se enteraban de nada, que no sentían y por los que no hacía falta preocuparse psíquicamente.»

Viloca (2006, conferencia).

La crianza se pensaba mas como un trato que iba de fuera adentro, algo así como un alimentar, limpiar y enseñar. Por eso, y sin demasiados cuestionamientos, los niños podían ser separados, criados con amas o enviados a internados. Lo importante era que las funciones de cría se hiciesen, no importaba tanto a cuenta de quién ni de qué manera. Si pasaba algo, bastaba con bajar la voz o hacer alguna seña, y el hecho quedaba suprimido de la vida del niño (algo así como «me voy sin que me vea, así no se entera»). Era el mundo interno del niño el que quedaba totalmente negado.
Sin embargo, Freud mostró también cómo lo que es negado no queda suprimido, sino que pasa a otra zona, el inconsciente, donde queda activo y condicionando el desarrollo y el comportamiento del futuro adulto. Y exploró cómo el psiquismo del niño se construía en los primeros años de vida en la relación con el entorno, la madre o la persona que lo cuidaba y le atendía.
Desde entonces, distintos autores científicamente reconocidos han ido mostrando cómo las primeras relaciones del bebé con su entorno son fundamentales para el desarrollo sano de la personalidad. Elaboraron la denominada teoría del vínculo (también del apego), rama de la psicología que estudia las relaciones entre padres e hijos. Esta teoría se basa en la necesidad humana universal de formar vínculos afectivos y explica cómo estos son fundamentales para el desarrollo normal. Muchos psicólogos del desarrollo creen que los niños nacen preprogramados para vincularse a sus padres u otros personajes significativos, y que los adultos están biológicamente predispuestos para cuidar de los «cachorros» de la especie humana. Las conductas del niño (buscar la cercanía, sonreír, agarrarse, etc.) son correspondidas por conductas del adulto (tocar, sostener, calmar), y esas respuestas refuerzan la búsqueda del niño hacia ese adulto en particular. El objetivo del vínculo es la búsqueda y provisión de protección y seguridad. Esa seguridad básica es necesaria para que el niño pueda explorar, primero en presencia de la madre, luego cada vez más lejos, sentando las bases para la capacidad para aprender y para ser autónomo.
Bowlby fue un psicoanalista inglés que en la década de los cuarenta investigó la naturaleza de las relaciones humanas y sobre todo, de las que forjamos en la infancia. Su descubrimiento del trabajo de los etólogos revolucionó su pensamiento sobre el desarrollo temprano del niño y le condujo a formular la teoría del vínculo. Aquellos eran los años posteriores a la guerra y había un interés generalizado por conocer las consecuencias en el desarrollo de niños que «habían perdido sus vínculos», que habían quedado huérfanos o habían sido separados de sus familias. Hasta su muerte, en 1990, Bowlby fue investigando y limando sus teorías, que continúan siendo desarrolladas por distintos autores.
«Esas criaturas no son pizarrones de los que se puede borrar el pasado con un plumero o esponja, sino seres humanos que llevan consigo sus experiencias previas y cuya conducta actual se ve profundamente afectada por los sucesos pretéritos». Este texto pertenece a un informe que la OMS publicó en 1951, un trabajo de Bowlby sobre Cuidados maternos y salud mental. Según este, «el requisito esencial para la salud mental es que el bebé y el niño de corta edad experimenten una relación cálida, íntima y continua con la madre (o su sustituta permanente) que proporcione a ambos satisfacción y goce» (Bowlby, 1951, citado en Winnicott, p. 198). Y prosigue: «Gracias a este vínculo los sentimientos de ansiedad y culpabilidad, cuyo desarrollo exagerado caracteriza la psicopatología, serán canalizados y ordenados».
La vinculación está formada por sentimientos, recuerdos, deseos y expectativas y actúa como una especie de filtro para la recepción e interpretación de la experiencia interpersonal.

«Con el tiempo, las cualidades de la relación diádica del niño con la persona principal que le cuida acaban internalizándose y empiezan a definir elementos de la propia personalidad del niño. A partir de sus relaciones iniciales (...) los niños desarrollan modelos operativos internos o “representaciones internas”: 1) del yo. 2) De otras personas. 3) De la relación entre ellos. Al estar en relación con otras personas el yo no solo se forma sino que se reconoce a sí mismo. El yo, formado en su relación con otros, busca entonces interpretar a otras personas basándose en la comprensión que tiene de su propio yo. En ese sentido, las pautas del vínculo y la cualidad de las interacciones sociales experimentadas por el niño también se convierten en una propiedad suya.»

Howe (1997, p. 91).

En este sentido, pensaremos las primeras relaciones con los padres o cuidadores como moldes, patrones, para las siguientes relaciones, y diremos que son estructuradores de la personalidad que se está formando.
Una colega de Bowlby, Mary Ainsworth, desarrolló una situación experimental para conocer los diferentes tipos de vínculo (a grandes rasgos, separaba a un niño de sus padres por breve lapso de tiempo y observaba su conducta antes de la separación, durante la misma y en el reencuentro). Los primeros experimentos revelaron tres tipos de vínculos: seguro, inseguro-elusivo, inseguro-ambivalente. Estudios posteriores (Main) han añadido un cuarto tipo, el desorganizado. A grandes rasgos:
Vínculos seguros: los niños muestran aflicción por la separación. Al reunirse, reciben positivamente al padre y vuelven a jugar contentos. Los padres se muestran tranquilos y cercanos a sus hijos y los reciben con muestras de afecto.
Vínculos inseguros y evitativos: los niños muestran pocos signos de aflicción por la separación. Cuando el padre regresa lo eluden, le ignoran. No buscan contacto físico. El padre o la madre se muestran indiferentes a las necesidades del niño.
Vínculos inseguros y ambivalentes: los niños están muy afligidos por la separación y son muy difíciles de tranquilizar cuando se reúnen de nuevo. Al reunirse, se resisten a los intentos de consuelo y siguen gritando y retorciéndose. Son ambivalentes porque, por un lado, exigen la atención de los padres y, por otro, se resisten a ella. El cuidado de los padres es incoherente e inestable, pero no insensible ni rechazante.
Vínculos desorganizados: los niños muestran tanto características del tipo elusivo como del ambivalente. Al reunirse con sus padres, muestran confusión y desorganización. A veces, estos niños entre la separación y la reunión se inmovilizan. Otras pueden actuar mecánicamente, pero sin mostrar emoción. Los padres no son sentidos como fuente de alivio, sino como fuente de temor.
Este patrón de relación tenderá a repetirse en las futuras relaciones íntimas: con el compañero sexual y con los propios hijos, y está en la base de la transmisión transgeneracional del maltrato.
Howe (1997).
Actualmente, la neurociencia, apoyándose en estudios de neuroimagen, explica cómo las experiencias vividas en los tres primeros años de vida quedan inscritas en un ámbito neuronal y condicionan las experiencias posteriores.

«El inmaduro cerebro del bebé construye los circuitos neuronales que forjarán la mente para el resto de la vida, a través de las relaciones con los padres y personas del entorno.»

Coderch (2010, p. 14).

Fonagy (1999) ha proseguido en esta línea, insistiendo en la necesidad primaria del niño de tener una figura de vinculación segura y mostrando cómo unas relaciones primeras perturbadas son el precursor clave para la enfermedad mental.
Así pues, serán estos primeros vínculos con nuestro padre, madre o cuidador los que sentarán las bases para el desarrollo de nuestra personalidad. Y por ello, pensaremos en la familia con unas funciones psicosociales muy concretas: no solo alimentación, higiene, cuidado, sino apoyo emocional, seguridad y contención, ofrecer modelos de identificación, organizar la conciencia moral, etc.
Las funciones psicosociales de la familia
1) Cuidado y sustento corporales básicos (provisión de alimento, vestido, refugio, ternura, etc.).
2) Funciones (emocionales) introyectivas y proyectivas que están en la base de la mentalización y del pensamiento:
  • Amor-ternura predominando sobre desconfianza y odio.

  • Esperanza predominando sobre desesperanza.

  • Confianza predominando sobre desconfianza.

  • Contención-reverie (capacidad de empatía con el bebé y el niño y de sentir, pensar y fantasear con él y por él) predominando sobre incontinencia.

3) Proporcionar las bases para la relación sujeto-objeto externa e interna: creación del objeto, del sujeto, del espacio mental.
4) Funciones y límites de la contención:
  • Capacidad de integrar límites.

  • Tolerancia a la espera y la frustración.

  • Capacidad de pensar.

5) Organización y desarrollo del superyó:
  • Conciencia moral. Pulsiones frente a sociedad: moral, motivación, premios.

  • Objetivos, valores, lealtades.

  • Formas de apoyo en crisis familiares y sociales.

  • Ideal del yo.

6) Identidades psicosociales fundamentales:
  • En la psicosexualidad.

  • En la agresividad-destructividad.

  • En el conocimiento.

  • En los procesos de duelo.

7) Modelos de relación con el exterior:
  • Perspectiva socioconductual: familia estructurada, desestructurada, «en reversión», sobreimplicada o aglutinada, subimplicada, ansiosa-tensa, etc.

  • Perspectiva psicoanalítica: familia de pareja básica, matriarcal, patriarcal, banda de chicos, casa de muñecas, en reversión, etc.

8) Modelos para el aprendizaje. En especial, el aprendizaje placer-curiosidad-juego frente al aprendizaje obligación-acumulación-sufrimiento-robo, etc.
Tizón (2004).
Sin embargo, una familia en la que las relaciones están basadas en el miedo y en la dominación difícilmente podrá cumplir estas funciones. Desde aquí, entenderemos que en la base del maltrato hay un tipo de relación anómala. De todos los miembros de la familia, el niño, ya sea víctima directa o testigo, es el más vulnerable tanto porque está indefenso, como porque estos van a ser los materiales que se le suministran para crecer.
Dicho de otra manera, y como iremos viendo, la experiencia del maltrato por parte de esas figuras va a tener influencia determinante, porque se va a inscribir en los fundamentos de su psique.

3.Padres que maltratan

El comportamiento del adulto que maltrata, ya sea colérico, indiferente o seductor, varía enormemente de unos casos a otros. En un primer momento, es difícil para los profesionales abstenerse de acusar a tales padres. Pero es más útil acercarse e intentar comprender cuál fue el desencadenante y conocer que, con frecuencia, son padres que en su infancia padecieron MT.
Para entenderlo, antes que considerar primero los casos extremos, vamos a observar la negligencia y los MT dentro de la perspectiva general del ser padres. Una gráfica que reflejara las capacidades como padres y la relación con los hijos tendría forma de campana que, en un extremo, situaría a los padres ideales, en el centro a los suficientemente buenos, y, en el otro extremo, a los padres con dificultades para atender. Dentro de ellos, situaríamos a una minoría de padres francamente maltratadores. A través de sus estudios con esta población, Kempe observó que los MT al niño requieren la presencia de cuatro factores.
Ruth S. Kempe y Henry Kempe son pediatras norteamericanos que, a partir de los años sesenta, publicaron sus hallazgos en torno a las familias que maltratan a sus hijos. Están considerados como autoridades en el estudio del abuso infantil y a ellos se debe la descripción del síndrome del niño maltratado.
1) Que los padres tengan un trasfondo de privación emocional o física y quizá también de MT
Es el denominado ciclo de los MT o la repetición transgeneracional de los mismos. Como la experiencia práctica nos confirma, el rasgo más frecuente en las historias de familias que maltratan es la repetición de padres a hijos de actos agresivos, negligencia y abusos. Hemos visto cómo la tendencia a relacionarnos de una manera determinada queda inscrita en la primera infancia y tiende a repetirse en las relaciones más significativas: con el compañero sexual, con los hijos, etc. Dicho de otra manera, las primeras relaciones tienen una función estructuradora de la personalidad y actúan como «molde» para las subsiguientes relaciones. Es la experiencia de haber recibido buenos cuidados parentales, de haber sido cuidado, la que permite cuidar. Es la experiencia de haber sido comprendido la que permite desarrollar la capacidad de empatía, es la experiencia de haber sido contenido la que permite desarrollar las propias capacidades de contención. Las funciones que ahora uno puede hacer por sí mismo, en un primer momento, le fueron hechas por otros y así sentaron las bases de nuestra personalidad. En ese sentido, «los mecanismos mediante los cuales aquellos padres que maltratan a sus hijos repiten pautas parentales a las que estuvieron expuestos son comunes a todos nosotros; y únicamente varía la índole de dichas pautas. Todos somos portadores de nuestra herencia, aunque la mayoría de nosotros no somos conscientes de ella» (Kempe, 1979, p. 38). Y en momentos de crisis, sale lo que realmente llevamos dentro y es fácil deslizarse y repetir los comportamientos que uno experimentó de pequeño.
2) Las percepciones acerca del hijo son inadecuadas
¿Cómo es vivido el niño por los adultos? ¿Como un inferior que debe ser dominado? ¿Como un igual al que no se le toleran las diferencias? ¿Como alguien que ha venido a turbar la paz, o que, por el contrario, ha venido a traerla? ¿Como un portador de características soportables o no? ¿O como un semejante diferente? «A veces se supone que se es propietario de los hijos como si fueran objetos. El hijo, su cuerpo y a veces también su pensamiento son vividos como algo propio que se puede manipular a gusto. También es frecuente que, cuando se tiene un hijo, el deseo sea de tener un muñeco, no un bebé que llora, usa pañales, se despierta de noche, quiere comer a cada rato. Otras veces se supone que el hijo viene a salvarlos. Y, cuando esto, inevitablemente se rompe, en algunas familias resulta intolerable» (Janin, 2002, p. 150).
Por ejemplo, una madre interpretaba que el hecho de que el niño no le hablase a la salida de guardería era un modo de castigarla por separarse de él. Ella consideraba (tenía la expectativa de ello) que su hijo debía contarle lo que había hecho durante el día y, cuando este no lo hacía, pensaba que debía educarlo y que el medio era el castigo.
Los padres que maltratan a sus hijos tienden a considerar que el castigo físico constituye un método apropiado para tratarlos. Pueden sentirse desalentados cuando los azotes no dan resultados y quedan deprimidos, tanto por lo que han hecho como por las respuestas que han obtenido. Comienzan a instaurarse los círculos viciosos de castigo, deterioro de la relación con el niño, frustración en la relación y, de nuevo, castigo. Cuando esta pauta es predominante, el niño queda con una imagen de sí mismo como malo e indigno de ser amado, y queda también preparado para enfrentar su futura paternidad con instrumentos similares.
Kempe explica otro ejemplo muy gráfico (la cursiva es del autor):
«Un bebé que no se deja acariciar, sino que se echa atrás y patalea, puede irritar a su madre, si ella lo considera como un rechazo, pero no (si considera) que puede ser una señal de energía e independencia, como si fuese un anuncio de que el niño va a ser una primera figura de fútbol. Dada la sensibilidad de los padres que potencialmente presentan tendencias a maltratar al hijo, las características precoces del niño y su indebida propensión a concederles gran importancia, resulta fácil ver cómo se puede facilitar la aparición de dificultades y cuan poca sobrecarga exterior se necesita para crear la pequeña crisis inicial.»
Un aspecto también interesante en este texto, y que da elementos para el abordaje y tratamiento del MT, es la referencia al papel del entorno, que puede contener o precipitar las crisis.
3) Tiene que existir una crisis
Sabemos que es más fácil que los MT a niños tengan lugar en periodos de conflicto. Hay momentos especialmente difíciles en el crecimiento, por ejemplo:
  • El llanto del bebé

    Observemos cómo nos hace reaccionar a todos el llanto de un bebé (un bebé llora en su cochecito en el bus, en la cola del supermercado, etc.; todos comenzaremos a inquietarnos, algunos darán consejos a la madre, otros harán comentarios en voz alta, es posible que alguien se queje o que otro se acerque y quiera intervenir dándole el chupete o acariciándolo, etc.). Nos hace revivir lo mas desvalido en nosotros. Un adulto que no tolere esto puede desesperarse y golpear al niño para que calle. Intentará eliminar toda exigencia del niño, todo lo que perturbe, «y los niños siempre son perturbadores».

  • El comienzo de la deambulación

    Mientras el bebé no puede moverse por sí mismo, los alejamientos y separaciones son marcados por la madre. La deambulación confronta a la madre con la autonomía del hijo, que puede ya moverse sin su control, lo que puede significar peligro y desencadenar muchos temores. Y esto quizá genera violencia.

  • El control de esfínteres

    Las dificultades en el control, que pueden ser vividas como ataques. Es el «me lo hace a mí».

  • La entrada en la escuela, como salida al mundo

    El hecho de separarse del niño, y dejarlo a cargo de otros, puede ser vivido como algo terrorífico.

Si nos fijamos, muchas de estas situaciones coinciden con momentos de transición psicosocial, en los que el niño accede a nuevas capacidades y deja de ser el que era antes. Se muestra más autónomo (llora, anda, come triturados, se hace pis o va a la escuela) y se evidencia como un ser diferente de aquel al que uno ya se había acostumbrado: reclama reajustes en los padres, que también viven esa transición, con toda la incertidumbre y ansiedad que supone. Se rompe la tranquilidad, se reclama otra cercanía y otra relación.
El MT aquí, la violencia, tiene que ver con el acallamiento del cambio para retornar al estado anterior de lo ya conocido.
4) En el momento conflictivo, no hay comunicación con las fuentes de las que podría recibirse apoyo
Los padres que maltratan a sus hijos tienen dificultades para pedir ayuda a otras personas, para confiar en que otros les quieran ayudar. Las familias violentas generalmente son familias muy cerradas. Los vínculos entre los miembros acostumbran a ser adhesivos, superficiales, con poca comunicación afectiva. «Cada uno está aislado, absolutamente solo y a la vez, tampoco se puede separar de los otros. Todo es indiferenciado y el contacto es a través del golpe o a través de funcionamientos muy primarios, como la respiración, la alimentación o el sueño» (Janin, 2002, pág. 150). El aislamiento social acostumbra a ser una característica que se repite, y esto es importante a la hora del tratamiento. Cuando estas familias pueden conectar con el mundo exterior y establecer otras relaciones, la violencia disminuye.
Pero, y el niño, ¿cómo vive todo esto? ¿Y qué efectos tiene en él?

4.La identificación con el agresor

«Cuando nos sentimos agobiados por una amenaza ineludible, nos identificamos con el agresor. Con la esperanza de sobrevivir, sentimos y nos convertimos precisamente en lo que el atacante espera de nosotros, en cuanto a nuestra conducta, percepciones, emociones y pensamientos.»

Frankel (2002, pp. 1-10).

La identificación con el agresor es una respuesta al trauma, y a la larga puede llegar a formar parte de nuestra personalidad.
Ya hemos visto antes cómo este concepto fue introducido en 1933 por Ferenczi, quien lo elaboró a partir de la exploración de los recuerdos tempranos de los pacientes que habían sido abusados de niños. Él encontró que «los niños que son aterrorizados por adultos que están fuera de control, se someterán como autómatas a la voluntad del agresor para adivinar cada uno de sus deseos y gratificarlos; completamente olvidados de sí, se identifican con el agresor» (Frankel, 2002, pp. 1-10).
La idea es que cuando estamos en peligro sin posibilidades de escapar, cuando hemos perdido la esperanza de que algo nos salvará, para protegernos, nos hacemos desaparecer. Dejamos de ser nosotros y, como camaleones, nos mimetizamos con el mundo que nos rodea, exactamente con aquello que nos aterroriza. Este es un proceso que se da de manera automática y que implica tres acciones: «Primero, nos sometemos mentalmente al atacante. Segundo, este sometimiento nos permite adivinar sus deseos, penetrar en la mente del atacante para saber qué está pensando y sintiendo, para poder anticipar exactamente lo que el agresor va a hacer, y de esta manera, saber cómo maximizar nuestra supervivencia. Y tercero, hacemos aquello que sentimos que nos salvará: por lo general, nos hacemos desaparecer a nosotros mismos a través de la sumisión y una complacencia calibrada con precisión, en sintonía con el agresor» (Frankel, 2002, pp. 1-10). Así pues, sumisión, anticipación y complacencia son las acciones que permiten conocer al agresor «desde dentro». Esto implica, como hemos dicho, dejar de lado los propios estados mentales, y estar hipersensible al entorno y en continua alerta para prevenir peligros.
Este es el mecanismo que opera en el denominado síndrome de Estocolmo, en el que los prisioneros desarrollan sentimientos de simpatía, protección y hasta amor por quienes les han apresado.
1973, Estocolmo (Suecia). En un atraco a un banco se toman cuatro rehenes que permanecerán cuatro días cautivos. Tras su liberación, ninguno de ellos querrá declarar en contra de los atracadores y hasta uno se enamorará de su captor. La respuesta, lejos de ser la esperable de odio y temor, es la contraria, amor fusional.
La identificación con el agresor implica también sentir cosas concretas, bien lo que siente el agresor (la identificación es entonces concordante), bien lo que cree que el agresor espera que sienta (identificación complementaria).
Por ejemplo, si a la salida de una tienda suena la alarma y acusan injustamente a mi amiga de haber robado algo, puedo responder sintiéndome dañada, con lo cual he hecho una identificación concordante (me identifico con la víctima). Pero si, en esa misma situación, me siento culpable, como si hubiera robado, estoy respondiendo con una identificación complementaria (me identifico con el agresor).
El niño que vive en el miedo es probable que esté acostumbrado a usar la identificación con el agresor de manera estable. El masoquismo, en sus distintos aspectos, puede ser uno de los resultados: el afán de echarse la culpa, el sometimiento, la provocación al agresor, el autosabotaje, la seducción del agresor, etc. como estrategias posibles para conjurar el peligro que viene del otro.
Otra consecuencia de la identificación crónica con el agresor es que las víctimas pueden convertirse a su vez en agresores. Es la transmisión transgeneracional del maltrato que se hace a través del vínculo. En estudios sobre este tema, los investigadores (Main y Hesse 1990; Lyons-Ruth, Bronfamn y Atwood, 2000) descubrieron que las madres que no habían resuelto sus propios pasados traumáticos podían ser candidatas a interactuar con sus niños de modo que llegaran a crear un miedo intolerable en ellos, especialmente forzando su propio estado mental en la mente de sus hijos, «no dejando espacio para la propia experiencia autogenerada y espontánea del niño» (Frankel, 2002, pp. 1-10).

5.Efectos psíquicos del maltrato

5.1.El trauma

Lo primero, el efecto psíquico inmediato a la agresión. El MT como un choque violento, como algo que se implanta en el psiquismo del niño como un cuerpo extraño.
Sus efectos corresponderían a los síntomas del trastorno por estrés postraumático (DSM-IV TR). Los síntomas posteriores al trauma pueden incluirse en tres categorías:
1) El acontecimiento traumático es revivido una y otra vez a través de recuerdos, sueños, sensaciones, malestar o respuestas fisiológicas.
2) Se evita cualquier estímulo asociado al trauma, hay una retirada emocional, con sensaciones de aletargamiento e incapacidad para sentir.
3) Hay un estado de alerta permanente, como si el peligro pudiera retornar en cualquier momento, con dificultades para dormir y concentrarse, ansiedad, etc.
Pero hemos visto que, cuando el MT se da en la propia familia y de manera continuada, es el psiquismo mismo el que se construye con la agresión ejercida por quien tiene que cuidar. Entonces, en estas situaciones, y especialmente si es el niño el maltratado, hay dos elementos presentes que se suman: la relación de poder y la traición de la confianza. A menudo, lo que es más grave, más allá del choque que representa el MT o el abuso, es el hecho de que lo infringe la persona a quien el niño quiere y de quien espera protección y cuidado (el padre, la madre, el hermano, el abuelo, etc.). El niño hace grandes esfuerzos para sobreponerse y adaptarse al mundo en el que le ha tocado vivir, y del cual depende, aunque sea inadecuado o le haga daño. Y eso le lleva a adoptar distintos papeles en la familia, por ejemplo, el niño «adultizado» que asume la función de contener y apaciguar a sus padres, porque lo que realmente asusta a un niño es la visión del adulto descontrolado, o porque lo que desea es que haya paz y ternura.

5.2.La retraumatización

5.2.1.El silencio del trauma

«¿Qué es traumático? Un ataque o sus consecuencias. La capacidad adaptativa de respuesta de los niños, incluso muy pequeños, a ataques sexuales y otros ataques apasionados es mucho mayor de lo que se imagina. A la confusión traumática solo se llega, la mayor parte de las veces, cuando ataque y respuesta son desmentidos por el adulto cargado de culpa, y se les trata como si fuesen una cosa punible.»

Ferenczi (1932, citado en Daurella, 2005).

El niño traumatizado ya siente mucha confusión, desconfía de sus propios sentimientos y percepciones, y se siente, a la vez, inocente y culpable de lo que está ocurriendo. Sin embargo, el efecto traumático se acaba de consolidar en un segundo momento, cuando el adulto al cual explica lo que le pasa no le hace caso y duda de la veracidad de lo que el niño le cuenta.
En efecto, en estas situaciones, el adulto no puede soportar lo que el niño le dice, y lo desmiente. A fin de cuentas, tenemos una larga trayectoria cultural que nos frena a la hora de entrar a considerar la manera en que los padres tratan a su hijo, y que facilita el hecho de que se considere que lo que el niño cuenta son «fantasías, mentiras o exageraciones». Pero para el niño, eso significa la prohibición de pensar acerca de esto que le está ocurriendo: no es solo que hay cosas que no se pueden decir, es que esas cosas no se pueden ni pensar. Y lo que no se puede pensar, no se puede integrar y queda como un resto no asimilable que comprometerá sus relaciones y su propia identidad.
5.2.2.La retraumatización propiamente dicha
O sea, la repetición del trauma, la tendencia inconsciente a establecer relaciones y a ponerse en situaciones que colocan al sujeto en alto riesgo de volver a ser maltratado. A lo largo del texto, hemos visto cómo las teorías del vínculo y de la identificación con el agresor explicaban este hecho. En la realidad, solemos encontrar una y otra vez la repetición del maltrato a lo largo de la vida, primero por los progenitores, luego por otros adultos, mas tarde por las diferentes parejas sexuales.

«Las personas que han sufrido abusos en la infancia tienen una probabilidad mayor de sufrir abusos de adultos.»

Read (2006, p. 290).

5.3.Las identificaciones, la construcción de la personalidad

El niño que crece en un entorno maltratador, negligente, desorganizado, etc. tiende a introyectar esos modelos de funcionamiento y relación. Esto condicionará directamente la construcción de su personalidad y su salud mental. Diferentes estudios muestran la altísima correlación entre MT y abusos en la infancia, con resultados elevados en escalas que miden la esquizofrenia y psicosis.
El DSM-IV TR categoriza el trastorno reactivo de la vinculación en la infancia, en el que describe cómo las relaciones sociales quedan sumamente alteradas, con incapacidad para iniciar o responder a contactos sociales o, por el contrario, con una sociabilidad indiscriminada (es «el niño que se va con cualquiera»), colocando la causa en una crianza patogénica en la que se han desestimado las necesidades básicas del niño. Este trastorno será la base para futuras patologías mentales en la edad adulta.
Apoyándonos en los estudios de diferentes autores, y desde un punto de vista psicodinámico, podemos describir algunos de sus efectos:
1) La confusión. Cuando el MT se da desde los primeros momentos de vida, se pierde la posibilidad de diferenciar, porque las figuras protectoras son las mismas que han dañado. Esto produce confusión en la mente del niño, especialmente confusión entre lo que es bueno y lo que es malo. Esa falta de diferenciación lleva a una incapacidad para registrar afectos y matices. Hay una sensación continuada de monotonía, como un adormecimiento. Un chico con unos padres suficientemente buenos puede calificar el mundo, responder con placer a las cosas buenas sin necesidad de tener que ser sacudido por emociones fuertes. Los chicos maltratados, no. Son chicos que quedan anestesiados, como si tuviesen una parte muerta, y que necesitan ser sacudidos. Por eso suelen ponerse en peligro, jugar con la posibilidad de un accidente, drogarse, etc., buscando sensaciones fuertes. Predomina el sentimiento de lo mortecino, de desvitalización, y aparece la necesidad de que la vitalidad, la sensación de estar vivo, sea sostenida más por estímulos fuertes del entorno que por los propios del mundo interno.
Lecturas recomendadas

B. Janin (2002). «Las marcas de la violencia: los efectos del maltrato en la estructuración subjetiva». Cuadernos de psiquiatría y psicoterapia del niño y del adolescente (33/34, 149-171).

R. Royo (2007). Del silenci, paraules. Aloma: revista de psicologia, ciències de l’educació i de l’esport (20, 183-199).

R. Royo (2008). No puc confiar en tu: el vincle terapèutic en nens i adolescents victimes de la violència. Revista catalana de Psicoanàlisi (XXV/2, 77-91).

2) Esta misma confusión se extiende a su propia identidad. Cuando la identificación con el agresor se utiliza de manera continuada y como consecuencia de este hacerse desaparecer a uno mismo a través del hecho de someterse al otro, el niño llega a no saber quién es. A veces, puede salir de la confusión encontrando a un enemigo externo y proyectando en él las causas de su malestar; otras veces, identificándose con aquello que los otros le atribuyen: loco, tonto, etc. Muchas veces, esto queda reforzado por el hecho de que el niño se siente culpable del maltrato y se lo explica como respuesta a su propia maldad o incapacidad.
3) Actitud vengativa frente al mundo: «algo me han hecho y pagarán por ello», acompañado por la dificultad en la construcción de soportes éticos.
Winnicott
D. W. Winnicott fue un pediatra, psiquiatra y psicoanalista inglés coetáneo de Bowlby, que, como este, se dedicó a estudiar el desarrollo psíquico infantil desde una perspectiva clínica. Las teorías que fue elaborando son reflejo de su práctica durante más de cuarenta años. Entre ellas, destacan la del papel de la estructura familiar en el desarrollo psicológico del niño. En este sentido, describió el proceso por el cual las deprivaciones graves en la infancia pueden conducir, entre otras cosas, a la delincuencia. Su libro Deprivación y delincuencia (1954) se sitúa en la Inglaterra de posguerra, en la que muchos niños habían perdido a sus padres temporal o definitivamente en la guerra, y en el mismo observa cómo las carencias de lo que él llama «vida hogareña» pueden producir comportamientos antisociales.
4) Repetición de la vivencia de forma activa o pasiva, en la que uno repite con otros lo que hicieron con él o busca a alguien que se haga cargo de que la repetición se dé. «Lo que se torna ineludible es la repetición de la vivencia». En su libro sobre la patología (borderline), Cancrini ilumina este aspecto con un caso clínico:

«Fausta, de seis años, llega a la consulta de la mano de su madre porque ha matado a un gatito golpeándolo contra la barandilla de la escalera de la casa. La historia es la de una niña desobediente, rebelde, calificada de “imposible por sus padres y profesores”. La historia familiar es la de un matrimonio de conveniencia, con un padre que pega violentamente a los niños y una madre que engaña al marido desde hace mucho y que hace tiempo que ha empezado a utilizar los golpes sufridos por Fausta para preparar una separación de la que espera obtener ventajas económicas. Aparentemente alineada con la madre, víctima de un padre “malo”, Fausta parece haber oscilado, en el momento en que mató al gatito, hacia el polo opuesto de la identificación con el agresor. [...] Fausta ha interiorizado una relación entre una víctima y un perseguidor. [...] puede identificarse con la víctima, como le sucede a menudo en la vida real, o con el agresor, en el síntoma (matar al gatito) o en la fantasía.»

Cancrini (2006, p. 161).

5) Irrupciones del proceso primario y dificultades en el control de impulsos sexuales y agresivos tanto por el trato recibido continuadamente en ese sentido y que ha facilitado la introyección de un tipo de relación, de un «modo de hacer», como por las fallas en la atención y contención por parte de los padres o cuidadores en los primeros tiempos de vida (y que llevan, muchas veces, a la imposibilidad de conectar con los propios estados mentales).
6) Sin embargo, el aspecto más devastador del maltrato es que, al ser perpetrado por alguien de quien el niño depende totalmente, su mente queda clausurada y es el otro quien piensa por él y le define la realidad. Es el sometimiento a la mente del agresor y la desconexión de los estados mentales propios. Eso es veneno para el pensamiento, y está en la base de tantos trastornos del aprendizaje en niños maltratados: la imposibilidad de pensar las cosas desde uno y de relacionarlas. No se pueden relacionar las cosas, sentirlas, aprehenderlas, etc. Hay pobreza mental y tienden a darse desorganizaciones somáticas.
Hoy día, se conoce casi toda causa orgánica para el retraso mental. Cuando encontremos un retraso mental no filiado, busquemos causas psicológicas. Un gran sufrimiento en la infancia puede dar lugar a un trastorno generalizado del desarrollo (DSM IV-TR).
El trastorno por déficit de atención (DSM IV-TR) puede estar relacionado con el estado de alerta permanente. Son niños que presentan dificultades escolares porque no pueden concentrarse, ya que todo ruido, todo gesto, pueden ser atemorizantes. A esto se añade el hecho de que, al no estar atentos a lo que pasa en el mundo, acostumbran a reaccionar demasiado tarde, con lo que es fácil que vayan coleccionando traumas.
Fonagy ha estudiado los efectos del trauma en la pérdida de lo que él ha denominado capacidad de mentalización, es decir, la capacidad para concebir estados mentales, para conocerse y comprenderse a uno mismo y a los otros, y afirma:

«La investigación ha mostrado que en la mayoría de personas que han experimentado traumas falla la capacidad de mentalización. Los niños no son capaces de aprender palabras para referirse a sentimientos (...) y los adultos tienen más dificultad para reconocer expresiones faciales cuanto más grave haya sido el MT sufrido en su infancia.»

Fonagy (2005, congreso IPA).

5.4.A modo de recapitulación

Hemos citado hasta ahora algunos de los efectos de los MT en la construcción de la personalidad. Read, Mosher y Bentall, en su libro ya citado, Modelos de locura, recogen resultados de muchos y muy diversos estudios empíricos en los que se muestra cómo los MT y abusos en la infancia tienen un papel causal en la salud mental del futuro adulto.
La mala educación
Cancrini, a través de la película La mala educación (Pedro Almodovar, 2004), explica cómo una infancia infeliz sienta las bases del futuro trastorno de la personalidad: Ignacio es un niño de unos ocho años que, por su belleza y suavidad en el canto, llega a seducir al sacerdote director del internado donde vive, con la complicidad silenciosa de los otros sacerdotes y de la madre, que sabe y también calla. El niño queda fascinado por el adulto, que a veces le adora con ternura y a veces le agrede con sus celos, su avidez sexual y sus ansias de dominio («cuando yo lo digo»).
Todo esto marca su crecimiento y toda su existencia, lo que da lugar a un adulto destinado a repetir las vivencias traumatizantes de la infancia: la belleza que se admiró en él le llevará a seguir soñando con tener un cuerpo bello de mujer y buscando la admiración de otros hombres. Los golpes y castigos que recibió le llevarán a seguir golpeándose y castigándose a través de la prostitución y las drogas. Criado en un ambiente afectivo sin reglas morales, seguirá ignorando y despreciando cualquier tipo de regla social compartida. Criado en un ambiente en el que las expresiones de rabia o afecto eran impredecibles, seguirá viviendo sus afectos de forma discontinua y violenta, con dificultades para controlar sus impulsos.
Cancrini (2006, p. 177 y sigs.).

6.Algunas indicaciones para la aproximación profesional

Hasta ahora, hemos visto a algunos autores y conceptos clave para entender el MT y sus consecuencias. Ahora pensaremos cómo el MT afecta también al profesional que lo atiende. Al presentar el módulo, ya hablábamos de sentimientos de rabia, dolor o repugnancia que si no son comprendidos pueden –y de hecho, muchas veces lo hacen– anular nuestra capacidad de pensar. Y esto condicionará nuestra intervención.
Por ello, se hace necesario conocer mejor los sentimientos, emociones y pensamientos que se generan en la relación con el niño maltratado. Es decir, la contratransferencia. En este caso, serán emociones y sentimientos que tendrán que ver con la confianza, la relación de poder y la agresividad, la sexualidad, etc. Todas ellas, centrales en cualquier relación, pero más delicadas aquí, porque la vivencia del niño MT es que justamente son las relaciones más próximas las que le han dañado.
Lectura recomendada

Para ampliar el tema, véase el artículo de Rosa Royo (2008). No puc confiar en tu: el vincle terapéutic en nens i adolescents victimes de la violència. Revista catalana de Psicoanàlisi (XXV/2, 77-91), del que este texto está parcialmente extraído.

La experiencia práctica con niños MT muestra cómo, cuando estos inician una nueva relación, ya sea en la propia escuela, con otra familia, o en un centro, es muy frecuente que esta relación se convierta en campo de batalla. Son niños que han sido traicionados por quien les tenía que proteger, y su expectativa es la de toda persona traumatizada, la repetición de la experiencia vivida. Por eso, el niño puede probar si el otro va a continuar estando ahí «haga lo que haga» a través del desafío y la provocación. O puede intentar desaparecer a través de actitudes evitativas e inhibidas. O puede hacer sobreesfuerzos continuos para ser querido, para caer bien, para hacer lo que cree que se espera de él, etc.
Y el profesional, por su parte, puede sentirse impelido a responder con sentimientos de intensa compasión. Esto puede llevarle a actitudes victimistas en las que empiece a aguantarlo todo por pena, incluso ser maltratado. Con ello se repite nuevamente la relación víctima-agresor (invertida), y se refuerzan los sentimientos de maldad del propio niño. O puede entrar a castigar y rechazar, con lo que se repite de manera directa la relación MT.
Sin embargo, el profesional puede sentir también intensa impotencia que le puede llevar a evitar la relación, «pasando» o implicándose en los aspectos más burocratizados de su trabajo, etc. Hay residencias infantiles donde parece que las tareas y horarios se hubieran organizado para evitar las relaciones personales entre los niños y sus tutores: con actividades extraescolares, cambios continuos de turnos, suplencias, etc.
O puede sobreesforzarse en caer bien al niño, en ser querido, utilizándolo para sus propias necesidades afectivas y facilitando una relación idealizada, etc.
Otra cuestión necesaria es que nos conozcamos nosotros, nuestra propia historia, porque nuestra mirada y nuestra intervención profesional siempre surgen de nosotros y de nuestra historia. El trabajo con familias y niños moviliza nuestra propia familia interna, nuestros propios aspectos infantiles, las relaciones primarias y los sentimientos, emociones y pensamientos asociados con ellas. Se hace necesario reconocerlos y poder utilizarlos en vez de sentirnos invadidos por ellos, y diferenciar los hechos y realidades de los miedos y temores. Se movilizan ansiedades catastróficas, en las que uno siente que ha ocurrido o va a ocurrir algo terrible e irreparable.
Cuando el equipo especializado recibe consulta por un caso de maltrato, suele sentir mucho miedo a no saber entender lo bastante, a que algo se escape y el niño resulte muy dañado, etc. Es fácil entonces comenzar a intervenir para evitar daños imaginados, aún no suficientemente pensados.
Otras cuestiones que tienen que ver con la confusión es cuando uno queda identificado con el niño o con el adulto.
Cuando un niño no ha vivido nunca con sus padres y vive en otra familia, ¿qué sentido tiene mantener las visitas con los padres biológicos a veces durante años? ¿Al servicio de quién están? ¿Del adulto, del niño? ¿Qué representan para este los encuentros? A veces los profesionales los utilizamos como estímulo para que el padre, por ejemplo, mantenga un tratamiento.
O con la persecución: cuando más allá de las amenazas reales, uno se siente perseguido y en peligro.
En protección de infancia, acostumbra a tratarse con adultos que presentan trastornos en el control de los impulsos y a veces hay que plantear situaciones que van en contra de su voluntad. Esto significa que suele haber amenazas hacia el profesional. Pero cuando este se siente asustado mas allá de lo razonable para el caso concreto, cuando teme por su propia vida o la de su familia, podemos pensar que la amenaza proviene más de sí mismo que del exterior.
O con la culpa, cuando uno siente que con su intervención ha dañado y ha empeorado las cosas, que «si hubiera podido o sabido más», etc.
Con los medios y conocimientos de los que disponemos ahora, el trabajo con niños maltratados se muestra a lo largo de los años, muchas veces, extremadamente insuficiente. Es fácil, si permanecemos en el mismo puesto de trabajo, que veamos de primera mano las repeticiones transgeneracionales del maltrato y la negligencia. Otra posibilidad consiste en echar totalmente la responsabilidad sobre uno, más allá de la revisión razonable de la situación del caso y de la intervención efectuada.
Son sentimientos muy poderosos que requieren un trabajo emocional que permita irlos conociendo y conteniendo en la idea de que se puedan hacer más tolerables y se abran otras posibilidades de crecimiento.
La familia F tiene tres hijos, dos niños y una niña de entre ocho y doce años. Los niños presentan trastornos en el comportamiento, faltan al colegio y no aprenden. Cuando se cita a los padres, estos responden con amenazas. En un intento un poco más serio de que aceptaran límite y ayuda, respondieron con agresión. Los profesionales se paralizaron y se dejó de intervenir. Unos años más tarde, la hija queda embarazada y nace Adrián. Ella es una adolescente que sigue viviendo con sus propios padres y hermanos, todos ellos con graves trastornos psicosociales. Se lleva al bebé a los bares por la noche, lo deja a cargo de personas inadecuadas, no lo lleva al médico, etc., y nadie podía hacer nada, ya que la familia seguía negándose en pleno a aceptar ayuda. La parálisis profesional seguía. Finalmente, fue la Administración la que, mediante las fuerzas del orden, llevó a cabo la separación forzada del niño.
La familia, especialmente la abuela, que no habían podido organizarse para proteger al niño, lo hicieron para reclamarlo. Amenazaron, protestaron judicialmente, en los medios de comunicación, etc., hasta el punto de que el niño quedó en centro durante casi cinco años, a la espera de que el procedimiento judicial se resolviera.
Cuando el equipo competente en protección tiene que proponer la separación de un niño de su familia, una de las tareas centrales es la de enfrentar todas estas cuestiones provenientes del propio mundo interno, de las cuales, el intenso temor «a no ser objetivo», a dañar, a ser dañado, a cometer una acción irrevocable, son indicadores de presencia.
No obstante, más allá de los sentimientos que moviliza en el otro, la tarea en sí «es pesada en extremo: consiste en ponerse a disposición del dolor emocional excesivo del entrevistado, en soportarlo y cargar con él cierto periodo» (Salzberger, 1970, p. 159). Al final de su libro sobre la relación asistencial, Salzberger-Wittenberg dedica unas páginas a las dificultades de este trabajo y señala algunas de las presiones que soporta el profesional: la ejercida por la institución para que solucione rápidamente el problema, la ejercida por la sociedad para que se encargue de sus miembros más débiles, y la que ejercen los niños y familias para que se les dé una vida sin dolor.

«Pero las presiones más difíciles de soportar, que hacen a la asistente tan susceptible a las demandas irrazonables de otras personas, provienen de sí misma. Se trata de la exigencia interna de reparar de modo omnipotente al pobre, el enfermo, el perjudicado, el desvalido (...). Es preciso tomar en serio la posibilidad de que el esfuerzo se vuelva demasiado grande y determine el abandono del trabajo o una crisis, o que la asistente se proteja contra el dolor convirtiéndose en una persona superficial, dogmática y rígida.»

Salzberger (1970, p. 160).
(La cursiva es del autor.)

En este sentido, y para contrarrestar la omnipotencia y excesiva autoexigencia, proponen ciertas condiciones de cuidado personal: la propia psicoterapia, el incremento de tiempo libre (y dedicarlo a vida social u otros intereses), el trabajo interdisciplinar, el reconocimiento de los propios límites o la supervisión, que permite compartir responsabilidad, aprender y contrarrestar distorsiones provocadas por problemas personales o rutina.

Resumen

Hemos visto algunas de las consecuencias del MT infantil en el contexto de la familia. Hemos intentado superar las concepciones tradicionalistas en las que se medía el MT a partir de las cuestiones objetivables (golpes, negligencia, abusos), para pasar a una óptica que contempla el MT como una patología de las relaciones primeras con unas consecuencias decisivas en la construcción de la personalidad del niño en crecimiento y en el futuro adulto.
Las teorías expuestas de Ferenczi, los estudios de Bolwby y los actuales desarrollos de Fonagy son de especial interés para fundamentar esta óptica.
Todo esto es de especial importancia a la hora de:
  • Prevenir factores que facilitan el maltrato e incidir sobre ellos.

  • Elaborar un diagnóstico que contemple al niño «en» la familia sin minusvalorar ni negar los efectos del maltrato en su desarrollo.

  • Diseñar una intervención más especializada y continuada, que permita restaurar en lo posible el crecimiento del niño MT.

Glosario

identificación con el agresor f
Mecanismo de defensa frente al peligro proveniente de otro y que consiste en apartar los propios estados mentales y someterse, anticipar y complacer al agresor en la idea de sobrevivir.
mentalización f
Capacidad para representarse estados mentales, para conocerse a uno mismo y conocer a los otros. Capacidad de conjeturar acerca de la posible relación entre el estado mental interno de una persona (anhelos, motivaciones, deseos, creencias) y lo que parece que está haciendo.
relaciones primeras f pl
Relaciones de vínculo íntimo y estable que el niño construye desde su nacimiento con la persona o las personas más próximas (madre, padre o cuidador).
teoría del vínculo f
Teoría que propone la existencia de una predisposición innata a relacionarse con seres humanos concretos, independientemente de otras necesidades (como la alimentación o el calor).

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